La Conquista del Perú: 22
XXI - Política
editarPreciso será que suspendamos por un momento la rápida narración de los sucesos, y nos detengamos a tender una ligera ojeada sobre el siglo XVI, y examinemos la situación política de Europa, y por consecuencia la situación política también en que habían de constituirse los nuevos continentes a donde la ambición lanzaba a los europeos. El vasto imperio del Perú, como hemos visto, obedeció las órdenes de Pizarro, y como país conquistado, y más en aquella aciaga época, había de sufrir precisamente un horrible despotismo militar, y sólo en las fragosidades de los Andes se respiraba el balsámico ambiente de la libertad y de la independencia; pero el corto ejército del imperio, refugiado en las montañas, no pudiera reflejar rayo alguno de esperanza sobre su patria. El imperio de los Incas había desaparecido bajo las huellas vencedoras de Pizarro; Pizarro como conquistador era el jefe absoluto del imperio, y a la voz de Pizarro se estremecían las conquistadas playas.
Como ya hemos visto también, al llegar Fernando a Cajamalca con los 800 aventureros de Panamá y colonias inmediatas, muchos de los ya enriquecidos con el inmenso botín, tomaron sus licencias, y volvieron a sus hogares cargados de tesoros. Las consecuencias eran naturales; la ambición había de ponerse en rápido movimiento por los inmediatos continentes, y asegurada la comunicación con Panamá, Darién y colonias comarcanas, millares de nuevos aventureros, volarían al imperio destrozado de los Incas, ansiosos de aplacar su ambición en sus inagotables fuentes de riqueza.
Así fue en efecto, y todos los cercanos continentes se desplomaban sobre la bahía de San Mateo; y Cajamalca y Cuzco, y todos los pueblos de alguna importancia se infestaron de nuevos aventureros, que, o ya ingresaban en las filas de las fuerzas de Pizarro, o ya por otros medios menos honrosos contribuían cuanto le será dable a la expoliación del país conquistado, pero haciendo cada cual una aventajada fortuna. En brevísimos días pues, se abrió así un activo comercio por toda la extensión de las playas del Mediodía, pero con el sello de la mala fe de la violencia y del robo, porque en un país dominado por la espada y el fanatismo, fuera imposible pensar en honrosas transacciones comerciales. Despreciables manufacturas se vendían a precios exorbitantes; los deliciosos frutos del Perú, se exportaban con un quíntuplo de lucro, y cual un río caudaloso corría hacia Europa el oro y la plata del opulento imperio de los Incas.
Pero por lucrativos resultados que ofreciera tan vergonzoso comercio, otra fuente se ofrecía más abundante y rápida a la ambición, cual era la minería. Aunque Pizarro daba el sello de empresas reales a cuantas excavaciones y explotaciones se emprendían de importancia, aun quedaban grandes recursos a la laboriosidad y a la industria. Los torrentes arrastraban tras sí variadas piedras preciosas; las montañas arrojaban como fuera de su seno velas de oro y plata, envueltas en espesas capas que desconocía la multitud, y la inculta riqueza del Nuevo Mundo llenaba todas las ambiciones. Las mismas empresas de rey necesitaban de cien brazos industriales para sus inmensos trabajos, cuyos lucros eran limitados por la absoluta falta de contabilidad e intervención, y Pizarro para satisfacer la ambición de los jefes del ejército, y la corte de Castilla después para agraciar a sus favoritos concedía patentes de minería a muchos ambiciosos, que habrían por su cuenta profundas perforaciones que les daban generalmente por resultado opulentas riquezas.
Este inmenso ramo de la minería, exigía forzosamente infinitos brazos materiales para las grandes excavaciones, y aquí es donde aterrada el alma, se hiela la pluma, y apenas osa penetrar por las enlutadas páginas del siglo XVI, y describir sus horrores. Todo fuera perdonable a esa aciaga época, sino llegara su degradación hasta vender la sangre de los hombres: pero la historia de todas las naciones autorizaba desgraciadamente a los conquistadores del Perú para llevar a aquellas virginales playas la esclavitud con todas sus espantosas consecuencias. Los prisioneros de guerra, los desgraciados contra quienes se fulminaba alguna delación política o religiosa, los desventurados a quienes por acusaciones de cualquiera especie perdonara el hacha del verdugo, o las hogueras del Santo Oficio, eran declarados esclavos, cuya propiedad adquirían los jefes militares, o los deudos de los poderosos, y cuyo dominio se transmitía de unos en otros europeos por el derecho de compra, cual otra mercancía cualquiera. Los desventurados adoradores del Sol, amarrados a gruesas cadenas se empleaban en las excavaciones y conducción de los transportes, y acostumbrados a un clima benigno, y aun suave trabajo, porque las tierras del Perú producían sus deliciosos frutos sin que el cultivador derramase su amargo sudor sobre los terrones, caían sofocados a millares en las hondas explotaciones, rendidos al trabajo y al rigor de una atmósfera sulfúrica, y el menor síntoma de desobediencia, caracterizado con la voz de rebelión, se castigaba con la sangre de mil víctimas.
El feudalismo que en el bárbaro siglo XVI dominaba aun a la Europa, pareciera ser la base de la ominosa servidumbre de América; entre un vasallo feudal que era cristiano, y un esclavo del Nuevo Mundo que era idólatra, no era tan grande la diferencia. Un cristiano en el siglo XVI era un ser privilegiado de la tierra, el señor feudal sin embargo, le distinguía con un collar de perro como a un mastín favorito; un idólatra del Sol, era un ser aborrecible, una lepra asquerosa, maldecido en el suelo y en el cielo; ¿qué pudiera esperar en el siglo XVI de sus vencedores, más que cadenas, servidumbre y oprobio? El señor en el Perú tenía el derecho de vida y muerte sobre sus esclavos; el derecho de arrancar al padre de entre los tiernos brazos de sus hijos; el derecho de arrebatar la esposa del casto lecho del esposo; y la sangre de los inocentes adoradores del Sol era el primer artículo del comercio de los europeos. ¡Oh! ¡¡nunca se recordarán a la memoria aquellas escenas de horror!!
Familias enteras, hijos nacidos en la servidumbre, se creyeran dichosos arrastrando las cadenas, si al menos pudiesen gozar de la ternura y de las caricias paternales; pero apenas el sol derramaba su luz sobre la tierra, cuando el horizonte para aquellas víctimas se teñía con la sombra del averno. El robusto padre dejaba perezoso el lecho de la esposa y de las prendas de su amor, para marchar al trabajo en que tal vez aquel día expiraría; quizá el tierno hijo le acariciaba con sus inocentes palmas, y el padre las regaba con el llanto del desconsuelo, cuando el látigo inexorable del señor caía sobre sus espaldas, y arrebataba sus delicias. Aquí la esposa veía percibir al europeo el precio del esposo, y arrebatándole de entre sus brazos arrastrarle a morir a lejanos mundos; allí el sensible padre miraba en un pálido metal la sangre de su tierno hijo y exhalaba el alma de dolor al arráncarselo de sus brazos el europeo para que arrastrase en remotos climas las cadenas del oprobio. ¡Ah! ¡cuántos desdichados se arrojaban a las ondas tras los bajeles que conducían sus dulces prendas! ¡Cuántos prorrumpiendo en execraciones contra el señor, volviendo los ojos al cielo, se daban violenta muerte! ¡Cuántos entre agonías eran víctimas del dolor que sofocan en su pecho! -Basta, basta, no más, corramos un denso velo sobre tanto horror y tanto oprobio.
Pero no bastara al siglo XVI la esclavitud material del género humano, era también preciso esclavizar las conciencias. No pudiera Luque por sí solo atender, ni en los primeros momentos de la conquista, a ejercer todas las funciones del sacerdocio, ni a predicar o aterrar a todos los idólatras del Sol, y derramar sobre sus cabezas las aguas del bautismo, o ya arrojarlos impenitentes y malditos a las llamas; y sus invitaciones por una parte, y por otra la ambición, llevaron también a aquellas regiones sacerdotes de todas clases y condiciones que con el fanatismo de su siglo, serían los verdugos de los inocentes adoradores del Dios que inflama los días. Los célebres decretos de Cajamalca se llevaban a ejecución en todo el imperio, y los desgraciados que no huían a las montañas, tendrían que renegar de sus dulces creencias, o eran víctimas del furor y de las llamas inquisitoriales; y los que arrastrados del terror o del convencimiento, entraban en la iglesia cristiana, eran tratados con toda la dureza de un catecúmeno de los primeros siglos.
Los desventurados adoradores del Sol, unos recibían el agua de la salvación por dilatar su muerte, y los menos entraban en el seno de la iglesia llevados del convencimiento. La conciencia de los primeros era su mas cruel azote; preciso les era concurrir a las ceremonias del culto cristiano, y al ver brillar el Sol en el Oriente se llenaban de terror, maldiciendo su apostasía, y tal vez blasfemaban del cristianismo, y sufrían con doble horror los latidos de su conciencia.
Los que inspirados de su corazón creían en Jesucristo, eran ¡desdichados también! víctimas de su ignorancia: los fánaticos sacerdotes llenaban su alma de melancólicas preocupaciones; vendían el cielo a sacrificios tan costosos que todo el oro y toda la virtud humana no bastaban a conseguir la salvación, y el terror de conciencia es la mayor calamidad moral del género humano. La tierna religión de Jesús no fuera conocida de su fundador; su índole dulce, su moral sencilla se convirtió en el pavor de una noche tormentosa; la inquisición derramaba sus horrores, y jamás llegó a Luque, como vicario general, la apelación de una calumnia; los sacerdotes subalternos eran bastantes a llevar las víctimas hasta las llamas.
Tal era el estado social e interior del Perú, las colonias comarcanas arrojaban constantemente nuevos ambiciosos en el imperio, y las fuerzas de Pizarro eran ya considerables y opulentos también los tesoros de los aventureros, cuando por primera vez recibió órdenes de la Metrópoli en los días que duraban las treguas con Almagro. La corte de Castilla miró con asombro los progresos de la expedición de Panamá; admiró el genio y carácter guerrero de Pizarro; Pizarro fue el ídolo de los reyes, de los grandes y del pueblo, y Felipe II desde su enlutado trono miraba con arrogancia no ocultarse jamás el sol en sus dominios. A las nuevas de Pizarro y del Perú, la diplomacia del siglo se puso en rápido movimiento; los consejeros del trono calcularon con frialdad, según acostumbraban, los intereses de su monarca, y despreciaron los hombres, y hollaron la humanidad con oprobio. Desde luego se fijaron leyes y reglamentos en que se aprobaba la esclavitud, en que se concedía la venta de los esclavos, en que se hacía responsables a los sacerdotes y jefes militares de la mayor propagación del cristianismo, en que se establecía la inquisición bajo las más inicuas bases, y en que se mandaba al fin la destrucción del Nuevo Mundo.
Desconocidas en aquel negro siglo las verdaderas bases de la riqueza y del poder de los imperios, sólo se pensaba en saquear las colonias y arrastrar sus riquezas a la Metrópoli. Los tronos en el siglo XVI despreciaban los adelantos de las artes; la agricultura era un nombre fantástico cuyos resultados escapaban de la escasa penetración de la época, y los derechos sociales estaban en absoluta oposición con el feroz despotismo que tendía sus alas de un mundo al otro. A Pizarro sólo se le exigían tesoros; los modos de extraerlos, o arrebatarlos, quedaban a su arbitrio. Tan monstruosos principios formaban en los tiempos primitivos las bases de las comunicaciones de la Metrópoli con los nuevos continentes.
La conquista del Perú se revistió además de la máscara religiosa que encubría todas las usurpaciones de aquel siglo. El primer aventurero que saltaba en tierra en un continente, tomaba posesión en nombre del sumo vicario de Cristo, que luego concedía la envestidura a los reyes temporales. La corte de Roma desplegó todos sus derechos e influencia sobre la conquista del Perú, pero había recibido de la corte de Felipe demasiados dones para serle ingrata, y Felipe tenía demasiados tercios y mesnadas para que Roma no le temiera y le prestara sus más rendidos homenajes. La corte de Roma concedió a los reyes de Castilla la investidura del Perú, pero la corte de Roma, según acostumbraba en aquellos siglos de ignorancia,exigía por sus fantásticos derechos enormes atribuciones. El derecho de la elección de los prelados, las enormes exacciones de bulas y licencias, la influencia más activa y más lucrativa en toda clase de negocios, fue siempre inherente a la curia romana.
Pizarro, en medio de las inquietudes de su violento amor por Ocollo, en los momentos que había de volver al duelo con Almagro, recibió comunicaciones de la metrópoli, que lisonjeaban demasiado su orgullo y su efectivo poder. La corte de Castilla le declaraba solemnemente gobernador y jefe absoluto de todo el imperio; Pizarro era el primer sacerdote, el primer jefe militar y el primer magistrado; era el Calígula y el Domiciano del Nuevo mundo, y la metrópoli le exigía sólo por recompensa el quinto de todas las riquezas que arrebatase. En la inmensa conquista, un inapreciable botín había quedado en manos de los aventureros, y Pizarro, bastante perspicaz para conocer el modo de asegurar su influencia en la corte, había reunido para la corona una exorbitancia de oro y plata de que se cargaron muchos buques y galeras en San Mateo.
La suerte del imperio en nada varió con las comunicaciones de la Metrópoli: los consejeros de Madrid no sabían más, ni eran más humanos, que los invasores; una misma ambición y un mismo fanatismo los dominaba, y los reglamentos o cuerpos legales a que la Metrópoli los sujetase habían de tender a la rapiña, a la destrucción y al oprobio. La autoridad de Pizarro adquirió nuevo vigor y nuevo crédito; en vano algún hombre sensible quisiera en la corte alzar la voz contra su atroz tiranía: la corte de los Felipes sólo quería tesoros y prosélitos del cristianismo; Pizarro les derramaba torrentes de oro, y las hogueras inquisitoriales ardían eternamente. La suerte del Nuevo Mundo parecía ya fijada; la corte de Roma y la corte de Madrid habían de imprimir sobre aquel inocente suelo el carácter y el genio del siglo XVI, pero sus habitantes habían de desaparecer de la tierra, para purgar la idolatría de haber venerado al padre de la luz. Tal había sido la suerte de todos los continentes ocupados por otros europeos: la diplomacia de aquella era parecía que sólo hallaba su centro en la destrucción.
Los hombres armados en el Perú, y los sacerdotes, eran los encargados de despojar de sus tesoros al imperio, y remitir a la Metrópoli los inmensos tesoros que aun les sobraban. La corte de los Felipes se adormecía entre el oro; las galeras españolas hasta nuestros días, cruzaban rápidas los mares para transportar a España las riquezas del Nuevo Mundo, la corte de Madrid se disipaba en la abundancia, corría el oro a raudales: con una montaña de oro se levantaba San Lorenzo en el Escorial, ese soberbio templo, octava maravilla del mundo; con otra montaña de oro se hacían olvidar en la suntuosa Granja las fuentes encantadoras de Versalles; una montaña de aquel oro se destinaría a ser alcázar de los reyes en Madrid; con otra se dominaría el tajo en Aranjuez para levantar sus opulentos jardines; los campanarios y catedrales absorberían también un mar de oro, pero jamás pensaron los Felipes ni sus cortesanos en destinar ni el menor superfluo de tan exorbitantes tesoros, a desarrollar la riqueza pública de su patria, a facilitar las comunicaciones, ni a proteger su comercio. Opulentos templos y torreones en que descollara la soberbia y el orgullo del fanatismo del siglo XVI; alcázares magníficos y ostentosos, fantásticos y deliciosos jardines y obeliscos entre estériles montañas, en que los reyes se dieran al solaz, y sus pobres cerebros se disipasen entre la voluptuosidad y el orgullo; he aquí las brillantes memorias que nos legaron nuestros padres, por los torrentes de oro, de sudor y de sangre, que arrebataron a los adoradores del Sol, a los súbditos de los Incas, a los desgraciado habitantes del Nuevo Mundo.