La Conquista del Perú: 02

La Conquista del Perú de Pablo Alonso de Avecilla


I - Los Reyes Católicos editar

Mal pudiéramos conducir a nuestros lectores a la perfecta inteligencia de los manuscritos y textos peruanos que nos han servido de guía en esta obra, si ligeramente no describiésemos en breves pinceladas el estado político del antiguo mundo en el siglo dieciséis, y no profundizásemos en algo la corte de los reyes católicos y su situación interior y exterior.

España, este suelo alumbrado por el sol más hermoso de la Europa, ha sido en todos los siglos el campo de batalla en que se han resuelto con las armas los destinos del antiguo mundo. Después de verse vencida en los campos celtíberos, la belicosa república de Cartago, sucumbió también en sus arenas la altivez romana; y si el trono de los godos con el trascurso de los siglos adquirió en nuestro suelo nacionalidad y poderío la molicie de la corte de Witiza y de Rodrigo, abrió las puertas de España a los testados hijos de la Libia, y sufrió por ocho siglos el duro y ominoso yugo sarraceno, perdiendo su libertad, su independencia, y hasta sus creencias religiosas.

Mas no el león español rugiera por siempre abatido a los pies de sus opresores; la patria de los héroes alzó su temerosa frente y se estremeció Damasco. El instinto de la libertad y del amor a la patria, a una con el fanatismo y la superstición, concitaron a Cueba Donga, a los antiguos celtíberos y lusitanos, y Pelayo abrió la campaña más obstinada y sangrienta que jamás pregonar a la historia. Setecientos ochenta años de combates, y tres mil setecientas batallas, habían arrojado a los sarracenos de las montañas cantábricas a los montes de Toledo; de los montes de Toledo a las fragosas sierras de Andalucía; y los habían al fin reducido a los muros de Granada. A Fernando y a Isabel les guardaban los destinos la gloria de tremolar el estandarte de la cruz en las almenas de la Alambra, y al menos por una vez el fanatismo hizo causa común con la libertad.

A tan atroz campaña hubiera de tener en pie poderosos ejércitos, ni hubieran formado un sistema de hacienda pública con recursos bastantes para vastos proyectos. Aunque los reyes de Castilla entraban todos los años desolando las campiñas de los sarracenos, con cincuenta o setenta mil hombres, estos ejércitos sólo se componían de vasallos que por otro tiempo les prestaban los señores feudales, o de fanáticos que por cuarenta días concitaba, en nombre de Dios, el señor del Vaticano. El ejército francés de Carlos séptimo fue la primer fuerza permanente que conoció la Europa, y que preparó la importante revolución de quitar a los nobles la dirección de la fuerza militar de los Estados. Los reyes con poco poder, su erario era tan débil, que no podían entrar en gastos ni empresas; y si pedían socorro a los pueblos, los pueblos se los prestaban con escasez.

Entraron Fernando e Isabel vencedores en Granada el segundo día de 1493; la dominación sarracena en España exhaló el último suspiro, y unida la corona de Aragón y de Castilla por el matrimonio de esos dos príncipes, sus dominios eran muy extensos, si bien su poder no era absoluto. El poder legislativo estaba en las Cortes, y el rey tenía el ejecutivo muy limitado. Los tiempos románticos aun no habían acabado enteramente; la bizarría, la gentileza y el valor, eran el distintivo de los nobles caballeros, pero el feudalismo gozaba de toda la extensión de su poder; los señores feudatarios eran los reyes, y los monarcas unas huecas fantasmas, sin esplendor, y sin aparato. Empero, Fernando, que recogió el fruto de cuatro mil victorias, supo aprovecharse de las ventajas que le ofrecía su situación política. De capacidad profunda en la combinación de sus planes; la actividad, constancia y firmeza para su ejecución, consumó la obra do la tiranía que lo inspiraba su corazón y lo dictaba su orgullo. Fernando, que la corte de Roma le llamó el Católico, porque le temía, unas veces bajo diferentes pretextas, otras con atroces violencias, y muchas por sentencias de tribunales de justicia, despojó a los barones de una parte de las tierras que obtuvieron de la inconsiderada generosidad de los antiguos monarcas, y principalmente de la debilidad y prodigalidad de su predecesor, Enrique cuarto. Hizo su corte pomposa, e infundía respeto a los grandes con oropel y con brillo: unió a la corona las poderosas maestrías de las órdenes de Santiago, Alcántara y Calatrava, y fue constantemente un tirano sutil para ir robando las libertades al pueblo, si bien aun su poder era menor que el de otros soberanos de Europa, España fue libre, hasta la aciaga derrota de los campos de Villalar.

Si tantas ventajas pudieran hacer colosal el trono de Fernando, sus errores políticos debilitaron empero su poder. El proselitismo, atributo inseparable de los fanáticos, dominó a Fernando, o dominó a lo menos a su política. Apenas la enseña de Sión tremoló en los muros de Granada, cuando un desacertado decreto ordenó a los judíos y mahometanos, derramados por todas las provincias españolas, que en el término de cuatro meses recibieran el agua del bautismo, o saliesen de los dominios castellanos. Pocos se bautizaron, pero ochocientos mil de todos sexos y edades buscaron en otros climas la tolerancia de sus creencias. Las campiñas devastadas por la guerra; la propiedad territorial monopolizada en pocas manos; la corta extensión del comercio, y la poca actividad en las comunicaciones interiores, todo hacía que la agricultura desfalleciera y la riqueza pública fuese bien escasa. Una guerra desoladora de ocho siglos; una espantosa emigración, dictada por el fanatismo; los entorpecimientos de los matrimonios, propios de los derechos feudales, todo contribuía a la despoblación, y a la escasez de brazos para la cultura de las artes y de las ciencias.

Tal era el estado político e interior de España, cuando se presentó Colon ofreciendo a los monarcas castellanos un vasto imperio, cuya existencia le había inspirado su instinto. Fernando, aun que algún tanto elevado sobre las ruinas del feudalismo, era un monarca cuyo débil erario no bastaba a las urgencias interiores; un monarca que no contaba demasiado con el amor de su pueblo; un monarca en fin, de más pompa y vanidad en su corte, que de poder para vastas empresas: y absorbida toda su atención en la derrota de los sarracenos, no era fácil prestara oídos a un hombre tenido por visionario en toda Europa.

Si tampoco favorecía esta situación política al virtuoso descubridor del Nuevo Mundo, la ignorancia y fanatismo lo presentaban un escollo casi insuperable. La infalibilidad del pontífice había excomulgado a los que creyesen en la existencia de los antípodas; y España, sepultada, como todas las naciones, en la estupidez y en el terror religioso, no era fácil, que siguiera el parecer de un hombre obscuro abandonando la evidencia el Génesis y el Pontífice. Difícil sería investigar la remoción de tantos obstáculos, sino se recurriera a la ambición de los reyes; pero la sed ardiente de dominar, y el fausto pomposo de amarrar imperios al carro de la victoria, que parecía dominar a los reyes católicos, les hicieron prestar oídos al intrépido Colon, e imponiendo silencio al Génesis y al Pontífice, se arrojaron al furor de desconocidos mares, en busca de esclavos y de tesoros.