El rey del mar: Capítulo VI
Un viejo cabo de cañón, de larga barba canosa y espaldas cuadradas se adelantó, marchando con ese peculiarísimo balanceo de los viejos lobos de mar.
-El capitán que nos ha vendido este barco me ha dicho que eres un artillero famoso -dijo Sandokán, mientras el nostramo se quitaba de la boca un pedazo de cigarro que estaba masticando, después de lo cual saludó gravemente.
-Los ojos todavía los tengo buenos, comandante -contestó el viejo.
-¿Serías capaz de enviar una bala a aquel curioso que trata de aproximarse a nosotros? Si le alcanzas y le echas a pique, tendrás cien dólares de premio.
-No necesito más, comandante, sino que mande usted detenerse al Rey del Mar durante unos cinco minutos.
-Te pido un tiro de maestro.
-¡Probaremos, comandante!
El punto negro, que se había convertido ya en una raya muy visible, entraba entonces en la segunda zona fosforescente.
-¿Lo ves? -le preguntó Sandokán.
-Debe de ser una de esas máquinas que han inventado mis compatriotas y que llevan un torpedo fijo en el asta -dijo el viejo -. Si se acercan son peligrosos.
-¡A tu puesto!
Yáñez había dado la orden de echar atrás.
El Rey del Mar anduvo todavía unos doscientos metros, a pesar de que la hélice funcionaba en sentido contrario; en seguida se detuvo y conservó una inmovilidad absoluta, pues el océano estaba como una auténtica balsa.
El cabo de cañón se había colocado ya detrás de una de las grandes piezas.
En la toldilla de la nave reinaba un silencio profundo. Todos esperaban aquel disparo llenos de ansiedad, y tenían fijos los ojos en la chalupa, la cual bogaba a todo vapor por enmedio de la fosforescencia, aunque procuraba acercarse al crucero sin ser descubierta.
De repente rompió el silencio un grito que salió de la torre:
-¡Pronto!
La pequeña embarcación de vapor se encontraba en aquellos instantes a unos mil quinientos metros de distancia del Rey del Mar. Su casco negro se dibujaba claramente sobre la luminosa superficie de las aguas.
Retumbó una detonación y un relámpago iluminó al mismo tiempo las tinieblas.
Durante algunos instantes se oyó por el aire un ronco silbido, que fue debilitándose rápidamente. El proyectil de buen calibre se alejaba rozando las ondas.
De repente resonó otra detonación a larga distancia. En la chalupa torpedera se elevó una llamarada, seguida de un haz de chispas.
Casi en el mismo momento se apagó bruscamente la fosforescencia. Los nautilos, las medusas y las anémonas, asustados por aquel estruendo, desaparecieron prontamente en las misteriosas profundidades del mar.
-¡Tocada! -gritó Sandokán.
Un grito de triunfo estalló a bordo del crucero. El veterano artillero, con aire risueño, se adelantó hacia Sandokán.
-Comandante -le dijo -, he ganado mis cien dólares.
-¡No, doscientos! -replicó el Tigre de Malasia.
Luego dio algunos pasos hacia adelante, exclamando:
-¡Lo sospechaba! ¡Está bien! ¡Os haré correr!
Algunos puntos luminosos, que apenas se distinguían, aparecieron en el horizonte un momento después de la inmersión de los moluscos fosforescentes.
Para los avezados ojos de aquellos marinos, envejecidos sobre el océano, no eran estrellas, sino faroles de barco; y probablemente, barcos de guerra lanzados sobre la pista del Rey del Mar.
-¿Será la escuadra del rajá o la de Labuán? -había preguntado Yáñez.
-Me, parece que esos barcos vienen del Septentrión -contestó Sandokán -. Apostaría a que la escuadra inglesa trata de reunirse con la de Sarawak. Alguien ha debido decirles que estamos recorriendo estos mares, y se han dedicado a perseguirnos.
-Eso destruye nuestros proyectos.
-Es cierto, Yáñez, porque nos veremos forzados a huir hacia el norte. El Rey del Mar es poderoso; pero no tanto que pueda hacer frente a una escuadra.
-¿Qué es lo que te propones hacer?
-Dejar para una ocasión más oportuna la destrucción de los depósitos de carbón de Sarawak, y remontarnos hasta el cabo Taniong-Datu, con objeto de encontrar al Mariana, y en seguida echarnos sobre las líneas de navegación antes de proveernos de combustible en Monzalm. En cuanto la escuadra vaya a buscarnos a los parajes de Labuán, volveremos para ajustar las cuentas al rajá y al hijo de Suyodhana.
-¡Has nacido para ser un gran almirante! -dijo Yáñez, riendo.
-¿Apruebas mí proyecto?
-Por completo. ¿Y el Mariana?
-Le enviaremos a la boca del Redjang para que nos espere allí, y encargaremos que armen a nuestros amigos los dayakos.
-¡Ahora boguemos pronto, hermanito! ¡Los barcos se aproximan!
-¡Señor Horward! -gritó Sandokán -. ¡A toda máquina!
-Iremos a tiro forzado, comandante -contestó el americano.
El Rey del Mar había vuelto a emprender su carrera. Montones de carbón llovieron sobre los hornos, y las máquinas funcionaron de un modo rabioso, imprimiendo al casco un sonoro trepidar.
Todos habían subido a cubierta, incluso Damna y Surama. Podía darse el caso de que de un instante a otro se encontrara el crucero con algún buque destacado en exploración hacia Levante, y todos querían estar dispuestos para la lucha.
Sin embargo, en aquella dirección no se veía brillar ninguna luz.
Sandokán, Yáñez y Tremal-Naik, de pie en el puente de órdenes, miraban con gran atención los puntos luminosos que ahora parecían haber cambiado de posición. Era que los comandante de los buques ingleses, al darse cuenta de que el corsario huía hacia el Norte, cambiaron de rumbo con la esperanza de capturarle.
Pero la distancia entre ambos, en lugar de disminuir, aumentaba de minuto en minuto y, aun cuando forzaban la máquina, aquellos barcos no podían navegar a la misma velocidad que el corsario.
Después de una carrera furiosa que duró más de una hora, los puntos luminosos fueron haciéndose casi invisibles.
-Creo que ya es tiempo de que volvamos a tomar de nuevo nuestro rumbo hacia el Noroeste -dijo Sandokán a Yáñez -. Los ingleses continuarán su persecución siempre hacia el Norte.
Mandó apagar todos los faroles, y el Rey del Mar, después de describir una gran curva, se dirigió otra vez hacia el Noroeste.
La maniobra obtuvo el resultado que se esperaba, puesto que, durante algunos minutos se vio brillar los faroles de los otros barcos en los confines del horizonte, y luego desaparecieron en seguida.
-¡Vamos! -dijo Yáñez muy satisfecho -. ¡Todo va bien! ¡Creo que podemos irnos a dormir durante algunas horas! ¡Nos hemos ganado el descanso!
Cuando despuntaba el día, el mar estaba completa mente desierto. No se veía más que a los pájaros marinos revoloteando sobre las olas que agitaba la brisa matutina.
El Rey del Mar había reducido su marcha a ocho nudos. A cada momento que pasaba se hacía más preciado el combustible.
Sandokán subió a cubierta, coincidiendo con los primeros rayos del sol. Todavía estaba algo inquieto, aunque ya no abrigaba la menor duda respecto al resultado obtenido con la maniobra de la noche anterior.
-Les hemos engañado completamente -dijo Yáñez, que, acompañado de Damna, se había reunido con él -. Llegaremos hasta el cabo Taniong sin que tengamos ningún mal tropiezo. A propósito, ¿qué habrá pensado sir Moreland del cañonazo que hemos disparado esta noche?
-Me dijo el doctor Held que se había sobresaltado mucho por temor de que hubiéramos echado a pique algún barco -contestó Yáñez.
-Vamos a verle.
-¿Me permiten ustedes que vaya yo también? -preguntó Damna.
-No veo ningún inconveniente -respondió Sandokán -. Por el contrario, él se alegrará de volver a ver a su bella prisionera. ¡Vamos, muchacha!
-Esa visita le producirá mucha alegría... y a ti también -añadió Yáñez en voz baja, acercándose a la joven.
Cuando entraron en el camarote, sir Moreland ya había despertado y estaba charlando con el médico.
Cuando vio a Damna, que iba detrás de Sandokán y de Yáñez, la mirada del angloindio se animó vivamente, y por algunos instantes no pudo apartar los ojos de la joven.
-¡Usted, señorita! -exclamó -. ¡Qué feliz me hace el volver a verla!
-¿Cómo se encuentra usted, sir Moreland? -preguntó Damna, ruborizándose.
-¡Oh! La herida va cicatrizándose rápidamente; ¿no es verdad, doctor?
-Dentro de ocho o diez días estará cerrada por completo -respondió el americano -. Es una curación verdaderamente milagrosa.
-Hubiera preferido no verle herido, sir Moreland -dijo Damna.
-Entonces no me hubiera visto usted aquí -respondió el angloindio. Me hubiera dejado hundir con mi barco al lado de la bandera de mi patria.
-Pues me alegro de que hayan podido salvarle de la muerte.
El joven capitán la miró sonriendo y después dijo:
-Muchas gracias, señorita; pero...
-Pero, ¿qué? ¿Qué es lo que quiere usted decir, sir Moreland?
-Que también estaría yo más contento si hubiera salvado mi buque y mis marineros. ¡Ah señorita, no esperaba que fuese derrotado por los protectores de usted de un modo tan desastroso! Y, sin embargo, puede usted creerlo, no lamento mi prisión.
-Sir Moreland -dijo Sandokán -, ¿no sabe usted que esta noche pasada por poco nos sorprenden los barcos ingleses?
-¿La escuadrilla de Labuán? -preguntó, emociona, do, el herido.
-Supongo que seria ella; pero hemos logrado engafiarla y aludir con facilidad el peligro.
-No imagine usted que siempre haya de tener la misma fortuna -dijo el angloindio. Un día cualquiera, probablemente el menos pensado, se encontrará delante de un hombre que no le dará cuartel.
-¿Alude usted al hijo de Suyodhana? -preguntó Sandokán.
-No puedo darle más explicaciones. Es un secreto que no puedo violar -contestó el angloindio.
-No puede ser ningún otro salvo él -dijo Yáñez -, aun cuando haya afirmado usted que no sabía nada de ese obstinado y misterioso adversario.
Sir Moreland pareció no haber oído a Yáñez; estaba mirando a Damna con expresión de angustia.
Sandokán, Yáñez y la joven permanecieron hablando todavía durante algunos minutos en el camarote, cambiando algunas palabras con el médico.
Pero antes de que la joven se marchara, sir Moreland le dijo, mirándola con cierta tristeza:
-Señorita, espero que volveré a verla pronto, y que no me mirará usted siempre como a un enemigo.
En cuanto la joven hubo salido, el angloindio, que había permanecido largo tiempo sentado, mirando fijamente a la puerta del camarote y con los brazos cruzados sobre el pecho en actitud pensativa, dijo al doctor, después de lanzar un profundo suspiro:
-¡Qué cosa tan triste es la guerra! ¡Siembra el odio, incluso entre corazones que podían latir al unísono, animados por un mismo afecto!
-Y el de usted hubiera latido mucho, ¿verdad, sir Moreland? -dijo el americano, sonriendo.
-¡Sí, doctor! ¡Lo confieso!
-Por la señorita Damna, ¿no es eso?
-¿Por qué he de ocultarlo?
-Es una joven muy bella y muy animosa, digna de su padre y de usted.
-¡Y que nunca será mía! -dijo sir Moreland, con acento extraño -. ¡El destino ha abierto entre nosotros y sin que en ello tengamos la menor- culpa, un abismo que nada logrará salvar!
-¿Por qué motivo? -preguntó el doctor Held, asombrado por el tono con que había hablado el herido, y en el cual parecía advertirse una gran angustia y un odio profundo -. Estos hombres son enemigos del rajá y de los ingleses; pero no de usted.
Sir Moreland miró al americano sin contestarle; pero su rostro tenía una expresión tan terrible, que le llamó vivamente la atención.
-Cualquiera diría que en la vida de usted hay algún secreto -dijo el americano.
-¡Maldigo al destino, eso es todo! -contestó el joven con voz sorda.
Luego, cambiando de tono, preguntó bruscamente:
-Doctor, ¿adónde nos conduce el comandante?
-Por ahora vamos hacía el Noroeste.
-¿A Sarawak? ¿Querrá desembarcarme?
-Qué, ¿lo sentirla usted?
-Tal vez sí.
-¿Por alejarse de la señorita Damna?
-Por otros motivos más graves -contestó el angloindio.
-¿Cuáles si no es una indiscreción mi pregunta?
-Porque el rajá me enviará de nuevo contra ustedes, y probablemente me estará reservado asestarles un golpe mortal y echar a pique a la mujer a quien amo -dijo sir Moreland.
-Ese día puede ser que aún tarde mucho en llegar.
-Yo creo lo contrarío, porque el barco de ustedes no va a poder estar en el mar eternamente, y no siempre encontrará medio de proveerse de víveres, de municiones y de combustible, máxime no contando con un solo puerto amigo.
-¡Sir, el océano es inmenso!
-Es cierto; pero cuando diez, veinte navíos les encierren a ustedes en un círculo de hierro, ¿qué esperanza les quedará? Admiro la audacia de estos piratas de Malasia, como admiro su buque, una obra maestra de la ingeniería naval; pero permítame usted que dude del buen éxito de la empresa que están realizando. No niego que podrán causar graves daños a la marina mercante inglesa, muchos disgustos al rajá, siendo como es el Rey del Mar el barco más rápido que quizá exista y también el mejor armado; pero no por eso ha de durar mucho tiempo este estado de cosas.
-Estos formidables corsarios, sir Moreland, no tienen la pretensión de mantener en jaque durante muchos años a las escuadras inglesas. Saben muy bien la suerte que les espera, y no ignoran que un día cualquiera, sus cadáveres irán a dormir el eterno sueño en las tenebrosas profundidades del mar, o en el fondo de cualquier abismo.
-¿Y lo sabe también la señorita Damna? -preguntó, estremeciéndose, el angloindio.
-Lo supongo, sir Moreland.
-¡Ah! ¡No! ¡Desembárquela usted! ¡Sálvela!
-Es imposible. Aquí combaten su padre y sus protectores, a los cuales, según tengo entendido, les debe la vida y no los abandonará -contestó el americano.
Sir Moreland se pasó una mano por la frente y dijo, como si hablara consigo mismo:
-¡Sería mejor que las escuadras nos echaran a pique a todos! ¡Por lo menos habríamos terminado y yo no oiría ya más el grito de la sangre que clama venganza!