El rey del mar: Capítulo VIII

El rey del mar
Capítulo VIII: La isla de Mangalum​ de Emilio Salgari

Las olas batieron, durante toda la noche, con furioso ímpetu, los costados del buque.

El viento había ido en aumento, aunque todavía su violencia no era tanta como para que dificultara la navegación de aquel poderoso barco, dotado de magníficas condiciones marineras, a pesar del enorme peso de su artillería gruesa y de las torres blindadas.

A la mañana siguiente, el tiempo tenía un cariz más amenazador, Las olas se sucedían furiosas, con las crestas llenas de espuma, y produciendo un sordo fragor al romperse con estruendo contra el espolón del barco.

Al pasar por encima de la cresta de las olas, el viento levantaba verdaderas cortinas de agua, que recorrían el océano danzando de un modo desordenado, y que al chocar contra la arboladura y las torres del crucero, se deshacían en lluvia.

Grandes nubarrones cubrían el cielo, interceptando por completo la luz del sol y proyectando una sombra tétrica sobre el mar.

Los pájaros marinos, verdaderas aves de los temporales, se solazaban por entre las olas, dejándose conducir por el viento, y saludaban a la tempestad con gritos ensordecedores.

Los albatros corrían a ras del agua y de repente se elevaban, describiendo vertiginosos círculos; los quebrantahuesos atravesaban las montañas de agua que rodaban por el océano, y volteaban en el aire los llamados fragatas.

Pero el Rey del Mar afrontaba admirablemente el huracán, remontando con facilidad las olas que le asaltaban por la proa, y que mugían y bramaban a sus costados.

Sandokán y Yáñez dieron orden a Horward para que activase los fuegos de las calderas, con objeto de poder llegar a Mangalum antes de que el huracán se desencadenase, porque entonces seria peligrosísimo intentar la arribada.

Durante la tarde estalló la borrasca con verdadero furor, y todavía no se divisaba el pico de la isla.

La prudencia aconsejaba internarse en el mar, pues de este modo el crucero no se expondría al peligro de que el viento lo arrojase contra una roca.

-Esperaremos a que esto se calme para acercamos a Mangalum -dijo Sandokán -; todavía tenemos combustible para un par de días.

El Rey del Mar había puesto la proa a Poniente, pues en aquella dirección no había bancos ni escollos, El huracán le batía entonces con inaudita violencia, y le imprimía espantosas sacudidas.

Todo el mundo estaba en la cubierta, incluso Damna y sir Moreland.

Las olas, que semejaban montañas, se volcaban encima del crucero, lanzando mugidos ensordecedores, oponiéndose a su marcha y amenazando con llevarle muy lejos de la ruta que seguía.

-Es una borrasca terrible -dijo sir Moreland a Damna, que se resguardaba entre la torre de popa y la amura del coffedarm -. Su barco tiene que luchar mucho para poder mantenerse.

-¿Qué? ¿Hay peligro de ir a pique? -preguntó la joven, sin que en su voz pudiera advertirse el menor indicio de miedo.

-Por ahora no, señorita. El Rey del Mar es un barco a prueba de escollos, y no puede deshacerlo ninguna ola.

-Sin embargo, ¡qué gigantescas son!

-Enormes, señorita. Precisamente en estos parajes alcanzan una altura espantosa. Retírese usted, éste no es su sitio, señorita. Aquí se corre inminente peligro.

-Sí los demás lo afrontan, ¿por qué he de huir yo?

-Son hombres de mar. Retírese usted, señorita, por que ahora el crucero se dispone a virar de bordo, las olas van a barrer la popa, y alguna podría llegar hasta la torre.

-¡Me causa tanta pena no poder admirar este huracán en el apogeo de su terrible cólera! ¡Ah! ¡Qué espectáculo! ¡Mire usted, sir Moreland, mire usted qué olas! ¡Parece que van a envolvernos y a arrastrarnos! ¡Espere usted un minuto más!

-¡Cuidado, señorita! ¡Las olas asaltan la popa! ¿Lo ve usted?

El Rey del Mar, que luchaba por alejarse mar adentro, se encontraba con frecuencia con la hélice fuera del agua, y parecía una minúscula cáscara de nuez, Saltaba sobre aquellas montañas líquidas dando tales bandazos, que hacían temer que perdiese estabilidad en el momento menos pensado; otras veces caía en el abismo, en el cual parecía que se hundía para siempre.

Los golpes de mar se sucedían sin tregua y barrían la toldilla, con grave peligro para los marineros, a quienes arrojaban contra la obra muerta, y algunas veces, incluso los arrastraba.

Yáñez y Sandokán miraban Impasibles aquellos furores de la naturaleza. Aferrados al pasamanos del puente, tranquilos, inmutables, daban las órdenes con voz tan tranquila como de ordinario.

Tenían absoluta confianza en su barco, y no dudaban que habían de salir Incólumes de la tormenta.

Por otra parte, habían adoptado todas las precauciones posibles para poder afrontarla ventajosamente.

Redoblaron el personal de máquinas y el del timón, hicieron reforzar los cabos de las chalupas, atar la artillería ligera, asegurar la gruesa y cerrar todas las puertas, escotillas, etc., para que no entrase en el interior del barco ni una gota de agua.

El Rey del Mar estuvo afrontando valerosamente durante toda la noche las iras del huracán, sin alejarse demasiado de los parajes de Mangalum; hacía el mediodía del día siguiente, el viento se calmó, y el barco volvió a tomar su primitiva ruta.

El cielo, sin embargo, seguía amenazador, y todo hacía temer que la tempestad tendría, más tarde, una segunda parte.

-Apresurémonos, para poder aprovechar estos momentos de relativa calma -dijo Sandokán a Yáñez y a Tremal-Naik -. Las carboneras están casi vacías y seria una grave imprudencia dejarse alcanzar por otro huracán con los fuegos medio apagados.

Ya no debían de estar muy lejos de la isla, porque el Rey del Mar, sosteniéndose aguas adentro por temor de ser arrojado contra aquella tierra o contra las escolleras que la rodeaban, no se había acercado mucho a las costas del Oeste.

A eso de las diez de la mañana se desgajaron las masas de vapores que aborregaban el cielo, y una montaña se dibujó claramente en el horizonte.

-¿Es Mangalum? -preguntó Tremal-Naik a Yáñez, que la miraba con el anteojo.

-Sí -respondió el portugués -. Apresuremos la marcha, y haremos rabiar a esos Isleños y a su minúsculo gobernador.

El Rey del Mar aumentó la velocidad de la marcha, consumiendo las últimas toneladas de carbón. La montaña Iba agrandándose a ojos vistas. Era una gran ondulación del terreno, cubierta por una vegetación muy espesa y verdeante, y en su base y en un repliegue de la costa se veía el puertecito.

-Dentro de dos horas llegaremos -dijo Yáñez al hindú.

El portugués no se había engañado; todavía no era mediodía cuando el Rey del Mar se encontró frente a la pequeña rada, en cuya playa se velan grupos de cabañas y barcas en seco.

-¡Arrojad el escandallo! -gritó Sandokán -. A ver sí tenemos agua suficiente para entrar.

Sambigliong, junto con varios marineros provistos de sondas, había Ido a proa para medir la profundidad de las aguas, mientras que el Rey del Mar moderaba rápidamente su velocidad.

Cuando vieron aparecer aquel enorme barco, los habitantes de la Isla, en su mayoría pertenecientes a la raza blanca, se apresuraron a salir de sus cabañas y, creyéndole Inglés, fueron corriendo a enarbolar en la antena de señales la preciosa bandera que les habla regalado el almirante del mar Amarillo.

Eran unos cincuenta, entre hombres, mujeres y niños, éstos saltaban alegremente por los montones de algas gigantescas que cubrían las orillas de la minúscula bahía, creyendo tal vez que iban a ser nuevamente obsequiados con otro banquete digno de Gargantúa, como el que les ofreciera el almirante británico.

Después de haber recomendado a los timoneles que tuvieran siempre al Rey del Mar al largo de la playa, Sandokán dio orden de echar al agua la chalupa de vapor y las dos balleneras mayores, pues las olas seguían siendo muy fuertes.

-Veo el carbón -dijo.

-Y yo los bueyes que están paciendo en los cercados -contestó el portugués.

-Me parece que la carrera que hemos dado no habrá sido en balde -añadió el Tigre de Malasia -. Por lo menos aquí no habrá que temer que hagan resistencia.

En las chalupas había ya treinta malayos armados con fusiles y kampilangs, el embarque había sido muy dificultoso, a causa del fuerte oleaje.

El Rey del Mar se colocó de través; en seguida se echó una buena cantidad de aceite bajo viento y contra viento, lográndose obtener así una calma relativa.

El agua se encalmó en el trozo comprendido entre el buque y la isla, y el desembarco pudo efectuarse con facilidad.

Por mandato de Yáñez, la chalupa de vapor tomó a remolque las dos balleneras y se dirigió rápidamente hacia la playa, en la cual se abría una pequeña cuenca llena de algas, que daba paso a otra más amplia y completamente limpia.

La travesía había sido efectuada en cinco minutos.

Yáñez, que asumid el mando de la expedición, fue el primero que desembarcó entre la minúscula población de Isleños, y preguntó por el gobernador.

-Soy yo, señor -contestó un viejo que vestía un traje de tambor mayor del ejército Inglés, por lo solemne de las circunstancias -. Soy muy feliz en ver y saludar a un capitán de Su Majestad la reina de Inglaterra.

-Señor gobernador, la reina de Inglaterra no tiene nada que ver con nosotros -respondió el portugués, mientras sus hombres desembarcaban y cargaban sus fusiles -. Quiero decir que no soy representante del imperio británico.

-¿Qué es lo que dice usted, señor? -exclamó el viejo, inquieto.

-Según parece, no tiene usted noticias frescas del lo que ocurre en el mundo.

-Por aquí no viene más que algún que otro barco, y no han vuelto a dejarse ver los almirantes ingleses.

-Entonces, tengo el disgusto de informar a usted que nosotros estarnos en guerra con Inglaterra, por cuya razón debe usted considerarnos como a enemigos.

-¿Y vienen ustedes a conquistar la isla? -exclamó el gobernador, palideciendo -. ¿Quiénes son ustedes? ¿Holandeses, quizá?

-Nosotros somos los tigres de Mompracem.

-He oído hablar vagamente de ustedes.

-¡Tanto mejor! Pero puede usted tranquilizarse: no tenemos intención de destruirle, y mucho menos de apoderarnos de su isla, señor Griell.

-Entonces, ¿qué es lo que desean? -preguntó, temblando, el gobernador.

-¿Es cierto que los ingleses tienen aquí un pequeño depósito de carbón?

-Sí, señor; pero nosotros no podemos disponer de él, sino el Gobierno de la Gran Bretaña; por lo tanto, comprenderá usted que no puedo tocarlo, sin antes haber recibido una orden del Almirantazgo.

-Esa orden haré que se la den más tarde -respondió Yáñez -. Ese carbón, que no puede usted defender, es nuestro por derecho de guerra; y si quiere usted evitarse perjuicios, es necesario que dentro de una hora me traigan agua dulce y víveres; de lo contrario, una vez haya pasado ese plazo de tiempo, mis hombres destruirán las viviendas y las plantaciones de todos ustedes.

-¡Señor! -exclamó el pobre gobernador -. ¡Protesto contra esa violencia!

-Debía usted de protestar contra el Almirantazgo, que no ha pensado en enviar aquí una escuadra para defenderlos -dijo Yáñez, con voz seca -. ¡Vamos, aquí espero, reloj en mano!

-¡Es un acto de piratería!

-Llámelo usted como quiera, porque a mí me tiene sin cuidado. ¡Que se retiren todos, o mis hombres harán fuego!

Esta amenaza, formulada en lengua inglesa, obtuvo un resultado inmediato. Los isleños, que ya miraban de través a los corsarios, ante el temor de que, efectivamente, les hiciesen una descarga, se dispersaron en seguida, yendo a refugiarse en sus viviendas.

Unicamente el gobernador, por el prestigio de su dignidad, se retiró el último, llamando a consejo a tres o cuatro colonos ancianos, que serían, probablemente, los personajes más influyentes y respetados de la isla.

Sin tomarse el trabajo de esperar las decisiones del gobernador, Yáñez se dirigió hacia el depósito de carbón, que se hallaba situado en el extremo de la bahía bajo un gran cobertizo.

Habría acumuladas allí, por lo menos, seiscientas toneladas de combustible, provisión nada despreciable; pero su transbordo habla de exigir mucho tiempo.

Regresaron a bordo dos chalupas, con objeto de conducir a tierra a otros ochenta hombres de refuerzo, y comenzó el acarreo, a pesar de lo pésimo del tiempo y de los furiosos aguaceros que se sucedían a cada cuarto de hora.

Mientras que los malayos y los dayakos trabajaban de un modo febril, Yáñez, que se habla sentado bajo el cobertizo, contaba los minutos reloj en mano y con el cigarrillo entre los labios, resuelto a tomar una determinación violenta.

Reunió cerca de sí una docena de fusileros que no esperaban más que una orden para entrar a saco en las viviendas de los isleños y destruir sus plantaciones.

Pero no había transcurrido todavía la hora, cuando aparecieron algunos colonos conduciendo hacía la bahía unas cincuenta cabras y otras tantas ovejas, animales todos ellos de buen aspecto y hermosa raza, con los cuales se podrían hacer soberbios filetes.

Los precedía el gobernador, acompañado por sus consejeros. El pobre hombre tenía un aspecto muy afligido; pero también manifestaba la cólera que le embargaba.

-Señor -dijo, acercándose a Yáñez -, cedo ante la fuerza; pero haré presente mi queja al Almirantazgo.

En lugar de contestarle, el portugués sacó de su cartera un talón y se lo dio.

-¿Qué es esto? -preguntó, sorprendido, el gobernador.

-Es un cheque de quinientas libras esterlinas, que puede usted cobrar o hacer que se lo cobren en Pontianak, donde residen nuestros banqueros. Esos animales pertenecen a sus administrados, y se los pagamos; el carbón pertenece al Gobierno inglés, y se lo cogemos. Ahora déjenos usted tranquilos y no vuelva a ocuparse de nosotros.

-Hubiera preferido quedarme con mis animales, que nos son bastante más útiles que el dinero de usted -respondió, irritado, el gobernador.

Probablemente, no serían sólo esas palabras las que hubiera querido decirle, si hubiera podido; pero al ver que los fusileros levantaban sus armas, se alejó prudentemente, seguido de sus consejeros.

Mientras tanto, desembarcaron más hombres con chalupas; y como entre el Rey del Mar y la playa las aguas estaban bastante tranquilas, pues el buque se oponía, con su mole, al embate de las olas, la operación de estibar el combustible prosiguió con actividad febril.

Todos rivalizaban en apresuramiento. Mar afuera, las olas se encrespaban por momentos, deshaciéndose con rabia contra los escollos; el tiempo, por su parte, no tendía a aclarar ni mucho menos, y el embarque de aquella masa de combustible requería muchas horas de trabajo.

Montañas y más montañas de carbón iban cayendo en la carbonera durante todo el día y buena parte de la noche. Al día siguiente fue Tremal-Naik a relevar a Yáñez. El mar se había calmado un tanto, aun cuando el tiempo seguía amenazador, y el portugués propuso a sir Moreland hacer una correría por una de las isletas que flanqueaban a Mangalum, con objeto de cazar pájaros marinos. Como Surama se hallaba indispuesta a causa de un mareo, propuso a Damna que les acompañara, tanto más cuanto que la joven era una gran cazadora.

Después de almorzar, el angloindio, el portugués y la muchacha, armados con escopetas, se embarcaron en una ballenera pequeña y se dirigieron a la isleta de Poniente, que era un enorme escollo cuya cumbre alcanzaba una altura de setecientos u ochocientos pies, y que caía, como cortada a pico, sobre las aguas, por tres de sus vertientes.

En los salientes de las rocas se velan revoloteando miles de pájaros. La mayor parte de ellos eran albatros blancos y negros, que, a pesar de que viven juntos en los islotes desiertos, se hallan separados según el color de sus plumas, Sin embargo, no faltaban otras muchas clases de aves marinas, mucho más apreciadas desde el punto de vista culinario.

Yáñez dirigía la chalupa, y en menos de media hora aproaron en la base del escollo y en una playa de algunos centenares de metros.

Una vez atada la embarcación detrás de una línea de rocas que la resguardaba de las acometidas de las olas, Damna y los dos cazadores treparon por los costados del gran peñasco, y comenzaron a disparar sobre las espesas bandadas de pájaros, que revoloteaban en tal cantidad sobre sus cabezas, que algunas veces llegaban a oscurecer la luz del sol.

Albatros blancos y negros, quebrantahuesos, los llamados gavieros y gaviotas caían por docenas en la playa, las demás aves ni siquiera se tomaban el trabajo de abandonar las altas grietas en las cuales habían anidado.

La cacería se prolongó hasta muy cerca de la puesta del sol, con gran satisfacción por parte de sir Moreland, que también era un magnífico tirador; pero como estaba la mar gruesa y se había levantado un viento violentísimo, decidieron emprender la vuelta rápidamente.

Iban ya a embarcarse, cuando oyeron la sirena del crucero que silbaba con insistencia.

-Nos llaman -dijo Yáñez -. Ya han terminado de cargar, y el Rey del Mar se dispone para marcharse.

Pero de pronto arrugó el entrecejo, al ver que las olas se estrellaban en el escollo con una violencia terrible.

-¿Habremos cometido una imprudencia en tardar tanto? -se preguntó -. ¡Qué movido está el mar!

-¡Apresurémonos, señor Yáñez! -dijo sir Moreland, mirando a Damna con inquietud.

-¡Me parece que ya a costarnos trabajo poder llegar a bordo!

La sirena del crucero continuaba silbando, y se veía a los marineros que les hacían señales.

-Parece que nos indican que no salgamos a mar abierto -dijo Yáñez -. ¿Estará peor de lo que creíamos del otro lado de las escolleras? ¡Bah! ¡Hagamos la prueba!

Agarró los remos y lanzó resueltamente a la chalupa fuera de la minúscula ensenada; pero apenas rebasaron la línea de los escollos, una ola enorme, una verdadera montaña de agua, cayó sobre ellos, y por poco los echa a pique.

Casi en aquel mismo instante vieron que el crucero, acometido por otra oleada más grande, todavía procedente del Sur, salía bruscamente empujado hacia la embocadura de la rada de Mangalum. El terrible golpe de mar debía de haber roto la cadena del ancla.

-¡Señor Yáñez! -gritó Damna, llena de espanto -. ¡El Rey del Mar huye!

Nuevas montañas de agua se debatían con furor entre la isla y el crucero, al propio tiempo que la noche caía rápidamente.

-Volvámonos, señor Yáñez -dijo sir Moreland -. El crucero ha sido arrastrado hacia afuera y...

No concluyó la frase. Una enorme ola que se precipitó sobre la chalupa, la volcó y arrojó a todos al agua.

Rápido como el pensamiento, Yáñez se abalanzó al salvavidas que iba atado al banco de popa, y sujetó a Damna por un brazo.

Apenas hubo pasado la ola, vio que también el angloindio se sostenía cogido al otro salvavidas de proa.

-¡Sir Moreland! -gritó, ¡Ayúdeme usted!

Damna se le habla escapado de entre las manos, pero el traje azul que vestía la joven volvió a aparecer a poca distancia de ambos.

El portugués, que era un nadador formidable, se puso en un par de brazadas al lado de la muchacha, llegando a tiempo de agarrar el vestido.

-¡Sir, ayúdeme usted! -repitió, con voz ahogada.

El capitán parecía que habla recobrado de golpe todas sus fuerzas en aquel instante supremo.

Mientras con la mano izquierda apretaba el salvavidas, con el brazo derecho suspendió a la joven por el cuello y le levantó la cabeza.

-¡Señorita, agárrese usted bien! ¡Estamos aquí el señor Yáñez y yo! ¡La salvaremos!

Al sentirse cogida y suspendida, Damna abrió los ojos. Estaba pálida como un Brío, y su mirada expresaba un terror profundo.

Al ver el salvavidas que el angloindio empujaba hacia ella, se aferró a él con una gran energía.

-¡Usted, sir!... -balbució.

-¡Y yo también, Damna! -dijo Yáñez -. ¡No te sueltes! ¡Cuidado! ¡Nos embiste otra ola!

-¡Una cuerda! -gritó el capitán -. ¡Ate usted el salvavidas!

-¡Mi cinturón! -contestó el portugués -. ¡Usted! ¡Tómelo usted! ¡Cuidado!.... ¡la ola!...

El angloindio ató con una rapidez realmente prodigiosa los dos anillos de corcho. Apenas había hecho el nudo, cuando se les echó encima una ola gigantesca.

Instintivamente, los dos hombres apretaron contra sí a la muchacha, y la sostuvieron con un brazo.

De pronto se sintieron arrebatados; después, lanzados a lo alto entre torbellinos de espuma que los cegaban, y, por último, precipitados en una espantosa sima que parecía no tener fondo.

-¡Señor Yáñez!... ¡Sir Moreland! -gritó la joven -. ¿A dónde descendemos?

-¡Animo, señorita! -respondió el capitán -. ¡La tierra no está lejos y las olas nos empujan! ¡Ya vuelve a elevamos otra ola!

-El islote se halla frente a nosotros y a menos de quinientos metros -dijo Yáñez -. Sir Moreland, ¿podrá usted resistir?

-Así lo espero -respondió el capitán.

-¿Y su herida?

-¡No se preocupe usted por ella! Está bien fajada y casi cerrada. ¡Otra ola!

Efectivamente, otra ola los cogió por debajo, los levantó casi hasta tocar las nubes, y volvió a precipitarlos con vertiginosa rapidez.

-¡Dios mío, qué golpes! -dijo Damna.

-¡No deje usted el salvavidas! -dijo el capitán -. ¡Nuestra salvación depende de estos anillos de corcho!

-¿Se ve todavía el Rey del Mar?

-Ha desaparecido, empujado por el huracán -contestó Yáñez -. Pero no tengas cuidado, Sandokán y Tremal-Naik no han de abandonamos. ¡Aquí está el escollo! ¿No iremos a parar contra las rocas? Sir Moreland, no se deje usted arrastrar.

El capitán no contestó. Miraba hacia el enorme escollo, cuya cumbre aparecía cubierta de nubes tempestuosas.

De pronto lanzó un grito de alegría.

-¡La calma, el aceite! -exclamó -. ¡Brahma nos protege!

¿Se había vuelto loco el angloindio? No, sir Moreland había visto bien.

Delante de ellos se calmaban las olas repentinamente.

Durante el embarque del carbón, Sandokán había mandado derramar en derredor del buque algunos barriles de aceite para tranquilizar las aguas y que pudiesen abordar las chalupas cargadas de combustible.

Aquella materia oleosa, empujada por alguna corriente se había acumulado delante del terrible escolio, formando una zona brillante de varios kilómetros de longitud y de algunos cables de anchura.

Bien conocida es la propiedad milagrosa que tienen las materias grasas para apaciguar las olas enfurecidas. Con algunos barriles hay, a menudo, suficiente para obtener una calma relativa en derredor del barco, pues el aceite tiende a extenderse mucho.

El que la tripulación del Rey del Mar había derramado en aquellas catorce o quince horas fue bastante para establecer una relativa calma entre las tres islas.

-¡Sí, el aceite! -contestó Yáñez -. ¡Otra ola, y llegaremos a la zona pacífica!

Una nueva ola llegaba mugiendo y bramando. Tenía una altura de unos quince metros, por lo menos, y su cresta estaba llena de espuma. Su longitud alcanzaba varias millas.

Cogió a los náufragos, los elevó huta la cumbre, y en seguida los arrojó hacia adelante; pero apenas penetró en la zona oleaginosa, perdió de repente su ímpetu y se deslizó bajo el aceite, transformándose como por arte de encantamiento en una larga ondulación, privada ya de toda violencia.

-¡Estamos a salvo! -gritó el portugués -. ¡Sir Moreland, un esfuerzo más, y llegaremos al islote!

El angloindio le miró sin abrir la boca. Estaba muy pálido, y de sus labios salía un ronco silbido.

Probablemente había vuelto a abrírsele la herida recién cerrada, con los esfuerzos incesantes que había llevado a cabo, y también por lo prolongado de su estancia en el agua. Sus fuerzas se agotaban a ojos vistas.

-¡Sir -dijo Damna, que se dio cuenta inmediatamente de lo que sucedía -, usted está enfermo!

-¡No es nada!... La herida... -contestó el capitán, con voz apagada -. ¡Bah! ¡Resistiré.. cerca de usted.... señorita!... ¡La tierra... está... allí!...

Las oleadas que siguieron les empujaron con suavidad hacia el escollo, cuya imponente mole se alzaba gigantesca a menos de un cable de distancia.

Si el océano estaba más o menos tranquilo en el espacio adonde había llegado la grasa, más allá estaba hecho una furia.

Las olas se sucedían las unas a las otras con horrísono fragor, y sobre los náufragos rugía el viento con rabia sin igual, en competencia con los truenos que retumbaban por todo el ámbito.

Los náufragos estaban ya casi a cubierto de los furores de la borrasca, y se dirigían siempre hacia el centro de la mancha de aceite, abriéndose paso por entre enormes aglomeraciones de algas.

-¡Salgamos pronto de aquí, sir Moreland! -dijo Yáñez, que nadaba con gran vigor, remolcando los dos salvavidas -. ¡Estas aguas saturadas de aceite van a dejar nuestras ropas en un estado lastimoso! ¡Parecemos balleneros o cazadores de focas!

-¡Sí, apresurémonos! -contestó Damna -. ¡Sir Moreland ya no puede más!

-¡Cierto, no puedo negarlo! -respondió el angloindio, que se movía fatigosamente.

-Otro menos robusto y menos enérgico que usted, se hubiera ido al fondo a estas horas -dijo Yáñez.

-¡Ah! ¡Siento las algas bajo mis pies! ¡Dejémonos llevar por las olas!

Su buena suerte los había empujado hacia la playa donde habían estado cazando por la tarde.

Algunos montones de hierbas marinas de las llamadas por los isleños beccalumgas asomaban por entre las hendiduras de las rocas; más arriba no había nada: las peñas, de color negruzco, estaban desnudas por completo, y parecía como si las hubiesen teñido torrentes de pez que descendieran de la cumbre.

Los tres náufragos fueron a caer dulcemente en la tierra arenosa, empujados por la última ola, Ya era tiempo: sir Moreland estaba a punto de soltarse.

Yáñez ayudó a Damna a subir a la playa, ~ pues el angloindio apenas tenía fuerzas para moverse.

-¡Los salvavidas! -balbució sir Moreland.

-¡Ah, sí! ¡Es cierto! -contestó Yáñez -. ¡Son demasiado útiles para dejar que se pierdan!

Volvió a descender a la playa y los sacó a la arena.

-¿Cómo se siente usted, sir Moreland? -preguntó Damna, con solicitud.

-Un poco débil, señorita; pero todo pasará. Afortunadamente, la herida no ha vuelto a abrirse.

-Busquemos un lugar donde resguardarnos -dijo Yáñez -. Con este huracán, que cada vez se hace más violento, el Rey del Mar no podrá volver en seguida.

-¿Correrá algún peligro, señor Yáñez?

-No lo creo, Damna. Resistirá maravillosamente esta segunda prueba. Por fortuna, ha completado a tiempo su provisión de combustible.

-¿De modo que nos veremos precisados a pasar aquí la noche? -dijo Damna.

-Nadie vendrá a importunarnos; en estas rocas no habrá panteras negras. Refugiémonos en este saliente, y esperemos a que amanezca.

El portugués cogió una brazada de algas y se dirigió hacia una roca cuya cima ofrecía un refugio bastante grande para estar a cubierto los tres náufragos.

Sir Moreland y Damna le siguieron, llevando cada uno, a su vez, otra brazada de algas, para tener un asiento menos duro que el que podía proporcionarles el áspero peñasco.