La Conquista del Perú: 18


XVII - Cuzco

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El campo de Cajamalca abundante en provisiones de primera necesidad, proporcionó a la división expedicionaria todos los recursos necesarios, y ricas en minerales las montañas que la rodeaba, les habían también suministrado salitres y proyectiles suficientes para pensar en grandes empresas. Cuatro mil desgraciados esclavos que gemían bajo las imperiosas órdenes de Pizarro, servirían de acémilas para los transportes, y la división expedicionaria tendría toda la movilidad que el activo conquistador y las necesidades del momento reclamaran. El valiente capitán Manuel Ojeda quedó encargado del mando de la ciudad con cien veteranos soldados que la guarnecían; y oficiales subalternos, dependientes de sus órdenes, mandarían los destacamentos que se extendieran por Tumbez y San Mateo, para tener protegida la retaguardia, facilitar los desembarcos, y asegurar las comunicaciones con las colonias y la Metrópoli, y así los denodados aventureros rompieron su movimiento sobre Cuzco con estruendo y algazara, no cual si marcharan al combate, sino cual si entonaran ya la victoria entre los despojos del botín.

El ejército peruano al mando de Huascar, reconocido universalmente por sucesor del Inca y jefe del imperio, había entrado en Cuzco, donde reforzado con nuevos levantamientos de tropas, subía a una fuerza de setenta mil hombres completamente equipados según su modo de hacer la guerra. Nada ignoraban de las violencias cometidas por los invasores en Cajamalca, sabían las víctimas que inmolaban en las excavaciones y explotaciones de las minas y conducción de los transportes; sabían la inicua ley que los condenaba a renegar de sus dulces creencias y a la esclavitud, o a morir entre las llamas, y todo el ejército, animado por el valiente Huascar, estaba decidido a morir en el campo de batalla, o hundirse entre los escombros del Cuzco, antes que ser esclavos de los venidos del Oriente. Un respetable congreso de ancianos contribuía con su consejo al régimen del imperio; y Vericochas hablando en nombre del Sol a los Peruanos, con el lenguaje de los Dioses, no con el de la muerte y el exterminio, encendía dulcemente los ánimos para ser victimas gloriosas, antes que ingratos a los beneficios del astro luminoso. Ocollo inconsolable lloraba a su adorado Inca; sus virtudes y su pura castidad la merecieron el respeto y la admiración de Huascar, de Vericochas y del senado; y en los actos religiosos era la primera que juraba ante las aras del Sol, morir por la religión y la libertad de su patria, y al recordar el libidinoso amor que Pizarro la declaró en los angustiados momentos, se conturbaba su corazón y se horrorizaba su alma. Coya llena de fuego, abrasada de amor por Almagro, sólo hallaba consuelo cebándose en su mismo dolor. Almagro era su alentar y sus delicias, había conocido la simpatía de sus almas, y Coya era la víctima más triste del amor. Había renegado de sus creencias y hecho la protestación de fe a un Dios que no conocía, pero que adoraba por ser el Dios de su Almagro. La sombra de su patria conturbaba sus sueños, la sombra de su adorado la despedazaba el corazón.

Tal era la posición de los héroes del imperio; todos gemían, y su llanto era estéril a su patria.

Huascar valiente, osado, sensible, de conocimientos muy superiores a los de sus compatriotas, era el ídolo del ejército y del senado, y obraba con la mayor actividad para prepararse a la guerra; sin embargo conocía la superioridad de las armas de los venidos del Oriente, y dudaba de la victoria. Sus primeros cuidados fueron espiar a sus enemigos y saber con anticipación sus movimientos, y supo la llegada de las nuevas fuerzas, y la marcha de Pizarro sobre Cuzco. Aunque los peruanos ya muy lejos de creer que los invasores fuesen hijos del Sol, ni deidades, se desanimaron al saber que recibían refuerzos, suponían ya un plan muy combinado, y matar a cincuenta o sesenta de sus opresores, había costado más de quince o veinte mil víctimas al imperio de todos rangos y distinciones; pero siempre nobles y humanos conservaban la vida de un corto número de prisioneros que tenían en su poder. La fuerza moral de los ejércitos tal vez estaba nivelada, la ambición de los invasores y su negro fanatismo decretaban el exterminio de los peruanos; la religión y la libertad del imperio reclamaban la sangre de los invasores.

Veinte jornadas distaba Cuzco de Cajamalca, y había desfiladeros y montañas que guarnecidas de cortas fuerzas peruanas no dejaron de causar embarazos a la división expedicionaria; pero en estas ligeras escaramuzas siempre fueron vencedores los europeos, aunque sufrieron empero algunas pérdidas y admiraron de nuevo el heroico valor y la bravura selvática de los Peruanos. Todos los días se les ofrecían ejemplos de guerreros que imitando a los griegos de las Termópilas, corrían a una segura muerte, ya para salvar a sus compañeros, ya para hallar en el sepulcro un asilo inviolable a su libertad y religión. Pizarro y los suyos denodados arrollaban a sus enemigos, y se preparaban a nuevas victorias; el valor de los castellanos en el siglo XVI era la admiración de la Europa; el Nuevo Mundo la cuna de héroes y el trono de los Godos una encumbrada montaña que desdeñando la tierra se ocultaba entre el cielo.


Después de mil fatigas la división española dio vista a Cuzco y se estremeció el senado, el ejército y el pueblo. Públicas eran la escenas de Cajamalca; Cuzco la capital del imperio, era el último suspiro de su libertad y de su culto, el sepulcro se entreabría bajo los pies de los guerreros, y el sonido de las roncas cadenas aterraba al infante y al anciano. ¡Oh malditos tesoros! más valiera que naturaleza os hubiera lanzado en las simas de los cavernosos mares, y la tierra no se empapara en sangre de inocentes!

Cuando Almagro descubrió los muros de Cuzco, una dulce sonrisa brilló en sus mejillas, y una halagüeña melancolía se fijó en sus miradas; allí estaba su hermosa Coya, sus delicias y su tormento. El bien de su patria mandaba la conquista del imperio, sus sentimientos religiosos, la destrucción de las aras del Sol; Coya adoraba al Dios verdadero, pero Coya amaba ardientemente a su patria, y su amor sería un lúgubre fantasma que atormentara su existencia, en cuanto no fuese una sola la patria de los dos amantes. En las escaramuzas del camino se habían cogido muchos prisioneros Peruanos, a todos preguntaba Almagro por su adorada, y todos le respondían derramando un copioso llanto, «Coya es descendiente de los Incas, es hija del Sol, su patria es su ídolo, y morir por su patria son todas sus delicias.»

Coya si en un momento de ternura, de arrebato, víctima del amor, abandonó su culto, con copioso llanto había purgado su perjurio y vender a su patria no sería su segundo crimen.

La división española teniendo que arrostrar muchos combates y habiendo marchado con rapidez, tomó algunos días de descanso a vista de Cuzco, para rehacerse de sus fatigas y para observar la política de los sitiados. A Cajamalca llegaron los españoles como amigos, y unas cómodas tiendas abastecidas de víveres, y una campiña coronada de frutos, les ofrecieron cómodo descanso y abundante sustento; a la llegada a Cuzco sólo hallaron cerradas selvas que les proporcionaran abrigo, y robustos troncos para atizar las hogueras; pero la campiña estaba desolada, y Pizarro halló no pocos embarazos para proporcionarse víveres, porque todo lo habían arrastrado los Peruanos dentro de los muros.

Si con su sola división de 800 hombres hubiera atendido a todo, hallara aun mayores obstáculos, pero cuatro mil esclavos le condujeron los transportes de Cajamalca, y escoltados de algunos castellanos, corrían las campiñas del Cuzco y conducían víveres de largas distancias. Estos desgraciados, que huyendo de la muerte, sin haber abandonado su corazón el culto del Sol, recibieron las aguas del bautismo, transportaban cada uno cinco arrobas, peso muy superior a las fuerzas de un peruano, y a centenares caían en los caminas, abrumados y sofocados de sus cargas, o desfallecían entre sudores por falta de alimentos. Los invasores faltos de caballos y persuadidos por la experiencia del terror y los estragos que ocasionaba la caballería en sus enemigos, hasta los caballos de tiro de la artillería los habían montado, y los esclavos arrastraban los cañones, que tronaban contra sus hermanos. En los terrenos quebrados y en las refriegas, el inexorable látigo del señor estaba siempre levantado, y el infeliz que caía era atropellado y despedazado, y con la velocidad del rayo se reemplazaba por otro más desgraciado que aun vivía para sufrir. A pesar de ser los esclavos un número quíntuplo que los invasores, no las era posible sublevarse contra sus señores. Un grueso cuerpo de reserva cuidaba de sujetar la multitud, y al menor síntoma de desobediencia se ponía a tormento al que se llamaba reo, y la sangre de cien inocentes corría para terror de sus compañeros.

Tendida la división por las amenas vegas del Cuzco, se preparaba a la toma de la ciudad y a la ruina del imperio. El ejército peruano no cabía dentro de los muros, y poderosos cuerpos vagaban por la comarca, ya sosteniendo las comunicaciones de la capital, ya presentando formidables amenazas a los enemigos. Todos los días se trababan escaramuzas más o menos considerables, pero nunca se aventuraban choques decisivos, porque uno y otro ejército los evitaba observándose mutuamente. Los invasores conocían su corto número, y los peruanos temían los efectos de las armas europeas; mas Pizarro siempre intrépido y fogoso, siempre un torrente irresistible, arrastraba tras sí el carro de la victoria, y cada día aumentaba una hoja a su corona de laureles.

¡Oh si hubiese sido sensible!...

Almagro que no veía a su Coya, detestaba su existencia, y el sol no brillaba fúlgido a sus ojos. Algún tanto más unido con sus compañeros, inspirándoles siempre la dulzura, les habló al fin un día con un lenguaje propio a su carácter. -Tal vez para conquistar el Nuevo Mundo no será necesario enrojecerle en sangre; la dulzura, la admiración y la persuasión nos darán más segura victoria. -No, reponía Pizarro, sólo en la destrucción puede cimentarse la conquista del imperio.

-Los idólatras, añadía Luque, sólo en las hogueras abjuran de sus ídolos: Jesucristo y Satanás no transigen.

Almagro elocuente, ya llevado de los impulsos de su corazón, ya arrebatado del deseo ardiente de ver y hablar a su Coya, les hizo conocer los caprichos de la fortuna en la guerra, lo precioso de cada gota de sangre castellana que se derramase, y al fin los redujo a que él se encargara de un mensaje a la ciudad en que se les ofreciesen condiciones para ser tributarios del rey de España, y abrazar el cristianismo; y al menos una vez en el siglo XVI prevaleció la voz de la razón y de la humanidad sobre el furor del fanatismo.