El rey del mar: Capítulo XIII

El rey del mar
Capítulo XIII: El desastre del Mariana​ de Emilio Salgari

La poderosa nave de los tigres de Mompracem, construida por esos incomparables ingenieros americanos, justificó, una vez más, su título de invencible, y demostró estar hecha a prueba de escollos.

A pesar del tremendo encontronazo que había tenido que soportar al dar aquel golpe terrible de espolón, resistieron maravillosamente tanto las máquinas como la proa y lo mismo ocurrió con el blindaje, sobre cuyas planchas cayó la incesante granizada de tanta artillería.

De aquel combate habla salido casi incólume, porque, salvo alguna abolladura sin importancia, sus potentes costados podían volver a sufrir perfectamente otra prueba. Las víctimas habían sido cuatro: todos ellos artilleros mutilados al reventar una granada.

El Rey del Mar no aminoró la marcha. Sabiendo ya de un modo indudable que era seguido, y suponiendo que los aliados debían de haber adivinado la intención de aquel crucero, Sandokán y Yáñez querían llegar a la boca del Sedang con una ventaja de veinticuatro horas, por lo menos para proteger al Mariana y, si era posible, ponerse al habla con los jefes de los dayakos.

Estaban seguros de que habían de encontrar al pequeño buque escondido entre las escolleras, en espera de su llegada.

-Si el diablo no mete el rabo -dijo Yáñez a Tremal-Naik -, cuando llegue la escuadra de los aliados, todo estará concluido.

-¿No dejarán de perseguimos? -preguntó el hindú.

-Procurarán encerrarnos entre el Sedang y el Redjang para ponernos en el trance de tener que ir hacia la costa -respondió el portugués -, pero todavía espero que no han de llegar a tiempo.

-¿Y si nos encontramos allá abajo con el hijo de Suyodhana? ¿Has oído lo que gritó sir Moreland?

-Pudiera ser; pero supongo que ese hombre no tendrá una escuadra bajo sus órdenes.

-¿Y si la ha armado? Los thugs debían de poseer inmensos tesoros, y los habrá recogido el hijo de Suyodhana después de la dispersión de la secta.

-Sí, patrón: inmensos -dijo Kammamuri, que se había acercado en aquel momento -. Durante mi cautiverio en el subterráneo de Raimangal, pude ver una caverna llena de barriles colmados de oro. Además, me dijeron que en las principales casas de banca de la India tenían depositadas sumas incalculables.

-¡Estás amargándome el cigarro, mi querido Kammamuri! -dijo Yáñez -. ¿El hijo del Tigre de la India ha podido armar varios barcos? ¡Bah! -exclamó, encogiéndose de hombros -. ¡Nuestro crucero puede hacer frente a varios a la vez, y le daremos una lección a ese señor! ¡Por cierto, que ya era hora de que se mostrase y nos permitiera ver si se parece a su padre!

-¡Qué lástima que sir Moreland no nos haya proporcionado algunas noticias acerca de nuestro enemigo! -dijo Tremal-Naik.

-¡Hum! -dijo Yáñez -. Yo sospecho que ese angloindio está más al servicio del hijo de Suyodhana que al del rajá de Sarawak.

-Razón de más para que no se le respete, señor Yáñez -dijo Kammamuri -. Usted debió dejar que disparasen toda la artillería sobre su chalupa de vapor, en lugar de tocarle tan sólo.

-¿Qué quieres? ¡Me daba pena dejar que matasen a ese joven tan valiente! -respondió Yáñez.

-Y tan amable y cortés -añadió Tremal-Naik -. Cuando Damna y yo éramos sus prisioneros, se portó siempre como un verdadero caballero, especialmente con mi hija.

-¿Desde el primer momento?

-Desde el principio, no -contestó el hindú -. Durante los primeros días estuvo sumamente frío; tanto, que a mentido me miraba de muy mala manera, lo cual me inspiraba inquietudes y preocupaciones; pero fue cambiando poco a poco.

-¡Ah! -replicó Yáñez, sonriendo.

Volvió a encender el cigarro, que se le había apagado, y se dirigió hacia la toldilla de la cámara, en la cual entraban en aquel momento Damna y Surama.

-¿No habéis tenido miedo, muchachas? -dijo, mirando especialmente y con cierta malicia a la hija del hindú.

-¡Gracias, señor Yáñez! -le susurró Damna, cogiéndole la mano y apretándosela fuertemente.

-¿Qué es lo que sabes?

-¡Lo he oído todo!

-Lo hubieras sentido mucho si le hubiesen matado, ¿verdad, Damna?

-¡Sí! -suspiró la muchacha -. ¡Es un amor fatal!

-¡Bah! Cuándo concluya la guerra, buscaremos a ese joven animoso, y..., ¡quién sabe!.. Todo puede terminar bien, y quizá seréis una pareja feliz, pues, por lo que yo he podido ver, también sir Moreland te quiere con toda su alma.

-Sin embargo, sahib blanco -dijo Surama -, me han dicho que había intentado volar nuestro barco.

-Averiarle gravemente para aprovecharse de la confusión y ver de robar a Damna -dijo Yáñez -. ¡Oh, tengo por cierto que no hubiera dejado que ella se ahogase! La niebla se aclara, y veo que por allí comienza a difundirse un poco de luz. Es que amanece; ahora veremos si todavía llevamos a retaguardia los barcos de los aliados.

La niebla, que tan oportunamente había protegido a los tigres de Mompracem, comenzaba a disiparse, siendo aventada por la brisa matutina.

Cuando todas aquellas nubes hubieron desaparecido, pudo verse que el océano estaba desierto.

La escuadra aliada, comprendiendo que no podía competir con las poderosas máquinas del Rey del Mar, debía de haberse quedado muy atrás, o emprendido el regreso hacia la boca del Sarawak.

También por el Norte aparecía el horizonte limpio, pues el corsario se había apartado mucho de las costas de Borneo para que no pudiera distinguirle ningún buque costero.

No se veía otra cosa que pájaros marinos, los cuales revoloteaban con ligereza y velocidad verdaderamente admirables.

El Rey del Mar siguió durante todo el día su veloz carrera, pues Sandokán no sólo quería conservar la ventaja taja conseguida, sino aumentarla, con objeto de tener tiempo para buscar al Mariana.

Antes de ponerse el sol, el crucero navegaba ya en las aguas que bañan la costa de Sedang.

-Por el momento podemos consideramos fuera de peligro -dijo Yáñez a Horward, que, lo mismo que Damna, contemplaba la puesta del astro diurno.

-Sí, pero dentro de unos días, probablemente antes de cuarenta y ocho horas, nos veremos obligados a volver a comenzar la canción -respondió el americano.

-Los barcos de los aliados no nos dejarán tranquilos.

-Pero, ¡qué puesta de sol tan soberbia! -exclamó en aquel momento Damna.

-Las que se admiran en estos mares son las más hermosas que pueden contemplarse -dijo Yáñez -. Donen unas tonalidades que no se ven en ningún otro lugar. Si están ustedes atentos, verán el famoso rayo verde.

-¡Un rayo verde! -exclamaron Damna y el americano.

-Y espléndido, Damna: es un fenómeno maravilloso, que tan sólo se puede - admirar en los mares de Malasia y en el océano Indico. El cielo está muy puro, y probablemente, podrás verlo. Espera a que el borde superior del sol esté a punto de sumergirse,

-¿Es posible que de todos esos fulgores de incendio pueda surgir un rayo de ese color? -exclamó.

-Estoy seguro de no equivocarme; pongan ustedes atención.

El sol se hundía tras un océano de luces, cuyos colores iban variando poco a poco por efecto del estado higrométrico de la atmósfera y de la distancia que separaba al astro del cenit.

Mientras iba sumergiéndose en el océano, se difundía por el cielo una luz roja y amarillenta, que adquiría con gran rapidez un tono violáceo que se desvanecía insensiblemente en un fondo azul grisáceo.

El borde superior del disco solar estaba a punto de desaparecer, cuando de improviso surgió un rayo completamente verde, de una belleza tal, que arrancó sendos gritos de admiración a Damna y al americano.

Durante algunos instantes se proyectó sobre el agua, y en seguida desapareció de pronto, a tiempo que el último segmento del astro rey se ocultaba tras la movible superficie.

-¡Magnífico! -exclamó Horward.

-¡Soberbio! -había dicho Damna -. ¡Jamás había visto un rayo de ese color!

-Porque has recorrido estos mares muy pocas veces -respondió Yáñez.

-¿Y no puede verse en otros lugares? -preguntó Kammamuri, que se había reunido con ellos.

-Es dificilísimo, porque tienen que concurrir condiciones excepcionales de limpieza y pureza de la atmósfera y solamente en estos parajes se dan con frecuencia. La campana nos llama a la mesa para cenar. Aprovechemos este momento, ya que ningún peligro nos amenaza -dijo Yáñez, ofreciendo el brazo a la joven angloindia.

Dos horas después de la puesta del sol, el Rey del Mar, que no había disminuido la velocidad que llevaba, se encontraba frente a la boca del Sedang y a una distancia de media docena de millas.

-¿Se habrá escondido el Mariana dentro del río? -preguntó Kammamuri a Yáñez, que estaba reconociendo la costa con el auxilio de un anteojo.

-No habrá sido tan mentecato su comandante. Debe de haberse ocultado entre las escolleras de levante, las cuales forman varios canales. Avanzaremos lentamente en esta dirección.

El barco puso proa hacia la boca del río, llegando hasta muy poca distancia de aquélla; en seguida se dirigió hacia el Este, donde se destacaban largas filas de escolleras.

Se encontraban a muy poca distancia de las primeras rocas, que emergían de las aguas cual minúsculas islillas, cuando retumbaron débilmente en lontananza algunas detonaciones.

Sandokán, prevenido en el acto por Kammamuri, se apresuró a subir a la cubierta, junto con Tremal-Naik y Horward.

Examinaron con atención el horizonte, mirando en todas direcciones; al alcance de la vista no aparecía barco alguno de vela ni de vapor. Sin embargo, aquellos disparos -tres si no estaban equivocados los hombres de guardia - los habían oído todos ellos. Sandokán manifestó una viva inquietud.

-¿Habrá sorprendido algún barco a mi viejo Mariana y lo habrá cañoneado? -se preguntó.

-¿Hacia qué parte se oyeron los disparos?

-Hacia Occidente -dijo Yáñez, que estaba de guardia.

-¿No se ha visto antes en esa dirección ninguna columna de humo?

-Nada, el horizonte estaba purísimo.

-Y esas detonaciones, ¿eran muy débiles?

-Debilísimas.

-Entonces, esos cañonazos deben de haberlos disparado a una gran distancia -dijo Horward.

-Si, teniendo en cuenta que el viento sopla del Este.

-Sandokán -dijo Tremal-Naik, cuya frente se había oscurecido -, busquemos en seguida al Mariana.

-Eso es lo que vamos a hacer -contestó el Tigre de Malasia -. Si no le encontramos detrás de esa escollera, volveremos hacia el Sedang. Manda que Kammamuri y los gavieros suban a las cofas con buenos anteojos para que registren el horizonte cuidadosamente.

El Rey del Mar continuaba navegando hacia el Este, siguiendo la costa a distancia de un par de millas para no chocar en algún banco de arena.

Sin embargo, no aparecía ningún barco.

Una profunda ansiedad se había apoderado de la tripulación, y especialmente de Sandokán y de Yáñez. La ausencia del prao, que debía de encontrarse hacía ya algunos días en aquel paraje, los inquietaba mucho; temían que hubiera sido descubierto y echado a pique por algún barco enemigo.

El que se hallaba más enfurecido era Sambigliong, que paseaba y volvía a pasear, dando vueltas como un loco entre las torres de los grandes cañones, y prometía hacer pedazos al osado que se hubiera atrevido a abordar al viejo Mariana.

La carrera del Rey del Mar duró una hora, sin que los gavieros hubieran logrado descubrir el velero en ninguna dirección. En vista de este resultado, Sandokán dio orden de virar de bordo y de acercarse a una barrera de escollos altísimos que formaba un brazo de mar entre éste y la costa.

Todos tenían el convencimiento de que le había ocurrido una desgracia al pobre barco.

-¡Activad los fuegos! -ordenó Sandokán -. Si los ingleses llegan a tiempo, les haremos pagar caro este golpe de mano.

-¿Crees que la escuadra aliada se nos echará encima? -preguntó Tremal-Naik a Yáñez.

-Le llevamos, por lo menos, una ventaja de doce horas -contestó el portugués -. ¡Llegará demasiado tarde!

El buque volaba cual si fuera una gaviota a tiro forzado. En los hornos se precipitaban toneladas de carbón que desarrollaban un calor tan intenso, que los mismos maquinistas y fogoneros lo soportaban difícilmente,

La luna había salido poco después de las once, y la noche era tan clara, que podía verse perfectamente en la argentada superficie del golfo el más pequeño punto negro. Sin embargo, los gavieros contestaban siempre negativamente a las preguntas que de vez en cuando les dirigían.

-¡Nada, siempre nada! ¡Ningún punto negro se divisaba en el horizonte!

-¿Significarían aquellos cañonazos la agonía del Mariana? -se preguntaban todos con creciente angustia.

A eso de medianoche comenzaron a delinearse las costas orientales del Sedang. Parecían negrísimas a causa de las imponentes masas de sus bosques seculares.

De pronto y cuando ya el Rey del Mar había embocado el canal que se abría detrás de la escollera, resonó una voz en la plataforma del trinquete.

-¡Humo delante de nosotros!

Yáñez enfocó el anteojo en aquella dirección.

-¡Un barco de vapor! -gritó el portugués -. ¡Dos mil metros! ¡Un buen tiro para un artillero hábil! ¡Detengámosle! ¡Cien rupias a quien le toque!

Todavía no había terminado la frase, cuando ya el viejo cabo americano de cañón, que había ganado los doscientos dólares, se colocó detrás de su pieza, bajo la torrecilla de babor.

Veíase perfectamente que el vapor trataba de huir. La luna le daba de lleno.

La distancia era muy respetable; pero el viejo artillero tenía confianza en su vista y en su cañón.

-¡Ahora lo arreglaré yo! -dijo -. ¡Las cien rupias van a danzar en mi bolsillo, en espera de ocasión para comprar una montaña de tabaco y un barril de ginebra!

Aguardó a que el buque pasara junto a la proa del crucero, e hizo fuego rápidamente.

¿Había dado en el blanco, causando al enemigo un grave daño, o había fallado? Fue imposible saberlo, porque casi en el mismo instante, desapareció el barco detrás de un obstáculo que la distancia no había permitido distinguir, y que no se sabía si era una escollera o un islote.

El Rey del Mar se habla lanzado en su persecución, moderando, sin embargo, la marcha, porque corría el peligro de encontrarse en el momento menos pensado ante uno de tantos bancos arenosos como se extienden en las proximidades de las bocas del Sedang.

A un kilómetro de distancia de la costa, Sandokán ordenó que se sondara.

Como no conocía del todo bien aquellos lugares, no se atrevía a avanzar el crucero por miedo a varar.

Sin embargo, el buque contra el cual disparó el americano, había desaparecido. Probablemente habría aprovechado alguna de las escolleras que se extendían hacia el Norte para internarse en un canal y alejarse o buscar refugio en cualquier seno o ensenada.

En su segunda carrera, el Rey del Mar debía de haberse remontado mucho hacia levante del río Sedang, porque Yáñez y Sandokán decidieron abandonar al fugitivo, el cual sería, probablemente, muy débil, cuando no se atrevía a hacerles frente y viraron hacia Poniente para seguir buscando al Mariana.

Les asaltó la duda de si el prao, para sustraerse a la persecución, habría buscado también algún escondrijo, o se habría arrojado sobre la costa.

Hacía un cuarto, de hora que marchaban a poca velocidad, continuando la búsqueda del prao, cuando cerca de una escollera apareció una masa negruzca con unas velas muy altas y todavía desplegadas.

-¡Nave a la costa! -gritaron los vigías de las cofas.

-Debe de ser nuestro Mariana -gritó Yáñez -. ¡Por fin!

El Rey del Mar viró rápidamente de borda y avanzó con lentitud hacia la escollera. En seguida se precipitaron todos a la proa para ver mejor aquel barco, cuya inmovilidad les produjo no poca inquietud; tanto más, cuanto que parecía estar adherido a las rocas.

Le enfocaron con un reflector eléctrico, iluminándole como si fuese pleno día; pero, cosa extraña, a pesar de eso nadie apareció sobre la cubierta.

-¡Disparad tres cohetes! -ordenó Yáñez -. Si hay gente a bordo, seguramente contestarán.

-¿Será el Mariana? -preguntó Tremal-Naik, que participaba de los temores de los dos comandantes.

-Todavía no puedo decírtelo -respondió el portugués -, aun cuando las velas son como las de un prao grande o las de un griong.

-Tengo una duda. Ese barco se habrá echado sobre la escollera y embarrancado en la arena para huir de algún cañoneo de los ingleses. ¿No crees, Tremal-Naik?

-Sí.

-Temo que hayas adivinado.

-¿Y la tripulación? No se ve a nadie.

-Y nadie contesta -dijo Sandokán, que se había acercado, mientras que Kammamuri y Sambigliong lanzaban los cohetes, que estallaron en el aire, despidiendo multitud de chispas multicolores.

-Entonces es que los ingleses han hecho prisionera a la tripulación -dijo Tremal-Naik.

-Pues nosotros iremos a libertarla, aun cuando haya que perseguir a ese barco hasta dentro del río Sedang. Manda echar al agua una chalupa, y vamos a ver si ese prao es, en efecto, el Mariana.

El crucero había moderado aún más la marcha, por el temor constante de encontrarse ante un bajo fondo.

Los escandallos no daban más que doce metros de profundidad, y el fondo tendía a elevarse rápidamente.

La gran chalupa de vapor cayó al agua, y Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik, con veinte malayos armados, tomaron asiento en ella y se dirigieron hacia la escollera.

El Rey del Mar había virado de bordo, volviendo un poco mar adentro, porque el oleaje era en aquellos lugares bastante fuerte.

La escollera no distaba más que unos quinientos o seiscientos metros. Estaba compuesta por una larga fila de rocas de color muy oscuro, cortada en forma de sierra y con los costados carcomidos y corroídos por la eterna erosión de las olas.

El barco había embarrancado hacia la punta septentrional, y por fuerza del encontronazo, que debía de haber sido violentísimo, se había replegado sobre un flanco, sosteniéndose con las barcazas contra una roca tan elevada como la arboladura.

Temiendo una sorpresa, Sandokán mandó a diez de sus hombres que preparasen los fusiles; hecho esto, se dirigió la chalupa hacia una caleta rodeada por un cinturón de escollos, y cuyas aguas permanecían tranquilas.

Quedaron seis marineros de guardia en la embarcación, y con los otros se acercó al barco.

-¡El Mariana! -gritó de pronto, con acento de dolor.

El desgraciado velero, ya fuera por causa de una falsa maniobra, o bien porque había sido lanzado a propósito, se había reventado contra la punta de la escollera de una forma tan brusca, que se podía dar por perdido.

Las agudas rocas le habían deshecho el casco, produciéndole una grieta tan enorme, que entraban libremente por ella las olas hasta la bodega.

-¡En qué estado encontramos a este pobre barco! -exclamó Yáñez, que no estaba menos conmovido que el Tigre de Malasia -. ¿Qué será lo que le habrá obligado a echarse sobre esta escollera? ¿Y dónde está su tripulación?

-Allí, en el costado de babor, hay una escala de cuerda -dijo Tremal-Naik -. ¡Subamos!

-¡Preparad las armas! -ordenó Sandokán -. ¡Pudiera suceder que hubiese ingleses a bordo!

-¡Ya estamos! -dijo Yáñez.

Y subió el primero; tras él, Sandokán, y luego todos los demás, que llevaban montados los fusiles y las pistolas.

En él barco reinaba un silencio de muerte, pero ¡qué desorden en la toldilla! Allí se veían cajas y barriles abiertos, bombardas y fusiles tirados, y en la proa un enorme agujero que parecía producido por alguna granada.

La escotilla grande estaba descorrida, y allá abajo, en las profundidades de la bodega, mugía el agua sordamente.

-No hay nadie -dijo Yáñez.

«¿Qué les habrá sucedido a mis hombres?» -se preguntó Sandokán con ansiedad - ¿Y la carga que tenía la nave? Porque me parece que la estiba ha sido vaciada».

En aquel momento y desde la cumbre del escollo en el cual se apoyaba el Mariana, gritó una voz:

-¡El capitán!

Sandokán y Yáñez levantaron vivamente la cabeza, en tanto que los malayos, por precaución, armaban las carabinas.

Un hombre de tez oscura y medio desnudo, descendía a grandes saltos por las rocas, llevando en la mano un parang, cuya larga hoja brillaba intensamente, herida por los rayos de la luna.

En pocos instantes llegó hasta la amura de babor, y saltó en la cubierta, diciendo:

-¡Capitán, le esperaba!

-¡Tú, Sakkadama! -exclamaron a un tiempo Yáñez y Tremal-Naik, reconociendo en él al piloto del Mariana.

-¿Qué ha sucedido aquí? -preguntó Sandokán.

-Ayer tarde nos sorprendió un barco de vapor, y nos obligó a arrojarnos sobre esta escollera, con lo cual se abrieron dos boquetes bajo la línea de flotación. Huyó al ver el crucero.

-¿Y ha saqueado el Mariana?

-Sí, Tigre de Malasia, Se llevaron las armas y las municiones.

-¿Y tus compañeros dónde están?

-Han pasado el Sedang.

-¿Y tú te has quedado?

-No había sitio en la chalupa, porque la otra la deshizo un cañonazo.

-¿No os habéis puesto al habla con los dayakos?

-Sí -contestó el piloto -, hace ocho días, pero no hemos podido hacer nada. El rajá, sospechando de ellos, hizo prender a bastantes, y a los demás los ha desterrado fuera de la frontera.

-¡Maldición! -exclamó Yáñez -. ¡Esta es una noticia que no esperaba! ¡Adiós esperanzas!

-Hemos tardado demasiado -dijo Sandokán -, y el rajá se ha prevenido.

-¿Y ahora qué vamos a hacer, Sandokán?

-No nos queda otro recurso que luchar en el mar -contestó el Tigre de Malasia -. Volveremos hacia el Norte, ya que el grueso de la flota aliada se encuentra en las aguas de Sarawak, y reanudaremos la guerra contra los buques mercantes, causando los mayores daños posibles a las compañías de navegación. ¡Si es preciso, iremos hasta los mares de China! ¡Amigos, a bordo¡ ¡No perdamos el tiempo!

Ya se disponían a descender a la chalupa, cuando oyeron un cañonazo disparado a bordo del Rey del Mar.

Sandokán dio un salto.

-¿Habrán visto la escuadra de los aliados? -preguntó.

-Lo supongo -contestó Yáñez -. Veo que dirige la proa hacia nosotros.

-¡Mirad! -gritó Tremal-Naik.

Una luz vivísima iluminaba el horizonte por el oeste, unos minutos antes completamente oscuro.

La escuadra aliada, compuesta de media docena de barcos, se dirigía velozmente hacia el crucero, a fin de impedirle salir a alta mar.

-¡Pronto! ¡A bordo! -gritó el Tigre de Malasia.

Se dejaron escurrir por la cuerda uno tras otro, y la chalupa salid a toda velocidad hacia el Rey del Mar, que, por su parte, iba a su encuentro.

Aun cuando estaban muy lejos, los barcos enemigos habían roto el fuego, y los cañonazos sucedían unos a otros, algunos proyectiles cayeron a pocos metros de ambas embarcaciones. Tardarían muy pocos minutos m llegar a su destino las balas y las granadas.


El Rey del Mar estaba ya a dos o tres cables, y maniobró de modo que pudo proteger a la chalupa contra los disparos de la artillería adversaria, oponiendo a los proyectiles sus resistentes costados. De un solo golpe descendió la escala.

El ingeniero Horward, Damna, Surama y Kammamuri salieron a la torrecilla de popa, gritando:

-¡Pronto! ¡Pronto! ¡Suban ustedes!

Algunos marineros habían calado ya los palangres para izar la chalupa.

Yáñez, Sandokán, Tremal-Naik y sus compañeros se lanzaron por la escala, después de haber asegurado los ganchos.

-¡Por fin! -exclamó el americano -. ¡Creí que no llegaban ustedes a tiempo!

-¡Los artilleros a sus puestos! -gritó Sandokán -. ¡Dobles timoneles a la rueda!

-¡Vamos a tener trabajo para desembarazamos de la escuadra, pero somos fuertes y veloces! -dijo Yáñez.