La mujer del César: 09
-¿Es reservado lo que ustedes tienen que decirme, caballeros? -les preguntó sin más saludos.
-Cabalmente -le contestaron.
-Entonces, pasemos a mi cuarto.
Y en él los introdujo, cerrando después cuidadosamente la puerta.
Carlos, mientras esto sucedía, estaba en ascuas. En ciertas situaciones de la vida, todos los ruidos, todos los movimientos, todos los colores, todo lo imaginable, responde a un mismo objeto: al objeto de la preocupación que nos domina. Aquellos dos personajes preguntando por su hermano, a quien nadie conocía en Madrid; su ida «al mundo», su inesperada e intempestiva visita a su cuarto, la interrumpida conversación, todo esto era muy grave y todo le parecía íntimamente ligado con la tempestad que destrozaba su alma desde la noche anterior, y más especialmente desde las últimas palabras que le había dirigido su hermano. Ciego y desatentado salió tras él, viole encerrarse, en su cuarto con los recién llegados, a quienes tampoco conoció, y pareciéronle siglos los minutos que duró la secreta entrevista.
Veamos lo que pasó en ella.
Tan pronto como se sentaron los tres, dijo Ramón:
-Sírvanse ustedes manifestarme cuál es el objeto de su venida, pues yo no tengo el gusto de conocerlos.
Los desconocidos eran personas de gran pelaje- mucho gabán, mucha patilla, mucho guante, mucho olor a pomada y afeites, y, sobre todo, mucha afectada lobreguez de fisonomía.
Uno de ellos respondió a Ramón después de carraspear:
-Usted, caballero, no habrá olvidado el lance de anoche.
-¡Ni mucho menos! -exclamó ingenuamente Ramón-. Pero juraría que no les había visto a ustedes ni a cien leguas de él.
-Es lo mismo para el caso -dijo el otro en tono muy lúgubre-. Nosotros no venimos aquí por nuestra propia cuenta, sino por la del señor vizconde del Cierzo.
-¿Y qué se le ocurre tan temprano a ese señor?
-Lo que es natural que se le ocurra después del suceso de anoche.
-Pero como lo más natural en ese caso sería un dentista, y yo no lo soy...
-Nos permitirá usted que le advirtamos -dijo el hasta entonces silencioso embajador- que hay ocasiones en que ciertas bromas no están justificadas.
-Respondo sencillamente a la observación que me ha hecho este otro caballero -replicó Ramón-; y como hasta ahora nada me han dicho ustedes que exija mayor solemnidad, no veo por qué ha de tomarse a broma mi respuesta.
-Pues bien-dijo el señalado por Ramón-, para abreviar y para entendernos de una vez: venimos de parte del señor vizconde del Cierzo a pedir a usted una satisfacción.
-¡Satisfacción a mí! -exclamó Ramón haciéndose cruces-. ¿Por qué y para qué?
-Por lo ocurrido anoche, y para vindicar su honor nuestro representado.
-¿Les ha dicho a ustedes ese señor por qué le abofeteé yo?
-Lo sabemos perfectamente.
-¿Y aún se atreve a pedirme satisfacciones?
-Es natural.
-¡Natural! ¿Por qué ley? ¿Con qué criterio?
-Por la ley que rige en toda sociedad decente, y con el criterio de todo el que se tenga por caballero.
-Pase la decencia de esa sociedad, siquiera porque estuve yo en ella; en cuanto a que el vizconde sea un caballero, lo niego rotundamente.
-Señor mío -exclamó el más soplado de los dos representantes-, hemos venido aquí a pedir a usted cuenta de un agravio hecho públicamente a un caballero, y no es esa respuesta la que a usted le cumple dar.
-Efectivamente; pero la doy porque la que procede no puedo dársela más que al interesado, que se ha guardado muy bien de ponerse a mis alcances.
-Es decir, que rehúsa usted...
-¡Pues no he rehusar?
-En ese caso, nombre usted otras dos personas que se entiendan con nosotros.
-¿Para qué?
-Para arreglar los términos en que usted y el señor vizconde...
-¿De cuándo acá necesito yo procuradores para esas cosas?
-Desde que no están autorizados los duelos sin ese requisito.
-¡Acabaran ustedes con mil demonios!... ¡Conque se trata de un duelo?
-Como usted se resiste a dar una satisfacción cumplida...
-Vamos, es esa la costumbre... Y no extrañen ustedes ésta mi ignorancia, porque allá, en mi pueblo, no se gastan tantas ceremonias para romperse el bautismo dos personas que desean hacerlo.
-Ya lo suponíamos. De manera que, ahora que está usted al corriente de todo, no se resistirá a nombrar esas dos personas...
-Respecto a eso, señores míos, lo mismo que antes.
-¿Es decir, que tampoco quiere usted batirse? -dijo el emisario de más aire matón, mirando al desafiado con un poquillo de menosprecio.
-En manera alguna -insistió Ramón muy templado.
-Me parecía a mí -objetó con desdeñoso gesto-, que cuando se abofeteaba a un hombre en público, habría valor suficiente en el agresor para responder más tarde con las armas en la mano...
-Poco a poco, señor mío -saltó Ramón muy amoscado-. Tengo mi opinión formada sobre eso que se llama entre ustedes lances de honor, opinión que no juzgo necesario exponer ahora; mas esto a un lado, y aun considerada la cuestión con el criterio de ustedes, creo que el único hombre que no tiene derecho para acudir a este terreno es aquél a quien, como al vizconde, abofetea otro por haberle infamado cobardemente, y por lástima no le mata.
-¡Rancias ideas!... -exclamaron riendo ambos padrinos.
-Y ¿a quién hace usted creer -añadió uno de ellos- que rehúsa un lance por eso y no por otra cosa peor?
-¿Y a mí qué me importa que se crea o que se deje de creer? -contestó Ramón con la mayor naturalidad-. Lo que puedo asegurar a ustedes es que a media vara de mis barbas no se reirá nadie de mí sin que le meta yo las suyas hacia adentro... Y esto les baste a ustedes.
-Ya se ve, cada uno tiene de su propia honra la idea que mejor le parece, por más que...
-¿Por más que, qué? -preguntó Ramón muy en seco.
-Por más que a la sociedad no le parezca tan bien.
-En pocas palabras, caballeros, y por si a ustedes les va pasando por la cabeza que puede ser miedo lo que me hace hablar así. Que tengo el corazón en su lugar, lo he visto ante cien peligros algo más graves que el que ofrece el cañón de una pistola de desafío, que acierta una vez por cada ciento que dispara; y en cuanto a lo demás... sin jactancia, no sería para mí, ni siquiera empresa difícil, echar a cada uno de ustedes por el balcón, o a los dos juntos si me pusieran en ese caso.
-¡Caballero! -exclamaron los dos embajadores poniéndose muy foscos y de pie.
-Aseguro a ustedes -se apresuró a decir Ramón con la mayor ingenuidad-, que no he dicho eso en son de amenaza, ni mucho menos; sino para indicarles de algún modo que no es miedo ni debilidad lo que me domina... y para que les vaya sirviendo de gobierno.
-Pues bien -observó uno de los padrinos más dulcificado en tono y en gesto-, quiere decir, que usted ni da satisfacciones ni acepta un lance.
-Cabales.
-De manera que implícitamente autoriza usted a nuestro representado para que, donde quiera que le encuentre, pueda declararlo así...
-Su representado de ustedes -dijo Ramón ya muy cargado- puede hacer eso y cuanto guste, porque corre de mi cuenta arrancarle a bofetadas los dientes que le dejaron en la boca las dos de anoche, donde le encuentre, con eso... y sin eso.
Miráronse los padrinos y no con gesto de burla, fingieron lamentarse del mal éxito de su cometido, porque conocían el carácter del señor vizconde y temían las consecuencias, y salieron haciendo reverencias a Ramón, que los condujo a un medio trote hasta la escalera, por temor de que oliera algo Carlos, que andaba rondando por las inmediaciones.