La mujer del César: 07
La condesa viuda de Rocaverde luchaba ya, con la desesperación del vencido, contra los rigores del tiempo, y en vano reparaba con artificios de tocador las brechas que a cada momento abría en su cara el implacable enemigo. Verdadero monumento en ruinas, quedábale tal cual vestigio de su pasada hermosura, que celebraban los solterones, sus contemporáneos, y estudiaban los jóvenes aficionados a la humana arqueología.
El conde de Rocaverde fue muy rico; y aunque no tan pródigo como su mujer, cuando a los pocos años de casado murió... «por no enfadarse» como decía la fama, no dejó al mundo más que una triste memoria de su carácter, algunas deudas de consideración y sus salones muy acreditados entre los más famosos de la buena sociedad madrileña.
Pasó algún tiempo, y cuando la gente de pro esperaba ver a la viuda pidiendo una plaza en un asilo de caridad, desechando rumores de mal género, a propósito de no sé qué banquero, hete aquí que se la ve reaparecer en el gran mundo, más rumbosa, más elegante y más cortesana que nunca.
La maledicencia es como el hambre: dándole lo que le gusta, se calla... por de pronto. Y tal sucedió con la de Rocaverde. Entretuvo agradablemente y con inusitada frecuencia en sus salones a la gente del buen tono, y ya cesó ésta de ocuparse en averiguar de dónde salían aquellas misas, dado que la sacristía la había dejado a secas el difunto.
¡Y qué período aquél de fiestas a las que concurría todo lo más selecto y granado de la aristocracia, de la banca, de la prensa y de las artes!
Allí se hacía música; allí se declamaba, poniéndose en escena a veces, en un teatrito al caso, por las jóvenes más pudorosas y los hombres más formales, lo más aplaudido del repertorio contemporáneo... francés, por supuesto; y allí, finalmente, se celebraban esos bailes pintorescos que tanto dieron que hacer a los sastres, a las modistas y al sentido común, en la confección de trajes alegóricos: trajes de crepúsculo, trajes de tempestad, trajes de luna, trajes de ira, trajes de compasión... trajes de todo lo imaginable, pues la gracia estaba en representar una estación del año, o una hora del día, o una efeméride, o una pasión, o una virtud, o una enfermedad, o el Mississipi, o el cable submarino, de cuatro tijeretadas sobre algunas varas de tul o de satén, entretenimiento que tomaban y suelen tomar por lo serio nuestros hombres de Estado y nuestra prensa grave.
Pasaron así algunos años, al cabo de los cuales se fue observando que el tiempo hacía los mismos estragos en la cara de la condesa que en sus salones; es decir, que éstos dejaban de revestirse con el lujo y la frecuencia de costumbre, a medida que aquélla se marchitaba.
Poco a poco fueron disminuyendo en número las fiestas, y llegó un día en que dejaron éstas de ser periódicas, y se convirtieron en extraordinarias, en casos raros.
En este período fue cuando la de Rocaverde, como si quisiera reconcentrar las débiles fuerzas de sus recursos agonizantes, según la fama, para consagrarlas a un solo objeto de más fácil logro, se dedicó, con la saña propia de una beldad en ruinas, a quemar fuera de su casa los últimos fuegos de su esplendor. Por eso la hemos visto, según Isabel y la marquesa, luchando con la elegancia de la primera, y conquistando el supuesto amante de la segunda; brillo y adoraciones que el tiempo la iba negando.
A esta misma época pertenece la reunión a que vamos a asistir como espectadores el lector y yo; fiesta trabajosa, como preparada con las rebañaduras de la antigua abundancia, y decidida entre angustias de bolsillo y exigencias de acreedor.
No por eso ofrecía su casa aquella noche triste aspecto: había rodado por ella demasiado la abundancia para que no quedara en días de apuro algo con que cubrir las apariencias.
En cuanto a la concurrencia, se componía, como siempre, de lo mejor de la «buena sociedad» madrileña.
Allí estaba la encanijada solterona aristocrática, verdadera gaviota imponderable, envuelta en muelle plumaje de céfiros y encajes; la robusta matrona de plateados rizos y sonora voz, égida, guía y maestra de su pimpollo, aspirante a cortesana, fresca y delicada criatura que, viendo del revés sus conveniencias, buscaba aquel agosto sofocante para desarrollar sus abriles risueños; las del jubilado funcionario X***, de quienes se contaba que, puestas por su padre en la alternativa de comer patatas y vestir con lujo, o comer de firme y vestir indiana, optaron sin vacilar por lo primero; la rolliza codiciada heredera de un banquero de nota, buscando con ojos de diamantes una ejecutoria de primera clase para ennoblecer las peluconas de su padre; la sublime viuda, de rostro dolorido, que entretenía allí sus penas mientras labraba en un claustro retirada celda para enterrarse en vida; la dama esplendorosa y rozagante que movía un huracán con sus vestidos y muchas tempestades con sus coqueterías; la inofensiva esclava del buen tono, que se exhibía así por cumplir un deber de «su posición»; la pudorosa beldad que recitaba arias de Norma y cantaba monólogos de Racine...
Pululando, culebreando, plegándose como mimbres o irguiéndose como alcornoques (no siempre han de ser palmeras los términos de comparación), veíase al «distinguido» pollo, osado, enjuto y con el emblema de su linaje hasta en los faldones de la camisa; al joven sentimental que cantaba de tenor, y aguardando a que se lo suplicasen, lanzaba miradas de agonía a las mujeres sensibles; al «hombre de mundo» que cifra sus glorias en herborizar en la mies del vecino mientras abandona la propia a la rapacidad de otros botánicos; al ferviente demócrata, cuya sátira implacable era en cafés y en periódicos el azote de las clases de levita; pero que solía reconciliarse algunas veces con el frac y los guantes blancos, cuando le invitaban a codearse con la aristocracia, y, sobre todo, a cenar con ella; y por último, cruzando los salones, o retorciéndose el mostacho enfrente de cada espejo, o adoptando posturas académicas en cada esquina, al hombre parco en saludar, de ancho tórax y pescuezo corto, de buenas carnes y soberbia estampa, que no hablaba a nadie, pero que parecía decir a todo el mundo: «caballeros, esto es lo que se llama un buen mozo»; hombres felices si los hay, que al volver a casa esperan siempre oír llamar a su puerta al discreto lacayo que les trae perfumado billete en que la marquesa, su señora, les pide una cita y su amor.
Al paño, es decir, medio oculto entre los de una portiére, el literato viejo, aplaudido autor dramático que buscaba en aquel cuadro modelos para sus caracteres, o que gustaba de que creyesen los demás que eso es lo que hacía; el anciano papá que devoraba un bostezo, mientras sus hijas devoraban más afuera con los ojos otros tantos acomodos de ventaja; el recién presentado, joven de pocas malicias y menos resolución, que ardía en deseos de lanzarse a aquel mundo en que recreaba su vista, y no se atrevía, porque no conocía a nadie ni confiaba gran cosa en su travesura.
Más atrás, el hombre de Estado departiendo sobre la última sesión de Cortes o preparando una combinación ministerial; el flamante gobernador de provincia, que le escuchaba a respetuosa distancia porque le debía el destino... y quizás el frac novísimo que vestía, y que concurría allí, según él, para dar un adiós al mundo de los placeres; según otros, a tomar aires de importancia y un poco de escuela que implantar en los salones del alcázar de su imperio.
Hojeando los álbums en los gabinetes, o chupando los puros de la casa en las salas de fumar, el hombre de negocios, el rico banquero, el general encanecido en cien pronunciamientos, digo batallas, el periodista de nota, etc., etc., etc.
Y sobre todos estos grupos, por encima de tanto personaje, dominándolo todo, el tipo por excelencia, el hombre indispensable, la verdadera necesidad del personaje del presente siglo en las altas regiones de la moda: Lucas Gómez. Por eso su entrada en el salón era una entrada triunfal; y aunque indigesto de faz y mal cortado de talle, saludábanle las viejas, sonreíanle las mamás, mirábanle tiernas las solteronas y buscaban con ansia sus lisonjas las beldades más altivas.
Lucas Gómez era el cronista, el trompetero de aquellas fiestas; el mejor y más digno cultivador de esa literatura de patchoulí que ha fijado la reputación de ciertas publicaciones serias entre la gente «de importancia». De él eran, y nadie se las disputaba, ciertas frases felices de buen tono; de él eran los chocolates bullangueros, los tés bailantes, los colores fanés, los abriles de tul, las pasiones de popelina, y tantísimos otros neologismos con que se enriqueció la literatura elegante, que devoraban y devoran con especial deleite los nobles herederos de las glorias de aquellos grandes hombres cuyos hechos asombraban al mundo. Él, erudito de guardarropía, con una paciencia admirable hacía la historia y describía los mil detalles de cuanto llevaba sobre su persona cada mujer; él restauraba a las feas llamándolas simpáticas; él sahumaba a las hermosas comparándolas con el arrebol de la aurora o con un bouquet de violetas, lirios y rosas de Alejandría; él adulaba a la obesa mamá llamándola gentil matrona, y mal había de andar el asunto para que la enjuta y acartonada solterona de ojos de basilisco y hocico de merluza no alcanzara en sus crónicas, cuando menos, la cualidad de espiritual; hacía a todos los hombres de negocios opulentos; a todos los militares bizarros; a todos los periodistas eminentes; a todos los títulos de Castilla preclaros varones; a todos los artistas inspirados, y a todos los gacetilleros populares literatos.
Para aquel hombre todo se subordinaba a las leyes del buen tono: hasta la muerte; pues al gemir sobre la fresca tumba de una dama noble, no recordaba sus virtudes, ni las fingía siquiera, sino que inventariaba sus roperos, sus joyas, sus carruajes, sus admiradores y sus talentos para brillar en aquel mundo que perdía en ella el mejor de sus atractivos, el más esplendente de sus astros.
Tal era Lucas Gómez, el mimado y lisonjero cronista de las fiestas del gran mundo cuyos buffets le engordaban.
Pues bien: hallándose reunidos todos los enumerados y otros muchos elementos por el estilo; estando, como si dijéramos, en pleno la reunión, fue cuando aparecieron en ella nuestros conocidos: radiante de satisfacción y de hermosura Isabel, descompuesta y febril la marquesa, en babia su marido, y hecho un mártir Ramón en su postizo traje de etiqueta.
Tres embestidas había dado aquella mañana la de Rocaverde al aderezo consabido, y ya se disponía el joyero a enviársele, de acuerdo con el encargo que, después de la segunda, le había hecho el vizconde, cuando se presentó éste otra vez en la tienda con la contraorden que sabemos.
Cómo se pondría la vanidosa señora al entender que no solamente no existía ya la alhaja en venta, sino que la había adquirido Isabel, y por mediación del vizconde, adivínelo el lector. Todos sus talentos de mujer de mundo, todo su don de gentes, toda su experiencia en el trato de ellas, fueron necesarios para que no cometiera aquella noche cien inconveniencias al «hacer los honores» de su casa. Iba y venía sin tregua ni sosiego, y aunque risueña y cortesana siempre, sus ojos lanzaban fuego y su lengua era un cuchillo. Observándola bien, había en ella, como diría un imitador ramplón de las extravagancias de Víctor Hugo, algo del viento que zumba, algo de la pólvora que se inflama, algo del perro que muerde... sobre todo cuando recibió a Isabel y la vio engalanada con el fatal adorno. Centellearon sus ojos, y al estrecharla las manos con exagerada pasión, cualquiera diría que pulverizaba entre sus dientes las duras piedras del aderezo.
Isabel, que se gozaba en aquel martirio, hízole la presentación de su cuñado; recibióle ella con la burla más fina y más punzante que pudo proporcionarla su deseo de vengarse de algún modo de la hermosa dama; y tomando de la mano al impávido lugareño, llevóle de persona en persona a todas las de la reunión, presentándole como «un hermano político de Isabel, que acababa de llegar de su pueblo».
Importábanle muy poco a Ramón aquellas exhibiciones ridículas, puesto que las aprovechaba para recorrer mejor todos los rincones de la casa en busca del objeto que a ella le había conducido: el vizconde. Le había visto una sola vez, pero estaba seguro de que le conocería donde quiera que le hallara. Así es que cuando la condesa, acabada la burlesca revista, le soltó de su mano, Ramón, convencido de que el vizconde no se hallaba aún en la casa, solo se cuidó de elegir en ella un punto desde el cual pudiera observar la llegada de aquél.
Y llegó, en efecto, a las altas horas, seguido de una pequeña corte de admiradores, invadiendo el salón principal como terreno conquistado.
Conocióle en el acto Ramón, y disimulando cuanto pudo sus intenciones, púsose sobre sus huellas y procuró no perderle de vista un solo momento.
Nada de particular observó en mucho tiempo, sino algún que otro rumor al pasar, referente a cierto chasco dado a la condesa, y alguna que otra mirada al adorno de Isabel; rumores y miradas que convertía al punto en sustancia la aprensiva obcecación del sencillo aldeano. Su cuñada, entre tanto, aunque objeto, como siempre, de las atenciones de todos, no fijaba su conversación con nadie, y el vizconde mismo no había hecho más que saludarla, como a otras muchas personas.
Continuó la reunión con sus peripecias de carácter; y al llegar el cansancio y el hastío, que son dos de ellas, fuéronse replegando a las orillas muchos tertulianos que antes parecían no caber en el salón entero ni tener en todas las de la noche horas suficientes para gastar los bríos que llevaban.
De estos retirados eran el vizconde y sus amigos, que se habían colocado a la embocadura de un gabinete. Ramón se instaló en el gabinete mismo, ocultándole los pliegues de la cortina a las miradas del primero, y no tardó en advertir que los calaveras, vamos al decir, colmaban de felicitaciones y plácemes a su jefe, que éste recibió con afectada solemnidad, como un héroe las coronas. Llamábanle «Cid de los salones», «Sansón de toda esquivez», «rey de la reina» y otras cosas semejantes; respondía a todas el laureado, que «había cumplido su palabra»; que «las montañas más altas tienen, tanteadas de cerca, algún sendero por el cual son accesibles», y así por el estilo.
Hasta allí, el diálogo, aunque muy malicioso e intencionado, era soportable para el que le escuchaba afanoso detrás de la cortina; pero bien pronto salió a relucir el nombre de Isabel con todas sus letras, y entonces sintió Ramón una cosa dentro de sí con la cual no contaba. Zumbáronle los oídos, y una nube sangrienta le oscureció los ojos. Había ido a aquella casa con el único objeto de observar, y veía venir sobre su temperamento impresionable algo que iba a poder más que su resignación.
Tras el nombre de Isabel vinieron al diálogo las alusiones tan claras como injuriosas, y, por último, se evocó, por el mismo vizconde, con burla sangrienta, el de Carlos, «pacientísimo marido y predestinado borrego».
Al oír esto, Ramón no pudo sufrir más: ciego de ira, aunque conservando todavía una sombra de respeto al sitio en que se hallaba, cogió al vizconde, que hablaba desde el salón, por los faldones del frac, le metió de un tirón en el gabinete y cuando allí le tuvo, le sacudió las dos bofetadas más sonoras que ha oído el presente siglo.
Terciaron los circunstantes, sujetaron al agresor, y empezaron en las inmediaciones los comentarios de costumbre; atribuyóse el lance por unos a alguna burla hecha por el vizconde al desentonado personaje; por otros a una disputa sobre política... por todos a todo menos a la verdad.
Entre tanto salió Ramón a la sala, no antes que la noticia del lance; buscó a Isabel, y al hallarla la soltó al oído un «vámonos de aquí» tan acentuado, tan entero, tan exigente, que no la permitió ni el tiempo necesario para avisar a la marquesa, que estaba lejos de ella.
Ya en el coche los dos, Isabel, que conocía algunos pormenores del suceso, atribuido por el rumor a una broma de mal género que se había querido dar a su cuñado, se atrevió a preguntarle:
-¿Y qué es lo que te ha ocurrido?
-Nada que pueda interesarte... por ahora -respondió secamente Ramón.
No volvieron a hablar una palabra más en el trayecto que recorrieron juntos.
Al llegar a casa, preguntó Ramón por Carlos, y supo que estaba recogido ya. Dio las buenas noches a Isabel, y se encerró en su cuarto.
Arrojó lejos de sí el vestido opresor de etiqueta, sustituyéndole con el suyo cómodo y holgado; comenzó a pasearse como una fiera en su jaula, y de este modo pasó más de dos horas. Al cabo de ellas, rendido por su propia agitación más que por el sueño, tendióse vestido sobre la cama, y así dejó correr la noche.
¡Jamás le pareció otra más larga ni más penosa! Todo su afán era que viniera el día para hablar con Carlos.