El rey del mar: Capítulo XIV

El rey del mar
Capítulo XIV: El demonio de la guerra
de Emilio Salgari

Una vez hubo sido embarcada la chalupa rápidamente, el Rey del Mar viró de bordo a toda prisa, y se lanzó hacia el Norte para no meterse entre las escolleras que se prolongaban en dirección de Poniente.

La escuadra aliada corría a todo vapor, con la esperanza de cortarle el paso, y forzaba las máquinas cuanto podía para llegar a tiempo.

Pero entre todos aquellos barcos de tipo anticuado y que se pudrían en las estaciones de ultramar, no había ninguno que pudiera competir con el rapidísimo crucero, el cual marchaba a tiro forzado, ni tampoco con su poderosísima artillería, que en aquella época era la última palabra.

Los proyectiles llovían sobre el puente del corsario y golpeaban contra las torres, produciendo un ruido ensordecedor y despidiendo altas llamaradas; pero todo esto apenas producía efecto alguno en el blindaje.

El barco de los tigres de Mompracem contestaba con igual energía. Sus grandes cañones de caza tronaban sin cesar, hiriendo gravemente a los adversarios, demasiado débiles para medirse con él.

Yáñez, con el inseparable cigarro entre los labios, y Sandokán, sombrío e inmóvil, presenciaban tranquilamente aquel terrible espectáculo, sin que un solo músculo de su fisonomía se alterase. Tan sólo cuando algún proyectil daba de lleno en un barco enemigo, manifestaban su satisfacción con una chupada más vigorosa el primero, y con un simple movimiento de cabeza el segundo. A bordo, el estruendo era espantoso.

Torrentes de fuego salían por las aspilleras de las torrecillas y por los contracantiles de las baterías; nubes de humo envolvían los costados del poderoso buque.

El Rey del Mar huía con rapidez de vértigo, sustrayéndose al temible cerco en que quería encerrarle la escuadra y dejando tras de sí columnas de humo y de chispas.

El crucero pasó, como si fuera un proyectil, por entre dos barcos que pretendían cogerle, disparándoles dos tremendas andanadas y protegiéndose con las dos piezas de popa.

La escuadra aliada, impotente, por su menor velocidad, de cazarle, se iba quedando a retaguardia, aun cuando navegaba a todo lo que daban sus máquinas. Las bayas ya no llegaban hasta el puente del crucero.

Cuando ya los tigres de Mompracem se creían a salvo, de detrás de una alta muralla de escollos, vieron a salir a todo vapor cuatro soberbios cruceros de tanto bordo cada uno como el propio Rey del Mar.

-¡Mil diablos! -exclamó Sandokán -. ¿De dónde han salido esos navíos? ¡Yáñez! ¡Manda que pongan la proa al Norte!

Los cuatro cruceros se habían lanzado sobre el Rey del Mar, pero, desgraciadamente para ellos, hablan aparecido demasiado tarde para tomar parte activa en el combate.

-¡Un momento antes y no sé cómo nos las hubiéramos arreglado! -dijo Yáñez, que les observaba a través de la aspillera de la torre de órdenes.

-Pero ahora, señor Yáñez, se quedarán a popa -dijo el ingeniero americano, que también los miraba con gran atención -. En cuanto a armamento, quizá puedan competir con nosotros, pero no en potencia de máquina, ganamos terreno a ojos vistas, y dentro de seis horas ya no los veremos.

-¿De quién serán esos barcos tan hermosos? -preguntó Tremal-Naik.

-No veo ondear ninguna bandera en su arboladura.

-Supongo que serán ingleses -respondió Yáñez -.

Puede ser que pertenezcan a la escuadra angloindia. Antes no se veían en Labuán barcos tan modernos.

-Y, según parece, no piensan dejarnos -dijo Sandokán, que volvía a entrar en la torre en aquel momento -, Por fortuna, estamos fuera del alcance de su artillería. Esperaremos a que caiga la noche para hacer una falsa maniobra y doblar hacia Occidente. Saldremos de las costas de Labuán.

-¿Acaso piensan estas gentes que intentamos dar un golpe de mano en esa isla? -preguntó Yáñez.

-O en Mompracem -contestó Sandokán -. ¡Qué lástima tener que consumir tanto carbón para sostener esta velocidad!

-Por ahora, bastante hacemos con obligarlos a correr; después ya nos proveeremos a costa de los vapores mercantes.

El Rey del Mar continuaba su veloz carrera a tiro forzado, La escuadra de los aliados que intentó rodearle cerca de los escollos, se hallaba ya fuera de la vista; tan sólo los cuatro cruceros, a pesar de que iban perdiendo camino progresivamente, continuaban la persecución con renovada energía.

También sus máquinas debían de ser potentes, porque cuando empezó a amanecer, el Rey del Mar no había logrado adelantarles más que una milla, y había engullido cantidades inmensas de carbón. Como desde un principio les llevaba cuatro millas de ventaja, se sostenía fuera del alcance de su artillería, que en aquella época no podía disparar a esa distancia.

Al mediodía aún no había cesado la caza; pero ya se había ganado otra milla.

Yáñez, que no había dejado la cubierta ni un solo instante, iba a bajar al comedor, cuando Damna se le acercó.

La joven parecía muy preocupada y muy triste.

-Señor Yáñez -le dijo, deteniéndole -, ¿le ha visto usted?

-¿A quién? -preguntó el portugués, aun cuando habla comprendido qué era lo que le preguntaba la muchacha.

-¡A sir Moreland!

-No, Damna, no le he visto en ninguno de los puentes de mando de la escuadra de los aliados.

La joven palideció.

-¿Habrá muerto? -preguntó, al cabo de un instante,

-¿Y por qué iba a haber muerto? No ha peleado contra nosotros; y cuando le estropeé su chalupa de vapor, estaba tan vivo como yo.

-¿Vendrá en alguno de esos cuatro barcos?

-Tampoco le he visto en ninguno de ellos. He mirado atentamente los puentes con el anteojo, y no u he visto.

-Pues, a pesar de eso, mi corazón me dice que viene en uno de esos cruceros.

Yáñez sonrió sin responder, y, ofreciéndole el brazo, la condujo al comedor.

Por la tarde todavía se divisaban los cruceros, pero ya a una distancia de doce millas.

A pesar de que sus chimeneas vomitaban torrentes de humo, seguían perdiendo camino.

A medianoche, el Rey del Mar, que no había encendido las luces, viró bruscamente de bordo, dirigiéndose hacia Poniente, en dirección del cabo Taniong-Datu, para meterse de nuevo en el mar de la Sonda.

Era necesario proveerse de carbón, y sin tener puertos amigos y sin la ayuda del Mariana no había otra esperanza ni otro recurso que tomárselo a los barcos ingleses, los cuales no habrían interrumpido, seguramente, sus acostumbrados viajes.

Después de haberse asegurado de que ya no se veían los cruceros, Sandokán mandó reducir la velocidad del buque para economizar el combustible, ya que ignoraba cuándo podría renovar su provisión, que empezaba a ser otra vez muy escasa.

Dos días después avistaban el cabo Taniong-Datu, y el Rey del Mar prosiguió su camino hacia el Noroeste, confiando que en aquella dirección podría sorprender a algún vapor procedente de Singapoore o de los puertos de Java y de Sumatra; pero durante los primeros días que siguieron no se vio humo alguno en el horizonte.

Había que tener en cuenta que en todas las islas del mar de la Sonda se había corrido la voz de que recorría aquellos parajes un buque corsario, y los vapores ingleses no se habían atrevido a salir de los puertos, en espera de que la escuadra de Labuán le echara a pique o le capturase.

Aun cuando estaban muy preocupados, pues no ignoraban que de la abundancia de carbón dependía el poder estar siempre a salvo, Sandokán y Yáñez no eran hombres que desesperasen fácilmente.

Todavía podían marchar a poca velocidad durante trescientas o cuatrocientas millas, e ir, si era preciso, hasta los mares de China meridional, y si hubiesen querido, intentar todavía un buen golpe de mano.

Pero, al menos por el momento, no tenían propósito de alejarse mucho de las costas de Borneo. Por otra parte, la escuadra inglesa de extremo Oriente debía de haberse puesto ya en movimiento para capturarlos, y no querían hacerle frente con tan escasa provisión de combustible.

-Esperemos -había dicho Sandokán a Tremal-Naik, que le interrogaba acerca de sus planes -. No nos conviene dejar de momento estos parajes y rebasar las islas Natuna y Bungaram. Sé muy bien que allá encontraríamos barcos que apresar, pero tampoco aquí me faltará qué hacer.

-¿Qué es lo que esperas aquí? Se diría que aguardas algo.

-Algo espero, efectivamente -contestó Sandokán, con una sonrisa misteriosa -. ¡Deseo matar dos pájaros de un tiro!

-Hace ya cuatro días que hemos dejado las aguas de Sarawak.

-Para nosotros no tiene valor el tiempo. Por lo tanto, esperemos.

-¿Y si aquellos cruceros continúan su persecución?

-Es verdad -respondió Sandokán -, pero, ¿detrás de quién? Estoy seguro de que los he engañado completamente, y dudo mucho que volvamos a encontrarlos por ahora en nuestro camino.

Durante cuarenta y ocho horas continuó el Rey del Mar navegando hacia el Noroeste, sosteniéndose muy alejado de las costas de Borneo. Avistó de nuevo las islas Natuna y Bungaram, y dobló hacia Levante, pues ambos comandantes deseaban hacer rumbo a Bruni, capital del sultanato de Borneo, porque sabían que de vez en cuando frecuentaban aquellas aguas los vapores ingleses.

No podían equivocarse. Hacía quince horas que habían avistado las islas, cuando en el límpido horizonte se perfiló un gran barco. Era un steamer de dos chimeneas y tambores, que marchaba en dirección de Bruni, seguramente con objeto de hacer allí escala antes de volver a salir para los mares de China.

La bandera roja que ondeaba en la popa confirmó las esperanzas de Yáñez y Sandokán, que parecían tantear el buque desde lejos.

El steamer se hizo cargo de la presencia del crucero y de los colores de sus insignias, y aun cuando al principio continuó su rumbo hacia el Nordeste, viró de pronto de bordo con gran rapidez, lanzándose hacia Levante, esperando encontrar refugio en cualquier bahía de Borneo.

Antes de salir de los puertos de la India, el comandante debía de haber recibido aviso acerca de la presencia de un corsario malayo en los mares de la Sonda, y por eso se dio a la fuga, evitando la lucha a toda costa.

A pesar de que el steamer corría cuanto podía, forzando la máquina al máximo, a juzgar por los torrentes de humo que vomitaban sus chimeneas, el Rey del Mar le alcanzó por medio de una habilísima maniobra, y le disparó primero un cañonazo de pólvora sola, y después otro con bala para hacerle comprender que estaba resuelto a hundirle.

Al ver que no le obedecía y que aumentaba la velocidad, le disparó con una de las piezas de caza un cañonazo que le deshizo la toldilla de cámara.

Un momento después, el buque izaba un bandera blanca en el pico del trinquete y acortaba la velocidad.

-¡Tiene arrestos, ese comandante! -dijo Yáñez, mientras echaban al agua las chalupas -. Desgraciadamente, no podemos ser generosos, y ese magnífico vapor irá a reunirse con los otros en el fondo del mar de Malasia.

Descendió a la lancha de vapor y se dirigió al steamer, seguido por cinco chalupas montadas por setenta hombres, entre malayos y dayakos.

El steamer se había detenido a unos diez cables del Rey del Mar, Era un soberbio buque, en el que iban muchos pasajeros, que, mudos, aterrados, esperaban ansiosamente a que abordaran los corsarios. El capitán, rodeado de sus oficiales, no había abandonado el puente.

Yáñez fue el primero en subir a bordo. Atravesó por entre la multitud allí reunida, y se dirigió hacia el puente de órdenes, y una vez allí, le dijo al capitán del steamer, que no se había movido para Ir a su encuentro:

-Señor, no es usted muy cortés con un hombre que hubiera podido cañonearle.

-Hágalo usted, si así le place -contestó, fríamente, el capitán -. Yo no me opongo, pero piense usted, sin embargo, que a bordo de mi barco hay más de quinientas personas, entre ellas muchas mujeres, muchos niños y muchos hombres que no son Ingleses.

-¿Tiene usted suficientes chalupas para que quepan todos, incluso la tripulación?

-Sí.

-La costa de Borneo no está lejos, y el mar no da por ahora señales de alborotarse. Mande usted embarcar a todos y váyanse, porque el vapor, desde ahora, no pertenece a nadie más que a mí.

-Mis marineros y los pasajeros son dueños de abandonar el barco; yo me quedaré aquí, suceda lo que suceda -dijo el inglés -. ¡Yo no cedo ante los piratas de Mompracem!

-¡Ah! ¿Sabe usted quiénes somos? ¡Magnífico! ¡Le echaremos a usted a pique con el barco!

-¡Qué! ¿Lo hundirán ustedes?

-Señores, les concedo dos horas, y aquí espero reloj en mano.

-Repito que yo no saldré del barco -respondió con obstinación el inglés -. ¡Quiero hundirme con él!

-Si no le sacamos a usted por la fuerza del puente de órdenes -dijo Yáñez, impaciente.

El portugués iba a volverse hacia sus gentes, que ayudaban a los marineros del vapor a echar las chalupas al agua, cuando vio que se dirigía hacia él un hombre pequeño, zambo, con la barba cuidadosamente afeitada, y que resguardaba los ojos tras unas antiparras ahumadas.

-Comandante -le dijo el desconocido, quitándose rápidamente el sombrero y desabrochándose una larga zamarra de paño oscuro, la cual no parecía molestarle, a pesar del intenso calor que hacía -. ¿Es usted uno de esos famosos piratas de Malasia?

-Uno de los jefes -contestó Yáñez, mirando con curiosidad a aquel hombrecillo panzudo y patizambo.

-Entonces, me llevará usted consigo, porque yo estaba tratando de buscar un barco que me llevase a Mompracem.

-Nosotros no vamos a esa isla; pero debo decirle que no embarcamos más que hombres de mar y de guerra.

-Yo deseo ir con ustedes para combatir a los ingleses. Conozco, señor, todas las maravillosas empresas y aventuras que han realizado ustedes.

-¡Usted! -exclamó Yáñez, con acento burlón.

-¿Usted no sabe quién soy yo?

-No.

-Pues soy el demonio de la guerra, o, si así le parece mejor, el doctor Paddy O'Brien, de Filadelfia, en fin, un hombre que podrá causar grandes perjuicios a los ingleses. He aquí por qué no me negará usted el que me embarque en su crucero, juntamente con mi equipaje. Prestaré a ustedes preciosos servicios, no lo dude; tan grandes, que asombrarán al mundo entero, y que también le harán temblar.