El rey del mar: Capítulo V

El rey del mar
Capítulo V: A la caza del rey del mar
de Emilio Salgari

Unos minutos más tarde, los supervivientes del crucero eran embarcados en una chalupa provista de víveres en abundancia para que pudiesen negar hasta Redjang sin correr el riesgo de pasar hambre, Por su parte, el Rey del Mar se lanzó a través del golfo de Sarawak con la proa puesta hacia el sur.

En el mar reinaba una calma casi absoluta; sólo de tarde en tarde soplaba la brisa, que en aquellas latitudes parece de fuego, y todos los veleros la temen porque suelen quedarse casi inmóviles durante largas semanas. De tarde en tarde, una anchísima ondulación que procedía del Este, engrosaba gradualmente, y después de pasar bajo el crucero al que imprimía una brusca sacudida, iba a perderse en la dirección opuesta.

Cuando había pasado aquella enorme ola procedente de las lejanas costas de las islas de Sonda, el océano volvía a recobrar su anterior inmovilidad.

En ninguno de los cuatro puntos cardinales se vela buque alguno. En cambio, abundaban los pájaros de los trópicos, voladores Incansables, que, a veces, se encuentran a centenares de millas de la costa. Eran, en su mayor parte, Priafinus ciscercus, especie de procelarios, los cuales -cosa verdaderamente extraña - llevan casi siempre cogidos a las plumas del abdomen cangrejitos de mar y pequeñísimos moluscos, obligándolos a vivir en el aire a pesar suyo. Sin embargo, parece que no se encuentran muy a disgusto en aquellos viajes, aéreos, porque no se advierte en ellos sufrimiento alguno.

De vez en cuando aparecían entre dos aguas, a un metro escaso de profundidad, largas filas de magníficas medusas en forma de paraguas transparentes, que se dejaban transportar blandamente por el flujo y el reflujo. Otras veces marchaban delante del barco, rápidos como flechas, los Prontoporsas, que son los delfines más pequeños de la especie, armados con un pico larguísimo y las espléndidas doradas, cuyas escamas parecen pintadas de azul y oro, enemigos terribles de los peces voladores, y que cuando van a morir pierden sus colores y se vuelven grises.

El Rey del Mar bogaba rápidamente; hacía más de doce nudos y marchaba en línea recta hacia la costa de Sarawak, con objeto de destruir los depósitos de carbón de la escuadra del rajá.

Era realmente un barco soberbio, dotado de extraordinarias cualidades marineras, a pesar de su coraza, de sus torres y de su artillería; en suma, un corsario completamente moderno: el único probablemente que podía atreverse a emprender aquella audaz correría contra la poderosa flota inglesa, sin hallar un puerto en que poder refugiarse.

-Y bien, Tremal-Naik -dijo Sandokán, que salía en aquel momento a la cubierta, después de haber hecho una ligera visita a sir Moreland -; ¿qué me dices de nuestro Rey del Mar?

-Que es el crucero mejor y el más poderoso que he visto: ¡una verdadera maravilla! -contestó -el hindú, visiblemente entusiasmado.

-Sí, los americanos son magníficos constructores. Hace veinte años tenían que recurrir al extranjero para crear su propia escuadra, y ahora tienen mejores astilleros que nadie. En la actualidad, sus navíos son sólidos y poderosos. Con éste, yo te aseguro que hemos de proporcionarles muchos dolores de cabeza a nuestros enemigos.

-¿Y si Inglaterra te echase encima los mejores barcos de su marina? ¿Has pensado en eso, Sandokán?

-Los haremos correr, querido -contestó el Tigre de Malasia -. El océano es muy grande y nuestro buque el más veloz. Además, habrá transportes ingleses a quienes podamos atacar y privar de combustible. No creas que tengo la presunción de poder sostener indefinidamente esta lucha; pero antes de que llegue el día en que, por una u otra causa, deba terminarse, habremos causado a nuestros enemigos daños tan grandes, que lamentarán habernos arrojado de nuestra isla.

Encendió su magnífico narguillé, se cogió a un brazo del hindú, y después de haber paseado durante algunos minutos desde la rueda del timón hasta la torre de popa, dijo:

-¿Sabes que el capitán va mejorando?

-¿Sir Moreland? -preguntó Tremal-Naik.

-Sí, a pesar de lo horrible de la herida, tiene una fiebre muy ligera, El señor Held está asombrado, y yo creo que con razón. ¡Qué fibra tan magnífica tiene ese hombre!

-¿Te ha reconocido?

-Sí,

-Debe de haberse quedado estupefacto al verse en nuestras manos. Seguramente que no creía que iba a encontrarse tan pronto con sus antiguos prisioneros. ¿Duerme?

-Sí, y muy tranquilamente por cierto.

-¿No te estorbará ese hombre?

-Pudiera suceder que sí; pero tengo algunos proyectos acerca de él.

-¿Cuáles?

-Todavía no lo sé -dijo Sandokán -, Ya pensaré en que podrá sernos útil, Ante todo procuraremos hacernos amigos suyos. Yo creo que nos debe algún reconocimiento por haberle salvado de la muerte.

-Adivino lo que piensas -dijo Tremal-Naik -; esperas que te proporcione algunas noticias acerca del hijo de Suyodhana.

-Pues sí, realmente -confesó Sandokán -, Combatir a un enemigo desconocido que no se sabe dónde se encuentra ni qué está tramando, es para inquietar a cualquiera. ¡Bah! Un día u otro saldrá del misterio en que se envuelve y se nos mostrará, y ese día el Tigre devorará también al tigrecito de la India.

En aquel momento apareció el doctor Held en la puerta de la cámara,

El americano que, como hemos dicho, habla aceptado las proposiciones que le hiciera Sandokán, las cuales podían costarle la vida, era un arrogante joven de veintiséis o veintiocho años, de estatura elevada, delgado, de mirada inteligente, frente amplia, rostro tan rosado como el de una jovencita, y llevaba la barba rubia cortada en punta.

-¿Qué nos dice usted, señor Held? -le preguntó Sandokán, yendo solícitamente a su encuentro.

-Que ya puedo responder de la curación del prisionero -respondió el médico -; dentro de quince días tendremos a nuestro hombre perfectamente bien. ¡Esos angloindios tienen una piel muy dura!

La conversación fue interrumpida por la campana que anunciaba la comida.

-¡A la mesa, de lo contrario, Yáñez se impacientará! -dijo Sandokán.

Mientras tanto, el Rey del Mar continuaba su marcha hacía el Suroeste.

El océano continuaba desierto, pues la zona que recorría el barco apenas era frecuentada por veleros y vapores, los cuales remontaban generalmente más al Norte o más al Sur, unos para evitar las zonas de calma absoluta y los otros los bancos submarinos, que abundan extraordinariamente en las -cercanías de las costas de Borneo.

De vez en cuando bandadas de volátiles se posaban en las cofas de los mástiles y tomaban posesión de ellas, permitiendo que los marineros se les acercasen sin demostrar por ello la menor inquietud.

Aquellos pájaros pertenecían a la especie de las aves procelarias gigantes, de plumas oscuras, llamados quebrantahuesos. Son pescadores empedernidos y poseen un pico tan agudo y tan fuerte que les permite hacer frente a los peces de mayores dimensiones, a los cuales matan hiriéndoles en la cabeza,

También algún que otro magnífico albatro solía revolotear en torno de la nave, el cual saludaba a la tripulación lanzando su peculiar gruñido, muy semejante al de un cerdo, y atravesaba la toldilla sin apresurarse, a pesar de los tiros que le disparaban los malayos.

Como caza, esos pájaros son detestables; porque sí bien miden de punta a punta de sus alas tres metros y medio, su cuerpo no llega a pesar más allá de ocho o diez kilogramos sin contar, además, conque su carne es coriácea y se halla impregnada de un olor desagradable.

Cuando se les ve en el aire, son dignos de admiración por su vuelo maravilloso. Durante algunos instantes permanecían casi inmóviles encima del crucero, haciendo vibrar de una manera apenas perceptible sus gigantescas alas; en seguida partían como rayos, se abatían sobre el mar y en un abrir y cerrar de ojos pescaban pequeños cefalópodos y calamares, que son su comida preferida

No faltaban presas para aquellos avidísimos volátiles porque las agrias de esa parte del océano son extraordinariamente ricas en pescados, cosa que contentaba también a los marineros, que se las ingeniaban para cogerlos, a pesar de la velocidad con que marchaba el buque, utilizando para ello pequeñas redes. Luego, la pesca servía para aumentar el menú de a bordo.

Por otra parte, bogaban casi en la superficie bandadas de doradas, delfines pequeños y serpientes de mar de un metro de largo, de forma cilíndrica, piel oscura y negra, y cola amarilla; también flotaban multitud de trotones, pescados tan extraños, que casi siempre navegan con el vientre hacia arriba, y que se hinchan a placer hasta tomar la forma de una bola.

Los trotones subían a millares desde las profundidades del océano, mostrando las agudas espinas que los recubren por completo, y que les proporcionan una gran semejanza con los erizos terrestres; pero sus colores son diferentes, pues los hay blancos, violáceos y manchados de negro. Por en medio de los trotones y con los tentáculos extendidos para aprovechar el menor soplo de aire, desfilaban largas hileras de nautilos.

De vez en cuando un movimiento de terror dispersaba a tantos habitantes del océano tropical. Las doradas desaparecían precipitadamente; los trotones se desinflaban con gran rapidez y se dejaban ir al fondo; los nautilos replegaban sus tentáculos, volvían su concha en la que navegaban como en pequeños barcos y se sumergían.

Todo aquello era debido a que aparecía en medio de ellos un enemigo terrible, de voracidad insaciable, que abría su formidable boca, erizada de unos dientes tan agudos como los de los tigres: ese enemigo es el charcharios, un pez-perro de cinco o seis metros de largo. Su imprevista aparición sembraba el terror. El charcharios es temido incluso por el hombre.

Con la rapidez del relámpago se tragaba los peces que se hablan retrasado un instante en su huida: luego desaparecía en seguida, precedido siempre por su piloto, que es un lindísimo pescadito de piel azul y púrpura, con estrías negras, de unos veinticinco centímetros de largo, y que sirve de guía a su terrible patrono y protector.

Una vez el peligro había desaparecido, volvían a reaparecer las doradas jugueteando, los trotones subían a la superficie convertidos de nuevo en una bola, y las espléndidas conchas ribeteadas de nácar de los nautilos, enderezaban de nuevo sus ocho tentáculos, ligeramente redondeados por las puntas.

Yáñez y Sandokán entraron hacia el anochecer en el camarote donde estaba el angloindio, y comprobaron con satisfacción que el herido se encontraba bastante mejor que por la mañana.

La fiebre casi había desaparecido y la herida, sabiamente cuidada por el hábil americano, apenas sangraba.

Cuando entraron, sir Moreland estaba hablando con voz bastante clara con el señor Held, y le pedía noticias acerca del poder del buque corsario.

Cuando los vio entrar, el angloindio hizo un esfuerzo para sentarse; pero Sandokán se lo impidió con un gesto.

-No, sir Moreland -dijo -, está usted demasiado débil y por ahora debe abstenerse de hacer el más mínimo esfuerzo. ¿No es cierto, mi querido Held?

-Podría volver a abrirse la herida -contestó el doctor -. Ya sabe usted, sir, que le he prohibido todo movimiento.

El prisionero tendió la mano al médico, a Yáñez y a Sandokán y les dijo:

-Muchas gracias, señores, por haberme salvado; aun cuando yo hubiera preferido irme a pique con mi barco en compañía de mis desgraciados marineros.

-Un marinero siempre tiene mil ocasiones de morir - contestó Yáñez, sonriendo -. Todavía no ha concluido la guerra, puesto que para nosotros apenas ha comenzado.

Una nube oscureció la frente del angloindio.

-Yo creía que había terminado la misión de ustedes con el rescate de aquella jovencita y de su padre.

-Para eso no hubiese comprado yo un barco del poder de éste -dijo Sandokán -; con mis praos me hubiera bastado.

-¿De modo que continuarán ustedes haciendo el corso?

-Indudablemente; mientras haya un solo hombre y un solo cañón disponibles.

-Les admiro a ustedes, señores; pero imagino que esas correrías van a terminar pronto. El rajá e Inglaterra les perseguirán con sus escuadras. ¿Cómo van ustedes a poder resistir tales ataques? Les faltará a ustedes el carbón y se verán en la precisión de rendirse o de hacerse echar a pique después de una resistencia inútil.

-¡Ya lo veremos!

Sandokán cambió bruscamente de tono y le preguntó:

-¿Cómo se encuentra usted, sir Moreland?

-Relativamente bien; el doctor me ha asegurado que dentro de unos días podré levantarme.

-Tendré un gran placer en verle a usted paseando por el puente de mi barco.

-¿De modo -dijo sonriendo el angloindio - que cuentan ustedes con retenerme prisionero?

-Aunque quisiera devolverle la, libertad, no podría hacerlo en este momento, porque estamos muy lejos de la costa.

-¿Vamos hacia el Norte?

-No, sir Moreland; al contrarío: vamos hacía el Sur. Tengo ganas de ver la boca del Sarawak.

-Lo comprendo perfectamente, Pretenden ustedes asaltar los depósitos de carbón del rajá.

-Todavía no lo sé,

-Señor Sandokán, si usted me lo permite, desearía que me explicara usted una cosa.

-Hable usted, sir Moreland -contestó el Tigre de Malasia -, Después, si a su vez me lo permite usted, le liaré algunas preguntas.

-Lo que deseo saber es por qué ha envuelto usted también en esta guerra al rajá de Sarawak.

-Porque estamos convencidos de que es el protector del hombre misterioso que ha lanzado contra nosotros a los ingleses de Labuán, y que en un mes tan sólo nos ha causado tantos perjuicios.

-¿Y quién es ese hombre?

Sandokán clavó en el angloindio una agudísima mirada, como si quisiera leer en el fondo de su corazón y después dijo:

-Es imposible que usted, que pertenece a la marina del rajá, no le haya conocido.

Sir Moreland permaneció silencioso durante algunos instantes.

-No -dijo finalmente -, no he visto nunca al hombre a quien usted alude. Sin embargo, he oído contar que un individuo misterioso que, según parece, posee riquezas fabulosas, ha visitado al rajá, poniendo a su disposición hombres y barcos para vengar a James Brook.

-Un indostano, ¿no es cierto?

-No lo sé -contestó sir Moreland -, porque no lo he visto jamás.

-¿Y ese hombre ha sido el que ha lanzado contra nosotros al rajá y a los ingleses?

-Así me lo han contado.

-¿El hijo de un jefe famoso de los thugs de la India?

-Eso no lo sé.

-¿Quiere medirse con los tigres de Mompracem?

-Y según creo, está seguro de vencerlos.

-¡Caerá, como cayó su padre y como ha caído toda su secta! -dijo Sandokán.

En los negros ojos del angloindio brilló un relámpago. De nuevo quedó silencioso, como si un pensamiento repentino le turbase; después dijo:

-¡El porvenir lo dirá!

Y cambiando bruscamente de conversación, preguntó:

-¿Siguen a bordo aquel indostano y su hija?

-Ya no nos separaremos de ellos, porque su suerte está ligada a la nuestra -contestó Sandokán.

Sir Moreland lanzó un suspiro y dejó caer la cabeza sobre la almohada.

-Descanse usted tranquilo -le dijo Sandokán -. Esta noche no sucederá nada,

Salid del camarote acompañado por Yáñez, y ambos subieron a la cubierta; Surama y Damna estaban tomando el fresco y charlando con Tremal-Naik.

Al ver a Yáñez, Damna se apresuró a interrogarle con la mirada.

-¡Todo va bien! -le susurró el portugués, con su acostumbrada sonrisa.

-¿Podré visitarle?

-Mañana nada te impedirá que lo hagas sí...

Un grito del vigía instalado en la cofa del trinquete le cortó la frase,

-¡Humo en el horizonte! ¡Al Oeste!

Aquel grito hizo ponerse en pie de un salto a Sandokán, que acababa de tomar asiento al lado de Tremal-Naik, y toda la tripulación corrió a la cubierta.

Sobre el cielo, todavía iluminado por el sol, que no había terminado de ocultarse, se elevaba una sutilísima columna de humo que se destacaba perfectamente en la límpida y tranquila atmósfera.

-¿Será algún barco de guerra que venga en busca de nosotros -preguntó Yáñez - o un pacífico vapor, que vaya con rumbo a Sarawak?

-Más bien creo que sea un barco de guerra -dijo Sandokán, que había dirigido el anteojo hacía aquella mancha de humo -. ¡Ah! Parece que se aleja hacía el Oeste: el humo se ha replegado hacia nosotros.

-¿Creéis que nos haya descubierto? -preguntó Tremal-Naik, que se había reunido con ellos.

-Igual que nosotros nos hemos dado cuenta de su presencia, lo mismo puede haberles sucedido a ellos; habrán visto el humo de nuestro barco.

-Tengo una sospecha -dijo Yáñez.

-¿Cuál?

-Que sea un barco explorador.

-Es posible, Yáñez -contestó Sandokán.

-¿Y qué es lo que piensas hacer?

-Seguirle a distancia. Mañana al amanecer nos pondremos en su persecución, y tanto peor para él si pertenece a la escuadra del rajá o de Labuán. Pasaremos la noche en la cubierta.

Las sombras de la noche caían rápidamente, y las tinieblas impidieron que pudiera seguirse viendo aquel penacho de humo; pero el Rey del Mar había puesto la proa a Poniente para seguirle en su ruta.

Estaba seguro de poder alcanzarle con sus poderosas máquinas antes de que amaneciese, y de capturarlo o de echarlo a pique con su formidable artillería.

Se acordó que permaneciese sobre cubierta la guardia franca, como medida de precaución, pues podría darse el caso de que, durante la noche, ocurriesen graves acontecimientos.

-¡A doce nudos! -ordenó Sandokán -. ¡Le seguiremos de cerca!

La noche era espléndida; una verdadera noche de los trópicos, llena de fascinación y de encantos, como tan sólo puedan darse en aquellas regiones de calma casi perpetua.

A pesar de que el sol había desaparecido ya desde hacia algunas horas, parecía como si hubiera dejado tras de sí un rastro de luz, porque la oscuridad no era completa en el firmamento. Una vaga claridad, una transparencia increíble reinaba allá arriba, proyectándose en las aguas del océano, y permitía que los marineros de cuarto pudieran ver a larga distancia.

Las aguas parecían, a trechos, como si fuesen de fuego. Desde los profundos abismos marinos subían las medusas a legiones, y las magníficas anémonas abrían y extendían sus brillantes corolas rosáceas, blancas, azules, amarillas y violeta, ondeando blandamente sus franjas fulgurantes.

En medio de aquellas oleadas de luz submarina se deslizaban de vez en cuando grandes monstruos que esparcían el terror y la confusión entre los moluscos.

Unas veces eran charcharios, escualos hambrientos y siempre peligrosos; otras eran gigantescos calamares con pico de papagayo, ojos glaucos y fijos y los tentáculos cubiertos de ventosas. En cambio, en otras ocasiones aparecía sobre la superficie una masa gigantesca, lanzaba a lo alto chorros enormes y volvía a caer con un golpe sordo y profundo.

Era un ballenato con el dorso negro y verdusco, de unos quince metros de longitud; cetáceo bastante común en los mares tropicales, a pesar de la encarnizada persecución con que los acosan los barcos balleneros.

Aun cuando el día había sido bastante fatigoso y, por lo menos en apariencia, no amenazaba ningún nuevo peligro al buque, Sandokán y Yáñez no se retiraron a dormir. Y no era, ciertamente, para gozar de aquella magnífica noche, ni para admirar los fulgores de las anémonas, espectáculo, por otra parte, al que ya estaban habituados los antiguos navegantes de los mares de Malasia.

Un secreto temor les retenía en el puente. Paseaban con cierto nerviosismo, deteniéndose con frecuencia para mirar hacia Poniente.

Aquel humo les preocupaba mucho, pues temían que fuese el de un barco destacado de alguna escuadrilla.

-¿Has visto algo? -preguntó Yáñez a Sandokán, a eso de la medianoche, al ver que se detenía por enésima vez y dirigía el anteojo hacia el Oeste.

-Juraría que hace algunos minutos había visto brillar un punto blanco muy luminoso en la dirección por donde desapareció el penacho de humo -contestó, pensativo, el Tigre.

-¿Sería el farol del trinquete de ese barco, o una estrella?

-No, Yáñez, ni una cosa ni otra.

-¿Crees que no nos andará buscando la escuadra de Labuán? Ten por seguro que no permanecerá tranquilamente en el puerto de Victoria, después de nuestra declaración de guerra. Pero con la velocidad que podemos alcanzar, no nos será difícil dejarla a nuestras espaldas.

-Y el carbón se nos acabará muy pronto -contestó Sandokán -; nuestras carboneras están ya medio vacías.

-Las llenaremos por cuenta del rajá.

-Si podemos llegar hasta la boca del Sarawak.

-¿Qué es lo que temes?

Sandokán no respondió. Continuaba mirando siempre hacia el Poniente, recorriendo con la vista toda la línea del horizonte.

De pronto bajó el anteojo.

-¡Un relámpago! -dijo.

-¿Dónde, Sandokán?

-Ha brillado en la dirección que tomó aquel barco.

Me parece que ha sido un relámpago de luz eléctrica.

-Sí, señor -afirmó el americano Horward, que había salido un momento de la sala de máquinas -. También yo lo he visto.

-Entonces, ¿ese barco estará comunicándose con otro? -preguntó Yáñez.

-Eso es lo que temo -respondió Sandokán -. Afortunadamente, el horizonte está muy claro y en seguida podemos distinguir al enemigo.

-Señor Horward, hágame usted el favor de dar orden en la máquina para que fuercen la marcha a catorce nudos. Tengo curiosidad de saber quién es el que puede navegar con nosotros.

Acababa de transmitir la orden al americano, cuando volvió a brillar de nuevo un relámpago en la dirección del primero. Una lámpara eléctrica de gran potencia había proyectado sobre el océano un amplísimo haz luminoso.

Un instante después, una sutil columnilla de humo se elevó en el horizonte.

-¡Un cohete! -dijo Yáñez -. Se trata de dos barcos que se comunican entre sí, y uno ~ de ellos debe de ser el que huyó al acercarnos nosotros. Está indicando el rumbo que llevamos. .

-Señor Sandokán -dijo el americano - si no me engaño, veo deslizarse por el océano un punto negro. Ahora atraviesa una franja de agua fosforescente.

-¡Un punto! Entonces no puede tratarse de un barco.

-Y a lo que parece, marcha con una velocidad extraordinaria.

-¿Será alguna chalupa de vapor?

Asestó nuevamente el anteojo y lo mantuvo en posición horizontal durante algunos minutos. El punto negro, que se agrandaba rápidamente, había atravesado la zona fosforescente, confundiéndose con el color oscuro del agua; pero se acercaba a otra formada por millares de nautilos, anémonas y medusas.

-Me parece una gran chalupa de vapor -dijo Sandokán -, y no está a más de dos mil metros de distancia. ¡La enviaremos a que haga compañía a las medusas! ¡Nostramo Sloher!