La mujer del César: 04

La mujer del César
-
Capítulo IV​
 de José María de Pereda

Una hora más tarde, y vueltos ya de paseo Carlos y Ramón, éste bostezaba aburrido y solo en el salón que ya conocemos, mientras su hermano despachaba un asunto urgente, de los mil que le ocurrían a cada instante, desde que había dado a sus negocios una extensión tan extraordinaria. De pronto apareció un criado, llevando un grande y vistoso estuche sobre una bandeja de plata.

-¿Adónde vas con eso? -preguntó maquinalmente Ramón.

-Acaban de traerlo para la señorita -respondió el fámulo.

Ramón, que, como buen aldeano, era curioso, detuvo a éste, cogió el estuche, miróle por todas partes, le abrió al cabo, y entonces los rayos de un verdadero pedregal de diamantes le hirieron la vista.

-¡Santísimo Dios! -exclamó echándose hacia atrás.

Después volvió a observar aquello con mayor detención, hasta que fue cayendo en la cuenta de lo que era.

-¡Y decir a Dios -pensó-, que por estos cuatro colgajos se habrá pagado un dineral!

En esto observó que por debajo de una de las piezas de la alhaja asomaban las puntas de un papel cuidadosamente plegado.

-Será la cuenta -se dijo-. Vamos a ver si asciende a tanto como las otras dos juntas.

Tiró del papel, le desdobló... y se quedó hecho una estatua al leer en él lo siguiente:

«Cumplo, Isabel, el más grato de mis propósitos, haciendo llegar a sus manos el disputado aderezo, y espero verle esta noche por corona sobre la reina de la belleza. Allí estará para recoger las prometidas gracias, su apasionado Vizconde.»

El primer cuidado de Ramón, después de leer esta fineza cursi, disimulando cuanto pudo la impresión que le causaba, fue despedir al criado.

-Yo se lo entregaré a mi cuñada -le dijo.

Solo ya con lo que él creía cuerpo de un delito, le dio cien vueltas entre sus manos; le leyó otras tantas; apostrofó a su cuñada de mil modos diferentes; imaginó cincuenta planes de castigo para la que así abusaba de la hidalga confianza de un hombre como su hermano, y concluyó por comprender que no había más que un partido que tomar: hacérselo saber a Carlos. Esto podía conseguirse de dos maneras: en el acto, o esperando a que los acontecimientos hicieran más notoria la criminalidad de Isabel. Lo primero le pareció muy cruel para su hermano, que ni sospechaba siquiera la posibilidad de tamaño desastre. Lo segundo era, sin duda alguna, más prudente, y a ello se atuvo.

Por de pronto se guardó el papel en el bolsillo, y llamó a su cuñada.

Al salir ésta de su gabinete la presentó el estuche.

-Esto han traído para ti -le dijo observando cuidadosamente su semblante.

Isabel se abalanzó al estuche, le abrió, devoró con sus ojos el aderezo, pero no dijo una palabra.

-Creo que viene -añadió Ramón intencionalmente-, de parte de... del vizconde de... de no sé cuántos.

-Ya lo sé -respondió Isabel sin disimular su contento-. Le esperaba.

Y dando a Ramón las gracias con la más hechicera de las sonrisas, volvió a su gabinete y se encerró en él.

¡Calculen ustedes lo que pasaría entonces por el ánimo del sencillo montañés, que no conocía, como el lector y yo, la historia de aquel regalo! Pensó ver a su cuñada roja delante de la prueba de su pecado, y se la halló risueña, desenvuelta y hasta burlona, como si el pecar así fuera su oficio.

Este nuevo, gravísimo dato, estuvo a pique de dar al traste con su plan de prudencia. Púsole fuera de sí, y, como una fiera en su jaula, dio cien vueltas a la habitación; trató de penetrar en la de su hermano para contárselo todo; retrocedió arrepentido; volvió a leer el papel; tornó a guardarle en el bolsillo... hasta que felizmente le llamaron a almorzar cuando más enredado se hallaba entre tan opuestos pareceres; pero en la mesa observó a su cuñada más risueña, más amable y más expansiva que nunca con su marido, y ya no le quedó la menor duda de que le estaba engañando. Súpole a rejalgar cada bocado, y se encerró en el silencio más sombrío.