La mujer del César: 01

La mujer del César
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Capítulo I

de José María de Pereda

No se necesitaba ser un gran fisonomista para comprender, por la cara de un hombre que recorría a cortos pasos la calle de Carretas de Madrid, en una mañana de enero, que aquel hombre se aburría soberanamente; y bastaba reparar un instante en el corte atrasadillo de su vestido, chillón y desentonado, para conocer que el tal sujeto no solamente no era madrileño, pero ni siquiera provinciano de ciudad. Sin embargo, ni de su aire ni de su rostro podía deducirse que fuera un palurdo. Era alto, bien proporcionado y garboso, y se fijaba en personas y en objetos, no con el afán del aldeano que de todo se asombra, sino con la curiosidad del que encuentra lo que, en su concepto, es natural que se encuentre en el sitio que recorre, por más que le sea desconocido.

Praderas de terciopelo, bosques frondosos, arroyos y cascadas, rocas y flores, eran las galas de su país. Nada más natural que fuesen las grandes vidrieras y los caprichos de las artes suntuarias el especial ornamento de la capital de España, centro del lujo, de la galantería y de los grandes vicios de toda la nación.

Este personaje, que debía llevar ya largas horas vagando por las aceras que comenzaban a poblarse de gente, miraba con impaciencia su reloj de plata, bostezaba, requería los anchos extremos de la bufanda con que se abrigaba el cuello, y tan pronto retrocedía indeciso como avanzaba resuelto.

En una de éstas, bajó a la Puerta del Sol y comenzó a mirar en todas direcciones, como quien se halla en un país enteramente desconocido. Al cabo, preguntando a unos y consultando a otros, llegó a la calle del Príncipe y entró en un espacioso portal, cuya elegante escalera subió rápido. Llamó a la puerta del primer piso, y atravesando alfombrados corredores con la desenvoltura propia del que ni los envidia ni los necesita, llegó a un ancho salón cubierto de maravillas de lujo, y allí se detuvo, vacilante, unos momentos. El silencio que reinaba en la habitación y la escasa luz que penetraba por los pesados cortinajes, cortaron evidentemente sus bríos.

En tal situación de ánimo, se dejó caer en una butaca, junto a un velador sobrecargado de dijes y papeles.

Mientras manoseaba maquinalmente algunos de éstos, comenzó a recorrer la estancia con la vista, más avezada ya a la oscuridad que le envolvía...

Y aquí caigo yo en la cuenta de que voy dando a este mozo cierto aire siniestramente misterioso, que así cuadra a su carácter como a un santo una pistola, y de que esto me obliga a poner las cosas en su punto antes que las sospechas del lector lleguen adonde no deben de llegar.

Al efecto, con esa virtud maravillosa, inherente al novelista libre, voy a hacer que mi hombre piense recio; recurso precioso que ha engendrado el monólogo y el aparte en el teatro, merced a lo cual se entera del más recóndito pensamiento de un personaje el espectador más sordo, sin que de él se percaten sus más inmediatos interlocutores.

Y manoseando papeles el de la bufanda, cayéronsele dos al suelo; y cediendo a esa tentación que no es propia exclusivamente de las mujeres, sino también de los hombres cuando nadie los ve, después de recogerlos sobre la alfombra leyó en uno de ellos:

-...»Por un aderezo de oro y perlas... ea... tor... ce mil... «¡Qué barbaridad!

Y luego en el otro:

-...»Por dos cortes de vestido... siete mil cuatrocien... «¡Ave María Purísima!

(Esto ya lo dijo plegando las cuentas y dejándolas sobre el velador): -He aquí dos despilfarros que harían feliz a una familia pobre... ¡Desventurado Carlos! A este paso no te bastan las minas del Potosí.

Después volvió a pasear su vista por la habitación.

-Naturalmente -pensó-: a tal templo, tales vestiduras... ¡Y si fuera esto solo! -continuó, llevando sus meditaciones a otra parte-; ¡si fuera esto solo lo que me hormiguea en el alma! Pero anoche, aquellas horas de venir a casa, sola, peor que sola, con ese mequetrefe extraño... su intimidad con él; la indiferencia de ambos hacia el marido... la impasibilidad de éste... ¿Podrá llegar la moda a justificar tales hechos?... De todas maneras, Carlos no es tonto; yo no he tenido tiempo de hablar con él todavía... En fin, ello dirá -exclamó muy recio, levantándose y mirando su reloj-. ¡Canastos! -murmuró-; las diez y media ya, y nadie resuella en esta casa. Pues dígote que andarán bien servidos tus litigantes... Por vida de... ¡Carlos!... ¡Carlitos!... (Esto lo gritaba acercándose a una de las puertas inmediatas.)

Entonces, bajo las colgaduras que la asombraban, apareció, envuelto en perezosa bata, un hombre de regular estatura, de rostro bello, aunque muy pálido y ojeroso, coronado por una frente ancha y bien delineada, sobre la que caían, en elegante y natural desorden, algunos mechones de cabellos negros y lustrosos.

-¡Querido Ramón! -exclamó tendiendo los brazos al que le llamaba.

-¡Acabaras de levantarte, caramba! -dijo el llamado Ramón, correspondiendo con igual expresión de cariño.

-¡Cómo qué!... Si hace dos horas que estoy en mi despacho.

-Pero durmiendo.

-Alegando, si te parece.

-Que para el caso es igual; porque si tú no dormías, dormiría Isabel.

-Eso sí que no lo sé.

-¿Cómo que no lo sabes?

-Como que duerme ahí en frente, y a las horas que mejor le parecen.

-Y viva la autonomía, como ahora se dice. Pues, hombre, sábete que por respetos a ella no entré a sacarte de entre sábanas. Figúrate que me levanté a las siete, porque la cama nueva, aunque sea de blandas plumas, siempre se extraña, además de que yo soy, por hábito, madrugador; en seguida me eché a la calle, y he recorrido la mayor parte de las de la capital, y me he extraviado en la mitad de ellas; he visto cuanto puede verse de balde en Madrid, en tres horas de incesante movimiento; me he aburrido mucho; he vuelto a casa... y aquí me tienes -añadió Ramón, mirando con extraña curiosidad la cara de su interlocutor.

-¡Pobre montañesuco! -exclamó Carlos riendo-; ¿con que no te divierte Madrid por la mañana?

-Ni tampoco por la noche -respondió Ramón intencionalmente, buscando nuevos puntos de vista a la cara de Carlos.

-Ya se ve, como no se parece a nuestro pueblo...

-Por desgracia...

-Pero, ¿qué diablos miras con tanto empeño? -preguntó Carlos, chocándole la curiosidad de Ramón.

-¿Quieres hacerme el favor -replicó éste muy serio-, de abrir una de esas vidrieras que dan a la calle?

-¿Para qué?...

-Para que entre la luz... No me arreglo bien con las medias tintas.

Carlos complació a Ramón, y volvió a sentarse a su lado. Entonces éste, aprovechándose de la claridad que inundaba la sala, miró a su sabor la cara del primero, y no pudo reprimir un movimiento de sorpresa.

-Carlos -exclamó alarmado-, anoche, medio aturdido aún con el zarandeo del viaje, y a la luz artificial, no pude darme cuenta de tu fisonomía; pero ahora veo por ella... que no estás bueno...

-¡Ave María! -respondió Carlos esforzándose por sonreír-. Te ciega tu cariño de hermano.

-No, ¡vive Dios!... Y es que sin duda trabajas demasiado.

-Te aseguro que me sobra salud.

-Yo insisto en que te falta mucha de la que tenías. Mira, Carlos, que en la posición que ocupas, jamás te perdonaría, ni tampoco Dios, que te afanases por ahorrar algunos maravedís... Verdad es que gastas largo y tendido; pero tu mujer es rica.

-Y en tu concepto, ¿esa razón me excusa de trabajar?

-De matarte trabajando, sí... Y ¡qué diablo! en último caso, ¿no vales tú medio Madrid, cuanto más una millonaria?... Nada, chico, date vida de canónigo, ya que puedes, que de soltero bien sudaste el pan que comiste... Y cuenta que esto mismo respondí a nuestro tío Pablo no ha muchos días, cuando me dijo: «Desengáñate, Ramón, Carlos hizo la gran jugada del siglo.»

-¡Eso dijo! -repuso Carlos con gesto de mal reprimido disgusto-. ¡Cuántos, Ramón, dirán aquí otro tanto al verme pasar! ¡Y te extraña que trabaje como si lo necesitara para comer!

-Luego trabajas mucho.

-Trabajo mucho, sí... ¿A qué negártelo? -contestó Carlos con decisión-. Trabajo -continuó con aire de lícito orgullo-, cuanto necesito para sostener mi casa a la altura en que la ves.

-¿Y también los gastos de tu mujer salen de ese trabajo? -preguntó Ramón, quizá recordando las dos consabidas cuentas.

-También -respondió Carlos-, y en ello fundo mi mayor satisfacción.

-¡Alma de Dios!... Tú te estás matando... Y ¿por qué?... ¡Voto al!... No, señor, eso no es justo... ni siquiera decente. Tú, tan honrado, tan caballero, trabajando diez años hasta adquirir un nombre que es hoy la gloria del Foro español, ¿no has de tener derecho para descansar al amparo de ese mismo dinero que has ganado, y de lo que, por ser de tu mujer, es tuyo legítimamente?

-No conoces, Ramón, la villana condición de las gentes, ni sabes hasta qué punto soy yo aprensivo -repuso Carlos con cierta amargura-. Además -añadió con repugnancia-, el diablo no sosiega; y si un día, entregado yo a la holganza, imbuyera en Isabel esa idea...

-¡Cómo!

-¡Oh! yo nada sospecho -se apresuró a decir éste-; al contrario, Isabel es la bondad misma; pero quiero ponerme en todos los casos y vivir prevenido. Además, el trabajo me es indispensable... la ociosidad me enerva.

-¿Y sabe ella todo eso?

-Si lo supiera no lo consentiría... ¡Pero de todo te pasmas, hombre! -añadió Carlos, fingiendo una admiración que estaba muy lejos de sentir.

-No es extraño -dijo con sorna Ramón-. Soy nuevo en Madrid y vengo de nuestra aldea... Por eso, si mis preguntas te ofenden, perdona mi franqueza ruda, pero leal, y me callo como un muerto.

-¿También sensible? -se apresuró a decir Carlos en el tono más afable que pudo, creyendo haber ofendido la cariñosa sinceridad de su hermano-. ¿De cuándo acá necesitas tú mi autorización para sondearme la conciencia?

-Pues entonces, prosigo -dijo Ramón con la mayor formalidad-. ¿Quién administra los bienes de Isabel?

-¿Quién ha de administrarlos sino yo?

-Claro; y ella creerá que todas sus rentas se consumen.

-Jamás trató de averiguarlo.

-¿Y en qué las empleas?

-En cuanto puede dar un producto fijo y seguro.

-Ahorrar para el diablo.

-No tal.

-¡Más claro!...

-¿Quién te dice que mañana?...

-Por ejemplo, un heredero...

-¿Y por qué no? Verás entonces cómo las circunstancias varían.

-En fin, quédese este punto para mejor ocasión, y pasemos a otro. ¿Eres feliz?

-¡Qué pregunta!... Sí lo soy...

-¿No te aturde el ruido del gran mundo?

-No le oigo desde aquí.

-Es verdad. Pues a tu mujer la embriaga.

-Como que es su elemento.

-Y esa divergencia de gustos ¿no te desazona siquiera?

-Como ella vive con el suyo y yo con el mío...

-¡Extraña conformidad! Pero ¿no sería preferible que tu mujer se amoldase a tus costumbres?

-Y ¿por qué no he de amoldarme yo a las suyas?

-Porque no es eso lo que Dios manda, sino lo otro.

-Según y conforme. En el presente caso, se trata de una mujer joven, hermosa, nacida, como quien dice, en el gran mundo, unida a un pobre segundón de la Montaña, abogado sin porvenir...

-No hoy ¡vive Dios! que lo que más te sobra es la buena fama.

-Gracias al apoyo que me prestó aquel hombre generoso...

-Poco a poco, y vamos a ajustar bien esa cuenta. El padre de Isabel, parte de cuya reputación, en sus últimos años, se la dio la inteligencia, el talento... sí, señor, el talento de su joven pasante, tuvo al morir el deseo, más que el deseo, el empeño de que Isabel, su hija y única heredera de su inmensa fortuna, se casara contigo.

-Por lo mismo -dijo Carlos, con menos entereza de la que aparentaba-, Isabel es para mí una prenda sagrada, un santo recuerdo de tan noble protector. Además, entre Isabel y yo no existía una pasión, ni mucho menos: yo acepté su mano con más reconocimiento que amor, y ella la mía sin repugnancia, hasta de buena gana; pero nada más.

-¿Y qué quieres decirme con eso? -repuso con vehemencia Ramón-; ¿que no tienes derecho alguno sobre tu propia mujer? ¿Que no es su honra la tuya?

-Líbreme Dios de pensarlo -respondió Carlos visiblemente contrariado con el rumbo que tomaba el interrogatorio-. Pero Isabel es buena, es honrada, me profesa hoy un cariño arraigadísimo; tengo, en fin, completa confianza en su virtud, y no puedo, no debo separarla de ese elemento en que se ha educado, y por lo cual no la daña.

-¿Y si la dañara?

-¡Ramón!

-Antes me has dicho que quieres vivir prevenido.

-Es cierto; pero hay asuntos de tal delicadeza...

-Corriente: respetemos esos asuntos frágiles; pero dime en conciencia, ¿no es verdad que viviendo ambos en perfecto acuerdo, con respecto a gustos y a costumbres, seríais mucho más felices?

-¡Quién lo duda?

-Pues tratad de vivir así.

-Es peligroso el intentarlo, porque para ajustarse al gusto del uno, tiene que violentarse el otro... Además que, como te he dicho, cabe también la felicidad en nuestro actual sistema de vida.

-Lo creo; pero no lo comprendo.

-Porque para juzgar ciertas cosas hay que mirarlas desde la altura conveniente. Desengáñate, Ramón: la vida que tú haces en el pueblo no es la más a propósito para comprender la del gran mundo.

-Podrá ser -replicó Ramón con fingida sinceridad-, que ciertas cosas de por acá no sean en el fondo lo que nos parecen a los rústicos de por allá, y entonces tú estás en lo cierto; pero yo creía que las razones de sentido común tenían la misma fuerza en todas partes.

Evidentemente molestaba mucho a Carlos esta conversación, en la cual cerraba siempre el paso a sus evasivas el buen sentido de su hermano. Así, pues, resuelto a cortarla a todo trance, púsose de pie, y, fingiendo echar a broma el asunto, dijo a Ramón alegremente:

-Ayer viniste a Madrid por primera vez en tu vida, y aún te encuentras desorientado. Deja que lleves algún tiempo más a mi lado, y entonces, con las necesarias luces, aclararemos éste y otros puntos análogos que tan oscuros te parecen hoy. Entre tanto, vamos a dar una vuelta antes de almorzar.

-¡Cómo una vuelta! -dijo Ramón, a quien le dolían las piernas de recorrer las calles.

-Salgo todos los días a estas horas un rato. Tú estás cumplido conmigo, y puedes quedarte en casa si no quieres acompañarme.

-¡Pues no faltaba más! ¿He venido yo a Madrid para eso?

-Entonces aguárdame un instante mientras me visto.

Y con tal objeto, Carlos entró en su habitación.

No le quedaba a Ramón la menor duda, por el interrogatorio a que acababa de someter a su hermano, de que éste y su mujer eran diametralmente opuestos en gustos e inclinaciones; es decir, que se hallaban, según su criterio, de patitas en el sendero por el cual llegan más pronto los matrimonios a tirarse los trastos a la cabeza.

Ramón amaba hasta con delirio a su hermano, y se comprende. Eran, los dos, únicos hijos de un honrado mayorazgo montañés que había muerto con la pena de no dejar una fortuna a cada uno. Ramón, el mayor de los huérfanos, era el más fuerte y más apegado a las cosas del país. Carlos tenía otras inclinaciones y otro tipo: era más idealista y más fino. Como la escasa herencia no bastaba para sostener a los dos hermanos en una posición enteramente desahogada, haciendo el mayor, muy gustoso, un sacrificio, pasó Carlos a Madrid a estudiar una carrera, eligiendo la de abogado, por prestarse mejor a las tendencias de su carácter. Los triunfos obtenidos durante sus estudios recompensaron cumplidamente las privaciones a que Ramón se sometía gustoso en su aldea con objeto de que Carlos viviese con algún desahogo en Madrid. Concluida su carrera, y merced a la brillante fama que dejaba en la universidad, tuvo la fortuna de que le llevara a su lado una celebridad forense que contaba en su avanzada edad casi tantos millones como triunfos ruidosos. Lo demás lo sabe ya el lector. Cuando Ramón tuvo noticia del proyectado enlace de su hermano, poco después de morir su protector, creyó volverse loco de alegría. Sin embargo, no tuvo valor para acceder a las reiteradas instancias de aquél asistiendo a sus bodas. El ruido que barruntaba en ellas no se avenía bien con la patriarcal sencillez de sus costumbres. Prefirió visitar a Carlos más adelante, y así lo hizo, pero tardando año y medio en cumplir su palabra. Llegó a Madrid a las altas horas de la noche, y encontró a su hermano muy atareado en su despacho. Isabel se hallaba en un baile, y cuando vino a casa la acompañaba un joven, extraño a la familia, muy elegante, muy afectuoso con ella, y muy ceremonioso con su marido, que no parecía ni fijarse siquiera en semejante circunstancia. A él le escoció tanto, que le hizo soñar después algunos desatinos; y soñó despierto mucho más, cuando hubo sondeado el espíritu de su hermano en la forma que conocemos. La impasibilidad del rostro de Carlos al recibir a su mujer la noche anterior, ¿era hija de una confianza absoluta, o de una resignación estoica? Lo primero le parecía muy expuesto; lo segundo muy indigno, y ambas hipótesis inadmisibles en un hombre de buen sentido. De todas maneras, lo que estaba presenciando en casa de su hermano no era ni lo que éste merecía, ni lo que él se había imaginado. Por todo lo cual, y después de meditar un rato.

-Se me antoja -pensó-, que mi viaje a Madrid me ha de dar algo que hacer.

En esto Carlos, en traje de calle, apareció a la puerta de su habitación, precisamente al mismo tiempo que entraba Isabel en la sala por la puerta de enfrente.

Todo el adorno de su persona consistía en un blanco sencillo peinador que la envolvía el talle, y el cabello prendido con el más natural abandono. Sin embargo, estaba hermosa en la acepción más legítima de la palabra. La hermosura de Isabel era verdaderamente clásica, hasta el punto de que, por la severidad y corrección de sus formas y proporciones, parecía un mármol griego. Era ligeramente rubia, con ojos que no eran enteramente negros; ojos que, por la firmeza y tranquilidad con que miraban, jamás revelaban el verdadero temple del alma que a ellos se asomaba. Tras una fisonomía como aquélla, lo mismo podía albergarse el fuego de todas las pasiones, que el hielo de todas las indiferencias: todo parecía caber en aquel busto majestuoso, menos la pueril veleidad de femenil coquetería. Y así era, en efecto. Isabel, que había nacido para no ser una mujer vulgar, era por naturaleza refractaria a esas mil frivolidades que forman el encanto de los salones para la inmensa mayoría del bello sexo. Educada en el gran mundo casi desde niña, le amaba porque no conocía otra cosa mejor, y tomaba de él lo que más se adaptaba a su carácter: la ostentación, pero sencilla y sin el menor alarde. Con ese recurso, a faltas de un titulo nobiliario, y sin más ejecutoria que su belleza y su elegancia, había conquistado el primer puesto en cuantos salones frecuentaba, que eran cabalmente los más aristocráticos de Madrid. Que tuvo aduladores y apasionados, aun después de casada no hay para qué decirlo. Mas como ninguno de ellos logró siquiera hacerla meditar un solo instante, no se cuidó de observar el efecto que en ellos causaban sus desdenes. Tomaba del mundo lo bueno con lo malo; y lo malo era, en su concepto, entre otras plagas, la de esos hombres tenazmente conquistadores. Juzgábalos, en fin, como una molestia necesaria, pero no temible: deshacíase de ellos como de las moscas en verano, y nada más. -Bueno es que consten estos ligeros apuntes en honra y gloria de Isabel.- Pero ésta era mujer al cabo, y como tal, o mejor dicho, como de la falsa madera humana, no podía menos de ser débil por alguna veta; y la veta de Isabel era la ostentación, que ya hemos dicho que constituía el único o el mayor atractivo que parecía ofrecerle el gran mundo: por lo tanto, esta mujer, que no se curaba jamás de los admiradores que pudieran quemar incienso en los altares de otras bellezas; que veía impasible y desdeñosa pasar a su lado intrigas amorosas, rencillas de etiqueta y otras menudencias análogas, no podía prescindir de echar una mirada de curiosidad al talle, al cabello o al vestido de la más apuesta dama que se permitiera la osadía de aspirar a igualarse con ella en lujo, o en novedad siquiera, ya que no en elegancia. Yo les aseguro a ustedes que, aunque ella jamás provocaba la lucha, una derrota en este terreno, si no la desesperaba ni la desconcertaba, porque al cabo tenía talento, cuando menos la hacía meditar mucho. Es preciso que conste bien esta otra circunstancia porque no se juzgue como impropio de su carácter algo que más tarde pueda ocurrir a nuestra heroína. Por de pronto, es segurísimo que, sin una preocupación por el estilo, no hubiera madrugado tanto como madrugó en la ocasión en que acabamos de verla aparecer a la puerta de su gabinete; madrugada que llenó de asombro a su marido, porque no acostumbraba a verla levantada hasta la hora de almorzar.

-Os he sentido hablar aquí -dijo Isabel respondiendo al saludo de Ramón y a la exclamación de sorpresa de Carlos-, y he salido a saludaros. Y usted -añadió dirigiéndose a Ramón con deliciosa afabilidad-, ¿no ha extrañado la cama?

-¡Extrañar!... -respondió Ramón, verdaderamente encantado ante los atractivos de su cuñada-. Con salud, conciencia tranquila y larga jornada, duermo yo sobre un pedernal, cuanto más sobre mullidos colchones.

-Y tú, Carlos, ¿cómo estás?

-¿Yo?... perfectísimamente -respondió éste esforzándose por sonreír.

-Protesto -interrumpió Ramón, dispuesto a aprovechar aquella coyuntura que se le ofrecía para entrar en materia.

-¿Cómo es eso? -dijo Isabel sorprendida.

-Ha de saber usted, Isabel -continuó su cuñado...

-Poco a poco -interrumpió Carlos a su vez, con notoria intención de cambiar de asunto-, ese usted no pasa delante de mí. ¿No sois hermanos? Pues tú por tú como Dios manda.

-Aceptado desde luego -dijo Isabel alegremente.

-¿Sí? -añadió Ramón, haciendo una pirueta-; pues a llano no me echa nadie la pata. Y en prueba de ello prosigo diciendo que te decía, Isabel, que Carlos...

-Que no decías nada, o que no sabías lo que decías -interrumpió precipitadamente Carlos-, porque nos vamos en seguida. Repara que Isabel aún no se ha vestido, que es ya muy tarde y que, si hemos de almorzar hoy después de pasear, no tenemos tiempo que perder.

-Te veo -pensó Ramón.

-¿Ibais a salir, quizá? -preguntó Isabel.

-Estábamos ya en marcha, como quien dice -respondió Carlos, empujando a Ramón hacia la puerta.

-Pues andad, que luego hablaremos... digo, si no es tan grave el asunto que no admita dilación -repuso Isabel, mirando con sonrisa burlona a su cuñado.

-¡Bah! gravísimo -dijo Carlos.

-¿Crees que no? -le contestó Ramón muy serio.

Carlos soltó una carcajada.

-Corriente, hombre -dijo Ramón encogiéndose de hombros y apretando el nudo de su bufanda-. Pues en el cuerpo no se me ha de pudrir -añadió por lo bajo. Y continuó en alta voz-: Conque, en marcha; pero quedamos Isabel y yo, en que...