El conde de Montecristo: 2-05
Los registros de cárceles
Al día siguiente de aquel en que se desarrolló en la posada del camino de Bellegarde a Beaucaire la escena que acabamos de narrar, un hombre de treinta y dos años con frac azul, pantalón de Nankin, chaleco blanco y aire y acento muy inglés, se presentó en casa del alcalde de Marsella.
-Caballero -le dijo-, yo soy el comisionista principal de la casa Thomson y French, de Roma. Diez años ha que estamos en relaciones con la de Morrel e hijos, de Marsella, y hasta le tenemos confiados unos cien mil francos sobre poco más o menos. Lo que se dice de que amenaza ruina tal casa, nos pone actualmente en suma inquietud, por lo cual vengo de Roma a pediros noticias sobre este asunto.
-Caballero -respondió el alcalde-, sé efectivamente que de cuatro o cinco años acá parece que persigue la desgracia al señor Morrel. Ha perdido cuatro o cinco barcos, y ha sufrido tres o cuatro quiebras, pero no me corresponde a mí, aunque soy su acreedor por unos diez mil francos, referiros la situación de su casa. He aquí todo lo que puedo deciros, caballero. Si queréis saber más, id al señor de Boville, inspector de cárceles, que vive en la calle de Noailles, número 15. Según creo, tiene colocados doscientos mil francos en la casa de Morrel, y si realmente hay ocasión de que temamos, como su cantidad es mayor que la mía, serán también más exactas sus noticias probablemente.
Al parecer apreció mucho el inglés esta delicadeza del alcalde y saludándole se encaminó a la calle indicada, con ese paso peculiar de los hijos de la Gran Bretaña.
El señor de Boville se encontraba en su despacho. Al verle, hizo el inglés un movimiento de sorpresa, como si no fuera la primera vez que viese a la persona que venía a visitarle. En cuanto al señor de Boville, estaba tan desesperado, que evidentemente el pensamiento que ahora le absorbía todas sus facultades no dejaba a su memoria ni a su imaginación ocasión para retroceder a tiempos pasados.
Con la flema de los de su raza, abordó el inglés la cuestión casi en los mismos términos en que acababa de hablar al alcalde.
-¡Oh, caballero! -exclamó el señor de Boville-, no pueden ser más fundados vuestros temores, por desdicha. Aquí me tenéis sumido en la desesperación. Yo tenía colocados doscientos mil francos en la casa de Morrel; doscientos mil francos que eran la dote de mi hija, y pensaba casarla dentro de quince días, puesto que de esa cantidad, cien mil francos eran reembolsados el 15 de este mes, y los otros cien el 15 del próximo. Ya tenía avisado al señor Morrel que deseaba que fuera exacto en el reembolso, y he aquí que viene él mismo a decirme hace una media hora, que si su barco, El Faraón, no ha vuelto para el 15, no le será posible pagarme.
-Pero eso parece tan sólo un aplazamiento -observó el inglés.
-¡Decid mejor que parece una quiebra! -exclamó desesperado el señor de Boville.
El inglés reflexionó un instante y luego dijo:
-¿Tantos temores os inspira ese crédito?
-Lo considero perdido.
-Pues yo os lo compro.
-¡Vos!
-Sí, yo.
-Pero ¿con un descuento enorme, sin duda?
-No, a la par; por doscientos mil francos. Nuestra casa -añadió el inglés sonriendo-, no hace negocios de esa clase.
-¿Y pagáis...?
-Al contado.
Y sacó el inglés de su bolsillo un fajo de billetes de banco, que podrían importar el doble de la suma que temía perder el señor de Boville. Un destello de alegría iluminó el semblante de éste, pero haciendo un esfuerzo añadió:
-Es mi deber advertiros, caballero que es muy probable que no recobréis ni el seis por ciento de esa suma.
-Eso no es cuenta mía, sino de la casa de Thomson y French, en cuyo nombre estoy actuando -respondió el inglés-. Acaso tenga ella empeño en apresurar la ruina de otra casa rival; lo que sé, caballero, es que estoy pronto a pagaros el endoso que vais a hacerme, y que sólo os exigiré un mínimo corretaje.
-¡Cómo, caballero!, nada más justo -exclamó el señor de Bovine-. El derecho de comisión suele ser un uno y medio por ciento, ¿queréis el dos? ¿Queréis el tres? ¿Queréis el cinco? ¿Queréis más? Decidme si queréis más.
-Caballero -repuso sonriendo el inglés-, yo, como mis principales, no hago negocios de esa clase; mi corretaje es de otra epsecie.
-Hablad, pues.
-¿Sois inspector de cárceles?
-Hace más de catorce años.
-¿Tenéis libros de entradas y salidas?
-Sin duda alguna.
-¿En esos libros deben constar las notas relativas a los presos?
-Cada preso tiene las suyas.
-Pues oíd, caballero: me eduqué en Roma por un abate, un pobre diablo, que desapareció de la noche a la mañana. Después supe que estuvo preso en el castillo de If, y quisiera enterarme de los detalles de su muerte.
-¿Cómo se llamaba?
-El abate Faria.
-¡Ah! le recuerdo muy bien -exclamó el señor de Boville-, estaba loco.
-Eso decían.
-¡Oh!, sí que lo estaba.
-Es posible. ¿Y cuál era su manía?
-Se imaginaba tener noticia de un tesoro inmenso, y ofrecía al gobierno sumas incalculables si accedían a ponerle en libertad.
-¡Pobre diablo! ¿De modo que ha muerto?
-Hace cinco o seis meses; en febrero último.
-Buena memoria tenéis, caballero, pues así recordáis las fechas.
-Recuerdo ésta, porque la muerte del abate fue seguida de un extraño suceso.
-¿Se puede saber qué suceso fue ése? -preguntó el inglés con tal expresión de curiosidad que hubiera sorprendido a un observador el hallarla en su rostro flemático.
-¡Oh!, sí, caballero. Figuraos que el calabozo del abate distaba cuarenta y cinco o cincuenta pasos del de un antiguo agente bonapartista, uno de aquellos que más habían contribuido a la vuelta del usurpador en 1815, hombre muy audaz y muy peligroso...
-¿De veras? -inquirió el inglés.
-Sí -respondió el señor de Boville-. Yo mismo tuve ocasión de verle en 1816 ó 1817; por cierto que sólo con un piquete de soldados me atreví a bajar a su calabozo. ¡Qué impresión tan profunda me causó aquel hombre! Jamás olvidaré su rostro.
El inglés se sonrió imperceptiblemente. Luego preguntó:
-¿Decíais, caballero, que los dos calabozos...?
-Sólo distaban cincuenta pies uno del otro; pero, según parece, el tal Edmundo Dantés...
-¿De modo que aquel hombre peligroso se llamaba...?
-Edmundo Dantés. Pues parece que el tal Edmundo Dantés se había procurado herramientas, o las había construido él mismo, pues se descubrió una galería subterránea, por donde los dos presos se comunicaban.
-Ese subterráneo tendría un objeto, sin duda, ¿el de escaparse?
-Justamente; pero, por desdicha de los presos, el abate Faria fue acometido de una catalepsia y murió.
-Comprendo. Eso debió frustrar los proyectos de fuga.
-Para el muerto, sí, mas no para el vivo -repuso el señor de Boville-. En esta desgracia halló, por el contrario, Dantés un medio de apresurar su fuga. Se imaginó, sin duda, que los presos que mueren en el castillo de If se entierran en un cementerio como los comunes, y trasladó al difunto a su calabozo, ocupó su lugar en el saco en que se le había metido, esperando la hora del entierro.
-Era un medio que indicaba valor -repuso el inglés.
-¡Oh!, ya os dije, caballero, que era un hombre muy peligroso. Por fortuna, él mismo libró al gobierno de los temores que le inspiraba.
-¿Cómo?
-¿No lo comprendéis?
-No.
-El castillo de If no tiene cementerio, sino que sencillamente arrojan los muertos al mar, atándoles a los pies una bala de a treinta y seis.
-¿Y qué..? -añadió el inglés, como si no acabara de entender.
-Que le arrojaron al mar con una bala de a treinta y seis.
-¿De veras? -exclamó el inglés.
-Sí, caballero. Ya os podéis figurar cuánta debió de ser la sorpresa del fugitivo al sentirse precipitado desde aquella altura. Cualquier cosa daría por haber visto su cara en aquel momento.
-No habría sido fácil.
-No importa -contestó el señor de Boville, a quien la idea de recobrar sus doscientos mil francos ponía de buen humor-. No importa; me la estoy imaginando.
Y se echó a reír.
-Yo también -añadió el inglés.
Y también se echó a reír, pero como ríen los ingleses, de dientes a fuera.
-Según eso -añadió el inglés, que fue el primero en recobrar su sangre fría-, según eso, ¿el fugitivo se ahogó?
-¡Toma!
-De suerte que el gobernador del castillo de If se libró al mismo tiempo del preso furioso y del preso loco.
-Exacto.
-¿Ese suceso debe constar por algún documento?
-Sí, sí, por un acta de defunción. Ya comprenderéis que a la familia de Dantés, caso de que la tenga, podría interesarle averiguar si estaba muerto o vivo.
-De modo que si le heredan, pueden gozarlo tranquilamente. Está muerto y bien muerto.
-¡Vaya! Hasta se les expedirá certificación el día que la quieran.
-Desde luego -respondió el inglés-. Pero volvamos a los registros.
-Es verdad. Esta historia nos ha hecho divagar un tanto. Dispensadme.
-¿Por qué? ¿Por la historia? Al contrario, me ha parecido curiosísima.
-Y lo es, en efecto. ¿De modo que deseáis, caballero, examinar todo lo relativo a vuestro pobre abate, que era la dulzura personificada?
-Tendré mucho gusto.
-Pasemos a mi despacho y os complaceré.
Ambos pasaron al despacho del señor de Boville. En él todo respiraba orden y arreglo. Cada libro tenía su número, cada nota ocupaba su lugar. El inspector hizo que el inglés se sentase en su propio sillón, poniéndole delante el libro y las notas referentes al castillo de If, y dejándole en completa libertad de examinarlas, y él se sentó en un rincón a leer un periódico.
El inglés encontró en seguida lo que buscaba, pero sin duda le habría interesado mucho la historia que le contó el señor de Boville, pues habiendo recorrido muy por encima el registro de Faria, prosiguió hojeando hasta dar con el de Edmundo Dantés. Allí también cada documento lo halló en su sitio. La denuncia, el interrogatorio, la solicitud de Morrel y el informe de Villefort. Dobló con cuidado la denuncia, la guardó en el bolsillo, llegó al interrogatorio, y viendo que no se nombraba siquiera al señor Noirtier, examinó la solicitud de 10 de abril de 1815, en que por consejos del sustituto, Morrel exageraba, con la mejor intención, pues reinaba entonces Napoleón, los servicios de Dantés a la causa imperial, corroborados por la certificación de Villefort. Ahora lo comprendió todo claramente. Guardando Villefort la solicitud de Morrel había hecho de ella un arma poderosa bajo la segunda Restauración.
Ya no tuvo, pues, ninguna sorpresa al hallar esta nota en el registro, al margen de su nombre: Edmundo Dantés: Bonapartista acérrimo. Ha tomado una parte muy activa en la vuelta de Napoleón. Téngasele muy vigilado y bajo la más rigurosa incomunicación.
Debajo de estas líneas había escrito, con diferente clase de letra:
«Vista la nota anterior, nada se puede hacer por él.» Sólo comparando la letra del margen con la de la recomendación puesta a la solicitud de Morrel, pudo convencerse de que las dos eran iguales, es decir, ambas de Villefort.
Respecto a la última nota, comprendió el inglés que habría sido escrita por algún inspector, a quien Edmundo inspirara un interés pasajero, interés que se desvaneció ante lo terminante y expresivo de la nota marginal.
Ya hemos dicho que, por discreción, el inspector se había puesto a leer aparte La Bandera Blanca, por no molestar al discípulo del abate Faria, y por esto no pudo verle doblar y guardarse la denuncia, escrita por Danglars bajo el emparrado de la Reserva, con un sello del correo de Marsella del 27 de febrero, a las seis de la tarde.
Sin embargo, hemos de añadir que aunque lo hubiera visto, daba tan poca importancia a aquel papel, y tanta a sus doscientos mil francos, que no se hubiera opuesto a que se lo llevara.
-Gracias -dijo el inglés, cerrando el libro de repente-. Ya he terminado y ahora debo cumplir mi promesa. Hacedme un simple endoso de vuestro crédito, declarando haber recibido el importe, y voy a contaros el dinero.
Y cediendo su sillón al señor de Boville, que se apresuró a hacer el endoso y el recibo, el inglés empezó a contar billetes de banco en el otro extremo de la mesa.