El rey del mar: Capítulo XV

El rey del mar
Capítulo XV: El último crucero
de Emilio Salgari

Yáñez escuchó pacientemente a aquel hombrecillo que se proponía conmover al mundo, mirándole con una curiosidad no exenta de ironía, y se preguntaba si, en efecto, tendría delante de sí algún hombre de ciencia poseedor de un formidable secreto, o a un loco.

Cuando vio que el portugués no se decidía a contestar, y adivinando lo que pensaba, el desconocido le dijo:

-Usted imagina que el doctor Paddy O'Brien tiene trastornado el cerebro, ¿no es cierto, señor? O que, por lo menos, tiene ganas de divertirse. No, comandante, no; yo he logrado hacer un descubrimiento prodigioso, que producirá terribles resultados.

-Continúe usted -dijo flemáticamente Yáñez, porque aquello comenzaba a divertirle.

-¿Sabe usted que he encontrado el medio de encender la lámpara eléctrica sin necesidad de hilo? En Chicago he realizado experimentos extraordinarios y a distancias de tres y cuatro mil metros.

-Esas experiencias me interesan poco, mi querido señor Paddy O'Brien. Para deshacer a nuestros adversarios nos bastan nuestros cañones.

-¿Y qué haría usted si yo le dijese que también he encontrado el medio de incendiar a cierta distancia los barriles de pólvora?

-¡Ah! -exclamó Yáñez, sacando del bolsillo un cigarro, y encendiéndolo seguidamente -. ¡Eso es, en verdad, un descubrimiento asombroso, admirable!

-Le parece a usted inverosímil, ¿verdad, comandante? -dijo el hombre de ciencia.

-No lo he experimentado todavía, y, por lo tanto, no debo creer ni dejar de creer.

-Y ahora, ¿consentirá usted en embarcarme? Si usted rehusa, desembarcaré en Bruni, e iré a ofrecer a los ingleses mi secreto.

-Ya que -tiene usted ganas de hacer una excursión a través de los mares de Malasia a bordo del Rey del Mar, no me opongo. Pero va usted a ser testigo de cosas tremendas que le pondrán la carne de gallina en más de una ocasión. Además, le advierto que le colocaremos a usted bajo la guardia de hombres fieles e incorruptibles hasta el Instante en que se experimente su asombroso, maravilloso y terrible descubrimiento. No se sabe nunca... En un momento de mal humor podría ocurrírsele a usted hacer la prueba contra nosotros y volarnos la santabárbara,

-¡Puede usted hacer lo que quiera!

-¡Ah! Y el equipaje de usted quedará secuestrado, porque, seguramente, contendrá el secreto de esa diablura espantosa, y yo mismo lo vigilaré.

-No me opongo.

-Y todavía debo añadir algo más: mandaré torcer ex profeso una buena cuerda para ahorcarle sin contemplaciones si, por casualidad, le asaltara el deseo de intentar algo en contra nuestra. ¿Me ha comprendido usted, señor demonio de la guerra?

-Perfectamente -respondió el americano.

-¿Acepta usted en estas condiciones?

-Acepto, comandante.

-Pero no diga a nadie que es usted pariente de Belcebú: nuestros hombres son gente resuelta y animosa; pero podrían asustarse si supieran que he embarcado al demonio de la guerra. ¡Doctor, mande usted a buscar su equipaje!

Mientras se sucedía esta extraña conversación, los pasajeros habían abandonado el steamer, agolpándose atropelladamente en las chalupas, en las cuales se habían embarcado víveres suficientes para poder llegar a las costas de Borneo sin correr el peligro de tener que soportar el hambre y la sed.

Sin embargo, no se habían alejado mucho, esperando a su capitán; pero éste seguía negándose obstinadamente en salir del barco, a pesar de los ruegos de su oficiales y de las intimidaciones de Yáñez y de sus hombres.

En vez de ello, aquel valiente marino se había sentado tranquilamente en una mecedora que mandó subir al puente de órdenes, y se había puesto a fumar su pipa con una colma que dejó asombrados incluso a los malayos.

Ante la amenaza de Yáñez de hacerle embarcar a viva fuerza, contestó con un simple encogimiento de hombros.

Admirado ante aquella presencia de ánimo, y antes de dirigirse a sus hombres para que obligaran al capitán a deponer su actitud, el portugués mandó aviso a Sandokán de lo que sucedía.

-¡Ah!. ¿No quiere abandonar su barco? -respondió el Tigre de Malasia, que estaba a una distancia que permitía hacerse oír -. ¡Pues que se quede, ya que así lo desea!

Ordenó a las chalupas que se alejasen en seguida, amenazándolas con echarlas a pique, y no volvió a preocuparse de aquel hombre.

-¿Y dejaremos que vuele con su barco? -preguntó Yáñez.

-Ahora exploremos las carboneras, que deben de estar casi vacías, pues ese barco estaba a punto de terminar su viaje. Te envío un refuerzo de cien hombres, con objeto de no perder demasiado tiempo. Nos encontramos demasiado cerca de Bruni, y podrían sorprendernos.

Tal como Sandokán había previsto, las carboneras del steamer estaban punto menos que agotadas, porque el buque debía volver a aprovisionarse de combustible en Bruni antes de proseguir su camino para los mares de China.

No quedaban más que unas cuantas toneladas de carbón, cantidad absolutamente Insuficiente para completar las provisiones del Rey del Mar, que había consumido demasiado durante su precipitada huida.

Sin embargo, fueron necesarias cuatro horas para transportarlo al crucero, Juntamente con una cantidad considerable de víveres y la caja de a bordo, que se hallaba muy repleta.

Durante el saqueo, el capitán inglés no dejó su puesto ni hizo movimiento alguno para protestar.

Continué fumando con una calma realmente admirable, e incluso se dignó aceptar un vaso de whisky que Yáñez le ofreció, y lo sorbió lentamente con tranquilidad perfecta.

En cuanto se hubieron alejado las últimas chalupas cargadas de carbón, Yáñez se acercó al Inglés, y luego de haberle saludado cordialmente, le dijo:

-Señor, nosotros hemos terminado.

-Pues, entonces, también a mí me toca acabar de vivir -respondió el comandante del steamer.

-Pongo a disposición de usted mi yole, que irá bien abastecido de víveres, y asimismo una vela para que pueda usted reunirse con las chalupas antes de que lleguen a la costa. Mire usted: la brisa es favorable, porque sopla del Oeste.

-Ya he dicho que yo no abandono mi barco, y sostengo mi palabra. Hace seis años que vengo gobernando este steamer a través del océano, y le quiero demasiado para abandonarlo; si ha de irse al fondo, yo me Irá con él.

-Por lo menos, dígame qué muerte es la que prefiere. Pensaba hacerle saltar poniendo fuego a una tonelada de pólvora; pero si a usted le parece mejor que le echemos a pique con una bala de cañón... Se verá hundirse con lentitud y pudiera usted arrepentirse antes de que haga explosión bajo las olas.

-Eso me es indiferente, haga usted lo que mejor lo plazca.

-¡Adiós, señor! ¡Es usted un valiente!

-¡Adiós, comandante, y buena suerte! -respondió el Inglés, con ironía -. ¡Ah! ¡Tengo que pedir a usted un favor!

-Diga usted.

-Que, si tiene usted ocasión, haga saber a los armadores de, Bombay que Jolin Koope ha muerto, como un verdadero hombre de mar, a bordo de su barco.

-Lo haré; se lo prometo. Dentro de diez minutos tendré el honor de cañonearle.

-Para entonces ya habré terminado de fumar mi pipa.

Se separaron. Yáñez descendió inmediatamente a la ballenera, que le aguardaba bajo la escala, y el inglés, siempre impasible, volvió a sentarse en la mecedora, después de haber izado la bandera inglesa.

-¿Y ése no quiere moverse? -preguntó Sandokán, en cuanto Yáñez puso el pie en la cubierta del crucero.

-Es un terco digno de ser admirado -respondió el portugués -. Quiere irse a pique con su buque. ¿Lo consentirás?

-Todavía no nos hemos puesto en marcha -dijo Sandokán, sonriendo.

Se acercó a la popa, donde se encontraba el viejo artillero americano apoyado en una de las torrecillas, y le susurró al oído algunas palabras.

Poco después, el crucero viraba de bordo, avanzando a poca máquina en dirección del steamer. El inglés seguía fumando, en espera del cañonazo que había de hundir su barco.

Sandokán se dirigió a la proa y le miró sonriendo.

El Rey del Mar, guiado por Sandokán, pasó a treinta pasos de la popa del vapor, y aminoró la marcha.

Entonces, Sandokán cogió el portavoz y gritó al inglés:

-Señor, quisiera pedir a usted un favor, Si tiene usted ocasión de volver a ver a sus armadores, dígales que los tigres de Mompracem han respetado su barco porque lo mandaba un valiente. ¡Buena suerte!

Después, mientras la bandera de Mompracem saludaba al inglés, se alejó velozmente hacia el Septentrión.

El astuto y prudente Sandokán no quiso entretenerse demasiado en aquellos parajes tan próximos a Labuán, temiendo caer entre la escuadra de la colonia y los cuatro cruceros, los cuales deberían de estar buscándole encarnizadamente, así, pues, tomó el partido de dirigirse hacia las costas septentrionales de Borneo, para echarse sobre los barcos procedentes de Australia.

Era imposible, o por lo menos muy difícil, que los ingleses llegasen a imaginar que se hubiera alejado tanto del golfo de Sarawak.

Además, estaba seguro de que podría sorprender algunos barcos australianos antes de que los armadores suspendieran los viajes.

Como deseaba permanecer por completo ignorado, se alejó de las rutas seguidas ordinariamente por los barcos, y de repente apareció un día a cuarenta millas de la punta septentrional de Borneo.

Fue un crucero que duró sólo seis días y, sin embargo, ¡cuántos, desastres sufrió la marina mercante inglesa en tan breve tiempo! Dos vapores y tres veleros cayeron en manos de los implacables tigres de Mompracem, y sufrieron la misma suerte que los que habían sido capturados en el mar de Malasia.

Las tripulaciones y los pasajeros quedaban en libertad para ponerse a salvo en las costas de las islas más próximas, pero los barcos eran hundidos, invariablemente, con sus respectivos cargamentos casi íntegros.

Tuvieron noticia, por algunos praos, que la escuadra de los mares de China, alarmada por tantas capturas, estaba reuniéndose; en vista de estas nuevas, el Rey del Mar con las carboneras bien repletas, volvió de nuevo a tomar rumbo hacia el interior del océano, y descendió hacia el Sur.

Sandokán y Yáñez querían ir a destruir los magníficos steamers que hacían el servicio entre la India y la baja Conchinchina.

Sandokán se hallaba nuevamente dominado por la terrible ansia de hundir, y parecía que resucitaba el sanguinario pirata de otros tiempos. Sabiendo que más pronto o más tarde había de encontrarse frente a alguna de las poderosas escuadras que el Almirantazgo había lanzado tras él, quería dar un golpe mortal al comercio inglés, y asombrar al mundo con su audacia.

-Nuestros días están contados -había dicho a Yáñez y a Tremal-Naik -. Dentro de algunos meses ya no encontraremos ningún barco inglés que nos provea de combustible. Mientras tanto, aprovechémonos; después sucederá lo que nos haya decretado la suerte.

-Encontraremos otros barcos que nos aprovisionarán -había dicho Yáñez -, porque obligaremos a los de otras nacionalidades a que nos vendan el carbón, aun cuando haya que recurrir a la violencia.

-¿Y después?

-¿No estoy yo aquí para después? -dijo detrás de ellos una voz como de gallina clueca -. ¡Mi asombroso invento destruirá todos cuantos barcos traten de acometernos!

Era el doctor Paddy O'Brien, de Filadelfia, el demonio de la guerra, de quien hasta entonces nadie se había acordado.

-¡Ah! ¿Es usted? -dijo Yáñez, sonriendo un poco burlonamente -. ¿Usted, que en el momento del peligro, detendrá los proyectiles que lancen contra nosotros?

-No, señor; usted se equivoca: yo no detendré los proyectiles -contestó vivamente el hombrecillo -. Lo que haré será volar los polvorines de los buques que nos acometan. Mi aparato no fallará.

-Tengo la convicción de que eso es posible -dijo en aquel momento el ingeniero Horward -. M compatriota me ha explicado en qué consiste su invento, y aun cuando la cosa parezca increíble, creo que, en efecto, puede hacer volar los buques que nos persigan.


-Ya lo veremos -dijo Sandokán, con acento de duda.

-Sí continuamos bajando hacía el Sur, el mejor día nos encontraremos con nuestros adversarios. Para entonces debe usted tener dispuesta su maravillosa máquina, señor Paddy.

El Rey del Mar siguió, durante dos das más, su ruta hacia el Sur y enderezando la proa mar adentro, sin que lograse descubrir ni un solo vapor en ninguna dirección.

Los armadores debían de haber dado ya las órdenes oportunas para que se detuviesen sus barcos en los puertos de las islas de la Sonda, con objeto de no exponerlos al riesgo de que los echase a pique el audaz corsario, que hasta entonces, con sus rápidas correrías y con sus desapariciones súbitas, había podido huir de la caza que le daban las escuadras.

La interrupción de las líneas de navegación debía causar a los ingleses unas, enormes pérdidas.

-¿Qué le acontecería al Rey del Mar tan pronto como desapareciese en las ardientes bocas de sus hornos última tonelada de carbón?

-No se me ocurrió pensar que el arma que yo manejaba tuviese doble filo -murmuró un día Sandokán -, uno para los ingleses, y otro para mí.

Habían recorrido ya quinientas millas y el Rey del Mar se acercaba a las costas de Malaca, sin que hubiese asomado ningún barco inglés. Ciertamente habían visto algunos buques; pero alemanes, italianos, franceses y holandeses; barcos que constituían más bien un peligro, porque podían notificar al Almirantazgo el rumbo del corsario, por temor a que éste cualquier día se revolviese contra ellos.

Sandokán y Yáñez comenzaban a preocuparse. Comprendían instintivamente que para El Rey del Mar, los días estaban contados, y que el círculo de hierro iba a estrecharse en torno de los últimos tigres de Mompracem.

Con frecuencia los sorprendía Kammamuri y Tremal-Naik con la frente pensativa y la mirada torva. Otras veces los velan, mirando largamente a Damna y a Surama, y luego movían la cabeza tristemente, como si sintieran remordimientos por haberlas embarcado para envolverlas en una catástrofe tremenda, de la cual ya no dudaban.

-Oye, muchacha -dijo un día Yáñez, mientras Damna contemplaba el horizonte, enrojecido por últimos rayos del sol poniente, como sí esperase ver aparecer por aquella parte del horizonte al hombre que amaba -, ¿tienes miedo a la muerte?

-¿Por qué me hace usted esa pregunta, señor Yáñez? -Interrogó la joven angloindia, sonriendo con tristeza.

-Porque me parece que va a sonar pronto nuestra última hora.

-¡Cuándo mueran ustedes, nosotras les seguiremos a los abismos del mar! -respondió Damna.

-¡Sí, yo no dejaré al sahib blanco que me ama! -dijo Surama, mirando dulcemente al portugués.

-Sin embargo, quiero libraros de la muerte antes de que os toque con sus alas heladas, y Sandokán piensa como yo. Nosotros corremos ahora hacía Malaca, y podemos sacrificar las últimas provisiones de carbón para dejaros en aquellas playas.

Damna y Surama hicieron con la cabeza un enérgico signo negativo.

-¡No! -dijo la primera, con voz resuelta -. ¡Yo no quiero dejar a mi padre ni a ustedes suceda lo que sea!

-¡Ni yo me separaré de ti, sahib blanco, a quien debo la libertad y la vida! -dijo Surama.

-Piensa, Damna, que algún día podrás ser una esposa feliz, uniéndote a un hombre que te ama con pasión y a quien yo estimo en lo que vale.

-¡A estas horas, sir Moreland ya me habrá olvidado! -respondió la muchacha, lanzando un profundo suspiro.

-Piensa también que de un momento a otro puede caer sobre nosotros la escuadra de los aliados, y encerrarnos en un círculo de fuego; y piensa, además, que eres mujer.

-¡No, señor Yáñez! -dijo Damna, más fieramente -. ¡Nosotras no abandonaremos a ustedes! ¿Verdad, Surama?

-¡Yo seré muy feliz muriendo al lado de mi sahib blanco! -contestó la aludida.

Yáñez la acarició con una mano la larga cabellera negra, y después dijo:

-¡Bah!... ¡Quizá!... Todavía no estamos vencidos.