El conde de Montecristo: 5-01

El conde de Montecristo
Quinta parte: La mano de Dios
Capítulo 1

de Alejandro Dumas
Capítulo primero
La acusación

El señor d'Avrigny hizo que el magistrado, que parecía cadáver, recobrara en seguida el conocimiento.

-¡Ah! ¡La muerte se ha apoderado de mi casa! -dijo el señor de Villefort.

-Decid más bien el crimen -respondió el doctor.

-¡Señor d'Avrigny! -gritó Villefort-, no puedo expresar lo que pasa por mí en este instante, no sé si es miedo, pesar o locura.

-Sí, lo creo -respondió d'Avrigny con calma-, pero me parece que es tiempo de obrar, es tiempo de que pongamos un dique a ese torrente de mortalidad. En cuanto a mí, me siento incapaz de guardar por más tiempo este secreto, si no es con la esperanza de vengar muy pronto a la sociedad y a las víctimas.

Villefort lanzó en derredor suyo una mirada sombría y murmuró:

-En mi casa -murmuró-, en mi casa.

-Vamos, magistrado -dijo d'Avrigny-, sed hombre. Intérprete de la ley, honraos a vos mismo por medio de una inmolación completa.

-¡Me hacéis estremecer, doctor! ¿Una inmolación?

-Ya lo he dicho.

-¿Sospecháis, pues, que alguien...?

-No sospecho de nadie. La muerte llama a vuestra puerta y va, no ciega, sino inteligente, de cuarto en cuarto, escogiendo sus víctimas. Y bien, sigo sus pasos, adopto la prudencia de los antiguos. Busco por todas partes, porque mi cariño para vos y el respeto a vuestra familia es una doble venda que cubre mis ojos...

-¡Oh!, hablad, hablad, doctor, tendré valor...

-Pues bien, señor, tenéis en vuestra casa, tal vez en el seno de vuestra familia, uno de esos fenómenos espantosos que aparecen una vez cada siglo. Locusta y Agripina, viviendo al mismo tiempo, son una excepción, que prueba el furor con que la Providencia quiso perder de una vez al Imperio romano, manchado con tantos crímenes. Brunequilda y Fredegunda son los resultados del trabajo de una civilización complicada, en la que el hombre aprende a dominar al espíritu por medio del enviado de las tinieblas. Todas estas mujeres habían sido o eran aún hermosas. En su frente había florecido o florecía aún aquella inocencia que se percibe también en la culpable que tenéis en vuestra casa.

Villefort lanzó un agudo grito, juntó sus manos y miró al doctor con ademán suplicante. Este prosiguió:

-Indaga a quién aprovecha el crimen, dice un axioma de jurisprudencia.

-¡Doctor! ¡Desdichado doctor! -exclamó Villefort-. ¡Cuántas veces la justicia de los hombres se ha equivocado debido a esas funestas palabras! Lo ignoro, pero creo que este crimen...

-¡Ah! ¿Confesáis que el crimen existe?

-Sí. Lo reconozco, es preciso. Pero dejadme continuar. Me parece que este crimen recae sobre mí y no sobre las víctimas. Sospecho algún desastre para mí en medio de todo esto.

-¡Oh, hombre! -murmuró d'Avrigny-, el más egoísta de todos los animales, la más personal de todas las criaturas, que crees siempre que la tierra se mueve, que el sol brilla y que la muerte siega solamente para ti. Hormiga maldiciendo a Dios desde el tallo de una hierbecilla. Y los que han perdido la vida, ¿nada perdieron? El señor y la señora de Saint-Merán, el señor Noirtier...

-¿Cómo el señor Noirtier?

-Sí. ¿Creéis por ventura que fue al desgraciado criado al que quisieron envenenar? No, no; como el Polonio de Shakespeare, ha muerto por otro. El señor Noirtier debía beber la limonada y la bebió según el orden lógico de las cosas. El otro sólo la tomó por casualidad y aunque Barrois es el muerto, el señor Noirtier era el que debía morir.

-Pero ¿cómo no ha sucumbido mi padre?

-Ya os lo dije una tarde en el jardín después de la muerte de la señora de Saint-Merán: porque su cuerpo está acostumbrado a ese veneno. Porque la dosis insignificante para él, es mortal para cualquier otro. En fin, porque nadie sabe, ni aun el asesino, que desde hace un año estoy combatiendo con la nuez de San Ignacio la parálisis del señor Noirtier, mientras que el asesino no ignora que es un veneno sumamente activo.

-¡Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó Villefort.

-Seguid los pasos del criminal. Este mata al señor de Saint-Merán.

-¡Oh! ¡Doctor!

-Lo juraría. Lo que se me ha dicho sobre los síntomas está de acuerdo con lo que yo he visto.

Villefort dejó de contradecir y lanzó un gemido sordo.

-Mata al señor de Saínt-Merán -repitió el doctor-, asesina también a la señora de Saint-Merán. El fruto debe ser una herencia doble.

Villefort enjuga el copioso sudor de su frente.

-Escuchad atentamente.

-¡Desdichado de mí! No pierdo una sola palabra.

-El señor Noirtier -siguió con su tono despiadado- había intentado, antes de ahora, perjudicaros tanto a vos como a vuestra familia, dejando sus bienes a los pobres. Nada se espera de él, y esto le salva. Pero no bien ha destruido su principal testamento, no bien ha hecho el segundo, cuando de miedo que haga un tercero, se le Mere. Su testamento es de anteayer, creo; veis que no han perdido el tiempo.

-¡Oh, piedad, señor d'Avrigny!

-Nada de piedad, señor. El médico tiene una misión sagrada sobre la tierra, y para cumplirla debidamente es preciso que se remonte hasta el principio de la vida y baje hasta las tenebrosas regiones de la muerte. Cuando se ha cometido un crimen, y Dios espantado sin duda aparta su vista del criminal, el médico debe decir: ¡Vedle ahí!

-¡Gracia para mi hija! -dijo el señor de Villefort.

-¡Veis bien que vos, su padre mismo, la nombráis!

-¡Gracia por Valentina! Escuchad, es imposible. Mejor querría acusarme a mí mismo. Valentina, un corazón tan puro, una azucena en la inocencia...

-No hay gracia, señor procurador del rey. El delito es evidente y manifiesto, la señorita de Villefort ha empaquetado las medicinas que se enviaron al señor de Saint-Merán, y él ha muerto. La señorita de Villefort preparó las tisanas que se administraron a la señora de Saint-Merán, y ella murió. Recibió de las manos de Barrois la botella de limonada que su abuelo toma todas las mañanas, y este anciano ha escapado milagrosamente. Es culpable. Es una envenenadora. Señor procurador del rey, cumplid con vuestro deber, yo os denuncio a la señorita de Villefort.

-Doctor, no os resisto más; no me defiendo, pero por piedad, compadeceos de mi vida, de mi honor.

-Hay circunstancias, señor de Villefort -respondió el médico-, en que yo traspaso los límites de la imbécil circunspección humana. Si vuestra hija hubiese cometido el primer crimen, y la viese prepararse para cometer el segundo, os diría: advertidla, castigadla y que pase el resto de sus días en un convento, entre la oración y las lágrimas. Si fuera su segundo crimen, os diría: señor de Villefort, he aquí un veneno que no conoce la envenenadora. Un veneno para el que no hay antídoto, pronto como el pensamiento, rápido como el relámpago, mortal como el rayo. Dádselo, encomendad su alma a Dios. Salvad de este modo vuestro honor y vuestra vida, porque se atenta contra ella y me parece verla ya acercarse a vuestra cabecera con su hipócrita sonrisa y dulces exhortaciones. ¡Desgraciado si no herís el primero! He aquí lo que os diría, si solamente hubiese asesinado a dos personas.

Pero ha presenciado tres agonías, ha contemplado tres moribundos, se ha arrodillado junto a tres cadáveres. Al verdugo la envenenadora, al verdugo. Me habláis de vuestro honor, y yo os digo que la inmortalidad os espera.

Villefort cayó de rodillas.

-Escuchad -dijo-, no tengo esa fuerza de ánimo que manifestáis y que quizá no tendríais si se tratara de vuestra hija Magdalena.

El médico palideció.

-Doctor, todo hombre nacido de mujer ha venido al mundo para sufrir y morir. Sufriré y esperaré la muerte.

-Cuidado -dijo d'Avrigny-, quizá sería lenta esa muerte..., la veríais acercarse poco a poco, después de haberse llevado a vuestro padre, a vuestra mujer, a vuestro hijo.

Villefort, casi sin conocimiento, apretó el brazo del doctor.

-Escuchadme -le dijo-, compadecedme y socorredme... Presentaos ante un tribunal... No, mi hija no es culpable, os diría siempre... No es culpable, no hay crimen en mi familia... No quiero..., ¿lo oís...?, no quiero que haya un crimen en ella, porque el crimen es como la muerte, jamás viene solo. ¿Qué os importa que muera asesinado? ¿Sois mi amigo? ¿Sois hombre? ¿Tenéis valor...? ¡No; vos sois médico...! Pues bien, os aseguro que no seré yo el que entregue a mi hija a manos del verdugo. ¡Ah!, ¡ved una idea que me devora, que cual un insensato me impele a desgarrar con mis uñas mi pecho...! ¡Y si os engañaseis, doctor, si otro que mi hija...! Si un día me presentase pálido como un espectro a deciros... ¡Asesino! ¡Tú has muerto a mi hija...! Si esto sucediese, soy cristiano, señor d'Avrigny, y sin embargo, os mataría.

-Bien -dijo el doctor, tras un silencio-, esperaré.

Villefort le miró como si dudase aún de sus palabras.

-Sólo que -continuó d'Avrigny, con voz lenta y solemne-, si cualquiera de vuestra familia cae malo, si os sentís vos mismo atacado, no me llaméis, porque no vendré. Quiero compartir con vos este secreto terrible, pero no quiero la vergüenza y el remordimiento que destrozarían mi conciencia, porque estoy seguro de que el crimen y la desgracia fructificarán en vuestra casa.

-¡Es decir, que me abandonáis, doctor!

-Sí, porque no puedo seguiros más lejos y me detengo al pie del cadalso. Llegará el momento en que alguna otra revelación terrible ponga fin a ese espantoso secreto. Adiós.

-Doctor, os ruego...

-Los horrores que manchan vuestra casa la hacen odiosa y fatal. Adiós.

-Una palabra, una sola palabra aún, doctor, me dejáis en una situación espantosa que habéis aumentado con vuestras revelaciones. ¿Qué se dirá de la muerte de este antiguo criado?

-Es verdad -dijo el doctor-, acompañadme.

Salió el primero y le siguió el señor de Villefort. Los demás criados, impacientes, se hallaban en los corredores y escalera por donde debía pasar el doctor.

-Señor -dijo d'Avrigny a Villefort, hablando recio, para que todos lo oyesen-, el pobre Barrois llevaba una vida sedentaria hace algunos años, después de estar acostumbrado a correr a caballo o en coche con su amo por las cuatro partes de Europa, y el servicio monótono, junto a un sillón, ha concluido con su existencia. La sangre ha aumentado, había plétora, le atacó un apoplejía fulminante y me avisaron muy tarde. ¡Ah! -añadió-, tened cuidado de echar al sumidero el vaso de violetas.

Y sin dar la mano a Villefort, sin hablar más, salió acompañado de las lágrimas y lamentos de todas las personas de la casa.

Aquella misma noche todos los criados de Villefort se reunieron en la cocina, hablaron detenidamente, resolvieron presentarse a la señora de Villefort y pedirle permiso para abandonar su servicio. Nada les detuvo, ni aumento de salario, ni nada, nada; a todo respondían:

-Queremos irnos, porque la muerte está rondando esta casa.

Se marcharon, pues, a pesar de los ruegos que les hicieron, no sin dar a conocer con todo el sentimiento el dolor que les causaba dejar a tan buenos amos, y sobre todo a la señorita Valentina, tan buena, tan bienhechora y tan dulce.

A estas palabras Villefort miró fijamente a Valentina. Lloraba ésta, y, ¡cosa extraña!, en medio de la emoción que le causaron estas lágrimas, al mirar a la señora de Villefort, vio agitarse en sus labios una sonrisa fría y siniestra, que pasó por sus delgados labios, como uno de esos meteoros siniestros que corren entre dos nubes en una atmósfera tempestuosa.

La misma tarde del día en que el conde de Morcef salió de casa de Danglars con la vergüenza y la cólera que dejan adivinar la negativa del banquero, el signor Andrés Cavalcanti, con el cabello rizado y lustroso, bigotes retorcidos y guantes blancos, entró casi de pie en su faetón, en el zaguán del banquero, calle de Chaussée d'Antin.

A los diez minutos de su llegada al salón, halló el medio de retirarse con Danglars al hueco de una ventana, y allí, después de un preámbulo sumamente diestro, le expuso los tormentos que sufría desde el viaje que emprendió su noble padre. Desde aquel momento, decía, había hallado en la familia del banquero, que le recibiera como a un hijo, toda la dicha que un hombre debe buscar antes que la efímera satisfacción de un capricho, y en cuanto a la pasión, había tenido la felicidad de leerla en los ojos de la señorita de Danglars. Escuchábale éste con la mayor atención. Hacía dos o tres días que esperaba esta declaración, y al oírla se dilataron sus órbitas, que habían estado cubiertas y sombrías mientras escuchaba a Morcef. Sin embargo, no dejó de hacer algunas concienzudas observaciones al joven antes de acoger su proposición.

-Señor Cavalcanti -le dijo-, sois muy joven para pensar en casaros.

-¡Bah!, no, señor; al menos, a mí no me lo parece. En Italia los grandes señores se casan generalmente muy jóvenes. Es una costumbre lógica. La vida es tan incierta, que la felicidad debe aprovecharse en el momento en que se presenta.

-Y bien, señor -replicó Danglars-, admitiendo que vuestras proposiciones, que me honran ciertamente, gustasen del mismo modo a mi mujer y a mi hija, ¿con quién trataríamos la cuestión de intereses? Me parece es una cuestión importante, y que tan sólo los padres saben tratar de un modo conveniente para la dicha de sus hijos.

-Señor -respondió-, mi padre es un hombre de talento, lleno de prudencia y moderación. Ha previsto el caso probable de que desease establecerme en Francia, y me ha dejado al marchar, con los papeles que aseguran mi identidad, una carta en la que me asegura, en el caso de que escoja una mujer que no tenga motivo para que le disguste, ciento cincuenta mil libras de renta desde el día de mi matrimonio. Lo que vendrá a ser, según cálculo, la cuarta parte de las suyas.

-Yo -dijo Danglars- he tenido siempre intención de dar a mi hija quinientos mil francos de dote. Además, es mi única heredera.

-Ya veis, pues -dijo Cavalcanti-, que todo está arreglado. Suponiendo que mi petición no sea desechada por la señora baronesa de Danglars, ni por la señorita Eugenia, henos, pues, con ciento sesenta y cinco mil libras de renta. Supongamos una cosa: que obtengo del marqués que en lugar de pagarme la renta me dé el capital; esto no será fácil, desde luego, pero puede suceder; vos haréis producir estos dos o tres millones, y dos o tres millones en manos hábiles pueden dar el diez por ciento.

-Nunca tomo capitales más que al cuatro -dijo el banquero-, y algunas veces al tres y medio, pero a mi yerno lo haré al cinco y partiremos los beneficios.

-Perfectamente, querido suegro -dijo Cavalcanti, sin poder ocultar las maneras algo vulgares que de vez en cuando se manifestaban, a pesar de sus esfuerzos, y del barniz aristocrático con que procuraba encubrirlas. Pero volviendo de pronto sobre sí, dijo-: Perdonad, señor; veis que solamente la esperanza me vuelve loco. ¿Qué será la realidad?

-Pero -dijo Danglars, que por su parte no advirtió que esta conversación, tan distinta en su principio, había tomado ya el cariz de un asunto de intereses-, vuestro padre no puede rehusaros una parte de vuestra fortuna.

-¿Cuál? -preguntó el joven.

-La que procede de vuestra madre.

-Es verdad, la que procede de mi madre, Leonor Corsinari.

-¿Y a cuánto podrá ascender?

-Por vida mía -dijo Andrés-, os aseguro que nunca me he ocupado en averiguarlo, pero creo que serán dos millones por lo menos.

Danglars experimentó aquella especie de sofocación causada por el placer y que sienten el avaro, que encuentra un tesoro perdido, o el hombre que está para ahogarse y halla bajo sus pies la tierra firme en lugar de la profundidad en que creía iba a sumergirse.

-Y bien, señor -dijo Andrés, saludando afectuosamente al banquero-, puedo esperar...

-Señor Andrés -respondió éste-, esperad, y creed que si no hay algún obstáculo por parte vuestra que retarde la ejecución, es ya un negocio concluido.

-¡Ah! ¡Me llenáis de alegría! -dijo Andrés.

-¡Pero...! ¿Cómo es que el conde de Montecristo, vuestro padrino en este mundo parisiense, no ha venido con vos al dar este paso?

Cavalcanti se sonrojó imperceptiblemente.

-Vengo de su casa -respondió-, es un hombre muy simpático, pero de una originalidad inconcebible. Ha aprobado mi resolución, me ha dicho que no dudaba un instante que mi padre me daría el capital en vez de la renta, pero me ha dicho formalmente que no daría un paso en persona, y que no echaría sobre sí la responsabilidad de hacer una petición matrimonial, añadiéndome que si alguna vez había sentido tener esta repugnancia, era ahora que se trataba de mí y cuando creía este matrimonio conveniente en todos conceptos. Por lo demás, no quiere hacer nada oficialmente y se reserva responderos cuando le habléis.

-¡Ah!, ¡ah!, está bien.

-Ahora -repuso Andrés con una sonrisa encantadora- he concluido de hablar al suegro y me dirijo al banquero.

-¿Qué queréis de él? Veamos -dijo a su vez sonriendo Danglars.

-Pasado mañana he de cobrar unos cuatro mil francos en vuestra caja, pero el conde ha conocido que el mes que va a empezar me traerá quizá gastos para los que no es bastante mi presupuesto de soltero, y he aquí un pagaré de veinte mil francos, no diré que me ha dado, pero que me ha ofrecido. Está, como veis, firmado por él. ¿Os conviene tomarlo?

-Traedme valor de un millón como éste y todos os los tomaré -dijo Danglars metiendo en su bolsillo el pagaré-; decidme a qué hora queréis que vaya mañana mi criado a vuestra casa con veinticuatro mil francos.

-A las diez, si queréis, lo más temprano, porque pienso ir al campo.

-Sea en buena hora. A las diez, fonda del Príncipe, ¿no es eso?

-Sí.

Al día siguiente, a las diez, los veinticuatro mil francos estaban en poder del joven, puntualidad que hace honor al banquero. Andrés salió en seguida, dejando doscientos francos para Caderousse. Su salida tenía por objeto el evitar encontrarse con su peligroso amigo. Así que por la noche volvió muy tarde, pero no bien puso el pie en la fonda cuando se le presentó el portero, que le esperaba con la gorra en la mano.

-Señor -le dijo-, aquel hombre ha venido.

-¿Qué hombre? -preguntó con indiferencia Andrés, como si hubiese olvidado a aquel a quien tenía demasiado presente.

-Aquel hombre a quien vuestra excelencia da esa pequeña renta.

-¡Ah!, sí, el antiguo criado de mi padre. Y bien, ¿le habéis entregado los doscientos francos que dejé para él?

-Sí, excelencia -respondió, pues Andrés se hacía dar este tratamiento-. Pero -continuó el portero- no ha querido tomarlos.

Cavalcanti palideció. Gracias a la oscuridad de la noche nadie se dio cuenta de ello.

-¿Cómo? -dijo-, ¿no ha querido recibirlos?

Su voz estaba alterada.

-No. Quería hablar con su excelencia. Le dije que habíais salido, insistió, pero finalmente se convenció y me entregó esta carta, que traía preparada.

-Veamos -dijo Andrés, y leyó a la luz de la linterna de su faetón:

Sabes dónde vivo. Te espero en mi casa mañana a las nueve.

Andrés examinó el sello por si había sido abierta, y algún indiscreto había visto el contenido de la carta. Pero la había cerrado de tal modo, y con tales pliegues y dobleces, que para leerla hubiera sido necesario romper el sello y éste estaba intacto.

-Muy bien -dijo-, pobrecito. Es un buen hombre.

Dejando al portero edificado con estas palabras, y sin saber a quién admirar más, si al joven amo o al viejo criado.

-Desengancha y sube -dijo Andrés a su jockey.

El joven subió en dos saltos a su cuarto, quemó la carta de Caderousse y echó al aire las cenizas. Al acabar esta operación entró el criado.

-Tienes mi estatura, ¿verdad, Pedro?

-Tengo esa honra.

Debes tener una librea nueva que te trajeron ayer.

-Sí, señor.

-Tengo que ver a una muchacha, a una griseta, a quien no quiero dar a conocer ni título ni clase. Tráeme tu librea y dame tus papeles, por si es necesario dormir en alguna posada.

Pedro obedeció.

Cinco minutos después Andrés, completamente disfrazado, salió de su casa sin que nadie le conociera, tomó su cabriolé y se dirigió a la posada del Caballo Rojo, en Picpus. Al día siguiente salió de ésta, del mismo modo que había salido de la fonda del Príncipe, esto es, sin que nadie le conociera. Bajó por el arrabal de San Antonio, tomó el arrabal hasta la calle de Menilmontant, detúvose a la puerta de la tercera casa de la izquierda buscando a quien preguntar en ausencia del portero.

-¿A quién buscáis, lindo joven? -le preguntó la frutera de enfrente.

-Al señor Pailletin, señora -respondió Andrés.

-¿Un antiguo panadero? -preguntó la frutera.

-Eso es.

-Al final del patio, al tercer piso a la izquierda.

Andrés tomó el camino que le indicaban, llegó al tercer piso y con una mezcla de impaciencia y malhumor, agitó la campanilla. Al momento la figura de Caderousse apareció en el ventanillo de la puerta.

-¡Ah!, eres puntual -dijo, y descorrió el cerrojo.

-¡Vive Dios! -dijo Andrés al entrar.

Arrojó al suelo la gorra, que rodó por el mismo.

-Vaya, vaya -dijo Caderousse-, no te enfades, chico. He pensado en ti, te he preparado un buen desayuno, todo aquello que más te gusta.

Andrés percibió, en efecto, un olor a cocina, cuyos groseros aromas no dejaban de tener atractivo para un estómago hambriento. Componíase de una mezcla de grasa fresca y ajo, que indicaba los guisados favoritos del populacho provenzal. Además, el de pescado frito, y sobre todo sobresalía la nuez moscada y el clavo. Veíase en la habitaci6n inmediata una mesa con dos cubiertos, dos botellas de vino lacradas y porción de aguardiente en otra botella y una macedonia de frutas colocada con maestría en un plato de porcelana.

-¿Qué te parece, chico? -dijo Caderousse-. ¡Eh! ¡Qué bien huele! ¡Por vida de Baco! Era yo muy buen cocinero allá abajo, ¿te acuerdas? Se lamían los dedos tras mis guisotes, y tú, tú, que has probado mis salsas, no las despreciarás.

Dicho esto, Caderousse se puso a mondar una cebolla.

-Bien, bien -dijo Andrés con muy malhumor-. Si me has incomodado solamente para que almuerce contigo, llévete mil veces el diablo.

-Pero, muchacho -dijo con gravedad Caderousse-, comiendo se habla y además, ingrato, ¿no te gusta pasar un rato con tu amigo? ¡Ah! Yo estoy llorando de alegría.

Caderousse lloraba en efecto, sólo que hubiera sido difícil averiguar si era de alegría o porque el jugo de la cebolla había llegado hasta sus ojos.

-¡Calla, hipócrita! -le dijo Andrés-. ¿Tú me amas?

-Sí, te amo. Lléveme el diablo, es una debilidad -dijo Caderousse-, lo sé, pero no puedo remediarlo.

-Pero ese cariño no te ha impedido el hacerme venir aquí para alguna bribonada de las tuyas.

-Vamos, vamos -dijo Caderousse limpiando el cuchillo de cocina en su delantal-, si no te amase, ¿soportaría esta miserable existencia? Mira, tú traes puesto el vestido de tu criado, cosa que yo no tengo, y me veo obligado a servirme a mí mismo. Haces ascos a mis guisos, porque comes en la mesa redonda de la fonda del Príncipe o en el café de París. Pues bien, yo también podría tener un criado, comer donde se me antojase y me privo de todo, ¿por qué? Por no dar un disgusto a mi Benedetto. Vaya, confiesa que podría hacerlo, ¿verdad? -y una significativa mirada terminó la frase.

-Anda, quiero creer que me amas, pero si es así, ¿por qué me obligas a venir a almorzar contigo?

-Para verte, muchacho.

-Para verme. ¿Y qué necesidad tenías de ello? ¿No tenemos ya arregladas las condiciones de nuestro trato?

-¡Eh!, querido amigo -dijo Caderousse-, hay testamentos que tienen codicilos, pero has venido para almorzar, siéntate y empecemos por hacer los honores a estas sardinas y la manteca fresca. ¡Ah!, miras mi cuarto, mis cuatro sillas de paja y mis grabados a tres francos el cuadro, qué quieres, ésta no es la fonda del Príncipe.

-Vamos, ahora estás disgustado, ya no eres feliz, cuando hace un momento que te contentabas con parecer un panadero que ha dejado el oficio.

Caderousse dio un suspiro.

-Vamos, amigo mío, ¿qué tienes que decir? Has visto realizado tu sueño.

-Lo que tengo que decir, que es un sueño. Un panadero que deja el oficio, mi buen Benedetto, suele ser rico y tener rentas.

-Rentas tienes tú, voto a tal.

-¿Yo?

-Sí. ¿Acaso no te traigo tus doscientos francos?

Caderousse se encogió de hombros.

-Es humillante -dijo-, tener que recibir un dinero que se da de mala gana, un dinero efímero que puede faltarme de hoy a mañana. Bien conoces que tengo que hacer economías para el caso en que tu prosperidad viniese a menos. ¡Ay, amigo mío!, la fortuna es muy veleidosa, como decía el capellán del... regimiento. Yo no ignoro que la tuya es inmensa, buena pieza, puesto que vas a casarte con la hija de Danglars.

-¿Qué es eso de Danglars?

-Lo que oyes, ¡de Danglars! Me parece que no es cosa de que yo diga del barón Danglars. Sería lo mismo que si dijera del conde Benedetto. Danglars era un amigo, y si no tuviera tan mala memoria, debería convidarme a la boda, porque asistió a la mía... ¡Sí, sí, sí, a la mía! ¡Diablo! Entonces no gastaba tantos humos, era dependiente de la casa del señor Morrel. He comido muchos días con él y con el conde de Morcef... Ya ves que tengo buenas relaciones, y que si quisiera cultivarlas nos encontraríamos en los mismos salones.

-Vaya, vaya, los celos te hacen ver visiones, Caderousse.

-Lo que tú quieras, Benedetto mío, pero yo bien sé lo que me digo. Tal vez vendrá día en que yo me ponga también los trapitos de cristianar y llame a la puerta de la casa de algún amigo. Mientras tanto, siéntate y comamos.

Caderousse dio el ejemplo y se puso a almorzar con buen apetito, y haciendo el elogio de todos los platos que servía a su huésped. Este se resignó al parecer. Destapó con mucho desenfado las botellas y dio un avance a un guisado de pescado y al bacalao asado con alioli.

-Compadre -dijo Caderousse-, creo que haces buenas migas con tu antiguo cocinero.

-Ya lo creo -dijo Andrés, en quien, como joven y vigoroso, podía más que nada el apetito.

-¿Y te gusta eso, buena pieza?

-Me gusta tanto que no puedo alcanzar cómo un hombre que guisa y come tan buenas cosas puede quejarse de la vida.

-Ello es debido -dijo Caderousse- a que una sola idea amarga todos mis goces.

-¿Y qué idea es ésa?

-La de que estoy viviendo a expensas de un amigo, cuando siempre me he ganado la vida por mí mismo.

-¡Bah, no te preocupes! -dijo Andrés-, tengo bastante para dos, no te apures.

-No. Puede que no me creas, pero al fin de cada mes tengo remordimientos.

-¡Buen Caderousse!

-Y esto es tan cierto como que ayer no quise tomar los doscientos francos.

-Sí, ya sé que querías hablarme. Pero, seamos francos, ¿eran efectivamente los remordimientos?

-No lo dudes. Además, se me había ocurrido una idea.

Andrés se estremeció. Siempre le hacían estremecer las ideas de Caderousse.

-Mira, es tan mezquino -continuó- tener que estar siempre esperando los fines de mes.

-¡Bah! -dijo filosóficamente Andrés, decidido a ver venir a su compañero-. ¿No se pasa la vida esperando? Yo, por ejemplo, ¿qué hago más que esperar? Tengo paciencia, y Cristo con todos.

-Sí, porque en vez de esperar doscientos francos miserables, esperas cinco o seis mil, tal vez diez, y quién sabe si hasta doce mil, porque eres un carcelero. Cuando íbamos juntos no te faltaba tu hucha, que tratabas de ocultar al pobre amigo Caderousse. Afortunadamente tenía buen olfato el amigo Caderousse, ya sabes.

-Ya vuelves a divagar -dijo Andrés-, siempre estás hablando del pasado. ¿A qué viene eso?

-¡Ah!, tú tienes veintiún años, y puedes olvidar el pasado, yo cuento cincuenta y tengo necesidad de recordarlo. Pero no importa, volvamos a los negocios.

-Sí.

-Quería decir que si yo estuviera en tu lugar...

-¿Qué harías?

-Realizaría...

-¡Cómo!, realizarías...

-Sí; pediría un semestre adelantado, pretextando que quería comprar una hacienda, y después pondría los pies en polvorosa, llevándome el dinero del semestre.

-¡Vaya! ¡Vaya! -dijo Andrés-. ¡Tal vez no está tan mal pensado!

-Querido amigo -dijo Caderousse-, come de mi cocina y sigue mis consejos, y no te irá mal física ni moralmente.

-¡Está bien! Pero dime, ¿por qué no sigues tú el consejo que me das? ¿Por qué no me pides un semestre, o un año, y te retiras a Bruselas? En vez de parecer un panadero retirado, parecerías un comerciante arruinado en el ejercicio de sus funciones.

-¿Pero cómo quieres que me retire con mil doscientos francos?

-¡Ah! ¡Te vuelves muy exigente! Ya no te acuerdas de que hace dos meses estabas muriéndote de hambre.

-El apetito viene comiendo -dijo Caderousse enseñándole los dientes como un mono que ríe, o como un tigre que ruge. Y partiendo con aquellos mismos dientes tan blancos y tan agudos a pesar de la edad, un enorme pedazo de pan, añadió-: Tengo un plan.

Los planes de Caderousse asustaban a Andrés mucho más todavía que sus ideas. Las ideas no eran más que el germen. El plan era la realización.

-Veamos ese plan -dijo-. ¡Debe ser magnífico!

-¿Y por qué no? El plan por medio del cual dejamos el establecimiento del señor Chose, ¿a quién se debe, eh? ¡Me parece que a mí...! Y no sería tan malo, cuando nos encontramos en este sitio.

-No lo niego -contestó Andrés-. Algunas veces aciertas, pero en fin, sepamos tu plan.

-Veamos -prosiguió Caderousse-, ¿eres capaz, sin desembolsar un cuarto, de hacerme obtener quince mil francos...? No, quince mil francos no son bastante, necesito treinta mil para ser hombre honrado.

-No -respondió secamente Andrés-, no puedo.

-Creo que no me has comprendido -respondió Caderousse fríamente-. Te he dicho que sin desembolsar tú un cuarto.

-¿Quieres ahora que yo robe, para que nos perdamos y vuelvan a llevarnos allá abajo...?

-¡Oh!, a mí me importa poco -dijo Caderousse-; tengo una condición sumamente original. Jamás me fastidian mis antiguos camaradas. No soy como tú, que no tienes corazón y no deseas volver a verlos.

Esta vez Andrés palideció.

-Vaya, Caderousse, no digas tonterías.

-¡Qué! No; vive tranquilo, mi buen Benedetto, pero indícame un medio para ganar estos treinta mil francos, sin mezclarte tú en nada. Déjame obrar a mí, ¡he aquí todo!

-Pues bien, lo intentaré -dijo Andrés.

-Pero, entretanto elevarás mi renta a quinientos francos, ¿no es verdad, chico? Tengo una manía, quiero tomar una criada.

-Bien. Tendrás quinientos francos, pero la carga es mucha, Caderousse, y tú abusas...

-¡Bah! -dijo éste-, puesto que los sacas de unos cofres que no tienen fondo.

Habríase dicho que Andrés esperaba en aquel punto a su compañero. Sus ojos brillaron de pronto, pero volviendo a su calma habitual, dijo:

-Sí, es verdad, mi protector es excelente para mí.

-¡Querido protector! -repuso Caderousse-. Ello es que te da todos los meses...

-Cinco mil francos -respondió Andrés.

-Tantos miles, como tú me das cientos. En verdad que no hay nadie tan dichoso como un bastardo. Cinco mil francos todos los meses. ¿Qué haces con tanto dinero?

-En seguida se gasta. Siempre estoy sin dinero, y por eso desearía, como tú, tener un capital.

-Un capital..., sí..., comprendo..., todo el mundo tendría ganas de poseer un capital.

-Pues yo tendré uno.

-Y quién te lo dará, ¿tu príncipe?

-Sí, mi príncipe; pero por desgracia tengo que esperar.

-¿Esperar qué? -preguntó Caderousse.

-Su muerte.

-¿La muerte de tu príncipe?

-Sí.

-¿Cómo es eso?

-Porque soy heredero testamentario.

-¿De veras?

-Palabra de honor.

-¿Y cuánto te deja?

-Quinientos mil francos.

-Solamente eso. Gracias por la friolera.

-Es como te digo.

-Eso es imposible.

-Caderousse, ¿eres mi amigo?

-Ya lo sabes, hasta la muerte.

-Pues bien. Voy a confiarte un secreto.

-Di.

-Pero escucha.

-Mudo como una estatua.

-Pues bien, creo... -y Andrés se detuvo para echar una mirada en derredor.

-¿Crees...? No tengas miedo. Estamos solos.

-Creo que he encontrado a mi padre.

-¿A tu verdadero padre?

-¿No a Cavalcanti?

-No, puesto que éste se ha marchado.

-¿Y tu padre es...?

-Creo, Caderousse, que es el conde de Montecristo.

-¡Bah!

-Sí. Te lo explicaré y lo comprenderás. Esto lo explica todo. El no puede reconocerme públicamente, pero hace que me reconozca el señor Cavalcanti y por esto le da cincuenta mil francos.

-¿Cincuenta mil francos por confesar que era tu padre? Yo lo hubiera hecho por la mitad del precio, por veinte mil, por quince mil. ¿Cómo no pensaste en mí, ingrato?

-¿Y sabía yo nada de esto? Todo se hizo mientras estábamos allá abajo.

-¡Ah!, es verdad. Y dices que en su testamento...

-Me deja quinientos mil francos.

-¿Estás seguro de ello? ¿Hay un codicilo, como decía yo hace poco?

-Quizá.

-Y en ese codicilo...

-Me reconoce.

-¡Ah! ¡Qué buen padre! ¡Qué honrado padre! ¡Qué hombre de bien! -dijo Caderousse haciendo el molinete con el plato que tenía en la mano.

-He aquí todo. Ve aún diciendo que tengo secretos para ti.

-No, y tu confianza te honra a mis ojos. ¿Y el príncipe, tu padre, es rico, riquísimo?

-Creo que él mismo no sabe lo que tiene.

-¿Es posible?

-Así lo creo. Y tengo motivos para ello. A todas horas entro en su casa, y he visto el otro día a un mozo del banco que le traía cincuenta mil francos en billetes en una cartera que abultaba tanto como la servilleta. Ayer mismo vi que su banquero le llevaba cinco mil francos en oro.

Caderousse estaba absorto. Le parecía que las palabras del joven tenían el sonido del metal y que oía rodar los montones de luises.

-¿Y tú vas a esa casa? -dijo con sencillez.

-Cuando quiero.

Caderousse quedóse reflexionando un buen rato. Era fácil ver que le ocupaba algún pensamiento profundo.

-Desearía ver todo eso -dijo-. ¡Cuán hermoso debe ser!

-Desde luego -respondió Cavalcanti-. Es magnífico.

-¿Y no vive a la entrada de los Campos Elíseos?

-Número 30.

-¡Ah! -dijo Caderousse-, ¿número 30?

-Sí; una hermosa casa, con jardín a la entrada, tú la conoces.

-Es posible, pero no me ocupo del exterior, sino del interior. ¡Qué hermosos muebles debe haber en ella! ¿Eh?

-¿Has visto las Tullerías?

-No.

-Pues aún son más hermosos.

-Dime, Andrés, debe ser algo estupendo bajarse para recoger la bolsa de ese Montecristo, cuando la deje caer.

-¡Qué! No es necesario esperar ese momento -dijo Andrés-. El dinero rueda en aquella casa como las frutas en un jardín.

-Escucha. Deberías llevarme un día contigo.

-¡Es imposible! ¿Y con qué pretexto?

-Es verdad, pero has excitado mi curiosidad, y es absolutamente necesario que yo vea todo eso.

-No hagas una barbaridad, Caderousse.

-Me presentaré como un criado para encerar las habitaciones.

-Están todas alfombradas.

-¡Qué lástima! Será menester que me conforme con verlo sólo en mi imaginación.

-Es lo mejor que puedes hacer, créeme.

-Procura al menos darme una idea de cómo está aquello.

-¿Y cómo?

-Es facilísimo. ¿Es grande?

-Ni grande ni pequeño.

-Pero ¿cómo está distribuido?

-Necesitaría tintero y papel para trazar el plano.

-Ahí lo tienes -dijo prontamente Caderousse, sacando de un armario antiguo papel blanco, tinta y pluma-. Toma, trázame el plano.

Andrés tomó la pluma con una imperceptible sonrisa y empezó a explicarle:

-La casa, como te he dicho, tiene la entrada por el jardín -y la dibujó.

-¿Paredes altas?

-No, ocho o diez pies a lo más.

-No es prudente -dijo Caderousse.

-A la entrada, varios naranjos y flores.

-¿Y no hay trampas para los lobos?

-No.

-¿Las cuadras?

-A los dos lados de la verja que ahí ves -y Andrés continuó dibujando su plano.

-Veamos el piso bajo -dijo Caderousse.

-Un comedor, dos salones, un billar, la escalera en el vestíbulo y una escalera secreta.

-¿Y ventanas?

-Ventanas magníficas, y tan anchas que un hombre como tú podría pasar a través del espacio correspondiente a un vidrio.

-¿Y para qué sirven las escaleras con semejantes ventanas?

-Qué quieres, el lujo. Tienen puertas, pero para nada sirven. El conde de Montecristo es un original que le gusta ver el cielo de noche.

-¿Y los criados duermen cerca?

-Tienen habitaciones aparte. Imagínate una pequeña casa al entrar. La parte baja sirve para guardar varias cosas, y encima los cuartos de los criados con campanillas que corresponden al principal.

-¡Ah! ¿Con campanillas?

-¿Qué decías?

-Nada. Digo que cuesta muy caro poner esas campanillas, y que no sirven para nada.

-Antes había un perro, que soltaban por la noche, pero le han llevado a Auteuil, a la casa que tú conoces.

-¿Sí?

-Es una imprudencia, le decía yo, señor conde, porque cuando vais a Auteuil y os lleváis todos vuestros criados, la casa queda abandonada.

-Y bien, me preguntó, ¿y qué?

-Pues que el mejor día os roban.

-¿Y qué te contestó?

-¿Qué me contestó?

-Sí.

-Bien, ¿qué me importa que me robes?

-Andrés, ¿sabes si tiene algún secreter con máquina?

-¿Cómo?

-Sí, de estas que sujetan al ladrón, y suena en seguida una pieza de música. Me han dicho que había una últimamente en la exposición.

-Tiene un secreter corriente, de caoba, y siempre está la nave puesta.

-¿Y no le roban?

-No, todos sus criados son fieles.

-Mucho dinero debe tener en ese secreter.

-Tendrá quizá... Es imposible saber lo que tiene.

-¿Y dónde está?

-En el primer piso.

-Dibuja el plano, como has hecho con la planta baja.

-Es fácil -y Andrés tomó de nuevo la pluma.

-Aquí, una antecámara y salón. A la derecha del salón, biblioteca y gabinete de trabajo; a la izquierda, otro salón, el cuarto en que duerme y el gabinete en que se viste. En éste tiene el secreter.

-¿Y tiene ventana ese gabinete?

-Dos, aquí y aquí -y Andrés trazó las dos ventanas, que figuraban en el plano formando ángulo y como una prolongación del dormitorio.

Caderousse estaba pensativo.

-¿Va con frecuencia a Auteuil? -preguntó.

-Dos o tres veces por semana. Mañana debe ir y dormirá allí.

-¿Estás seguro?

-Me ha invitado a comer.

-¡Qué vida! -dijo Caderousse-. Cama en París y casa en el campo.

-Son las ventajas de ser rico.

-¿Irás a comer?

-Probablemente.

-¿Cuando vas, pasas allá la noche?

-Si quiero. En casa del conde estoy como en mi propia casa.

Caderousse miró atentamente al joven, queriendo leer en sus ojos la verdad de sus palabras, pero Andrés sacó la petaca, cogió un habano, lo encendió tranquilamente y se puso a fumar sin afectación.

-¿Cuándo quieres tus quinientos francos? -preguntó a Caderousse.

-Si los tienes, ahora mismo.

Andrés sacó veinticinco luises.

-Amarillo -dijo Caderousse-, no, no, gracias.

-¡Y bien! ¿Los desprecias?

-Te lo agradezco, pero no lo quiero.

-Ganarás en el cambio, imbécil; el oro vale cinco sueldos más.

-Ya. Y luego el que me los cambie hará que sigan al amigo Caderousse, y me echarán el guante, y luego será preciso que diga quiénes son los arrendadores que le pagan en oro las rentas. Nada de tonterías, niño. Venga el dinero en monedas sencillas con el busto de cualquier rey. Una moneda de cinco francos puede tenerla cualquiera.

-Pero ya sabes que yo no puedo tener aquí quinientos francos en esa moneda, porque habría tenido que traer conmigo uno que los llevase.

-Pues bien. Déjaselos a tu portero, que es un buen hombre, y yo los recogeré.

-¿Hoy mismo?

-No, mañana; hoy no tendré tiempo.

-Está bien, mañana te los dejaré, antes de salir para Auteuil.

-¿Puedo contar con ellos?

-Con toda seguridad.

-Es que voy a tomar en seguida una criada.

-Bien. Pero no volverás a molestarme, ¿estamos?

-No temas.

Caderousse se había puesto tan sombrío, que Andrés temió verse obligado a manifestar que notaba esta mudanza. Así fue que redobló su frívola algazara.

-¡Qué alegre estás y qué bullicioso!, no parece sino que has atrapado la herencia.

-Todavía no, por desgracia, pero el día que la atrape...

-¡Qué!

-¿Qué? Que nos acordaremos de los amigos, no digo más.

-Ya se ve, como tienes tan buena memoria...

-¿Qué quieres? Creí que lo que querías era despojarme de todo.

-¿Quién, yo? Ah, ¡qué idea! Por el contrario. Voy a darte un consejo de amigo.

-¿Cuál?

-Que te dejes aquí ese diamante que traes en el dedo. ¿Quieres que nos prendan? ¿Quieres perdernos con semejante descuido?

-¿Por qué dices eso?

-¿Por qué? ¿Pues no te pones una librea, te disfrazas de lacayo y te dejas en el dedo un diamante que valdrá cuatro o cinco mil francos?

-Caramba..., acertaste el precio..., ¿por qué no te dedicas a joyero?

-Es que yo entiendo de diamantes. He tenido uno.

-Y puedes vanagloriarte de ello -dijo Andrés, que sin incomodarse, como temía Caderousse, le entregó el diamante sin disgusto.

Caderousse se puso a examinarlo tan de cerca que Andrés conoció que examinaba si los rayos de la piedra brillaban bastante.

-Este diamante es falso -dijo Caderousse.

-¿Te burlas? -respondió Andrés.

-No te incomodes, ahora lo veremos.

Caderousse se dirigió a la ventana, y aplicando y pasando el diamante por los vidrios, éstos crujieron al momento.

Laus Deo, es verdad -dijo Caderousse, colocándose el anillo en el dedo meñique-, me equivoqué, pero esos ladrones de diamantistas imitan de tal manera las piedras preciosas, que ya es inútil el ir a robar nada de sus almacenes. Esta industria se ha perdido.

-Conque -dijo Andrés-. ¿Hemos acabado? ¿Tienes alguna otra cosa que pedirme, quieres mi vestido? ¿Quieres mi gorra? Vamos, no tengas reparo en pedir.

-No; en el fondo eres un buen camarada. Anda ya con Dios. Haré lo posible por curarme de mi ambición.

-Pero ten cuidado que al vender el diamante no te suceda lo que temías que te sucediera por las monedas de oro.

-No lo venderé. No temas.

-Hoy o mañana, a más tardar -dijo el joven para sí.

-Tunantuelo afortunado -añadió Caderousse-, ¿ahora vas a buscar tus lacayos, tus caballos, tu carruaje y tu novia?

-Sí -dijo Andrés.

-Mira, espero que el día que te cases con la hija de mi amigo Danglars me harás un buen regalo.

-Ya te he dicho que se te ha puesto esa tontería en la cabeza...

-¿Qué dote tiene?

-Ya te digo...

-¿Un millón?

Andrés se encogió de hombros.

-Vamos, sea un millón. Nunca tendrás tanto como yo te deseo.

-Gracias.

-Lo digo de corazón -añadió Caderousse riendo fuertemente-. Espera, te acompañaré.

-No te molestes.

-Es preciso.

-¿Por qué?

-¡Oh!, porque la puerta tiene un pequeño secreto. Una medida de precaución, que me ha parecido conveniente adoptar. Una cerradura de Huret y Fichet, revisada y añadida por Gaspar Caderousse. Cuando seas capitalista, te haré otra igual.

-Gracias -dijo Andrés-. Te lo avisaré con ocho días de anticipación.

Y se separaron. Caderousse permaneció en la escalera, hasta que vio a Andrés bajar todos los pisos y atravesar el patio. Entonces entró precipitadamente, cerró la puerta, y se puso a estudiar como un concienzudo arquitecto el plano que había trazado Andrés.

-Me parece -dijo- que mi querido Benedetto desea cobrar cuanto antes su herencia y que no será mal amigo suyo el que le anticipe el día de entrar en posesión de sus quinientos mil francos...



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Segunda parte: - 1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - 7 - 8 - 9 - 10 - 11 - 12 - 13 - 14 - 15 - 16 - 17
Tercera parte: - 1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - 7 - 8 - 9 - 10
Cuarta parte: - 1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - 7 - 8 - 9
Quinta parte: - 1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - 7 - 8 - 9 - 10 - 11 - 12 - 13 - 14 - 15 - 16 - 17 - 18 - 19