El conde de Montecristo: 5-16

El conde de Montecristo
Quinta parte: La mano de Dios
Capítulo 16​
 de Alejandro Dumas
Capítulo dieciseis
La partida

Los sucesos que acababan de ocurrir preocupaban a todo París. Manuel y su esposa hablaban de ellos con una sorpresa bien natural en el salón de la calle de Meslay. Enlazaban entre sí las tres catástrofes, tan repentinas como inesperadas, de Morcef, de Danglars y de Villefort.

Maximiliano, que había venido a visitarles, les escuchaba, o más bien asistía a su conversación, sumido en su acostumbrada insensibilidad.

-En verdad -decía Julia- que podría creerse, Manuel, que todas esas gentes tan ricas, tan dichosas ayer, habían olvidado en el cálculo sobre el que establecieron su fortuna, su ventura y su consideración, la parte del genio malo, y que éste, como las hadas malditas de los cuentos de Perrault, a quienes se deja de convidar a alguna boda o algún bautizo, se ha aparecido de repente para vengarse de un fatal olvido.

-¡Cuántos desastres! -decía Manuel, pensando en Morcef y en Danglars.

-¡Cuántos sufrimientos! -decía Julia, recordando a Valentina, a quien por un instinto de su sexo, no quería mentar delante de su hermano.

-Si es Dios quien les ha castigado -decía Manuel-, es porque Dios, bondad suprema, no ha hallado nada en el pasado de estas gentes que merezca la atenuación de la pena, es porque esas gentes estaban malditas.

-¿No eres muy temerario en tus juicios, Manuel? -dijo Julia-. Cuando mi padre, con la pistola en la mano, estaba dispuesto a saltarse la tapa de los sesos, si alguien hubiese dicho como tú ahora: “Este hombre ha merecido su pena”, ¿no se habría equivocado?

-Sí; pero Dios no ha permitido que nuestro padre sucumbiera, como no permitió que Abraham sacrificase a su hijo. Al Patriarca, como a nosotros, envió un ángel que cortase en la mitad del camino las alas de la muerte.

No bien acababa de pronunciar estas palabras cuando se oyó el sonido de la campana. Era la señal dada por el conserje de que llegaba una visita. Casi al mismo tiempo se abrió la puerta del salón, y el conde de Montecristo apareció en el umbral. Dos gritos de alegría salieron al mismo tiempo de los dos jóvenes. Maximiliano levantó la cabeza y la dejó caer abatida sobre el pecho.

-Maximiliano -dijo el conde, sin parecer notar las diferentes impresiones que su presencia causaba en los huéspedes-, vengo a buscaros.

-¿A buscarme? -dijo Morrel, como saliendo de un sueño.

-Sí -dijo Montecristo-; ¿no habíamos convenido en que os llevaría, y no os previne ayer que estuvieseis preparado?

-Heme aquí -dijo Maximiliano-, había venido a decirles adiós.

-Y ¿dónde vais, señor conde? -dijo Julia.

-A Marsella, primero, señora.

-¿A Marsella? -repitieron a la vez ambos jóvenes.

-Sí, y me llevo a vuestro hermano.

-¡Ay!, señor conde -dijo Julia-, devolvédnoslo ya restablecido.

Morrel se volvió para ocultar una viva turbación.

-¿Estabais advertida de que se hallaba malo? -dijo el conde.

-Sí -respondió la joven-, y temo se enoje con nosotros.

-Le distraeré -siguió el conde.

-Estoy dispuesto -dijo Maximiliano-. ¡Adiós, mis buenos amigos; adiós, Manuel, adiós, Julia!

-¿Cómo, adiós? -exclamó Julia-, ¿partís así, de repente, sin preparativos, sin pasaporte?

-Esas son las dilaciones que aumentan el pesar de las separaciones -dijo el conde-, y Maximiliano estoy seguro de que ha debido prevenirse de todo, ya se lo había encargado.

-Tengo mi pasaporte y están hechas las maletas -dijo Morrel con su monótona calma.

-Muy bien -dijo Montecristo sonriéndose-; con esto ha de conocerse la exactitud de un buen soldado.

-¿Y nos dejáis ahora? -dijo Julia-, ¿al instante?, ¿sin darnos un día?, ¿una hora siquiera?

-Mi carruaje está a la puerta, señora. Es necesario que me halle en Roma dentro de cinco días.

-¡Pero Maximiliano no va a Roma! -dijo Manuel.

-Voy donde quiera el conde llevarme -dijo Morrel con triste sonrisa-, le pertenezco todavía un mes.

-¡Oh, Dios mío!, ¿qué significa eso, señor conde?

-Maximiliano me acompaña -dijo el conde con su persuasiva afabilidad-, tranquilizaos sobre vuestro hermano.

-¡Adiós, hermana! -dijo Morrel-, ¡adiós, Manuel!

-Siento una angustia... -dijo Julia-; ¡oh, Maximiliano, Maximiliano!, ¡tú nos ocultas algo!

-¿Vamos? -dijo Montecristo-; le veréis volver alegre, risueño, gozoso.

Maximiliano lanzó a Montecristo una mirada casi desdeñosa, casi irritada.

-¡Partamos! -dijo el conde.

-Antes de que partáis, señor conde -dijo Julia-, permitidnos deciros todo lo que el otro día...

-Señora -replicó el conde, tomándole ambas manos-, todo lo que me diríais no equivaldría nunca a lo que leo en vuestros ojos, lo que vuestro corazón ha pensado, lo que el mío ha comprendido. Como los bienhechores de novela, debería haber partido sin volver a veros, pero esta virtud superaba todas mis fuerzas, porque soy hombre débil y vanidoso, porque la mirada húmeda, alegre y tierna de mis semejantes me produce un bien. Ahora parto, y llevo mi egoísmo hasta deciros: No me olvidéis, amigos míos, porque no me volveréis a ver.

-¿No volveros a ver? -exclamó Manuel, mientras rodaban dos gruesas lágrimas por las mejillas de Julia-. ¡No volver a veros! ¡Pero no es un hombre, es un dios quien nos deja, y este dios va a subir al cielo después de haberse presentado en la tierra para hacer el bien!

-No digáis eso -repuso con vehemencia Montecristo-, no digáis eso, amigos míos. Los dioses no hacen jamás el mal. Los dioses se detienen donde quieren detenerse, la casualidad no es más fuerte que ellos, y ellos son por el contrario los que sujetan la suerte. No, yo soy un hombre, Manuel, y vuestra admiración es tan injusta como vuestras palabras son sacrílegas.

Apretando contra sus labios la mano de Julia, que se precipitó en sus brazos, tendió la otra mano a Manuel. Después, arrancándose de esta casa, dulce nido cuyo huésped era la felicidad, llevó tras sí, con una señal, a Maximiliano, pasivo, insensible y consternado, como lo estaba desde la muerte de Valentina.

-¡Devolved la alegría a mi hermano! -dijo Julia al oído de Montecristo.

Montecristo le estrechó la mano como lo había hecho once años antes en la escalera que conducía al despacho de Morrel.

-¿Confiáis siempre en Simbad el Marino? -preguntó sonriéndose.

-¡Sí!, ¡sí!

-Pues bien, descansad en la paz y confianza del Señor.

Como hemos dicho, esperaba la silla de posta. Cuatro caballos vigorosos erizaban las crines y golpeaban con impaciencia el pavimento.

Alí estaba esperando abajo con el rostro reluciente de sudor. Parecía llegar de una larga carrera.

-¡Y bien! -le preguntó el conde en árabe-, ¿estuviste en casa del anciano?

Alí hizo señal afirmativa.

-¿Y desplegaste la carta a sus ojos tal como te dije?

-Sí -dijo respetuosamente el esclavo.

-¿Y qué ha dicho, o por mejor decir, qué ha hecho?

Alí se puso a la luz de modo que su señor pudiera verle, e imitando con su delicada inteligencia la fisonomía del anciano, cerró los ojos como hacía Noirtier cuando quería decir: ¡sí!

-¡Bien!, es que acepta -dijo Montecristo-, ¡partamos!

Apenas había pronunciado esta palabra, cuando ya el carruaje corría y los caballos hacían estremecer el empedrado despidiendo multitud de chispas.

Maximiliano se acomodó en su rincón sin decir una palabra.

Transcurrió media hora. Detúvose el carruaje repentinamente. El conde acababa de tirar del cordón de seda que estaba sujeto a un dedo de Alí. El nubio bajó y abrió la portezuela.

La noche estaba hermoseada por millares de estrellas. Estaban en lo alto del monte de Villejuif, sobre el plano donde París, como una mar sombría, agita los millares de luces que parecen olas fosforescentes, olas en efecto, olas más bulliciosas, más apasionadas, más movibles, más furiosas, más áridas que las del océano irritado, olas que no conocen la calma como las del vasto mar, olas que chocan siempre, que espumean siempre, que sepultan siempre...

El conde quedó solo y a una señal de su amo, el carruaje avanzó un trecho.

Entonces estuvo un rato con los brazos cruzados, contemplando la fragua en donde se funden, retuercen y modelan todas las ideas que se lanzan como desde un centro hirviente para correr a agitar el mundo. Después de posar su mirada sobre aquella Babilonia de poetas religiosos y de fríos materialistas:

-¡Gran ciudad! -exclamó inclinando la cabeza y juntando las manos como para orar-, no hace seis meses que crucé tus umbrales. Creo que el espíritu de Dios me había traído, y que me vuelve triunfante. El secreto de mi presencia en tus muros se lo he confiado al Dios que solamente puede leer en mi corazón. El solo conoce que me alejo de aquí sin odio ni orgullo, pero no sin recuerdos. Sólo El sabe que no he hecho use ni por mí ni por vanas causas del poder que me había confiado. ¡Oh, gran ciudad!, ¡en tu seno palpitante he hallado lo que buscaba; minero incansable, he removido tus entrañas para extraer de ellas el mal; al presente mi obra está cumplida, mi misión terminada; al presente no puedes ofrecerme alegrías ni dolores! ¡Adiós, París, adiós!

Sus ojos se extendieron aún por la vasta llanura como la mirada de un genio nocturno. Después, pasando la mano por la frente, subió al carruaje, que se cerró tras él, y que desapareció bien pronto por el otro lado de la pendiente entre un torbellino de polvo y ruido.

Anduvieron diez leguas sin pronunciar una sola palabra. Morrel dormía, Montecristo le miraba dormir.

-Morrel -le dijo el conde-, ¿os arrepentís de haberme seguido?

-No, señor conde, pero dejar París... En París es donde Valentina reposa, y perder París es perderla por segunda vez.

-Los amigos que perdemos no reposan en la tierra, Maximiliano -dijo el conde-, están sepultados en nuestro corazón, y es Dios quien lo ha querido así para que siempre nos acompañen. Yo tengo dos amigos que me acompañan siempre también. El uno es el que me ha dado la vida, el otro es el que me ha dado la inteligencia. El espíritu de los dos vive en mí. Les consulto en mis dudas, y si hago algún bien, a sus consejos lo debo. Consultad la voz de vuestro corazón, Morrel, e inquirid de ella si debéis continuar poniendo tan mal semblante.

-La voz de mi corazón es bien triste, amigo mío -dijo Maximiliano-, y no me anuncia más que desgracias.

-Es propio de los espíritus débiles el ver todas las cosas a través de un velo. El alma se forma a sí misma sus horizontes. Vuestra alma es sombría, y os presenta un cielo borrascoso.

-Quizás esto sea cierto -dijo Maximiliano.

Y cayó de nuevo en su estupor.

El viaje se hizo con aquella maravillosa rapidez, que era una de las propensiones del conde. Las ciudades se presentaban como sombras en su camino. Los árboles, sacudidos por los primeros vientos de otoño, parecían ir delante de ellos como gigantes desgreñados, y huían rápidamente cuando eran alcanzados. A la mañana siguiente llegaron a Chalons, donde les esperaba el vapor del conde. Sin perder un instante, el carruaje fue transportado a bordo. Los dos viajeros quedaron embarcados.

El buque estaba cortado de tal modo que parecía una piragua India. Sus dos ruedas parecían dos alas, con las cuales cortaba el agua como un ave viajera. Morrel mismo sentía una especie de desvanecimiento con la celeridad, y a veces el viento, que hacía flotar sus cabellos, parecía disipar por un momento las nubes de su frente.

En cuanto al conde, a medida que se alejaba de París, parecía rodearse como de una aureola con una serenidad casi sobrehumana. Hubiérasele tenido por un desterrado que regresaba a su patria.

Bien pronto Marsella, blanca, erguida, airosa. Marsella, la hermana menor de Tiro y de Cartago, y que las sucedió en el imperio del Mediterráneo. Marsella, más joven cuanto más envejece, presentóse ante sus ojos. Eran para ambos aspectos fecundos en recuerdos, la torre redonda, el fuerte de San Nicolás, la fonda de la ciudad de Puget, el puerto del muelle de ladrillo en donde los dos habían jugado en la niñez.

Así, de común acuerdo, se detuvieron ambos sobre la Cannebière.

Un navío partía para Argel. Los fardos, los pasajeros agolpados sobre el puente, la multitud de parientes, de amigos que se decían adiós, que gritaban y lloraban, espectáculo siempre conmovedor, aun para los que asisten diariamente a él. Este movimiento no pudo distraer a Maximiliano de una idea que se había apoderado de él, desde el instante en que puso el pie sobre el muelle.

-Mirad -dijo, tomando por el brazo a Montecristo-, he aquí el punto donde se detuvo mi padre cuando el Faraón entró en el puerto. Aquí el bravo, a quien salvasteis de la muerte y del deshonor, se arrojó a mis brazos; siento aún la impresión de sus lágrimas sobre mi rostro, y no lloraba solo, mucha gente lloraba al vernos.

Montecristo se sonrió.

-Allí estaba yo -dijo, mostrando a Morrel el ángulo de una calle.

Al decir esto, y en la dirección que indicaba el conde, se oyó un gemido doloroso, y se vio a una mujer que hacía una señal a un pasajero del navío que partía. Esta mujer estaba cubierta con un velo.

Montecristo la siguió con los ojos con tal emoción que Morrel habría visto fácilmente si no hubiese tenido los ojos fijos sobre el navío, en dirección opuesta a aquella en que miraba el conde.

-¡Oh!, ¡Dios mío! -exclamó Morrel-; no me engaño, ese joven que saluda con el sombrero, ese joven de uniforme, con una charretera de subteniente, ¡es Alberto de Morcef!

-Sí -dijo Montecristo-; lo había conocido.

-¿Cómo?, ¡si miráis al lado opuesto!

El conde se sonrió, como hacía cuando no quería responder. Y sus ojos se dirigieron a la mujer embozada, que desapareció a la vuelta de la calle. Entonces se volvió.

-Caro amigo -dijo Montecristo-, ¿no tenéis nada que hacer en este lugar?

-Tengo que llorar sobre la tumba.

-Está bien. Id y esperadme allá abajo, me reuniré con vos.

-¿Me dejáis?

-Sí..., tengo también una piadosa visita que hacer.

Morrel dejó caer la mano sobre la que le tendía el conde. Después, con un movimiento de cabeza, cuya melancolía sería imposible describir, le dejó y se dirigió al Este de la ciudad.

El conde dejó alejarse a Maximiliano, permaneciendo en el mismo sitio hasta que desapareció.

Dirigióse luego hacia las alamedas de Meillán, a fin de hallar la casita que al principio de esta historia ha debido hacerse familiar a nuestros lectores.

Levántase aún a la sombra de la gran alameda de tilos, que sirve de paseo a los marselleses ociosos, tapizada de extensos vástagos de parra que crecen sobre la piedra amarilla por el ardiente sol del mediodía, con sus brazos ennegrecidos y descarnados por la edad. Dos filas de piedras gastadas por el rote de los pies conducían a la puerta de entrada, puerta formada de tres planchas, que nunca, a pesar de su separación anual, habían reconocido pintura alguna, y esperaban pacientemente que la humedad las reuniese.

Esta casa, encantadora a pesar de su vejez, risueña, a pesar de su mísera apariencia, era la misma que habitaba en otro tiempo el padre de Dantés. El anciano habitaba sólo el piso superior, y el conde había puesto toda la casa a disposición de Mercedes.

Allí entró la mujer de largo velo que Montecristo había visto alejarse del navío que zarpaba, cerrando la puerta en el momento mismo en que él doblaba la esquina, de suerte que la vio desaparecer en el momento de encontrarla. Para él todos los pasos eran desde antiguo conocidos. Sabía mejor que nadie abrir aquella puerta, cuyo pestillo interior se levantaba con un clavo largo. Así entró, sin llamar, sin el menor aviso, como un amigo, como un huésped. Al fin de un sendero enladrillado veíase, rico de luz y de colores, un pequeño jardín, el mismo donde, en el plazo designado, Mercedes había hallado la suma, cuyo depósito el conde con su delicadeza había hecho subir a veinticuatro años. Desde el umbral de la puerta de la calle se distinguían los primeros árboles del jardín.

Al entrar el conde de Montecristo percibió un suspiro parecido a una queja. Este suspiro atrajo su mirada, y sobre una tuna de jazmín de Virginia de follaje espeso y de largas flores purpúreas, vio a Mercedes inclinada y llorando.

Había levantado su velo, y la faz del cielo, el rostro oculto entre las manos, dando curso a sus suspiros y sollozos, por tanto tiempo contenidos en presencia de su hijo. El conde avanzó unos pasos, y pudieron oírse sus pisadas. Mercedes levantó la cabeza y lanzó un grito de esparto al ver a un hombre ante sí.

-Señora -dijo Montecristo-, no está en mí poder traeros la ventura, pero os ofrezco un consuelo. ¿Os dignaréis aceptarlo como de un amigo?

-Soy, en efecto, muy desventurada -respondió Mercedes-, sola en el mundo..., no tenía más que un hijo y me ha dejado.

-Ha hecho bien, señora -replicó el conde-, y tiene un noble corazón. Ha comprendido que todo hombre debe un tributo a la patria. Unos su talento, otros su industria, éstos sus vigilias, aquellos su sangre. Permaneciendo a vuestro lado, habría consumido una vida inútil. No habría podido acostumbrarse a vuestros dolores. Se hubiera hecho ocioso por indolencia. Se hará grande y fuerte luchando contra su adversidad, que cambiará en fortuna. Dejadle reconstituir vuestro porvenir para los dos, señora. Me atrevo a asegurar que está en manos seguras.

-¡Oh! -dijo la mujer, moviendo tristemente la cabeza-, esta fortuna de que me habláis, y que ruego a Dios le conceda desde el fondo de mi alma, no la gozaré yo. Han fracasado tantas cosas en mí y a mi alrededor, que me siento cerca de la tumba. Habéis hecho bien, señor conde, en traerme al punto donde era dichosa; donde una ha sido dichosa debe morir.

-¡Ay! -dijo el conde-, todas vuestras palabras, señora, caen amargas y abrasadoras sobre mi corazón, tanto más amargas y abrasadoras cuanto que vos tenéis razón para odiarme. He causado todos vuestros males, no me lloréis en vez de acusarme. Me haríais aún más desdichado.

-¿Odiaros, acusaros a vos, Edmundo? ¿Odiar, acusar al hombre que salvó la vida de mi hijo, porque era vuestra intención fatal y sangrienta, no es verdad? ¿Matar al señor de Morcef, el hijo de que estaba tan orgullosa? ¡Oh!, miradme, y veréis si hay en mí la apariencia de una reconvención.

El conde levantó la mirada y la posó en Mercedes, que medio en pie, extendía sus dos manos hacia él.

-¡Oh!, miradme -continuó, con un sentimiento de profunda melancolía-, puede resistirse hoy el brillo de mis ojos; no es éste el tiempo en que yo venía a sonreír a Edmundo Dantés, que me esperaba allá arriba, en la ventana del tejado, bajo la cual habitaba su anciano padre... Desde entonces, cuántos días dolorosos han pasado abriendo un abismo de pesares entre él y yo. ¡Acusaros, Edmundo, odiaros, amigo mío, no! A mí es a quien acuso y odio. ¡Oh!, ¡miserable de mí! -exclamó juntando las manos y levantando los ojos al cielo-. He sido castigada... Tenía religión, inocencia, amor, estas tres venturas de los ángeles, y, miserable de mí, dudo de Dios.

Montecristo dio un paso hacia ella, y le tendió la mano en silencio.

-No -dijo ella, retirando suavemente la suya-, no, amigo mío, no me toquéis. Me habéis perdonado, y sin embargo, de todos aquellos a quienes habéis herido, yo era la más culpable. Todos los demás han obrado por odio, por codicia, por egoísmo; yo, por maldad. Ellos deseaban, yo he tenido miedo. No, no estrechéis mi mano, Edmundo; meditáis alguna palabra afectuosa, lo siento, no la digáis, guardadla para otra, ¡yo no soy digna, yo...! Mirad -descubrió de repente su rostro-, ved, la desgracia ha puesto mis cabellos grises. Mis ojos han vertido tantas lágrimas que están rodeados de venas violáceas, mi frente se arruga. Vos, por el contrario, Edmundo, vos sois siempre joven, siempre hermoso, siempre altivo. Es que habéis tenido fe, es que habéis tenido fuerza, es que habéis descansado en Dios, y Dios os ha sostenido. Yo he sido malvada; he renegado, Dios me ha abandonado y aquí veis el resultado.

Mercedes rompió en lágrimas. El corazón de la mujer se despedazaba al choque de los recuerdos. Montecristo asió su mano, y la besó respetuosamente, pero Mercedes notó que este beso carecía de ardor, como el que el conde pudiera haber estampado en la mano de mármol de la estatua de una santa.

-Hay -continuó- existencias predestinadas, cuya primera falta destroza todo su porvenir. Os creía muerto, ¡y debería haber muerto yo también!, porque ¿para qué ha servido que yo llevase eternamente vuestro duelo en mi corazón?, para convertir a una mujer de treinta y nueve años en una mujer de cincuenta. He aquí todo. ¿De qué sirve que sola entre todos, habiéndoos reconocido, haya salvado únicamente a mi hijo? ¿No debía también salvar al hombre, por culpable que fuese, a quien había aceptado por esposo? No obstante, le he dejado morir, ¿qué digo? ¡Dios mío! ¡He contribuido a su muerte con mi torpe insensibilidad, con mi desprecio, no recordando, no queriendo recordar que por mí se hizo traidor y perjuro! ¿De qué sirve en fin que haya acompañado a mi hijo hasta aquí, cuando aquí le abandono, cuando aquí le dejo partir solo, cuando le entrego a la devoradora tierra de África? ¡Oh!, he sido malvada, ¡os lo aseguro!, he renegado de mi amor, y como los renegados, comunico la desgracia a cuanto me rodea.

-No, Mercedes -dijo Montecristo-, no; tened mejor opinión de vos misma. No, vos sois una noble y santa mujer, y me habíais desarmado con vuestro dolor; pero tras de mí, invisible, desconocido, irritado, estaba Dios, de quien yo no era más que mandatario, y que no ha querido contener el rayo que yo mismo había arrojado. ¡Oh!, juro ante el Dios a cuyos pies hace diez años me prosterno diariamente, juro a Dios que os había hecho el sacrificio de mi vida, y con mi vida, de los proyectos a ella encadenados. Pero lo digo con orgullo, Mercedes, Dios tenía necesidad de mí, y he vivido. Examinad el pasado y el presente, tratad de adivinar el porvenir, y ved que soy el instrumento del Señor. Las más terribles desventuras, los más crueles sufrimientos, el abandono de todos los que me amaban, la persecución de los que no me conocen, he aquí la primera parte de mi vida. Luego, inmediatamente después, el cautiverio, la soledad, la miseria. Después el aire, la libertad, una fortuna tan brillante, tan fastuosa, tan desmesurada, que a no ser ciego he debido pensar que Dios me la enviaba en sus grandes designios. Tal fortuna me pareció un sacerdocio, y no hubo un pensamiento en mí para esta vida, de que vos, pobre mujer, vos habéis acaso saboreado la dulzura; ni una hora de calma, ni una sola, me sentía lanzado como la nube de fuego, pasando desde el cielo a abrasar las ciudades malditas. Como los aventureros capitanes que se embarcan para un viaje peligroso, para una osada expedición, preparé víveres, cargué las armas, reuní los medios de ataque y defensa, habituando mi cuerpo a los ejercicios más violentos, mi alma a las cosas más rudas, ejercitando mi brazo en dar muerte, mis ojos en ver sufrir, mis labios a la sonrisa ante los aspectos más terribles. De bueno, confiado y olvidadizo que era, me hice vengativo, disimulado, perverso, o más bien impasible como la sorda y ciega fatalidad. Entonces me arrojé por el sendero que me estaba abierto, franqueé el espacio, llegué al término. ¡Horror para los que he hallado en mi camino!

-¡Basta! -dijo Mercedes-, ¡basta, Edmundo! Creed que la única que ha podido reconoceros, sólo ella ha podido también comprenderos. ¡Oh, Edmundo!, ¡la que ha sabido reconoceros, la que ha podido comprenderos, ésta, aunque la hubieseis encontrado en vuestro camino y la hubieseis estrellado como un vaso, ésta ha debido admiraros, Edmundo! Como hay un abismo entre mí y el pasado, hay un abismo entre vos y los demás hombres; y mi más dolorosa tortura, os lo digo, es la de comparar, porque no hay nada en el mundo que equivalga a vos, que a vos se asemeje. Ahora decidme adiós, y separémonos, Edmundo.

-Antes de que os deje, ¿qué es lo que deseáis, Mercedes? -inquirió Montecristo.

-No deseo más que una cosa, Edmundo: que mi hijo sea dichoso.

-Rogad al Señor, que tiene la existencia de los hombres entre sus manos, que aleje de él la muerte, yo me encargo de lo demás.

-Gracias, Edmundo.

-¿Pero vos, Mercedes?

-¡Yo! No tengo necesidad de nada, vivo entre dos tumbas: una de Edmundo Dantés, muerto hace bastante tiempo; ¡le amaba! Esta palabra no sienta bien a mi labio helado, pero mi corazón recuerda constantemente, y por nada del mundo querría borrar de él este recuerdo. La otra es la de un hombre muerto por Edmundo Dantés. Aplaudo al matador, pero debo rogar por el muerto.

-Vuestro hijo será dichoso, señora -repitió el conde.

-Entonces seré tan dichosa como puedo llegar a ser -aseguró Mercedes.

-Pero..., en fin..., ¿qué haréis?

Mercedes sonrió tristemente.

-Deciros que viviré en este país como la Mercedes de otro tiempo, es decir, trabajando, no lo creeréis. No sé más que orar, pero no necesito trabajar. El pequeño tesoro por vos escondido ha sido hallado en el lugar que designasteis. Se indagará quién soy, se preguntará qué hago, se indagará cómo vivo. ¿Qué importa? Es un asunto guardado entre Dios, vos y yo.

-Mercedes -dijo el conde-, no os hago una reconvención, pero habéis exagerado el sacrificio abandonando la fortuna acumulada por el señor Morcef, y cuya mitad correspondía de derecho a vuestra economía y desvelos.

-Comprendo lo que vais a proponerme, pero no puedo aceptar, Edmundo; mi hijo me lo prohibiría.

-Así me guardaré bien de hacer nada por vos que no merezca la aprobación del señor Alberto de Morcef. Sabré sus intenciones y me someteré a ellas. Pero si acepta lo que deseo hacer, ¿le imitaréis sin repugnancia?

-Ya sabéis, Edmundo, que no soy una criatura pensadora. Resolución no la hay en mí más que para no determinarme nunca. Dios me ha atormentado tanto en sus borrascas, que he perdido la voluntad. Me hallo entre sus manos como una avecilla en las garras del águila. No quiere que muera, puesto que vivo. Si me envía auxilio, es porque querrá, y yo lo recibiré.

-¡Pensad, señora -dijo Montecristo-, que no es así como se adora a Dios! Dios quiere que se le comprenda y que se le discuta su poder. Por esto nos ha dado el libre albedrío.

-¡Desventurado! -exclamó Mercedes-, no me habléis así. Si yo creyese que Dios me ha dado el libre albedrío, ¿qué me quedaba para librarme de la desesperación?

El conde palideció ligeramente, y bajó la cabeza, agobiado por la vehemencia de este dolor.

-¿No queréis decirme hasta la vuelta? -exclamó, tendiéndole la mano.

-Sí, Edmundo, os digo hasta la vuelta -replicó Mercedes señalando hacia el cielo con ademán solemne-; esto es probaros que espero todavía.

Y después de tocar la mano del conde con la suya temblorosa, Mercedes descendió apresuradamente la escalera, y desapareció a los ojos de Edmundo.

Montecristo salió entonces lentamente de la casa y tomó el camino del puerto. Pero Mercedes no le vio alejarse, aunque se hallaba ante la ventana de la habitación del padre de Dantés. Sus ojos buscaban a lo lejos el buque que llevaba a su hijo por los vastos mares. Verdad es, sin embargo, que su voz, a pesar suyo, murmuró muy quedo:

-¡Edmundo! ¡Edmundo! ¡Edmundo!



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