El rey del mar: Capítulo III

El rey del mar
Capítulo III: Un combate terrible
de Emilio Salgari

Sandokán esperaba a Yáñez y a sus compañeros situado en lo alto de la escala y al lado de una bellísima jovencita de cutis ligeramente bronceado, facciones dulces y finas, ojos negrísimos y cabello largo y trenzado con cintas de seda. Vestía el traje pintoresco de las mujeres de la India.

Algunos hombres de color aceitunado y con la divisa blanca de la marina de guerra, alumbraban la escala con grandes linternas.

Yáñez, que fue el primero que subió a la toldilla, tendió en seguida una mano al terrible pirata y otra a la joven indostana.

-¿Nada? - preguntó con ansiedad el Tigre de Malasia

-¡Míralos! - respondió Yáñez.

Sandokán profirió un grito y se lanzó hacia Tremal-Naik, mientras que Damna se echaba en los brazos de la joven indostana, exclamando:

-¡Surama!. Creí que no volvería a verte más!

-¡A la cámara, queridos amigos! - dijo Sandokán después de haber abrazado al hindú y de haber besado a Damna en las mejillas -. ¡Tenemos mil cosas que contaros!

-Un momento, Sandokán - dijo Yáñez, deteniéndole -. Manda poner la proa al Norte, y marchemos a poco vapor buscando la segunda boca del Redjang. Hay un leopardo negro que nos espera allí y que si no le acometemos, estropeará nuestros planes. Se dice que es muy fuerte.

-¿Un barco?

-Sí, que a estas horas estará preparándose para darnos caza.

-¡Ah! - dijo Sandokán, sin dar demasiada importancia al aviso -. ¡Mañana nos desembarazaremos de ese importuno!

Llamó a Sambigliong y al jefe de máquinas, y después de haberles dado algunas instrucciones, bajó al elegante saloncito de la cámara con Tremal-Naik, Damna y Surama, que se apoyaba dulcemente en Yáñez, su sahib blanco.

En cuanto se hubo enterado del éxito de la expedición y le hubo explicado a Tremal-Naik todo cuanto había sucedido después del combate realizado en las costas de Borneo, lo de la adquisición del buque americano y la declaración de guerra lanzada a un tiempo contra la desagradecida Inglaterra y contra el sobrino de James Brook, añadió:

-Ya no son las escuadras inglesas, que no tardarán en alcanzarnos, ni la flotilla del rajá de Sarawak, lo que me inquieta: es el misterio que rodea al hijo de tu antiguo enemigo, mi querido Tremal-Naik. ¿Dónde se es conde ese hombre, que ha dado una prueba tan considerable de su poderío, destruyendo tus plantaciones y tus posesiones por obra del peregrino? ¿Cuándo nos acometerá? ¿Qué es lo que está tramando? Yo no temo a nadie y, sin embargo, ese hombre, a quien no hemos visto jamás, que no sabemos dónde se halla ni lo que prepara, me preocupa más que la presencia de una escuadra inglesa.

-¿No habéis recogido ninguna noticia acerca de él? - preguntó Tremal-Naik, que parecía tanto o más preocupado que el formidable pirata.

-Hemos interrogado durante nuestra caminata hacia el Sur a varias personas y detenido a algunos veleros de Sarawak; pero no hemos logrado saber dónde está ese hombre.

-¡No será un espíritu!

-Alguna vez habremos de verle la cara - dijo Yáñez -. Si quiere hacer la guerra y vengar la muerte de su padre, no podrá permanecer escondido eternamente.

-Y mientras tanto, ¿qué es lo que piensas hacer, Sandokán? -preguntó Tremal-Naik.

-Pues pienso comenzar las hostilidades dando la bar talla a ese barco que se halla anclado en la boca del Redjang. ¡Ya que hemos declarado la guerra, demostremos que la hacemos de veras!

-¿Quiere usted echarle a pique? -preguntó Damna, en un tono que sobresaltó a Yáñez.

-Le destruiré, Damna -repuso Sandokán fríamente.

El portugués, que la miraba con gran atención, vio que palidecía y que un tenue suspiro se escapaba de su pecho; pero esto fue todo, porque la joven no opuso la menor objeción a la terrible sentencia de muerte que el formidable pirata había dictado contra el barco de sir Moreland.

Se levantaron todos para subir a cubierta. Surama cogió de una mano a Damna y le dijo:

-Dejemos a los hombres que hagan lo que tengan que hacer. Vente conmigo a mi camarote. He mandado que te dispusieran una camita muy linda, porque estaba segura de que muy pronto volvería a verte.

La hija de Tremal-Naik contestó sólo con una sonrisa, y la siguió al interior de la cámara.

Cuando Sandokán, Tremal-Naik y Yáñez pisaron la cubierta, ya todos los tripulantes se hallaban en sus puestos de combate, pues Sambigliong habla advertido a los tigres de Mompracem que el crucero se disponía a acometer a un gran barco enemigo.

Los faroles de posición estaban encendidos e iluminadas las baterías, El personal del timón se había reforzado. Los cuatro grandes cañones de caza, cargados ya y dispuestos en batería a proa y popa dentro de torres giratorias defendidas por planchas de hierro de gran espesor, esperaban para lanzar bocanadas de muerte.

Un golpe de viento dispersó nuevamente las nubes amontonadas en el cielo, y las arrojó hacia el Sur; las estrellas, que habían reaparecido, difundían una vaga claridad sobre las negras aguas del amplio golfo de Sarawak y podía distinguirse, gracias a aquella claridad, cualquier barco, aunque navegara con las luces apagadas.

El Rey del Mar marchaba a poca presión, con objeto de no consumir demasiado combustible, y para economizar todavía más, Sandokán había mandado desplegar las velas bajas del trinquete y del palo mayor, pues el viento era favorable y bastante fresco. El pirata, siguiendo los consejos del capitán americano, se había hecho sumamente ahorrativo en lo referente al consumo del combustible, puesto que, después de su declaración de guerra, no podía aprovisionarse en ningún puerto, por cuya causa no utilizó más que las velas en su travesía desde Labuán al golfo de Sarawak, maniobra muy familiar para sus hombres, aun cuando muchos de ellos ya habían aprendido también el servicio de las máquinas con los americanos que permanecieron a bordo.

Yáñez y Tremal-Naik, apoyados en la amura de proa, en cuya parte alta había defensas circulares para resguardar a los fusileros miraban atentamente al horizonte, en tanto que Sandokán efectuaba una visita a las baterías y a los cañones para comprobar que todo estuviera en orden.

Por Levante aparecían confusamente las costas, que se elevaban cada vez más, conforme iban aproximándose al escarpado y altísimo promontorio de Sirik, que cierra por Occidente el golfo de Sarawak. Aun cuando por aquellos lugares se encontraba la ciudadela de Redjang, no se veía brillar luz alguna.

De este modo transcurrió la noche, explorando continuamente sin resultado alguno; pero apenas comenzó a clarear el día, cuando se oyó de pronto la voz del vigía instalado en la cruceta del trinquete, que gritaba con toda la fuerza de sus pulmones:

-¡Humo a Levante!

Yáñez, Tremal-Naik y Sandokán subieron rápidamente las escaleras de babor del trinquete, se elevaron hasta la cofa y en seguida vieron a lo lejos, donde el mar parecía confundirse con el firmamento, alzarse un pe. nacho de humo en la límpida y transparente atmósfera matutina

-Viene de la boca del Redjang -dijo Yáñez -. ¡Apuesto un cigarro contra cien libras esterlinas a que ése es el barco de sir Moreland!

-¿Has visto tú ese barco? -preguntó Sandokán a Tremal-Naik.

-No -contestó el hindú -; pero me dijeron que estaba completando su cargamento de carbón en la segunda boca del Redjang.

-¡Cómo! ¿Hay allí algún depósito de combustible?

-He oído hablar de un prao que le enviaban a Sarawak cargado de carbón. En aquella playa no debe de haber ni siquiera una miserable aldea,

-¡Qué lástima! -dijo Sandokán

-Pero también he oído decir que hay uno en la boca del Sarawak, Ese depósito se halla en una isleta, y allí es donde se aprovisiona la escuadra del rajá.

-¿Quién te lo ha dicho?

-Sir Moreland.

-Pues si ya la escuadra del rajá, también podemos ir nosotros; ¿verdad, Yáñez?

-¡Y sin tener que pagarlo! -contestó el portugués, que jamás vacilaba por nada -. Mira ya comienza a verse la proa. Vienen hacía nosotros, Sandokán, y a toda máquina. También ellos han debido ver el humo de nuestro barco.

Sandokán sacó del bolsillo un anteojo, lo alargó cuanto era posible, y lo dirigió hacia la nave, cuyo casco ya comenzaba a verse, incluso a simple vista.

-Efectivamente -dijo -; es un hermoso buque, parece un crucero de gran tonelaje. Veo muchos hombres a bordo.

-¿Vienen hacia nosotros? -preguntó Yáñez.

-Y creo que a tiro forzado. Tiene miedo de que nos escapemos. ¡No, querido mío, no tenemos deseos de huir! ¡Aquí vamos a dar comienzo a las hostilidades! ¡Lo echaremos a pique!

-¡Lo siento por el capitán! -dijo Tremal-Naik -. ¡Atenúa el daño en obsequio a la hospitalidad que nos dispensó!

-¡Hospitalidad dorada, pero sin libertad! -dijo Yáñez.

-¡Preparémonos! -dijo Sandokán.

Descendieron a la cubierta, donde se encontraron con Damna y Surama, que subían en aquel instante de su camarote,

-¿Nos atacan, sahib mío? -preguntó Surama a Yáñez.

-Y dentro de poco hará mucho calor aquí, Surama -contestó el portugués.

-Venceremos nosotros, ¿no es cierto?

-Lo mismo que vencimos a los thugs de Suyodhana.

-¿Es el barco de sir Moreland? -preguntó Damna con alguna ansiedad, que no se le escapó al astuto portugués.

-Lo suponemos.

En seguida la cogió de un brazo, y llevándola hacia la torre de proa, le preguntó sonriendo:

-¿Qué es eso, Damna? Esta es la tercera vez que al oír hablar del capitán parece que te conmueves.

-¡Yo! -exclamó la muchacha, ruborizándose ligeramente -. ¡Se ha equivocado usted, señor Yáñez!

-¡Por Júpiter! ¡A lo que parece, la vejez me ha debilitado la vista!

-¡Oh, no, todavía ve usted muy bien!

-¿Entonces... ?

Damna volvió la cabeza hacia el mar, fijó la mirada en el barco enemigo, que forzaba la marcha y dijo:

-¡Es un gran barco!

-Que no valdrá tanto como el nuestro -contestó Yáñez.

-Oblíguenle ustedes a que se rinda en lugar de echarlo a pique. Podría serles útil.

-Si el que manda ese buque es sir Moreland, no arriará la bandera. Aun cuando sea joven, ese hombre debe de ser un valiente, y se batirá mientras quede en pie un solo hombre de su tripulación.

-¿Y no le van a dar ustedes cuartel?

-Cuando el barco se hunda, procuraremos salvar a los supervivientes; te lo prometo, Damna. Retírate al camarote con Surama, que van a empezar a llover granadas.

La voz potente y sonora como un clarín del Tigre de Malasia, resonó en el puente en aquel momento:

-¡Jefe de máquinas, a todo vapor! ¡Dispuestos para hacer fuego de costado! ¡Los fusileros detrás de las aspilleras!

El barco enemigo, que debía de poseer máquinas poderosas, se hallaba ya a unos dos mil metros, y se dirigía en línea recta sobre el Rey del Mar, de los tigres de Mompracem, cual si tuviese intención de darle un espolonazo, o por lo menos de abordarle.

Se trataba de un hermoso crucero. Enarbolaba tres mástiles y tenía dos chimeneas. Parecía que iba armado de un modo formidable, a juzgar por el número de sus portas y por los cañones que se velan en la cubierta; pero carecía de torres blindadas como las que protegían a los tigres de Mompracem.

Detrás de las amuras y hasta en las cofas, se velan muchos fusileros y varios oficiales en el puente de mando.

-¡Ah! -dijo Sandokán, que lo contemplaba tranquilamente -. ¿Quieres ser el primero en medirte con los tigres de Mompracem? ¡Pues estamos dispuestos a recibirte!

Mientras las dos jovencitas abandonaban a toda prisa la cubierta y se refugiaban en la cámara de popa, Yáñez y Tremal-Naik se retiraron a la torrecilla de órdenes, desde donde podían ponerse en comunicación con el personal de las máquinas.

Los artilleros americanos, juntamente con los mejores tiradores malayos, esperaban detrás de sus respectivas piezas, empuñando las correas de hacer fuego.

De repente resonó en el ámbito del mar una detonación, y una bocanada de fuego salid de una de las dos piezas de proa del crucero, Se oyó un silbido ronco, y en seguida se elevó una llama en el borde de la primera torrecilla de babor del Rey del Mar, mientras que los cascos pasaban silbando por encima de los fusileros, replegados detrás de la amura.

-¡Una granada de doce pulgadas! -exclamó Yáñez -. ¡Buen tiro!

Nuevamente se dejó oír la voz de Sandokán:

-¡Artilleros, ya no os detengo más!

Relampaguearon a un mismo tiempo las dos piezas de caza de proa y las de la batería de estribor, que al encontrarse a tiro, tronaron también con un estruendo tal, que retembló todo el buque.

El crucero, que ya había ganado otros quinientos metros y que maniobraba presentando al enemigo su costado de babor, contestó seguidamente.

Comenzaban a llover balas y granadas sobre ambos barcos, golpeando rudamente los costados de hierro, arrancando astillas a los puentes, chamuscando los penoles e hiriendo a la marinería.

Al reventar, las granadas lanzaban a lo alto chorros de fuego que amenazaban a cada instante incendiar la arboladura.

Los fusileros, a su vez, tendidos detrás de las amuras, habían comenzado a disparar, menudeando las descargas.

Los dos barcos se hallaban envueltos por una espesísima nube de humo, surcada a intervalos por relámpagos, y el estruendo era tan enorme, que apenas podían oírse las voces de mando.

El barco americano, mejor protegido, mejor artillado, mucho más rápido y tripulado, además, por unos hombres que habían encanecido entre el humo de los combates, llevaba ventaja a su adversario. Su poderosa artillería castigaba de un modo terrible al crucero, inundándole de fuego y de hierro, demoliendo su obra muerta, matando a sus hombres y abriéndole en el casco enormes boquetes.

En vano aquella nave, que había creído aniquilar fácilmente a los piratas de Mompracem, hacía esfuerzos sobrehumanos para dar la réplica a aquel auténtico huracán de hierro que caía con horrible estruendo sobre sus puentes, y hacía considerables estragos entre los artilleros y los fusileros de la cubierta. Sus balas rebotaban en las planchas metálicas del Rey del Mar, y sus granadas no lograban destruir las torres blindadas, dentro de las cuales disparaban sobre seguro los artilleros de Mompracem, bajo la dirección de los jefes de cañón americanos.

Cuando Sandokán se percató de la completa inutilidad de los fusileros, tan indispensables en los praos pero no en esta otra clase de barcos, los mandó que se retiraran bajo cubierta, ordenando, además, dirigirse al crucero para darle el último golpe.

El Rey del Mar, casi incólume, a pesar del furioso e ininterrumpido cañoneo de su enemigo, se lanzó hacia adelante, describiendo un enorme semicírculo en torno al crucero del enemigo, que entonces se había detenido.

Cuando se hallaba a una distancia de cuatrocientos metros aproximadamente, le hizo una terrible descarga de andanada con las piezas del puente y las de babor, dejándole raso como un pontón.

Las dos chimeneas cayeron destrozadas, sobre la cubierta, derribadas por dos granadas que estallaron en su base.

-¡Esto se acabó! -dijo Yáñez -. ¡Intimidémosle a la rendición!

-¡Si es que se rinde! -contestó Sandokán.

Esperó a que el viento aclarase el humo, y luego mandó izar en el pico del palo mayor la bandera blanca. La contestación fue una andanada que tiró por tierra a la mitad de los timones del Rey del Mar.

-¿Es que no tenéis bastante todavía? -gritó Sandokán -. ¡Echadle a pique! ¡Fuego! ¡Fuego sin piedad!

Inmediatamente volvió a reanudarse por ambas partes el cañoneo, y siguió en aumento de un modo espantoso. El Rey del Mar continuaba dando vueltas rápidamente en derredor del desgraciado crucero, que se deshacía materialmente bajo la lluvia de proyectiles que le enviaba su enemigo.

El barco americano lograba maravillas. Parecía un volcán en erupción dispuesto a destruirlo todo,

Por su parte, el crucero oponía una resistencia verdaderamente heroica a pesar de que ya no era otra cosa que un montón de ruinas. Sus dos piezas de cubierta, desmontadas por aquella granizada de proyectiles ya no contestaban.

El puente estaba inundado de muertos y de heridos, mezclados con trozos de obra muerta, con penoles partidos, con pedazos de aparejos y de cordaje, caídos de la arboladura bajo las descargas de metralla enviadas por Sandokán.

Regueros de fuego corrían de proa a popa, iluminando el mar de un modo sobrecogedor, y por los contracantiles de babor y de estribor salían chorros de sangre.

El barco se deshacía por momentos bajo los golpes furiosos, mortales, del Rey del Mar.

-¡Basta! -gritó de pronto Yáñez, que asistía a tanto estrago desde la torre de órdenes -. ¡Alto el fuego! ¡Al mar las chalupas!

Sandokán, que contemplaba la escena fría, impasible y terriblemente, se volvió hacía el portugués y le dijo:

-¿Qué es lo que ordenas, hermano?

-¡Que cese la matanza!

El Tigre de Malasia vaciló durante unos instantes y después repuso:

-¡Tienes razón: salvemos a los supervivientes! ¡Esos hombres y sobre todo su comandante, son unos héroes! ¡Rápido! ¡Al agua las chalupas!