La mujer del César: 12

La mujer del César
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Capítulo XII

de José María de Pereda

Momentos después se hallaba Ramón al lado de su cuñada: ésta dolorida y sollozando; el otro con el corazón oprimido, pero sereno. Cuando Isabel notó la presencia de Ramón, le dijo con acento triste:

-¡Qué mal hiciste en no haberme advertido lo que pasaba, antes que a Carlos, desde que adquiriste la primera sospecha!

-Culpa fue de tu marido, que no me consintió hablarte de lo que me saltó a los ojos apenas llegué a esta casa.

-¡Cuánto dolor me hubieras evitado!

-¡Dejando que el mal extendiera sus raíces, y fueran mañana la afrenta y el escándalo más grandes! ¿Te parece?

-¿Luego tú también me crees culpada?

-Creo, Isabel, lo que he visto ayer, lo que me pasó anoche y lo que está pasando hoy. Nada más, y es bastante.

Isabel se ahogaba bajo el peso de esta nueva indirecta acusación, remedo de las que le harían, fundadas en las mismas apariencias, aun las personas que más tratasen de favorecerla. Buscando algún alivio a su pena, hizo, lo mismo que a Carlos, la relación de los hechos verdaderos; pero era Ramón bastante más aprensivo y obcecado que su hermano, y si bien oyó con gusto las disculpas, no las aceptó con la fe que hubiera deseado.

-Ya ves -prosiguió Isabel-, cómo me hubiera sido imposible evitar lo que está sucediendo.

-No tanto -dijo Ramón-, si hubieras sido un poco discreta en leer fisonomías.

-No comprendo...

-Porque no te dedicaste jamás a estudiar la de tu marido, como era tu deber.

En esto apareció la marquesa, en traje de confianza, afectuosísima, locuaz, hecha un brazo de mar, inaguantable.

Isabel apenas tuvo tiempo para secar sus ojos y tomar una actitud que revelara menos la tormenta que corría su alma.

-Buenos días, Isabel... señor don Ramón -dijo la invasora tendiendo la mano al aludido, que no podía comprender aquella explosión de repentino afecto hacia él-, doy a usted los más cumplidos y sinceros parabienes...

-¡A mí, señora! ¿Y por qué?

-¿Por qué? Por lo que hizo usted anoche... y eso que no debía perdonar el desaire que me dieron ustedes marchándose de allí sin decirme una palabra... Pero, en fin, algo había que dispensar en unas circunstancias como aquéllas... además de que, por otra parte, yo no soy rencorosa, y prueba de ello es que estoy aquí tan pronto como he dejado la cama.

-Muchas gracias -dijo Isabel calando la intención de su amiga.

-¡Oh, no hay por qué, Isabel! -continuó aquélla con una movilidad que mareaba-. La verdad es que el sitio, la ocasión y demás, no justificaban mucho un atentado semejante; pero, por otro lado, el señor guardaba el decoro debido, y no todos están obligados, por nacimiento, por educación o por costumbre, a llevar el frac con todo el chic de rigor. ¿No es cierto?... Yo no sabía nada de lo ocurrido más que el porrazo y el consiguiente barullo; pero cuando ustedes salieron, pude averiguar que el vizconde había querido reírse de usted a sus mismas barbas...

Isabel y Ramón se miraron, dudando ambos que la marquesa hablara de buena fe y que no les ocultase la verdad de los rumores esparcidos por el salón a raíz del suceso.

La charlatana continuó sin fijarse en aquella mirada ni en el rubor que asaltó las mejillas de Isabel.

-El caso es que el vizconde merecía un correctivo ejemplar, porque es vano y lenguaraz como él solo, y que al cabo le encontró donde menos podía esperarle. Y adviertan ustedes que lo que hizo anoche no vale nada en comparación de lo que suele hacer a cada instante... ¡Oh, algún día le van a costar aún más caras sus calaveradas, y a fe que lo tendría bien merecido! Para él no hay nada sagrado, y lo mismo atropella reputaciones que cambia de vestidos... Figúrense ustedes que ayer tarde entró en la tienda de un joyero cuando más llena estaba de ociosos; tomó un riquísimo aderezo que, por lo visto, deseaba adquirir la Rocaverde; llamó a un dependiente después de escribir un billete tiernísimo, cuyo contenido leyó a gritos; metió el billete en el estuche; entregó éste al dependiente, y le dijo con voz muy recia: «a casa de... Fulana (no se me ha dicho el nombre) y entrégasele a ella en propia mano». ¡Calculen ustedes qué rechifla se armaría allí, y cómo quedaría la honra de aquella mujer... y la de su marido, porque, según parece, es casada!...

A medida que iba hablando la marquesa, las rosas de las mejillas de Isabel tornábanse poco a poco en lirios; íbanle faltando las fuerzas al mismo tiempo, y próxima estuvo a desplomarse bajo el peso de su vergüenza; pero la consideración de que la falsa amiga estaba más al tanto de la verdad que lo que aparentaba y de que se expresaba así por herir más impunemente, la prestó, en un acceso de indignación, los bríos que necesitaba.

Iba a continuar sus irónicas lamentaciones la marquesa, gozándose en el martirio de su amiga; pero ésta, levantándose airada,

-¡Basta! -la dijo.

-¿Por qué me interrumpes en ese tono? -preguntó la marquesa dulcificando el suyo y fingiéndose sorprendida.

-Porque tu conducta en este momento está siendo más vil que la de tu vil amigo al hacer lo que nos has referido.

-¡Isabel!...

-Sí, porque estás abusando villanamente del arma que ha puesto en vuestras manos una desdichada casualidad; porque estás sirviendo admirablemente los fines de ese infame calumniador, avezado a los triunfos fáciles que mujeres... como tú, le han procurado, haciéndole creer que todas somos lo mismo; porque estoy resuelta a no consentir que siga adelante esa criminal burla, y a hacer que comprendan los que hoy me difaman la diferencia que hay entre una mujer de honor y una despreciable... cortesana.

Verde, amarilla, azul, jaspeada se ponía la marquesa al oír a Isabel; quería contestar, y le faltaba la voz; quería imponerse con un ademán, y le faltaba el movimiento: estaba allí clavada, rígida como una estatua, condenada a oír sin replicar aquellos apóstrofes de acero.

Ramón desconocía a su cuñada; aplaudía en silencio su actitud, y comenzaba a creer en su inocencia.

Entre tanto, Isabel, no creyéndose satisfecha con lo que había dicho, cogió el malhadado aderezo, que aún estaba sobre su tocador, conforme le había dejado al quitársele la noche antes, y arrojándole en el suelo a los pies de la marquesa,

-¡Toma! -le dijo con ira y desprecio, mientras saltaba la alhaja hecha pedazos-, por si, creyéndola debida a tu adorador, es esa prenda la que te mueve a esgrimir contra mí el puñal de tu despecho... ¡Pero vete, y no encones más con tu presencia los recuerdos del tiempo que he estado concediéndote una amistad que no merecías!

La marquesa, que seguía siendo, más que una mujer, un autómata, miró a Isabel como una hiena, y echando espumarajos por la boca, y lágrimas de rabia por los ojos, salió como una exhalación.

-¡Esto es demasiado, Ramón! -exclamó Isabel al quedarse sola con éste, dejando correr de nuevo el llanto por sus mejillas.

-Y ¡qué has de hacerle ya, desdichada? -la dijo Ramón vivamente conmovido.

-¡Cómo! -replicó Isabel fuera de sí-. ¿Será posible que una mujer como yo no pueda demostrar su inocencia; que una mujer que no tiene que arrepentirse ni siquiera de un pensamiento indigno, haya de verse obligada a bajar su frente ante el mundo como una criminal? ¿Con qué justicia, Ramón?

-Con la de ese mismo mundo, Isabel, en que se confunden tan fácilmente las honradas con las perdidas.

-¡Es que yo desharé esas apariencias que hoy me condenan!

-No lo dudo; pero ¿cómo?

-No lo sé; pero necesito hacer algo con ese fin... Por de pronto, salir de aquí... ir a... ¿Me quieres acompañar, Ramón?

-Sin duda... Y ¿adónde vamos?

-¡Qué sé yo!

Y tiró del cordón de la campanilla. Presentóse un criado, y le mandó que pusiesen al momento un coche.

Mientras se vestía precipitadamente, recogía Ramón del suelo los pedazos dispersos del aderezo, y murmuraba al propio tiempo:

-¡He aquí un caudal despilfarrado, que, como todos los despilfarros y por castigo de Dios, no ha traído sobre el despilfarrador más que desventuras y tardíos arrepentimientos!