El conde de Montecristo: 5-18

El conde de Montecristo
Quinta parte: La mano de Dios
Capítulo 18

de Alejandro Dumas
Capítulo dieciocho
Pepino

En el preciso instante en que el vapor del conde desaparecía detrás del cabo Morgion, un hombre que viajaba en posta por el camino de Florencia a Roma, se presentaba en la villa de Aquapendente. Seguía precipitadamente su camino para ganar tiempo sin hacerse sospechoso.

Vestido con una levita o más bien un sobretodo, sumamente deteriorado por el viaje, pero que dejaba ver brillante y nueva aún una cinta de la Legión de Honor cosida al pecho. Este hombre, no solamente por su aspecto, sino también por el acento con que hablaba a su postillón, debía ser tenido por francés. Una prueba más de que había nacido en el país de la lengua universal, es que no sabía otras palabras italianas que las músicas, que pueden, como el goddan de Fígaro, reemplazar todos los modismos de una lengua particular.

-Allegro! -decía a los postillones a cada subida.

-Moderato! -a cada bajada.

¡Y Dios sabe si hay subidas y bajadas yendo de Florencia a Roma por el camino de Aquapendente!

Estas dos palabras, por otra parte, provocaban grandes risas en las gentes a quienes se dirigían.

A la vista de la Ciudad Eterna, es decir, al llegar a la Storta, punto desde donde se divisa Roma, el viajero no experimentó el sentimiento de curiosidad entusiasta que lleva a cada extranjero a elevarse desde el fondo del asiento para tratar de distinguir la famosa cúpula de San Pedro, que se remonta sobre todos los demás objetos que la rodean.

No. Sacó una cartera del bolsillo, y de ella un papel plegado en cuatro dobleces, que desdobló y dobló con una atención parecida a respeto, contentándose con decir:

-¡Bueno!, no me abandones.

El carruaje atravesó la puerta del Popolo, giró a la izquierda y se detuvo ante la fonda de España.

Nuestro antiguo conocido, el señor Pastrini, recibió al viajero en la puerta y con el sombrero en la mano.

El viajero bajó, encargó una buena comida, y tomó las señas de la casa Thomson y French, que le fue indicada en el instante mismo, y era una de las más conocidas de Roma, situada en la calle del Banchi, cerca de San Pedro.

En Roma, como en todas partes, la llegada de una silla de posta constituye un acontecimiento. Diez jóvenes, descendientes de Mario y de los Gracos, con los pies desnudos, los codos rotos, un puño sobre la cadera, y el otro brazo pintorescamente encorvado alrededor de la cabeza, miraban al viajero, la silla de posta y los caballos. A estos bodoques, de la ciudad por excelencia, se habían juntado unos cincuenta papamoscas de los Estados del Papa, de los que forman corrillos escupiendo en el Tíber desde el puente de Santángelo, cuando el Tíber lleva agua.

Además, como los bodoques y los papamoscas de Roma, más dichosos que los de París, entienden todas las lenguas, y sobre todo la lengua francesa, oyeron al viajero pedir una habitación y comida, y las señas de la casa de Thomson y French.

Resultó de esto que cuando el nuevo viajero salió de la fonda con el cicerone de rigor, un hombre se separó del grupo de los curiosos, y sin parecer ser notado por el guía, marchó a poca distancia del extranjero, siguiéndole con tanta cautela como hubiera podido emplear un agente de la policía parisiense.

El francés estaba tan impaciente por efectuar su visita a la casa Thomson y French, que no había tenido tiempo de esperar fuesen enganchados los caballos. El carruaje debía encontrarle en el camino, o esperarle a la puerta del banquero. Llegó sin que el carruaje le alcanzase.

El francés entró, dejando en la antecámara su guía, que inmediatamente trabó conversación con dos o tres de esos industriales sin industria, o más bien de cien industrias, que ocupan en Roma las puertas de los banqueros, de las iglesias, de las ruinas, de los museos y de los teatros. Al propio tiempo que el francés, entró el hombre que se había separado del grupo de curiosos. El francés abrió la puerta y entró en la primera pieza. Su sombra hizo lo mismo.

-¿Los señores Thomson y French? -preguntó el extranjero.

Una especie de lacayo se levantó a la señal de un encargado de confianza, guarda solemne de la primera mesa.

-¿A quién anunciaré? -preguntó el lacayo preparándose a preceder al extranjero.

El viajero respondió:

-Al barón Danglars.

-Pasad -dijo el lacayo.

Abrióse una puerta. El lacayo y el barón entraron por ella.

El hombre que había seguido a Danglars se sentó a esperar en un banco.

El que le había recibido primero continuó escribiendo por espacio de cinco minutos aproximadamente, durante los cuales el hombre sentado guardó profundo silencio y la más completa inmovilidad.

Luego, la pluma del primero dejó de chillar sobre el papel. Levantó la cabeza, miró atentamente en derredor suyo, y bien asegurado:

-¡Ah!, ¡ah! -dijo-, ¡tú aquí, Pepino!

-¡Sí! -respondió lacónicamente.

-¿Tú has olfateado algo de bueno en la cara de ese hombre gordo?

-No hay gran mérito en esto. Estamos prevenidos.

-¿Sabes lo que viene a hacer aquí, curioso?

-Pardiez, viene a tocar, aunque falta saber qué suma.

-En seguida lo sabrás, amigo.

-Muy bien, pero no vayas, como el otro día, a darme noticias falsas.

-¿Qué quieres decir? ¿Te refieres a aquel inglés que sacó de aquí tres mil escudos el otro día?

-No; ése tenía en efecto los tres mil escudos y nosotros los hemos hallado. Hablo del príncipe ruso.

-¿Y bien?

-¡Y bien! Nos habías dicho treinta mil libras, y no hemos hallado más que veintidós.

-Las habréis buscado mal.

-Luigi Vampa es el que hizo el registro en persona.

-En tal caso, tendría deudas y las pagaría.

-¿Un ruso?

-O gastaría su dinero.

-Después de todo, es posible.

-Es seguro, pero déjame ir a mi observatorio, el francés puede efectuar su negocio sin que yo sepa la cantidad exacta.

Pepino hizo una señal afirmativa, y sacando un rosario del bolsillo se puso a rezar algunas oraciones, mientras el empleado desapareció por la misma puerta que había dado paso al otro empleado y al bárón.

Al cabo de unos diez minutos, el empleado apareció gozoso.

-¿Y bien? -preguntó Pepino a su amigo.

-¡Alerta! ¡Alerta! -respondió-, la suma es respetable.

-Cinco o seis millones, ¿no es verdad?

-Sí; ¿cómo lo sabes?

-Por un recibo de su excelencia el conde de Montecristo.

-¿Conoces al conde?

-Se le acredita sobre Roma, Venecia y Viena.

-¿Es posible? -exclamó-, ¿cómo te has informado tan bien?

-Te he dicho que se nos había avisado de antemano.

-Entonces, ¿por qué te diriges a mí?

-Para estar seguro de que es el hombre a quien buscábamos.

-El es..., cinco millones. Una hermosa suma. ¿Eh, Pepino?

-Sí.

-No volveremos a ver otra parecida.

-Al menos -respondió filosóficamente Pepino-, recogeremos alguna tajada.

-¡Silencio! Ahí viene nuestro hombre.

El empleado tomó la pluma, y Pepino el rosario. El uno escribía, el otro oraba cuando volvió a abrirse la puerta.

Danglars apareció radiante de satisfacción, acompañado del banquero, que le guió hasta la puerta.

Detrás de Danglars salió Pepino.

Según lo convenido, el carruaje que debía ir a buscar a Danglars esperaba delante de la casa Thomson y French. El cicerone tenîa la portezuela abierta. El cicerone es un ser muy complaciente y que puede destinarse a cualquier cosa.

Danglars montó en el carruaje, ligero como un joven de veinte años.

El cicerone cerró la portezuela y subió con el cochero.

Pepino se acomodó detrás.

-¿Quiere su excelencia ver San Pedro? -preguntó el cicerone.

-¿Para qué? -repuso el barón.

-Pues... para ver.

-No he venido a Roma para ver -dijo en voz alta Danglars; después añadió en voz baja con una sonrisa codiciosa:- he venido para tocar.

Y tocó en efecto su camera, en la cual acababa de guardar una letra.

-Entonces, ¿su excelencia va...?

-A la fonda.

-A casa de Pastrini -dijo al cochero el cicerone.

Y el carruaje partió rápido, como carruaje de gran señor.

Diez minutos más tarde, el barón había entrado en su aposento, y Pepino se instalaba en un banco situado delante de la fonda, después de pronunciar unas palabras al oído de uno de aquellos descendientes de Mario y de los Gracos que hemos designado al principio de este capítulo, mozo que tomó a todo correr el camino del Capitolio.

Danglars estaba cansado, satisfecho, y tenía sueño. Se acostó, colocó su cartera bajo la ahnohada y se quedó dormido.

Pepino tenía tiempo de más, jugó a la morra con los faquines, perdió tres escudos, y para consolarse bebióse una botella de vino de Orvieto.

Al día siguiente, el banquero se levantó tarde, aunque se había acostado temprano. Hacía cinco o seis noches que dormía muy mal, cuando dormía. Almorzó mucho, y poco deseoso, como había dicho, de ver las bellezas de la Ciudad Eterna, pidió los caballos de posta para el mediodía.

Pero Danglars no había contado con las formalidades de la policía y con la pereza del maestro de postas. Los caballos tardaron dos horas en estar enganchados, y el cicerone no trajo el pasaporte visado hasta después de las tres. Todos estos preparativos atrajeron a la puerta del señor Pastrini a buen número de curiosos. Tampoco faltaron los descendientes de los Gracos y de Mario.

El barón atravesó triunfalmente estos grupos, que le llamaban excelencia para obtener un bayoco.

Como Danglars, hombre muy popular, como sabemos, se había contentado con el dictado de barón hasta entonces, sin ser tratado de excelencia, este título le lisonjeó, y distribuyó una docena de monedas a toda aquella canalla, dispuesta por otras doce a tratarle de alteza.

-¿Adónde? -inquirió el postillón en italiano.

-Camino de Ancona -respondió el barón. El señor Pastrini tradujo la pregunta y la respuesta, y el carruaje partió al galope.

Danglars quería, en efecto, trasladarse a Venecia a recoger una parte de su fortuna, y después a Viena a realizar el resto.

Su intención era fijarse en esta última ciudad, que se le había asegurado ser el vergel de los placeres.

Apenas anduvo tres leguas por las campiñas de Roma, cuando empezó a anochecer. Danglars no creía haber salido tan tarde; de otro modo se habría quedado. Así preguntó al postillón cuánto faltaba para llegar a la población cercana.

-Non capisco -respondió el postillón.

Danglars hizo un movimiento de cabeza que quería decir ¡muy bien!

El carruaje prosiguió la marcha.

-En la primera parada -dijo para sí Danglars- me detendré.

Danglars experimentó aún un resto de bienestar que había gozado la víspera, y que le proporcionó tan buena noche. Estaba muellemente extendido en una buena calesa inglesa de dos resortes, y se sentía llevado al galope por dos buenos caballos. La parada era de siete leguas, lo sabía. ¿Qué hacer cuando se es banquero, y se ha hecho con fortuna bancarrota?

Dedicó diez minutos a pensar en su mujer, que quedaba en París, otros diez en su hija, que recorría el mundo en compañía de la señorita de Armilly. Otros diez minutos en sus acreedores y en la manera como emplearía el dinero. Después, no teniendo en qué pensar, cerró los ojos y se quedó dormido.

Sin embargo, sacudido por un movimiento fuerte del carruaje, Danglars abrió un momento los ojos. Entonces se sintió llevado con la misma celeridad a través de la misma campiña de Roma, toda sembrada de acueductos rotos, que parecían gigantes de granito petrificados. Pero en una noche fría, sombría, lluviosa, era mejor para un hombre medio dormido permanecer en el fondo de la silla con los ojos cerrados, que asomar la cabeza a la ventanilla para preguntar dónde estaba a un postillón que no sábía responder otra cosa que: non capisco!

Danglars continuó durmiendo, pensando que ya tendría tiempo de levantarse al llegar a la parada.

El carruaje se detuvo. Danglars pensó que llegaba por fin al término deseado. Abrió los ojos, miró a través del vidrio, creyendo hallarse en medio de alguna ciudad, o por lo menos aldea, pero no vio más que una casucha aislada y tres o cuatro hombres yendo y viniendo como sombras.

El banquero esperó un momento a que el postillón, que había acabado su parada, viniese a reclamarle el coste de la posta. Creía poder aprovechar esta ocasión para pedir algunas noticias a su nuevo conductor, pero se cambiaron los tiros sin que nadie pidiese nada al viajero. Danglars quedó asombrado, abrió la portezuela, pero le rechazó bien pronto una mano vigorosa y la silla empezó a rodar.

El barón se levantó estupefacto.

-¡Eh! -dijo al postillón-. ¡eh!, mio caro!

Palabras italianas de una romanza que Danglars había retenido cuando su hija cantaba dúos con el príncipe Cavalcanti.

Pero mio caro no respondió.

Danglars se contentó entonces con bajar el cristal.

-¡Eh!, amigo ¿dónde vamos? -dijo sacando la cabeza.

-Dentro la testa! -exclamó una voz grave e imperiosa, acompañada de un grito de amenaza.

Danglars comprendió que dentro la testa quería decir: meted la cabeza. Hacía, como puede verse, rápidos progresos en el italiano.

Obedeció, no sin inquietud, y como esta inquietud subía de punto a cada minuto que transcurría, al cabo de algunos instantes su espíritu, en lugar del vacío que dijimos cuando se puso en camino, y que le produjo el sueño, tenía pensamientos más propios unos y otros para despertar el interés del viajero, y sobre todo de un viajero en la situación de Danglars. Sus ojos adquirieron en las tinieblas el brillo que les confieren en el primer momento las emociones fuertes, y que se apaga al fin por haberse excitado demasiado. Antes de tener miedo se ve claro. Mientras se tiene, se ve doble, después de haberle tenido se ve turbio.

Danglars vio un hombre envuelto en una capa que galopaba junto a la portezuela de la derecha.

-Algún gendarme -dijo-. ¿Habré sido denunciado por los telégrafos franceses a las autoridades pontificias?

Resolvió salir de esta ansiedad.

-¿Adónde me lleváis? -dijo.

-Dentro la testa! -repitió la misma voz con el propio acento de amenaza.

Danglars se volvió a la portezuela de la izquierda. Otro hombre a caballo galopaba al mismo lado.

-Evidentemente -se dijo Danglars con el sudor en el rostro-, he caído en una trampa.

Y se arrojó al fondo de la calesa, esta vez no para dormir, sino para soñar.

Poco después apareció la luna en el cielo.

Desde el fondo de la calesa echó una ojeada a la campiña. Volvió a ver entonces los grandes acueductos, fantasmas de piedra que había notado al pasar, solamente que en vez de verlos a la derecha, los tenía ahora a la izquierda. Creyó que habían dado media vuelta al carruaje, y que se le llevaba a Roma.

-¡Oh, desdichado de mí! -exclamó-, se habrá conseguido mi extradición.

El carruaje continuó corriendo con admirable velocidad. Pasó una hora terrible, porque a cada nuevo indicio que se le ofrecía al paso, el fugitivo reconocía, a no dudarlo, que se le volvía atrás. En fin, no volvió a ver la masa sombría contra la cual le pareció que el carruaje iba a estrellarse. Pero el carruaje se ladeó, bordeando la masa sombría, que no era otra cosa que la cintura de muralla que envuelve a Roma.

-¡Oh!, ¡oh! -murmuró Danglars-, no entramos en la ciudad. Luego no es la justicia la que me detiene. ¡Gran Dios!, otra idea, será posible...

Sus cabellos se erizaron. Acordóse entonces de las interesantes historias de los bandidos romanos, tan poco creídas en París, y que Alberto de Morcef contaba a la señora Danglars y a Eugenia, cuando se trataba de que el joven vizconde fuera yerno de una y marido de otra.

-¡Ladrones tal vez! -murmuró.

De repente, el carruaje rodó sobre alguna cosa más dura que el suelo de un camino enarenado. Danglars aventuró una mirada a los dos lados del camino. Distinguió unos monumentos de una forma extraña, y su pensamiento preocupado con la relación de Morcef, que al presente se le representaba en todos sus pormenores, este pensamiento le dijo que debía estar sobre la vía Apia.

A la izquierda del carruaje, en un espacio del valle, distinguíanse unas ruinas de forma circular. Eran las termas de Caracalla.

A una palabra del hombre que galopaba a la derecha del carruaje, éste se detuvo. Al mismo tiempo se abrió la portezuela de la izquierda.

Scendi! -dijo una voz.

Danglars se apeó inmediatamente. No hablaba todavía el italiano, pero lo entendía ya. Más muerto que vivo, el barón miró en torno suyo. Cuatro hombres le rodeaban, sin contar el postillón.

-Di quá -dijo uno de ellos bajando por un pequeño sendero que conducía de la vía Apia al medio de las anfractuosidades de la campiña de Roma.

Danglars siguió a su guía, sin oponer resistencia, y no tuvo necesidad de volverse para saber que era seguido por otros tres hombres. Sin embargo, parecióle que éstos se quedaban como de centinela a distancias iguales.

Después de diez minutos de marcha aproximadamente, durante los cuales Danglars no cambió una sola palabra con su guía, se halló entre un cerro y un matorral. Tres hombres en pie y mudos formaban un triángulo de que él era el centro.

Quiso hablar. Su lengua se le trabó.

-Avanti -dijo la misma voz con acento breve a imperativo.

Esta vez el banquero comprendió de dos modos, por la palabra y por el gesto, porque el hombre que marchaba detrás le empujó tan rudamente hacia adelante que casi tropezó con su guía.

Este guía era nuestro amigo Pepino, que se deslizó por los matorrales en medio de una sinuosidad que sólo los lagartos podían tener por un camino expedito.

Pepino se detuvo ante una roca coronada de una espesa mata. Esta roca, entreabierta, abrió paso al joven, que desapareció como desaparece el diablo en algunos de nuestros sortilegios. La voz y el gesto del que siguió a Danglars obligaron al banquero a hacer otro tanto. No cabía la menor duda. El quebrado banquero francés tenía que habérselas con bandidos romanos.

Danglars obró como un hombre colocado entre dos males terribles y cuyo valor es excitado por el mismo miedo. A pesar de su vientre, que le dificultaba el atravesar las anfractuosidades de la campiña de Roma, se colocó tras de Pepino, y dejándose resbalar con los ojos cerrados, cayó a sus pies. Al tocar la tierra volvió a abrir los ojos. El camino era largo, pero oscuro. Pepino, poco cuidadoso de ocultarse, estando ahora en su casa, hizo lumbre y encendió una luz. Otros dos hombres bajaron tras de Danglars, formando la retaguardia, y empujando al banquero cuando éste se detenía casualmente, le hicieron tomar una pendiente suave por medio de una encrucijada de siniestra apariencia.

En efecto, las paredes de murallas, formando nichos sobrepuestos unos a otros, parecían en medio de piedras blancas, abrir los ojos negros y profundos que se observan en las calaveras. Un centinela hizo sonar con su mano los arreos de su carabina.

-¿Quién vive? -dijo.

-¡Amigos! ¡Amigos! -contestó Pepino-. ¿Dónde está el capitán?

-Allí -dijo el centinela, señalando por detrás de su espalda una gran cavidad abierta en la roca y cuya luz se reflejaba en la entrada por sus ovaladas aberturas.

-Buena presa, capitán, buena presa -dijo Pepino en italiano.

Y cogiendo a Danglars por el cuello de la levita le condujo hacia una entrada, semejante a una puerta, y por la cual se penetraba al punto donde el capitán parecía haber hecho su alojamiento.

-¿Es éste el hombre? -inquirió el capitán mientras leía con la mayor atención la Vida de Alejandro, por Plutarco.

-El mismo, capitán, el mismo.

-Muy bien, mostrádmelo.

A esta orden imperativa, Pepino acercó tan bruscamente la luz al rostro de Danglars, que éste retrocedió vivamente para no quemarse las cejas.

Su rostro trastornado ofrecía todos los síntomas de un terror indescriptible.

-Este hombre está cansado -dijo el capitán-, llévesele a la cama.

-¡Oh! -murmuró el banquero-, esa cama es probablemente uno de los nichos de la muralla, ese sueño es la muerte que va a darme uno de los puñales que veo resplandecer.

En efecto, en las profundidades lóbregas de aquella cavidad inmensa veíanse agitarse sobre hierbas secas y pieles de lobo, los compañeros del hombre a quien Alberto de Morcef había hallado leyendo los Comentarios de César, y a quien Danglars encontraba leyendo la Vida de Alejandro.

El banquero lanzó un sordo gemido y siguió a su guía. No profirió súplica ni queja alguna. No tenía fuerza, ni voluntad, ni poder, ni sentimiento; dejábase llevar.

Emprendió la marcha, y comprendiendo que tenía una escalera ante sí, levantó maquinalmente los pies cuatro o cinco veces. Entonces se abrió ante él una puerta baja. Inclinóse instintivamente para no romperse la frente, y se halló en una cavidad abierta en la roca viva.

Era regularmente formada, aunque sin muebles. Seca, aunque situada bajo la tierra, a una profundidad inconmensurable.

Una cama de hierba seca, cubierta de pieles de cabra, estaba no hecha, sino tendida en un rincón del cuarto.

Danglars, al verla, creyó hallar un símbolo inequívoco de su salvación.

-¡Oh! Dios sea loado -murmuró-, es una cama verdadera.

Por segunda vez en el término de una hora invocaba el nombre de Dios. No le había sucedido otro tanto en diez años.

-Ecco -dijo el guía.

Y metiendo a Danglars en el cuarto, cerró la puerta tras de sí. Sonó un cerrojo; el banquero se hallaba prisionero. Además, aunque no hubiera habido cerrojo, sólo san Pedro y teniendo por guía un ángel del cielo, pudiera pasar por medio de la guarnición que ocupaba las catacumbas de San Sebastián, y que acampaba con un jefe en quien nuestros lectores habrán desde luego reconocido al famoso Luigi Vampa.

Danglars había también reconocido al bandido cuya existencia no quiso creer cuando Morcef trató de naturalizarlo en Francia. No sólo le había reconocido a él, sino también la celda en donde Morcef estuvo encerrado, y que según todas las probabilidades era el alojamiento de los extranjeros.

Estos recuerdos, campo de cierto deleite en medio de todo para Danglars, le devolvieron la tranquilidad. No habiéndole dado muerte en el primer momento los bandidos, no deberían tener intención de matarle.

Habíasele detenido para robarle, y como no tenía más que unos luises, se le pediría rescate.

Acordóse de que Morcef había tenido que aprontar unos cuatro mil escudos, y como él mismo se creía de una apariencia de mayor importancia que Morcef, calculó que se le exigiría doble suma.

Ocho mil escudos equivalían a cuarenta y ocho mil libras. Le quedarían aún unos cinco millones cincuenta mil francos. Con esto se salía del paso en cualquier parte.

Así, pues, quedó casi seguro de salir del paso, teniendo en cuenta que no había ejemplo de que se hubiese tasado nunca un hombre en cinco millones cincuenta mil libras. Danglars se echó en la cama, en donde después de dar algunas vueltas a un lado y a otro, se durmió con la tranquilidad del héroe cuya historia Luigi Vampa estaba leyendo. De todo sueño, si no es del que temía Danglars, se despierta. Danglars se despertó. Para un parisiense habituado a cortinajes de seda, a paredes adamascadas, al perfume que sale de las maderas delicadas de la chimenea y se extiende y baja de los techos de raso, despertar en una gruta de piedra debe de ser un momento poco apacible. Al tocar las cortinas de piel de cabra, Danglars debía creer que se hallaba entre lapones o cosa parecida. En tales circunstancias, un segundo basta para convertir la mayor de las dudas en palpable certeza.

-Sí -murmuró-; estoy en poder de los bandidos de que habló Alberto de Morcef.

Su primer movimiento fue respirar para asegurarse de que no estaba herido. Era un medio que había aprendido en Don Quijote, único libro no que había leído, sino que conservaba alguna cosa en la memoria.

-No -dijo-, no me han matado ni herido, pero ¿me habrán robado acaso?

Y metió la mano en los bolsillos. Estaban intactos. Los cien luises que se había reservado para hacer el viaje de Roma a Venecia se hallaban en el bolsillo de su pantalón, y la cartera con la letra de cinco millones cincuenta mil francos estaba en el bolsillo de la levita.

-¡Qué bandidos tan raros -se dijo-, que me han dejado mi bolsa y mi cartera! Como pensé ayer al acostarme, van a ponerme a rescate. ¡Veamos!, ¡conservo también el reloj! Veamos la hora que es.

El reloj de Danglars, obra de Breguet, al que había cuidado de dar cuerda la víspera de su viaje, señalaba las cinco y media de la mañana. Sin él, Danglars hubiera ignorado completamente la hora que era, penetrando ya la luz del día en el aposento.

¿Sería preciso exigir una explicación de los bandidos? ¿Convendría esperar pacientemente a que se la diesen? En tal alternativa, lo último era más prudente. Danglars esperó. Esperó hasta el mediodía. Durante todo este tiempo un centinela había velado a su puerta. A las ocho de la mañana fue relevado.

Apoderóse de Danglars el deseo de ver quién le custodiaba.

Había notado que los rayos, no del día, sino de una lámpara, se filtraban por las hendiduras mal unidas de la puerta. Acercóse a una de ellas en el momento mismo en que el bandido echaba algunos tragos de aguardiente, los cuales, debido al pellejo que lo contenía, esparcían un olor repugnante para Danglars.

-¡Puf! -exclamó retrocediendo hasta el fondo de la habitación.

A mediodía, el hombre del aguardiente fue reemplazado por otro funcionario. Danglars tuvo la curiosidad de ver a su nuevo guardián, y se acercó otra vez a la hendidura. Era un bandido de complexión atlética, un Goliat de grandes ojos, labios gruesos, nariz aplastada. Su cabellera roja pendía por las espaldas en mechas retorcidas, como culebras.

-¡Oh!, ¡oh! -dijo Danglars-, éste parece más bien un ogro que una criatura humana. En todo caso soy perro viejo, soy duro de mascar.

Como se ve, Danglars no había perdido todavía el buen humor. En el mismo instante, como para probarle que no era un ogro, su guardián se sentó frente a la puerta del cuarto, y sacó de su zurrón pan negro, cebolla y queso, y se puso in continenti a devorarlos.

-¡Que me lleve el diablo! -dijo Danglars, echando a través de las hendiduras de la puerta una mirada a la comida del bandido-, el diablo me lleve si comprendo cómo pueden comerse semejantes porquerías.

Y fue a sentarse sobre las pieles, recordando en ellas el olor de aguardiente del primer centinela. Sin embargo, la situación de Danglars era crítica, y los secretos de la naturaleza son incomprensibles. Hay en ellos harta elocuencia en ciertas invitaciones materiales que dirigen las más groseras sustancias a los estómagos vacíos.

Danglars sintió de pronto que el suyo lo estaba en este momento, y así vio al hombre menos feo, al pan menos duro, al queso más fresco. En fin, las cebollas crudas, sucia alimentación del salvaje, le recordaron ciertas salsas Robert, y cierta ropa vieja que su cocinero preparaba de una manera superior cuando Danglars le decía: «Señor Deniseau, hágame para hoy un buen platito de canalla.»

Se levantó y fue a llamar a la puerta. El bandido levantó la cabeza. Al ver Danglars que le había oído, volvió a llamar.

-Che cosa? -preguntó el bandido.

-¡Hola, amigo! -dijo Danglars, dando con los dedos contra la puerta-, ¡me parece que será tiempo que se piense en darme de comer también a mí!

Pero sea que no comprendiese, sea que no tuviese órdenes relativas a la comida de Danglars, el gigante continuó comiendo. Danglars sintió humillado su orgullo, y no queriendo meterse con semejante bruto, se echó sobre las pieles sin decir nada más.

Transcurrieron cuatro horas. El gigante fue reemplazado por otro bandido. Danglars, que sentía fuertes movimientos de estómago, se levantó despacio, aplicó en seguida el ojo a las hendiduras de la puerta y reconoció la figura inteligente de su guía. Era, efectivamente, Pepino, que se preparaba a entrar de guardia del mejor modo posible, sentándose frente a la puerta, y colocando entre ambas piernas una cazuela que contenía, calientes y olorosos, guisantes fritos con tocino. Cerca de estos guisantes, Pepino colocó un canastillo de racimos de Velletri, y una botella de vino de Orvieto. Seguramente Pepino era inteligente. Viendo estos preparativos gastronómicos, el hambre atormentaba a Danglars.

-¡Ah!, ¡ah! -dijo-, veamos si éste es más tratable que el otro. -Y tocó pausadamente la puerta.

-Allá van -dijo en mal francés el bandido, que, frecuentando la casa del señor Pastrini, había acabado por aprender aquella lengua hasta en sus modismos.

Y abrió en efecto.

Danglars le reconoció por el que le había gritado de una manera harto furiosa: “Meted la cabeza”. Pero no era aquella hora para recriminaciones, y adoptó, por el contrario, el ademán más agradable, y con graciosa sonrisa:

-Perdonad -le dijo-, pero ¿no se me dará de comer a mí también?

-¡Cómo, pues! -exclamó Pepino-. ¿Vuestra excelencia tendrá hambre acaso?

-¡Acaso! ¡Es magnífico! -murmuró Danglars-, hace veinticuatro horas justas que no como. Sí, señor -añadió, levantando la voz-, tengo hambre, sobrada hambre.

-¿Y vuestra excelencia quiere comer?

-Al instante, si es posible.

-Nada más fácil -dijo Pepino-, aquí se proporciona todo, pagando, por supuesto, como se hace entre buenos cristianos.

-¡Ni que decir tiene! -exclamó Danglars-, aunque en realidad, las gentes que detienen y aprisionan deberían al menos alimentar a los prisioneros.

-¡Ah!, excelencia -repuso Pepino-, eso ya no se estila.

-No es mala la razón -siguió Danglars, contando ganar a su guardián con su amabilidad-, yo me satisfago con ella. Veamos qué es lo que se me sirve de comer.

-En seguida, excelencia, ¿qué deseáis?

Y Pepino puso su escudilla en el suelo, de tal manera que el vapor subía directamente a las narices del banquero.

-Mandadme -dijo.

-¿Hay cocina aquí? -preguntó Danglars.

-¿Que si hay cocina? ¡Cocina perfecta!

-¿Y cocineros?

-¡Excelentes!

-¡Y bien!, un pollo, un pescado, un ave, cualquier cosa, con tal que yo coma.

-Como desee vuestra excelencia. Pediremos un pollo, ¿no es verdad?

-Sí, un pollo.

Pepino, levantándose y asomándose a la puerta, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

-¡Un pollo para su excelencia!

La voz de Pepino resonaba aún por las bóvedas, cuando se presentó un joven, hermoso, esbelto, y medio desnudo como los antiguos pescadores, llevando en un plato de plata un pollo delicadamente colocado.

-Se creería uno en el Café de París -murmuró Danglars.

-¡Helo aquí, excelencia! -dijo Pepino, cogiendo el pollo de manos del joven bandido, y colocándolo en una mesa carcomida, que con un asiento y la cama de pieles, formaba todo el ajuar de la celda.

Danglars pidió un cuchillo y un tenedor.

-¡Helo aquí, excelencia! -dijo Pepino, ofreciéndole un cuchillo pequeño de punta roma y un tenedor de madera. Danglars tomó el cuchillo en una mano y el tenedor en la otra, y se puso a trinchar el ave.

-Dispensad, excelencia -dijo Pepino, pasando una mano por la espalda del banquero-, aquí se paga antes de comer, para el caso de quedar luego descontentos.

-¡Ah!, ¡ah! -dijo para sí Danglars-, esto no es como en París. Me van a desollar probablemente, pero hagamos las cosas en grande, veamos, he oído hablar del buen trato de la vida de Italia; un pollo debe de valer doce sueldos en Roma. Tened -dijo en voz alta, y dio un luís a Pepino.

-Un momento, vuestra excelencia -dijo Pepino levantándose-, un momento, vuestra excelencia me queda a deber aún alguna cosa.

-¡Cuando yo decía que habrían de desollarme! -murmuró Danglars. Luego, resuelto a sacar partido de todo:- Veamos lo que se os debe por esa ave hética -prosiguió.

-Vuestra excelencia ha dado un luís a cuenta.

-¿Un luís a cuenta de un pollo?

-Claro está, a cuenta.

-Bien..., ¡veamos!, ¡veamos!

-No son más que cuatro mil novecientos noventa y nueve luises lo que me debe vuestra excelencia.

Danglars abrió espantado los ojos al oír tan pesada broma.

-¡Ah, bribón! -murmuró-, ¡bribón, por vida mía!

Y quiso ponerse a trinchar el pollo, pero Pepino le detuvo la mano derecha con la izquierda, y extendió además la otra mano, diciendo:

-¡Vamos!

-¿Qué? ¿No os reís? -dijo Danglars.

-Aquí no reímos nunca, excelencia -contestó Pepino, serio como un cuáquero.

-¿Cien mil francos este pollo?

-Excelencia, es increíble el trabajo que cuesta criar aves en estas malditas grutas.

-¡Vamos!, ¡vamos! -dijo Danglars-, encuentro esto muy chistoso, muy divertido en verdad. Pero como tengo hambre, dejadme comer. Tomad, he aquí otro luís para vos, amigo mío.

-Entonces no faltan más que cuatro mil novecientos noventa y ocho luises -dijo Pepino conservando la misma sangre fría-, con paciencia todo se consigue.

-¡Oh!, lo que es eso -dijo Danglars, indignado de tan perseverante burla-, lo que es eso, jamás. Idos al diablo, vos no sabéis quién soy yo.

Pepino hizo una señal, el criado echó las dos manos y llevóse en seguida el pollo. Danglars se tendió en la cama de piel de lobo, Pepino cerró la puerta y se puso a comer los guisantes con tocino.

Danglars no podía ver lo que hacía Pepino, pero el ruido de sus dientes no debía dejarle duda acerca de lo que estaba haciendo. Era evidente que comía, y que comía toscamente como un hombre mal criado.

-¡Avestruz! -dijo Danglars.

Pepino hizo que no oía nada, y sin volver la cabeza continuó comiendo con admirable calma. El estómago de Danglars encontrábase en tal estado que no creía él mismo poder llegar a llenarlo nunca. Sin embargo, tuvo paciencia por espacio de hora y media, que en realidad se le antojó un siglo. Levantóse y fue de nuevo a la puerta.

-Vamos -siguió-, no me hagáis desfallecer más tiempo, y decidme al fin qué es lo que se quiere de mí.

-Decid más bien, excelencia, lo que queréis de nosotros... Dad vuestras órdenes y las ejecutaremos.

-Abridme primero.

Pepino abrió.

-¡Yo quiero -dijo Danglars-, por Dios! ¡Quiero comer!

-¿Tenéis hambre?

-De sobra lo sabéis.

-¿Qué quiere comer vuestra excelencia?

-Un pedazo de pan seco, puesto que los pollos están a tal precio en estas malditas cuevas.

-¡Pan!, sea -dijo Pepino-. ¡Eh!, pan -gritó.

El criado trajo un pedazo de pan.

-¡Helo aquí! -dijo Pepino.

-¿Qué vale? -preguntó Danglars.

-Cuatro mil novecientos noventa y ocho luises, estando ya otros dos pagados por anticipado.

-¡Cómo! ¡Un pan cien mil francos!

-Cien mil francos -dijo Pepino.

-¡Y no me pedíais más que cien mil francos por un pollo!

-No servimos por lista, sino a precio fijo. Cómase poco o mucho, pídanse diez platos o uno solo, el coste es absolutamente igual.

-¡Una nueva burla! Querido amigo, os declaro que esto es absurdo, que esto es estúpido. Decid más bien que al fin queréis que me muera de hambre, y es más sencillo.

-No, excelencia, vos sois quien queréis suicidaros. Pagad y comed, creedme.

-¿Conque he de pagar tres veces, bruto? -dijo Danglars exasperado-. ¿Crees que se llevan así cien mil francos?

-Tenéis cinco millones cincuenta mil francos en vuestro bolsillo, excelencia -dijo Pepino-, que equivalen a cincuenta pollos y medio.

Danglars se estremeció. Cayóle la venda de los ojos. Continuaba la misma broma, pero por fin acababa de comprenderla. Es fácil conocer que no la encontraba tan sencilla como antes.

-Veamos -dijo-, veamos. ¿Dando esos cien mil francos, quedaréis satisfecho al menos, y podré comer a mi placer?

-Sin duda -dijo Pepino.

-Pero ¿cómo darlos? -dijo el banquero respirando más libremente.

-Nada más fácil. Tenéis un crédito abierto en casa de Thonmson y French, calle de Banchi, en Roma. Dadme un bono de cuatro mil novecientos noventa y ocho luises contra estos señores. Nuestro banquero los recogerá.

Danglars quiso al menos asumir el aire de generoso. Tomó la pluma y el papel que le presentaba Pepino, escribió la letra y firmó.

-Tened -dijo-, vuestro bono al portador.

-Y vos, el pollo.

Danglars trinchó el ave suspirando. Parecíale flaca para una suma tan crecida.

En cuanto a Pepino, leyó atentamente el papel, lo metió en el bolsillo y prosiguió comiendo sus guisantes con tocino.

Al día siguiente Danglars volvió a tener hambre. El aire de aquella caverna despertaba a más no poder el apetito. El prisionero creyó que en todo aquel día no tendría que hacer nuevos gastos. Como hombre económico había ocultado la mitad del pollo y un pedazo de pan en un rincón del cuarto. Pero después de comer tuvo sed. No había contado con ello. Luchó contra la sed hasta el momento en que sintió la lengua reseca pegársele al paladar. Entonces llamó, no pudiendo resistir más tiempo el fuego que le consumía. El centinela abrió la puerta; era una cara distinta. Pensó que mejor le sería entenderse con su antiguo conocido y llamó a Pepino.

-Aquí me tenéis, excelencia -dijo el bandido presentándose con tal presteza que le pareció de buen agüero a Danglars-, ¿qué queréis?

-Beber -contestó el prisionero.

-Excelencia -dijo Pepino-, ya sabéis que el vino no tiene precio en las cercanías de Roma.

-Dadme agua entonces -dijo Danglars, pensando salir del paso.

-¡Oh!, excelencia, el agua escasea aún más que el vino. ¡Hay tanta sequía!

-Vamos -dijo Danglars-, ¡volvéis a empezar, a lo que parece!

Y sonriéndose como en aire de broma, el desgraciado sentía humedecidas las sienes con el sudor.

-Vamos, vamos, amigo -dijo Danglars viendo que Pepino permanecía impasible-, os pido un vaso de vino, ¿me lo negaréis?

-Os he dicho, excelencia -respondió gravemente Pepino-, que no vendemos al por menor.

-¡Y bien!, entonces dadme una botella.

-¿De cuál?

-Del menos caro.

-Todos son del mismo precio.

-¿Y cuál es?

-Veinticinco mil francos la botella.

-Decid -exclamó Danglars, con indescriptible amargura-, decid que queréis robarme y es más sencillo que hacerlo así paso a paso.

-Es posible -dijo Pepino- que tal sea la intención del señor.

-¿Qué señor?

-Aquel a quien se os presentó anteayer.

-¿Dónde está?

-Aquí.

-Haced que lo vea.

-Es fácil.

Poco después, Luigi Vampa se hallaba ante Danglars.

-¿Me llamáis? -preguntó al prisionero.

-¿Sois el jefe de los que me han traído aquí?

-Sí, excelencia, ¿y qué?

-¿Qué queréis de mí por rescate? Decid.

-Nada más que los cinco millones que lleváis encima.

El banquero sintió oprimido el corazón con un pasmo terrible.

-No tengo más que eso en el mundo, resto de una inmensa fortuna. Si me lo quitáis, quitadme la vida.

-Tenemos prohibido derramar vuestra sangre, excelencia.

-¿Y quién os lo ha prohibido?

-El que manda en nosotros.

-¿Obedecéis a alguien?

-Sí, a un jefe.

-Creía que el jefe erais vos.

-Soy jefe de estos hombres, pero otro lo es mío.

-¿Y ese jefe obedece a alguien?

-Sí.

-¿A quién?

-A Dios.

Danglars permaneció un momento pensativo.

-No os comprendo -dijo.

-Es posible.

-¿Y es ese jefe el que os ha dicho que me tratéis de tal modo?

-Sí.

-¿Con qué objeto?

-Lo ignoro.

-Pero ¿desaparecerá mi bolsa?

-Es probable.

-Vamos -dijo Danglars-, ¿queréis un millón?

-No.

-¿Dos millones?

-No.

-¿Tres millones...?, ¿cuatro...?, veamos, ¿cuatro? Os lo doy a condición de que me pongáis en libertad.

-¿Por qué nos ofrecéis cuatro millones por lo que vale cinco? -dijo Vampa-, eso es una usura, señor banquero, o no entiendo una palabra.

-¡Tomadlo todo! ¡Tomadlo todo!, os digo -exclamó Danglars-, o matadme.

-Vamos, vamos, calmaos, excelencia, os vais a alterar la sangre, y eso os dará apetito para comer un millón por día, ¡sed más económico, demonio!

-¿Y cuando no tenga más dinero que daros? -exclamó Danglars exasperado.

-Entonces tendréis hambre.

-¿Tendré hambre? -dijo Danglars palideciendo.

-Probablemente -respondió Vampa con sorna.

-¿Decís que no queréis matarme?

-No.

-¿Y queréis dejarme morir de hambre?

-Sí, que no es lo mismo.

-¡Y bien, miserables! -exclamó Danglars-, haré fracasar vuestros infames planes. Morir por morir prefiero acabar de una vez. Hacedme sufrir, torturadme, matadme, pero no conseguiréis mi firma.

-Como queráis, excelencia -dijo Vampa. Y salió.

Danglars se arrojó rabiando sobre las pieles de lobo.

¿Quiénes eran esos hombres? ¿Quién era ese jefe visible? ¿Quién era el jefe invisible? ¿Qué proyectos les animaban contra él?, y cuando todo el mundo podía rescatarse, ¿por qué no podía él hacerlo?

¡Oh! , seguramente que la muerte, una muerte pronta y violenta, era un buen medio de burlar a los enemigos encarnizados que parecían perseguir contra él una incomprensible venganza.

-¡Sí, pero morir!

Acaso por primera vez en su larga carrera, Danglars pensaba en la muerte con el deseo y el temor a la vez de morir, pero había llegado el momento para él de detener la vista en el espectro implacable que va en pos de toda criatura, y a cada pulsación del corazón le dice: ¡Morirás!

Danglars parecía una bestia feroz, acosada por la montería, desesperada después, y que a fuerza de su desesperación, consigue finalmente evadirse. Pensó en la fuga, pero los muros eran la roca viva, y a la única salida de la cueva se hallaba un hombre leyendo, por detrás del cual veíanse pasar y repasar sombras armadas de fusiles.

Duróle dos días la resolución de no firmar, después de los cuales pidió de comer y ofreció un millón. Tomáronselo y le sirvieron una suculenta comida.

Desde entonces la vida del desgraciado prisionero fue una tortura perpetua. Había sufrido tanto que no quería exponerse a sufrir más, y cedía a todas las exigencias. Al cabo de cuatro días, una tarde que había comido como en los tiempos de su mejor fortuna, echó sus cuentas y notó que era tanto lo gastado que no le restaban más que cincuenta mil francos.

Entonces sufrió una reacción extraña. Acabando de perder cinco millones, trató de salvar los cincuenta mil francos que le quedaban; antes que entregarlos, se propuso una vida de privaciones y llegó a entrever momentos de esperanza que rayaban en locura. Teniendo olvidado a Dios después de mucho tiempo, comenzó a creer que había obrado milagros, que la caverna podía hundirse, que los carabineros pontificios podían descubrir aquel odioso encierro y salvarle. Pensó en los cincuenta mil francos que le restaban, que eran una suma suficiente para preservarle del hambre, y rogó a Dios se los conservara, y orando lloró.

Tres días transcurrieron de este modo, durante los cuales el nombre de Dios estuvo constantemente, si no en su corazón, en sus labios. A intervalos tenía instantes de delirio, durante los cuales creía ver desde las ventanas en una pobre choza un anciano agonizando en el lecho. Este viejo también moría de hambre.

El cuarto día no era un hombre, era casi un cadáver. Había recogido hasta las últimas migajas de sus comidas, y comenzaba a devorar la estera que cubría el piso de la cueva.

Suplicó entonces a Pepino, como a un ángel guardián, le diese algún alimento, y le ofreció mil francos por un pedazo de pan. Pepino no contestó.

El quinto día se arrastró hasta la entrada de la celda.

-¿No sois cristiano? -dijo incorporándose sobre las rodillas-, ¿queréis asesinar a un hombre que es hermano vuestro ante Dios? ¡Oh!, ¡mis amigos de otro tiempo, mis amigos de otro tiempo! -murmuraba.

Y cayó con la frente en el suelo.

Luego, levantándose, gritó con una especie de desesperación:

-¡El jefe!, ¡el jefe!

-Heme aquí -dijo Vampa, apareciendo de repente-, ¿qué queréis otra vez?

-Tomad el oro que me queda -balbució Danglars entregándole la cartera-, y dejadme vivir aquí, en esta caverna. No pido la libertad, sólo pido la vida.

-¿Entonces, sufrís mucho? -preguntó Vampa.

-¡Oh!, sí; sufro, sufro cruelmente.

-Hay, sin embargo, hombres que han sufrido más que vos.

-No lo creo.

-Sí; ¡por mi vida!, murieron de hambre.

El banquero acordóse entonces del anciano que, durante sus horas de alucinamiento, veía a través de las ventanas de la pobre cabaña llorar en el lecho. Golpeóse la frente contra el suelo, dando un gemido.

-Sí -dijo-, es verdad. Hay quienes han sufrido más que yo, pero al menos eran mártires.

-¿Es que al fin os arrepentís? -dijo una voz sombría y solemne, que hizo erizarse los cabellos en la cabeza de Danglars.

Su mirada débil trató de distinguir los objetos, y vio detrás del bandido un hombre envuelto en una capa, y oculto tras una pilastra de piedra.

-¿De qué tengo que arrepentirme? -balbució Danglars.

-Del mal que me habéis hecho -dijo la misma voz.

-¡Oh, sí; me arrepiento, me arrepiento! -exclamó el banquero. Y se golpeó el pecho con el puño desfallecido.

-Entonces os perdono -dijo el hombre soltando la capa y dando algunos pasos para colocarse ante la luz.

-¡El conde de Montecristo! -dijo Danglars, más pálido de terror, que lo que estaba un momento antes de hambre y de miseria.

-Os engañáis, no soy el conde de Montecristo.

-¿Quién sois, entonces?

-Soy el que habéis vendido, entregado, deshonrado, cuya mujer amada habéis prostituído, al que habéis pisoteado para poder encumbraros y alzaros con una gran fortuna, cuyo padre habéis hecho morir de hambre, a quien condenasteis a morir del mismo modo, y que, sin embargo, os perdona, porque tiene asimismo necesidad de ser perdonado: soy ¡Edmundo Dantés!

Danglars lanzó un grito y cayó de rodillas.

-¡Levantaos! -dijo el conde-, tenéis salvada la vida. No han tenido igual suerte vuestros dos cómplices. Uno está loco, otro muerto. Quedaos con los cincuenta mil francos que os restan, os los doy. En cuanto a los cinco millones robados a los hospicios, les han sido ya restituidos por una mano desconocida. Ahora comed y bebed. Esta noche os doy hospedaje.

Después, el conde se volvió y dijo:

-Vampa, cuando ese hombre esté satisfecho, que se vaya libremente.

Danglars permaneció prosternado mientras el conde se alejaba; cuando levantó la cabeza, solamente vio una especie de sombra que desapareció por el corredor y ante la cual se inclinaban los bandidos.

Según había dispuesto el conde, Danglars se vio servido por Vampa, quien mandó traerle el mejor vino y los más exquisitos manjares de Italia, y después, haciéndole montar en su silla de posta, le dejó en el camino, arrimado a un árbol. Así permaneció sin saber dónde se hallaba. Entonces vio que estaba cerca de un arroyo, y como tenía sed, se arrastró hasta él. Al bajarse para beber, vio en el espejo de las aguas que sus cabellos se habían vuelto blancos.



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