El rey del mar: Capítulo I

El rey del mar
Capítulo I: Una expedición nocturna​ de Emilio Salgari

-¡Señor Yáñez, por aquel agujero de allí abajo veo brillar una luz!

-Ya la he visto, Sambigliong.

-¿Será algún prao que esté anclado en la rada?

-No; más bien creo que se trata de una chalupa de vapor. Probablemente, la que ha conducido hasta aquí a Tremal-Naik y a Damna.

-¿Acaso vigilarán la entrada de la rada?

-Es muy posible, amigo mío -respondió tranquilamente el portugués, tirando el cigarrillo que estaba fumando.

-¿Podremos pasar sin ser vistos?

-¿Crees que van a temer un ataque por nuestra parte? Redjang está demasiado lejos de Labuán, y lo más probable es que en Sarawak no sepan todavía que nos hemos reunido. A no ser que ya tengan noticia de nuestra declaración de guerra. Además, ¿no vamos vestidos corno los cipayos del Indostán? ¿Y no van vestidas ahora lo mismo que nosotros las tropas del rajá?

-Sin embargo, señor Yáñez, preferiría que esa chalupa o ese prao no estuviera aquí.

-Querido Sambigliong, no dudes que a bordo estarán todos durmiendo. Les sorprenderemos.

-¡Cómo! ¿Vamos a asaltar a esos marineros? -preguntó Sambigliong.

-¡Naturalmente! No quiero que queden a nuestras espaldas enemigos que luego podrían molestarnos en nuestra retirada. Dejaremos libre el camino para que el Rey del Mar no se vea precisado a venir en nuestro socorro, teniendo, como tendría, que arrimarse a la costa. Podría dar un encontronazo con algún escollo. Supongo que no habrá mucha gente en esa chalupa, prao o lo que sea, y nosotros somos bastante ligeros de manos. No hay que hacer uso de las armas de fuego: solamente deben funcionar los kriss y los parangs. ¿Me habéis entendido?

-Sí, señor Yáñez -contestaron varias voces.

-Pues entonces, ¡adelante y en silencio!

Esta conversación se sostenía a bordo de una gran chalupa que avanzaba al impulso de doce remos y que iba ocupada por catorce hombres, los cuales vestían el pintoresco traje de los cipayos de Sarawak: un jubón de paño rojo, pantalón de tela blanca, un pequeño turbante, también blanco, y zapatos de punta vuelta.

Doce de dichos hombres tenían un color de tez muy oscuro, asemejándose mucho a los malayos, o por lo menos a los dayakos. En cambio, los otros dos eran de raza caucásica, y vestían uniformes de oficiales.

Todos ellos eran gente robusta, altos y musculosos; cerca de sus respectivos asientos llevaban carabinas de fabricación india, pesados sables de hoja muy larga y puñales ondulados, los famosos y temibles kriss malayos.

La chalupa, que avanzaba silenciosa y velozmente, dirigida por Yáñez, que iba al timón, se encaminaba hacia una bahía muy amplia que se divisaba en la costa occidental de la isla grande de Borneo, por la parte que la bañan las aguas del golfo de Sarawak.

A pesar de que la noche era oscurísima, la chalupa avanzaba sin ninguna vacilación, deslizándose por entre las escolleras coralíferas que asomaban entre dos aguas, a babor y a estribor, y contra las cuales se deshacía la resaca con prolongados mugidos.

Iba con rumbo a un pequeño punto luminoso que se vislumbraba en el fondo de la rada, y que tan pronto se elevaba como descendía, como si fuera zarandeado por continuas sacudidas.

Ya había penetrado la chalupa en aquella ancha abertura de la costa, cuando el hombre blanco que iba sentado al lado de Yáñez, y que parecía un guapo mozo de veinticinco o veintiocho años, de contextura maciza, con la barba cortada a lo americano y que vestía el uniforme de subteniente, preguntó:

-Capitán Yáñez, y si nos interrogan, ¿qué vamos a contestar?

-Que llevamos víveres al fortín de Macrae -contestó el Portugués, que había encendido otro cigarrillo. -¡Realmente, parece que nuestra chalupa va cargada de todo cuanto Dios ha creado!

-Y así que hayamos Puesto borda con borda, ¿caeremos sobre ellos?

-Sí, señor Horward. Nosotros los piratas no vacilamos jamás en tirarnos a fondo enseguida. Sí es una chalupa de vapor, usted se encargará de ponerla rápidamente en presión, de ese modo los remolcaremos enseguida, después de haber dado el golpe.

-¿Confía usted en el resultado?

-Plenamente, señor Horward. Dentro de dos horas, Tremal-Naik y Damna estarán a bordo de nuestro buque: yo se lo aseguro.

-¡Ustedes son admirables!

-¡Cómo que estamos acostumbrados a correr toda clase de peligros y aventuras! -contestó el portugués-. También ustedes los americanos tienen buena sangre en las venas.

-¡Oh!

De aquella embarcación, que todavía no podía precisarse bien si era un prao o una chalupa, salió una voz que gritó:

-¿Quién vive?

-¡Somos amigos, que llevamos víveres al fuerte de Macrae!

-Tenemos orden de prohibir toda clase de desembarco hasta que amanezca,

-¿Quién ha dado esa orden?

-El capitán Moreland, que está en el fortín esperando a que su barco se haya aprovisionado de carbón.

-Entonces, esperaremos cerca de vosotros hasta que amanezca.

Enseguida, volviéndose hacia el maquinista americano y hacía Sambigliong, que estaba cerca de él, dijo, a media voz:

-No sabía que hubiese un barco por estas aguas. ¡El capitán Moreland! ¿Quién será?

-Sin duda, algún inglés que estará al servicio del rajá de Sarawak -contestó el americano.

-¡Pues el barco se quedará sin el jefe! -dijo Sambigliong -, ¡Le haremos prisionero junto con la guarnición del fortín!

-¡Despacio, querido! -dijo Yáñez -. En ese fortín puede haber más gente de la que nosotros pensamos, y nuestro juego es, sobre todo, de astucia. Además, es preciso que no sospechen nada, puesto que ahí tenemos la chalupa encargada de aprovisionarlos,

-Eso es una verdadera suerte, señor Yáñez -dijo el americano.

-No digo que no, ¡Mire usted si me había equivocado! Es una chalupa de vapor y no un prao. ¡Muchachos, estad prontos!

-¡Acercaos -gritó de pronto una voz ronca -, u os largo un metrallazo!

-¡Y asesinaréis a unos compañeros! -contestó Yáñez -. Pero debo advertir que no soy un dayako, sino un oficial del rajá.

El hombre que había formulado la amenaza, murmuró algunas palabras que Yáñez no pudo oír.

La chalupa estaba ya tan cerca, que se la podía ver perfectamente, pues estaba alumbrada por un gran farol colocado en lo alto de la chimenea.

Se trataba de una barcaza de una docena de metros de longitud, ancha de costados, con puente y armada con un pequeño cañón, situado en la proa. Algunos hombres vestidos de blanco, y que parecían indostanos, por los turbantes que llevaban, estaban apoyados en la borda.

-¡Echad un cable! -dijo Yáñez, mientras que sus malayos alzaban los remos y cogían los parangs, ocultándolos luego bajo los bancos.

Desde a barcaza arrojaron una cuerda, y Sambigliong, que había pasado a proa, la cogió enseguida.

-¡Listos! -susurró Yáñez a sus hombres -. ¡En cuanto yo dé la orden, saltad a bordo!

En pocas brazadas, la chalupa se encontró al lado de la barcaza, Yáñez y el americano pasaron rápidamente a bordo de la segunda.

-¿Quién es el que manda aquí? -preguntó el portugués, con voz imperiosa.

-Yo soy, señor -contestó, haciendo un saludo, un indostano que llevaba en la manga los galones de sargento -. Usted me perdonará, señor teniente, si he amenazado con ametrallarlos; pero el capitán Moreland me ha dado órdenes severísimas, y no puedo permitirle que desembarque...

-¿Dónde está el capitán?

-En el fortín.

-¿Y su barco?

-En la boca del Redjang, delante de la entrada septentrional.

-¿Están todavía en el fortín los prisioneros?

-¿Ese hindú y su hija?

-Si -dijo Yáñez.

-Ayer estaban todavía; pero creo que tan pronto como se haya aprovisionado de carbón el buque del capitán, los transportará a Sarawak.

-¿Teme algo?

-Un golpe de mano de los tigres de Mompracem. Se dice que se han lanzado al mar para hacer la guerra al rajá y a Inglaterra.

-¡Tonterías! -dijo Yáñez -. Todos han huido hacia el norte de Borneo. ¿Cuántos hombres hay aquí?

-Ocho, señor teniente.

-¡Ríndete!

Antes de que el sargento, sorprendido, se diera cuenta de su situación, ya el portugués le había cogido por el cuello con la mano derecha, mientras que con la izquierda le apuntaba al pecho con una pistola de las que llevaba al cinto. Al ver aquello, los doce tigres que componían la tripulación de la chalupa saltaron rápidamente a la barcaza, y cayeron sobre los otros indostanos, con los parangs levantados.

-¡El que oponga la menor resistencia, es hombre muerto! -gritó Yáñez.

El sargento, que debía de ser hombre de valor, trató de librarse de las manos del portugués y de sacar el sable, y gritó a su tropa:

-¡Coged las carabinas!

Horward, el americano, que se había colocado detrás de él, le sujetó por la mitad del cuerpo, y le hizo rodar hasta el fondo de la barcaza, mediante una zancadilla aplicada en el momento oportuno.

Cuando vieron caer a su sargento y que los piratas estaban dispuestos a hacer uso de los parangs, la tripulación ya no se atrevió a moverse.

-¡Sambigliong, ata al sargento! Y vosotros, desarmad a todos y encerradlos bien asegurados debajo del puente.

La orden fue ejecutada inmediatamente, sin que los indostanos se resistieran.

-Ahora -prosiguió el portugués, sentándose al lado del sargento, a quien habían atado a la amura -, si quieres salvar la piel, hablemos un poco. Será inútil que te obstines en callar, porque nosotros conocemos el modo de hacer que cantes, aunque fueras realmente mudo. ¿Cuántos hombres hay en el fortín de Macrae?

-Cincuenta, contando con el capitán y un teniente del rajá.

-¿Quién es ese sir Moreland?

-Se dice que ha sido teniente de la marina angloindia.

-¿Y qué es lo que ha venido a hacer aquí?

-No lo sé, señor. Se cree que está en muy buenas relaciones con el rajá de Sarawak y que goza de la protección del gobernador de Labuán. Sólo sé que manda un hermoso barco de vapor, armado de un modo formidable.

-¿Entonces, es inglés?

-Eso dicen -respondió el sargento -, aun cuando es de color muy oscuro.

-¿Qué bandera enarbola su barco?

-La del rajá de Sarawak.

-¿Qué distancia hay de aquí al fortín?

-Una milla escasa.

-Te concedo la vida, y te regalaré diez libras esterlinas. Señor Horward, usted permanecerá aquí con dos de los nuestros, y mientras regreso, encenderá usted la máquina. Necesitaremos la barcaza dentro de algunas horas. El resto de los hombres se embarca conmigo.

Luego, volviéndose de nuevo hacia el sargento, añadió:

-El fortín está en una altura, ¿no es cierto?

-Frente a nosotros -contestó el indostano -. Es la única elevación que hay en esta costa.

-Muy bien. Permanecerás prisionero hasta que regresemos, y si estás tranquilo, te dejaremos libre en seguida. ¡Buenas noches y buena guardia, señor Horward!

-¡Buena suerte, capitán Yáñez! -contestó el americano.

El portugués volvió con Sambigliong y nueve hombres más a la chalupa, y dio la señal de partida.

La embarcación se apartó de la barcaza y se dirigió hacia la playa, que se encontraba a trescientos o cuatrocientos pasos, y contra la cual se estrellaba la resaca, extendiéndose las olas por ella a lo largo de un buen trecho.

Los once hombres desembarcaron y dejaron la chalupa en seco; cambiaron los parangs por las carabinas, y cargaron con grandes cestos, que parecían muy pesados.

-¿Estamos dispuestos? -preguntó Yáñez.

-Sí, capitán -contestaron todos.

-Dejadme hablar a mí solamente, y estad prontos para lo que ocurra.

-Seremos mudos.

-¡Adelante, valientes! ¡Los tigres de Mompracem no temen a los mamelucos del rajá de Sarawak!

Mientras tanto, la niebla que hasta entonces había ocultado las estrellas, se había ido disipando, y Yáñez distinguió inmediatamente la altura donde estaba emplazado el fortín; tanto más cuando que el resto de la costa era una llanura.

Aquel pelotón de hombres se puso en marcha en medio del silencio más profundo. Yáñez iba alumbrando el camino con una linterna que había cogido de la chalupa, y cuya luz podía verse a gran distancia, dado lo oscuro de la noche.

Por la otra parte de la duna descubrieron una especie de sendero que serpenteaba por entre las plantaciones de índigo, y que parecía dirigirse hacia la elevación; los tigres se internaron por aquel camino, marchando en fila.

Veinte minutos más tarde llegaban al pie de la minúscula colina, que apenas tendría unos doscientos metros de elevación, y en cuya cumbre se vislumbra confusamente una especie de pequeño torreón, rodeado de casas y del recinto fortificado.

-Sí no están durmiendo o no son ciegos, a estas horas ya deben de haber visto la luz de mi linterna -dijo el portugués -. ¡Ah, mí querido señor Moreland; Ya verás cómo te la juegan bien los tigres de Mompracem Después de esto, Sandokán se encargará de tu barco, puesto que tienes uno.

Un estrecho sendero en zigzag conducía hasta el fortín,

Después de haber descansado un rato, para que sus hombres reposaran, pues las cestas que llevaban eran muy pesadas, Yáñez comenzó a subir, con el sable desenvainado.

Cuando ya estaba el pelotón a mitad de la cuesta, se oyó una voz que gritaba, desde uno de los taludes del fortín:

-¿Quién va?

-¡El teniente Jarshon con cipayos de Sarawak, que traen víveres para el fortín, por orden del capitán Moreland!

-¡Esperad!

Se oyeron unas voces; enseguida brillaron luces en la empalizada, y por último, tres hombres que parecían dayakos, aun cuando llevaban el traje típico de la India e iban armados con carabinas, se dirigieron hacia el grupo. Uno de ellos era portador de una antorcha.

-¿De dónde viene usted, señor teniente? -preguntó uno de los tres hombres.

-De Kohong -contestó Yáñez -. ¿El capitán Moreland está todavía levantado?

-Ahora acaba de cenar con los prisioneros.

-¡Muy tarde se cena en Macrae!

-Es que el capitán no vino hasta después del anochecer.

-Pues condúceme enseguida a su presencia; tengo que comunicarle noticias muy graves.

-¡Sígame usted, señor teniente!

Yáñez se puso detrás, murmurando entre dientes:

-¡He aquí un detalle que no había previsto! Si al verme aparecer, Tremal-Naik y Damna lanzaran de improviso un grito de sorpresa... ¡En guardia, mi querido Yáñez! ¡Estás jugando una partida peligrosa!

El grupo atravesó un puente levadizo, dos recintos y un gran patio descubierto, y se detuvo ante una construcción de mampostería bastante amplia, que estaba coronada por una pequeña torre. Los rayos de luz salían por las ventanas de la planta baja.

-Vaya usted, señor teniente: el capitán está ahí -dijo uno de los dayakos -. ¿Doy alojamiento a los hombres que le acompañan?

-Por ahora, no; déjalos en el patio,

Envainó de nuevo el sable, aseguró las pistolas en la faja, cambió una rápida mirada con Sambigliong, y, aparentando una calma suprema, entró en el saloncito, iluminado por una linterna china de papel pintado al óleo. Delante de una mesa ricamente servida se encontraban tres personas: un capitán de marina, Tremal-Naik y Damna.