La mujer del César: 03

La mujer del César
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Capítulo III​
 de José María de Pereda

Antes de pasar más adelante, van a saber ustedes quién es ese dichoso vizconde tan traído y tan llevado.

Tenía apenas veinticinco años cuando murió su padre, dejándole una renta de cincuenta mil duros. Era hermoso, cuanto puede serlo el maniquí de un sastre parisiense, y había recibido la más acabada educación en los mejores picaderos, garitos y otros puntos culminantes de Madrid: en todas partes, menos en la universidad.

Así, pues, conocía en literatura el género flamenco, y en historia el reinado de don Juan Segundo, el famoso picador de caballos.

Por ende, tuteaba a Cúchares, se hombreaba con Leotard, y conocía a los artistas del hipódromo con todos sus pelos y señales.

Aunque de la pata del Cid, don Francisco Pérez de Vargas, Guzmán, Machuca, Moncada, etc., etc., y por contera vizconde del Cierzo, en la necesidad de elevarse a la región social que sus instintos apetecían, desprendióse de buen grado, como de otros tantos estorbos, de sus apellidos linajudos, y quedóse Francisco Pérez a secas. Pero, en su afán de popularidad, parecióle esto todavía poco gráfico. Faltábale al nombre cierto aderezo indispensable a un personaje de su posición y de sus aficiones. Felizmente, un banderillero resolvió la dificultad, llamándole una noche, en el Suizo, Frasco Pérez. Desde aquel instante quedó aceptado el nombre como mote de guerra, y comenzó a volar su fama por todos los rincones de Madrid y un poco más afuera.

Su prurito era la originalidad, y ésta la ostentaba, en calles y paseos, en sus trajes, en sus trenes, y hasta en el dije más insignificante que llevara sobre su persona. Los sastres se le disputaban para vestirle, los zapateros para calzarle y las fábricas de coches para construírselos ajustados a su fantasía. Impuesto de este modo su gusto a los artistas, quienes de éstos se valían, por necesidad, no tuvieron más remedio que pagar algún tributo a las originalidades de Frasco Pérez.

Alardeaba de rumboso, y lo era; y para correr la fama de sus proezas de este género, contaba con un estado mayor de admiradores que, por afecto a su persona, y no por lo que se les pegaba, comían con él, asistían a su palco en los teatros, montaban sus caballos, paseaban en sus carruajes, y hasta se ponían sus abrigos.

Contábanse de él mil originalidades. Ya, que daba la puntilla a los caballos, o que pegaba fuego a los carruajes que había regalado a sus queridas desechadas; ya, que hacía forrar de terciopelo y oro las paredes de la cuadra de su jaca favorita; ya, que regalaba una fortuna en pedrería a una bailarina en la noche de su beneficio; ya, que enviaba a planchar las camisolas a París, después de haberlas lavado en Andalucía... En fin, todo se contaba de él menos que hubiese dado jamás unos calzones viejos a un pobre. Eran, pues, sus gastos reproductivos, si no en dinero, en fama, que era lo que él buscaba; ambición tan legítima como cualquiera otra.

Pero esta fama no paraba en Madrid. Cándidos forasteros seguían de lejos la marcha triunfal de Frasco Pérez, y al tornar a sus hogares se creían muy honrados si llevaban una levita que se diera un aire a las que gastaba el famoso madrileño. Y de él le hablaban a usted en todas partes, y referían sus hazañas más ruidosas, y, aumentando el entusiasmo con la distancia, casi le ponían en la categoría de los grandes hombres de la época. De este modo, Frasco Pérez era tan popular en las capitales de provincia como en la de España; hasta el punto de que, provincianos que llegaban primerizos a Madrid, preguntaban dónde podrían conocer a Frasco Pérez, antes que por posada en que albergarse.

Cuando ya nada le quedó que ambicionar en punto a gloria, y cuando su caudal había sufrido no pequeña merma, acordóse de que existía otro campo en que espigar, en el cual podrían darle fácil entrada la fama de sus prodigalidades y su olvidado titulo nobiliario.

Así fue que, sin largas meditaciones, dejó la elegancia cursi con que tanto había brillado, los gabanes a media nalga, los tacones hiperbólicos, las corbatas de fantasía, los carruajes vaporosos, los lacayos macarenos, etc., etc., y se dio al boato serio: al saco de anchos vuelos, al severo frac, a la nívea corbata, al cochero asturiano de maciza pantorrilla, y a la grave carretela; olvidó las bailarinas por las marquesas, y se introdujo resueltamente en los salones del gran mundo, que se creyeron muy honrados al dar albergue a aquella oveja descarriada hasta entonces entre las escabrosidades y malezas de la vida airada.

Comenzaba a favorecerle también la fortuna en sus nuevas empresas, cuando se encontró con Isabel, y no tardó en conocer la diferencia que había entre este carácter y los que hasta entonces había tratado en la «buena sociedad». Parecióle su conquista, ya que no imposible, muy difícil, y trató de acometerla con los recursos de la estrategia más acreditada. Al efecto, estudió el terreno y estableció su principal batería en el de la marquesa del Azulejo, de facilísimo acceso, desde donde podía hostilizar a su gusto el objeto de sus afanes. Así se explica su familiaridad con Isabel, familiaridad que tanto había chocado a Ramón. Era el íntimo amigo y acompañante de la marquesa, y ésta no se separaba jamás de Isabel. Conocía perfectamente las horas a que estaban en casa y fuera de ella los distintos individuos de ambas familias, y sabía sacar gran partido de esta circunstancia.

Dígalo si no su falta de asistencia a la cita que le dio el marqués, según acabamos de oír a éste. Lejos de acudir a ella, observó desde sitio conveniente la salida de las personas que hemos visto despedirse de Isabel; subió a casa de la marquesa cuando estaba seguro de no hallarla en ella; bajó a la de su amiga, donde se coló como hemos dicho, y fingiendo sorprenderse mucho al encontrarla sola.

-Mil perdones -dijo: me acaban de asegurar arriba que hallaría aquí al marqués, y me he permitido...

-El marqués -respondió Isabel con la mayor sequedad-, ha salido ya de aquí y le espera a usted.

-Efectivamente -repuso el vizconde, deseando entrar en conversación-: el marqués me necesitaba hoy...

-Como de costumbre.

-¡Tan temprano y tan satírica!

-No hay tal: él mismo acaba de confesármelo. Parece que le es usted indispensable, sobre todo en la elección de caballos para los carruajes de la marquesa.

-Cierto es que ha dado en el capricho de comprar ciertas cosas a mi gusto; y, consecuente en este propósito, me citó para esta mañana, en su casa, a las diez y media; pero he venido algo más tarde y me he encontrado sin él.

-¡Contrariedad lamentable!

-No para mí, pues me proporciona el placer de ver a usted una vez más.

-Es usted incorregible.

-Y usted implacable.

-Soy buena amiga de usted, y quiero ahorrarle un trabajo inútil.

-Es usted muy compasiva -replicó con despecho el apasionado joven-. Lástima que no pueda yo corresponder con toda mi gratitud...

-¿Por qué no?

-Porque no es la compasión la recompensa que merece la pasión que usted me inspira.

-Vuelve usted a olvidar que habla conmigo -dijo Isabel con glacial desdén.

-Y ¿qué haría yo -exclamó el vizconde con creciente entusiasmo-, para demostrar a usted todo lo grande, todo lo profundo del afecto que la consagro?

-Ocultarle donde yo no le vea.

-¿Le teme usted acaso?

Isabel miró al títere con la sonrisa más despreciativa.

-No, me repugna -contestó en seguida.

-¡Virtud sublime! -exclamó con cierto tono de ironía.

-Mujer honrada, y nada más -contestó Isabel con firme acento.

-¡Oh, yo te humillaré- se atrevió a pensar el mentecato.

-Me permitirá usted recordarle -añadió Isabel cambiando de tono y dando un paso hacia la puerta de su gabinete -que le espera el marqués.

-En efecto -respondió el vizconde rebosando de despecho-: lo había olvidado ya... Así, pues... hasta la noche -continuó sin moverse del sitio en que se hallaba.

-¡Cómo!

-Porque supongo que no faltará usted a la reunión de la Rocaverde.

-Es probable, en efecto, que asista a ella.

-Tengo noticias -continuó el impávido en su afán de prolongar la visita- de que se hacen esfuerzos heroicos para que la fiesta exceda en brillo a cuantas la han precedido y puedan sucederla.

-Recursos no faltan a esa señora si quiere utilizarlos -dijo Isabel por decir algo.

-Sin embargo -replicó el otro, deseando dar interés a la conversación-, de los que destina a su propia persona, puede faltarle uno.

-¿Pues cómo?

-Anda por medio cierto aderezo...

-¿Eh? -interrumpió Isabel picada de su demonio tentador.

-Un aderezo -continuó el vizconde más animado-. Un aderezo que...

Y se detuvo de repente, como si temiera decir algo más de lo que convenía.

Pero esta reserva excitó más la curiosidad de Isabel, que había comenzado a acariciar una esperanza.

-Veo -dijo con intención de obligar más al vizconde-, que ese aderezo encierra algún misterio, y me arrepiento de haber intentado descubrirle.

-¡Qué diablo! -exclamó el vizconde como si venciera un escrúpulo-. ¿Por qué no lo ha de saber usted? Se trata de un aderezo que vale algo más de lo conveniente para esa señora.

-¿Tan económica se ha vuelto? -preguntó Isabel con aire de la más inocente sencillez.

-O tan necesitada. Vale la joya dos mil duros.

-¿Y cuánto da por ella?

-Treinta mil reales.

-¡Diferencia harto mezquina!

-Sin embargo, se disputa hace un mes.

-No lo comprendo.

-El joyero no vende más que al contado a ciertos parroquianos.

-¿Y qué?

-Que la Rocaverde, por más que exprime y combina, nunca saca más que treinta mil reales.

-Pero tendrá crédito.

-Hasta cierto punto -dijo con sonrisa burlona el vizconde.

-¿Y tanto empeño muestra por la joya esa señora?

-Júzguelo usted: ha cometido la ligereza de enseñársela en el escaparate a algunas de sus amigas, como cosa ya de su pertenencia y comprada exclusivamente para estrenarla esta noche.

Isabel no podía ocultar su gozo porque la fortuna se mostraba con ella más que propicia. Se le venía a la mano la ocasión más oportuna que podía desear para satisfacer su mayor anhelo.

-¿De manera -insistió con ansiedad- que todavía no es suyo ese aderezo?

-Ni mucho menos -respondió el vizconde sin acabar de comprender el interés que Isabel iba mostrando en el asunto.

-¿Y cree usted que llegará a serio? -volvió a preguntar.

-Si yo no quiero, no.

-¡Cómo así! -dijo Isabel visiblemente disgustada con tal respuesta.

-Muy sencillo -replicó el vizconde perfectamente en su terreno ya-. He presenciado alguna de las infinitas luchas que han tenido el joyero (que precisamente es el de usted) y la compradora; y como conozco la dificultad material en que ésta se halla de vencer el obstáculo y la debo no pocas atenciones, he querido proporcionarla hoy un buen rato. Al efecto, he dicho al joyero: «envíe usted el aderezo a esa señora, diciéndola que acepta su oferta; y yo le respondo a usted de la diferencia, y aun del valor total si es necesario.» De manera que a la hora presente esa joya es mía más que de la Rocaverde.

-¿Aunque yo se la pida al joyero?

-Aunque usted se la pida; porque precisamente para prevenirme contra toda eventualidad, le dije que puesto que el aderezo quedaba por mi cuenta, no dispusiera de él sin mi permiso verbal o escrito.

Isabel se quedó pensativa, sin poder disimular el disgusto que esta contrariedad le acusaba. El vizconde, por el contrario, veía en el afán de aquélla algo que le ofrecía una ocasión de serla necesario, y lo tomó en cuenta.

-Hablemos claros, Isabel -dijo sin preámbulos-. ¿Usted desea adquirir ese aderezo?

-Sí -respondió Isabel sin escuchar más que a su capricho-, y a todo trance.

-Pues de usted será.

-¿Cómo?

-Haciendo que se le entreguen a usted.

-¿Y qué dirá esa señora?

-Ya inventaremos una disculpilla.

-Entonces envío por él...

-¿Olvida usted que es indispensable que yo mismo dé la orden?

Isabel no pudo disimular un gesto de desagrado.

-¿Y por qué ese reparo? -dijo el vizconde tratando de vencerle para el mejor éxito del plan que se proponía-.Yo tengo que pasar ahora por la joyería necesariamente. Nada más sencillo que decirle al joyero que envíe el aderezo a su casa de usted en lugar de enviarle a la de esa otra señora. Él se alegrará mucho del cambio... y a mí me saldrá más barato el servicio -añadió sonriendo maliciosamente el galante personaje.

Isabel vio cumplido su afán de tanto tiempo y no reflexionó más.

-Pues bien -dijo resuelta-; acepto ese favor, y prometo en pago de él explicar a usted esta noche la causa de este capricho.

-Y yo voy a dar el recado inmediatamente.

-Hasta la noche... y gracias -dijo Isabel con amable sonrisa.

-Iré a recogerlas -respondió el vizconde despidiéndose y saboreando el placer que sentía al considerar el arma que en sus manos colocaba Isabel.

-He aquí -pensaba ésta entre tanto-, cómo hasta del hombre más molesto y antipático puede sacarse un gran partido... ¡Oh! ¡no digo dos mil duros, diez años de mi vida me hubieran parecido hoy poco para comprar una ocasión como la que se me presenta de humillar la tonta vanidad de esa mujer!