El conde de Montecristo: 5-07
La madre y el hijo
Montecristo saludó a los cinco jóvenes con una sonrisa llena de melancolía y dignidad, y montó en su coche con Maximiliano y Manuel.
Alberto, Beauchamp y Chateau-Renaud quedaron solos en el cameo.
El joven dirigió a sus dos testigos una tímida mirada, que parecía pedirles su parecer sobre lo que acababa de ocurrir.
-Por vida mía, mi querido amigo -dijo Beauchamp el primero, sea que tuviese más sensibilidad o menos disimulo-, permitidme que os felicite; he aquí un magnífico fin para una desagradable aventura.
Alberto permaneció silencioso, y como concentrado en su pensamiento. Chateau-Renaud se contentó con dar en su bota con su flexible bastón.
-¿No nos vamos? -dijo después de un instante de silencio.
-Cuando gustéis -dijo Beauchamp-, dejadme solamente el tiempo necesario para cumplimentar al señor de Morcef, que ha dado pruebas hoy de una generosidad tan rara.
-¡Oh!, sí -dijo Chateau-Renaud.
-Es magnífico -continuó Beauchamp- poder conservar sobre sí mismo tanto dominio.
-Seguramente; en cuanto a mí, habría sido incapaz de ello –dijo Chateau-Renaud con una frialdad de las más significativas.
-Señores -interrumpió Alberto-, creo que no habéis comprendido que entre el conde de Montecristo y yo ha ocurrido algo muy grave.
-Sí, sí -dijo al instante Beauchamp-; pero hay muchos majaderos que no están en el caso de comprender vuestro heroísmo, y tarde o temprano os veréis forzado a explicárselo de un modo no muy conveniente a la salud de vuestro cuerpo y a la duración de vuestra vida. ¿Queréis que os dé un consejo de amigo? Partid para Nápoles, La Haya o San Petersburgo, países tranquilos, y donde son más inteligentes en cuanto al honor que nuestros anticuados parisienses. Una vez allí, entreteneos en tirar mucho a la pistola y al florete, y haceos olvidar para volver a Francia dentro de algunos años, tranquilo o bastante ejercitado en las armas para haceros respetar y conquistar vuestra tranquilidad. ¿Es verdad que tengo razón, Chateau-Renaud?
-Soy de vuestro mismo parecer; nada llama tanto los duelos serios como uno sin resultado.
-Gracias, señores; seguiré vuestro consejo -dijo Alberto con una fría sonrisa-, no porque me lo dais, sino porque mi intención era salir de Francia; os las doy asimismo por el servicio que me habéis prestado sirviéndome de testigos; está profundamente grabado en mi corazón.
-¿Por qué? puesto que después de las palabras que acabo de oír sólo me acuerdo de él.
Chateau-Renaud y Beauchamp se miraron: la impresión era igual en ambos; el acento con que Morcef había pronunciado aquellas palabras era de una resolución tal, que la posición de todos habría sido muy embarazosa si la conversación se hubiera prolongado.
-Adiós, Alberto -dijo de repente Beauchamp, alargando negligentemente la mano al joven, sin que éste saliese por ello de su letargo, y en efecto, no respondió al ofrecimiento de la mano.
-Adiós -dijo Chateau-Renaud, saludándole con la mano derecha.
Los labios de Alberto apenas murmuraron adiós; su mirada era más explícita, encerrábase en ella todo un poema de ira concentrada, fiero desdén y generosa indignación.
Cuando sus dos testigos hubieron montado en el carruaje, permaneció inmóvil por algún tiempo; pidió en seguida su caballo; saltó ligero sobre la silla y tomó a galope el camino de París, y al cuarto de hora entraba en el palacio de la calle de Helder.
Al apearse, le pareció ver tras las cortinas del dormitorio del conde el pálido rostro de su padre. Alberto volvió la cabeza a otra parte; al llegar dio una última mirada á todas aquellas riquezas que le habían hecho tan agradable la vida; fijó los ojos por última vez en aquellas cuyas imágenes parecían sonreírse y cuyos paisajes parecían animarse.
En seguida abrió el medallón que contenía el retrato de su madre, sacó éste dejando vacío el cerco de oro y la cadena de oro también con que lo suspendía; puso en orden sus armas turcas, sus escopetas inglesas, sus porcelanas del Japón y sus juguetes de bronce hechos por los mejores artistas; examinó los armarios y colocó las llaves en los cajones, echó en uno, que dejó abierto, todo el dinero que tenía, y además todas sus joyas, hizo un inventario exacto de todo, y lo puso en el sitio más visible, sobre su mesa, de la que quitó los muchos libros y papeles que la ocupaban. Al empezar a ejecutar estas operaciones entró su criado, a pesar de la orden formal que para lo contrario le había dado.
-¿Qué queréis? ¿No recordáis mis órdenes? -le preguntó Alberto, más triste que enojado.
-Dispensadme, señor; es cierto que me ordenasteis que no entrara, pero el señor conde de Morcef me ha llamado.
-¿Y bien? -preguntó Alberto.
-Y si me pregunta qué ha ocurrido allá abajo, ¿qué debo responder?
-La verdad.
-Entonces diré que el duelo no se ha efectuado.
-Diréis que he dado una satisfacción al conde de Montecristo.
Al concluir de arreglar sus cosas, llamó la atención de Alberto el ruido de los caballos en el peristilo; asomóse y vio a su padre que subía en el carruaje, y salió.
Tan pronto como se cerró la puerta del palacio, Alberto se dirigió a la habitación de su madre, y como no había criado alguno que le anunciase, llegó hasta su dormitorio y con el corazón oprimido por lo que veía y por lo que adivinaba, se detuvo a la puerta.
Todo estaba en orden; los encajes, los adornos, las joyas, el dinero se encontraban colocados en sus respectivos cajones, cuyas llaves juntó con cuidado la condesa.
Alberto vio todos estos preparativos, comprendió lo que significaban y entró exclamando:
-¡Madre mía! -arrojándose en los brazos de Mercedes.
El pintor capaz de plasmar la expresión de aquellas dos caras, hubiese pintado un magnífico cuadro.
En efecto, aquella resolución enérgica que no había atemorizado a Alberto por sí, le espantaba por su madre.
-¿Qué hacéis, pues? -inquirió.
-¿Qué hacíais vos? -respondió ella.
-¡Oh, madre mía! -dijo Alberto, tan conmovido que apenas podía hablar-; hay gran diferencia de vos a mí; no podéis haber resuelto lo que yo he determinado, porque vengo a deciros que voy a dar el último adiós a esta casa..., y a vos.
-Yo también, Alberto -respondió Mercedes-, yo también parto; había contado con que mi hijo me acompañaría. ¿Me he equivocado?
-Madre mía- respondió Alberto con firmeza- no puedo haceros participar del destino a que yo mismo me he condenado; es preciso que viva desde ahora sin nombre y sin fortuna; es necesario que para empezar esta penosa existencia pida a un amigo el pan que comeré de aquí a que lo gane. Así, pues, mi buena madre, voy ahora mismo a casa de Franz a rogarle me preste la cantidad que he calculado.
-¡Tú, sufrir hambre! ¡Tú, padecer miseria! ¡Oh, no digas eso, mi pobre hijo! Cambiarías todas mis resoluciones.
-Pero no las mías -respondió Alberto-. Soy joven, soy robusto, creo que soy valiente, y desde ayer creo que he aprendido lo que vale una firme voluntad. ¡Madre mía! ¡Son tantos los que han sufrido, y no solamente no han muerto, sino que han amasado una nueva fortuna sobre las ruinas de sus anteriores esperanzas! Yo lo sé, madre mía; he visto esos hombres que desde el fondo del abismo donde les había sepultado su enemigo, se han levantado con tanto vigor y gloria, que han dominado a su antiguo vencedor, precipitándole a su vez. No, madre mía, no; he renunciado a contar desde hoy con lo pasado, y no acepto nada, ni siquiera mi nombre, porque vos comprendéis, madre mía, que vuestro hijo no puede llevar un nombre del que deba abochornarse ante otro hombre.
-Hijo mío, Alberto -dijo Mercedes-, si hubiese tenido un corazón más fuerte, ése sería el consejo que te hubiera dado; tu conciencia ha hablado al callar mi voz; escúchala, hijo mío; tenías amigos, Alberto; rompe de momento con ellos, pero no desesperes, no; tu madre lo ruega. La vida es aún hermosa a ltu edad, mi querido Alberto, porque apenas tienes veintidós años, y como a un corazón tan puro como el tuyo le es preciso un nombre sin tacha, toma el de mi padre; se llamaba Herrera. Te conozco, Alberto mío; sea cualquiera la carrera que sigas, pronto, pronto darás lustre a este nombre. Preséntate entonces en el mundo, más brillante aún con el lustre de tus desgracias pasadas, y si así no debiese ser a pesar de mis previsiones, déjame al menos esta esperanza, déjamela a mí, que no tendré más que esta sola idea, este solo porvenir, y para quien el sepulcro empieza a la puerta de esta casa.
-Haré como deseáis, madre -respondió el joven-; sí, mis esperanzas son iguales a las vuestras; la cólera del cielo no perseguirá a vos tan pura, a mí tan inocente; mas ya que estamos resueltos, obremos rápidamente. El señor de Morcef ha salido hace media hora, poco más o menos; la ocasión, como veis, es favorable para evitar el ruido y una explicación.
-Os espero, hijo mío -dijo Mercedes.
Alberto corrió en seguida al paraje más inmediato y tomó un carruaje de alquiler que debía conducirlos fuera del palacio: acordábanse de una casa amueblada en la calle de Santos Padres, donde su madre hallaría un alojamiento modesto, pero decente, y volvió a buscar a la condesa.
Al parar el carruaje ante la casa, en el momento en que Alberto se apeaba, un hombre se acercó y le entregó una carta.
Alberto reconoció al intendente.
-Del conde -dijo Bertuccio.
Alberto tomó la carta, la abrió y leyó; concluida, buscó con los ojos a Bertuccio, pero mientras leía, el hombre había desaparecido.
Con los ojos llenos de lágrimas entró en la habitación de Mercedes, y sin pronunciar una palabra le presentó la carta.
Mercedes leyó:
Alberto:
Sé que vais a dejar los dos la casa de la calle de Helder sin llevaros nada: el cómo, no tratéis de
averiguarlo; lo sé y basta.
Escuchad, Alberto. Veinticuatro años atrás volvía yo contento y alegre a mi patria; tenia una prometida, Alberto, una joven santa a la que adoraba, y le traía ciento cincuenta luises que había juntado penosamente con un trabajo sin descanso: este dinero era para ella, se lo había destinado y conociendo cuán pérfido es el
mar, enterré nuestro tesoro en el jardín de la casa que mi padre habitaba en Marsella, en la alameda de Meillán.
Vuestra madre, Alberto, conoce bien aquella humilde y querida casa. Ultimamente, al venir de París, he pasado por Marsella, he ido a ver aquella casa de tan dolorosos recuerdos, y por la noche, con un azadón en la mano, he cavado en el rincón en que había escondido mi tesoro. La caja de hierro se encontraba todavía en el mismo sitio; nadie había tocado en el ángulo que cubre con su sombra una hermosa higuera plantada por mi padre el día de mi nacimiento.
Pues bien, Alberto, ese dinero que en otra ocasión debió servir para ayudar a la vida y tranquilidad de
Sois un hombre generoso, Alberto; pero es posible que os ciegue el orgullo o el resentimiento; si rehusáis, si pedís a otro lo que yo tengo derecho a ofreceros diré que es poco generoso rehusar la vida de vuestra madre, ofrecida por un hombre a quien vuestro padre hizo morir al suyo entre los horrores del hambre y de la desesperación.
Terminada esta lectura, Alberto permaneció pálido e inmóvil, esperando la decisión de su madre.
Mercedes levantó los ojos al cielo con una expresión inefable.
-Acepto -dijo-, tiene el derecho de pagar el dote que llevaré a un convento.
Y poniendo la carta sobre el corazón, tomó el brazo de su hijo, y con un paso más firme de lo que creía se dirigió a la escalera.
Montecristo también había vuelto a la ciudad con Manuel y Maximiliano.
El regreso fue alegre. Manuel no disimulaba su contento al ver suceder la paz a la guerra, y confesaba altamente sus gustos filantrópicos. Morrel en un rincón del carruaje dejaba que la alegría de su cuñado se manifestase en sus brillantes palabras, y conservaba para sí una alegría más pura, pero que sólo se traslucía en sus miradas.
En la barrera del Troue se encontró a Bertuccio, que le estaba aguardando allí, inmóvil como un centinela en su puesto.
Montecristo sacó la cabeza por la portezuela, le dijo algunas palabras en voz baja, y el intendente desapareció.
-Señor conde -dijo Manuel al llegar a la plaza Real-, os agradezco que me dejéis a la puerta de casa, para que mi mujer no tenga un momento de inquietud, ni por vos ni por mí.
-Si no fuese ridículo vanagloriarse de su triunfo, rogaría al conde que entrase en casa; pero él también tendrá corazones a quienes tranquilizar. Hemos llegado, Manuel. Saludemos a nuestro amigo, y bajemos.
-Un momento -dijo Montecristo-, me priváis de una vez de mis dos compañeros; entrad a ver a vuestra encantadora mujer, a la que os ruego presentéis mis respetos, y luego acompañadme vos hasta los Campos Elíseos.
-Con mucho gusto -dijo Maximiliano-, tanto más cuanto que tengo que hacer en vuestro barrio, conde.
-¿Esperamos para almorzar? -preguntó Manuel.
-No -dijo el joven.
La puerta del coche se cerró, y éste continuó su camino.
-Veis como os he traído la dicha -dijo Morrel cuando se quedó solo con el conde-, ¿no habéis pensado en ello?
-Sí -respondió el conde-, y por eso quisiera teneros siempre cerca de mí.
-¡Es milagroso! -continuó Maximiliano Morrel, respondiéndose a sí mismo.
-¿El qué? -dijo Montecristo.
-Lo que acaba de suceder.
-Sí -respondió el conde sonriéndose-, decís bien, Morrel, es milagroso.
-Porque, después de todo -respondió éste-, Alberto es valiente.
-Muy valiente -respondió el conde-, le he visto dormir tranquilo con el puñal suspendido sobre su cabeza.
-Y yo sé que se ha batido dos veces muy bien; comparad eso con lo de esta mañana.
-Siempre vuestra influencia -repitió sonriéndose Montecristo-. Es una dicha para Alberto no ser militar.
-¿Por qué?
-¡Excusas sobre el terreno! ¡Bah! -dijo el joven capitán moviendo la cabeza.
-Vamos, no incurráis en los prejuicios de los hombres vulgares, Morrel; convendréis en que, puesto que Alberto es valiente, no puede ser cobarde, que debe haber habido alguna razón que le haya movido a obrar como lo ha hecho esta mañana, y por lo tanto su conducta es más heroica que otra cosa.
-Sin duda, sin duda -repuso Morrel-, pero diría como el español: Ha sido hoy menos valiente que ayer.
-¿Almorzáis conmigo? -dijo el conde para cortar la conversación.
-No; os dejo a las diez.
-¿Vuestra cita era, pues, para almorzar?
Morrel se sonrió y movió la cabeza.
-Pero, después de todo, preciso es que almorcéis en alguna parte.
-¿Y si no tengo hambre? -dijo el joven.
-Sólo conozco dos sentimientos que quiten el apetito: el dolor, y dichosamente os veo muy alegre, y el amor; ahora bien: según lo que me dijisteis de vuestro corazón, me es permitido creer...
-No digo que no, conde.
-¿Y no me contáis eso, Maximiliano? -replicó el conde con un tono tan vivo que revelaba todo el interés que tenía en conocer aquel secreto.
-Ya os he hecho ver esta mañana que tengo un corazón. ¿No es verdad, conde?
Por respuesta, Montecristo alargó la mano al joven.
-Entonces, ya que este corazón no está con vos en el bosque de Vicennes, está en otra parte, y voy a buscarlo.
-Id -dijo el conde-, id, amigo querido; pero si encontráis algún obstáculo, acordaos que puedo algo en este mundo, y que sería dichoso si pudiese ser útil a las personas que amo como a vos, Morrel.
-De acuerdo, me acordaré como los niños egoístas se acuerdan de sus padres cuando los necesitan; cuando os necesite, me acordaré de vos, conde.
-Bien, acepto vuestra palabra.
-Hasta la vista, conde.
Habían llegado a la puerta de la casa de los Campos Elíseos; Montecristo y Morrel se apearon.
Bertuccio los esperaba a la puerta.
Morrel desapareció por el lado de Marigny, y Montecristo dirigióse hacia Bertuccio.
-¿Y bien? -le preguntó.
-Ella va a abandonar la casa.
-¿Y su hijo?
-Florentín, su criado, piensa que va a hacer otro tanto.
-Venid.
Montecristo llevó a Bertuccio a su despacho, escribió la carta que ya conocemos, y la entregó a su intendente.
-Id, y despachad pronto; a propósito; haced que avisen a Haydée de mi regreso.
-Heme aquí -dijo la joven, que había bajado al oír el ruido del coche, y cuya cara rebosaba alegría al ver al conde sano y salvo.
Bertuccio salió.
Todos los transportes de una hija que vuelve a ver a su padre querido, los delirios de una amante que vuelve a ver a su amado, Haydée los sintió en los primeros momentos de aquella vuelta que esperaba con tanta ansiedad.
La alegría de Montecristo no era tan expansiva, pero no por eso no era ciertamente menos grande; el gozo para los corazones que han sufrido mucho tiempo es lo que el rocío para las tierras abrasadas por los ardores del sol; corazones y tierra absorben aquella lluvia bienhechora que cae sobre ellos y no se pierde una gota.
Hacía algunos días que Montecristo conocía lo que no se atrevía a creer hacía mucho tiempo, es decir, que había aún dos Mercedes en el mundo, y que podía aún ser dichoso.
Sus ojos, en los que se traslucía la dicha, buscaban ávidamente las miradas humedecidas de Haydée, cuando de pronto se abrió la puerta.
El conde se incomodó.
-El señor de Morcef -dijo Bautista, como si aquella sola palabra envolviese su disculpa.
En efecto, la cara del conde se serenó.
-¿Cuál? -preguntó-, ¿el conde o el vizconde?
-El conde.
-¡Dios mío! -dijo Haydée-, ¿no ha terminado aún?
-No sé si ha terminado, querida hija -dijo Montecristo tomando las manos de la joven-, pero sé que nada tienes que temer.
-¡Sin embargo, es el miserable...!
-Ese hombre no tiene poder sobre mí, Haydée; cuando tenía que habérmelas con su hijo, era otra cosa.
-Y tampoco sabrás tú jamás lo que he sufrido, mi señor.
Montecristo se sonrió.
-¡Por la tumba de mi padre! -dijo Montecristo poniendo las manos sobre la cabeza de la joven-, lo juro, Haydée, que si sucediese una desgracia no será a mí.
-Te creo como si fuera Dios quien me estuviese hablando -dijo la joven presentando su frente al conde.
Montecristo imprimió en aquella frente pura y hermosa un beso que hizo latir dos corazones a la vez; el uno con violencia, y el otro sordamente.
-¡Oh, Dios mío! -murmuró el conde-, ¡permitiríais aún que yo pudiese amar! Haced entrar al señor conde de Morcef en el salón -dijo a Bautista, acompañando a la hermosa griega hacia una escalera secreta.
Permítasenos unas palabras para explicar esta visita que Montecristo esperaba quizá, pero inesperada para nuestros lectores.
Mientras Mercedes, como hemos dicho, hacía la misma especie de inventario que había hecho Alberto, colocaba sus alhajas, cerraba sus cajones, y reunía las llaves para dejarlo todo en un orden perfecto, no reparó en que un rostro pálido y siniestro había aparecido a la vidriera de su cuarto, desde la que se podía ver y oír. El que así miraba, sin ser visto, vio y oyó cuanto ocurría y se hablaba en el cuarto de Mercedes.
Desde aquella puerta, el hombre pálido se dirigió al dormitorio del conde de Morcef, levantó las cortinas y vio lo que sucedía en el patio de entrada, permaneció allí diez minutos inmóvil, mudo, y escuchando los latidos de su corazón: entonces fue cuando Alberto, que volvía de su cita, vio a su padre tras los cortinajes y volvió la cabeza a otro lado.
Las pupilas del conde se dilataron: sabía que el insulto de Alberto a Montecristo había sido terrible, y que en todos los países del mundo era consiguiente un duelo a muerte. Alberto volvió sano y salvo; el conde, pues, estaba vengado.
Un rayo de indecible alegría iluminó aquella lúgubre cara, como el último rayo del sol al acostarse en las nubes que más parecen su tumba que su lecho.
Pero ya hemos dicho que en vano estuvo esperando que su hijo se presentase a darle cuenta de su triunfo: que éste antes del combate no hubiese querido ver al padre cuyo honor iba a vengar, se comprende; pero vengado el honor del padre, ¿por qué el hijo no iba a arrojarse en sus brazos?
Entonces el conde, no pudiendo ver a Alberto, mandó llamar a su criado, y ya saben nuestros lectores que éste le autorizó para contar la verdad.
Diez minutos después, el conde de Morcef estaba en el peristilo, vestido con una levita negra, corbatín militar, pantalón y guantes negros.
Según parece, había dado sus órdenes con anterioridad, porque apenas bajaba el último escalón cuando llegó el coche para recibirle; su criado puso en el coche un gabán militar, en el que iban envueltas dos espadas, cerró la puerta y fue a sentarse al lado del cochero.
Este se inclinó para recibir la orden.
-A los Campos Elíseos -dijo el general-, a casa del conde de Montecristo. ¡Pronto!
Los caballos salieron a escape, y cinco minutos después se detuvieron a la puerta del palacio del conde.
El señor de Morcef abrió él mismo la portezuela, saltó al suelo con la agilidad de un joven, llamó y entró seguido de un criado.
Un segundo después Bautista anunciaba al señor de Montecristo al conde de Morcef, y éste, acompañando a Haydée a la escalera, daba orden para que se le hiciera pasar al salón.
El general daba la tercera vuelta por la sala, cuando vio a Montecristo en pie a la puerta.
-¡Ah, es el señor de Morcef...! Creí haber entendido mal.
-Sí, yo soy -dijo el conde con una espantosa contracción en los labios que le impedía articular claramente.
-Lo único que me falta saber es lo que me proporciona ver al señor de Morcef tan temprano.
-¿Habéis tenido esta mañana un lance con mi hijo, caballero? -dijo el general.
-¿Os habéis enterado? -respondió el conde.
-Y sé que mi hijo tenía excelentes razones para desear batirse con vos, y hacer cuanto pudiera para mataros.
-En efecto, las tenía -dijo el conde-, pero veis que a pesar de ellas no sólo no me ha matado, sino que ni aun se ha batido.
-Y, con todo, os creía la causa de la deshonra de su padre, y de las desgracias que en este momento abruman su casa.
-Es verdad -dijo Montecristo con su inalterable tranquilidad-, causa secundaria y no principal.
-Seguramente le habéis dado alguna excusa o explicación.
-No le he dado ninguna explicación, y él es el que me ha presentado sus excusas.
-¿Pero a qué atribuir esta conducta?
-A la convicción de que había en esto un hombre más culpable que yo.
-¿Y quién es ese hombre?
-Su propio padre.
-Sea -dijo el conde palideciendo-, pero sabéis que aun el más culpable no gusta de verse convencido de culpabilidad.
-Lo sé, y por eso esperaba lo que sucede en este momento.
-¡Esperabais que mi hijo fuera un cobarde...! -gritó el conde.
-Alberto de Morcef no es ningún cobarde -dijo Montecristo.
-Un hombre que tiene una espada en la mano y a su punta ve a un enemigo y no se bate, es un cobarde. ¡Ah! ¿Por qué no está aquí para poder decírselo?
-Caballero -dijo Montecristo-, no pienso que hayáis venido a contarme vuestros asuntos de familia; id a decir esto a Alberto, él sabrá responderos.
-¡Oh!, no, no -replicó el general con una sonrisa que en seguida se desvaneció-, tenéis razón, no he venido para eso, y sí para deciros que yo también os miro como a mi enemigo, que os odio por instinto, que me parece que os he conocido siempre y siempre os he aborrecido, y que en fin, puesto que los jóvenes de este siglo no se baten, debemos batirnos nosotros... ¿Sois de mi opinión?
-Completamente; por eso cuando os dije que había previsto lo que sucedería, quería hablar del honor de vuestra visita.
-Mejor. ¿Entonces tendréis hechos vuestros preparativos?
-Lo están siempre.
-¿Sabéis que nos batiremos a muerte? -preguntó el general apretando los dientes de rabia.
-Hasta que muera uno de los dos -dijo Montecristo mirando de pies a cabeza al señor de Morcef.
-Partamos, no necesitamos testigos.
-En efecto es inútil; nos conocemos muy bien.
-Al contrario -dijo Morcef- no os conozco.
-¡Bah! -dijo Montecristo con aquella flema desesperadora-. ¿No sois vos el soldado Fernando que desertó la víspera de la batalla de Waterloo? ¿El teniente Fernando que sirvió de guía y espía al ejército francés en España? ¿No sois el capitán Fernando que traicionó y asesinó a su bienhechor Alí? ¿Y todos esos Fernandos reunidos no son el teniente general conde de Morcef, par de Francia?
-¡Oh! -dijo el general herido por estas palabras como por un hierro candente-, ¡oh!, miserable, que me echas en cara mis faltas en el instante en que quizá vas a matarme; no, no he dicho que te era desconocido; has penetrado en la noche de lo pasado, y tú has leído a la luz de una lámpara que ignoro, cada página de mi vida; pero tal vez hay más honor en mí, en medio de mi oprobio, que en ti bajo ese aspecto pomposo; tú me conoces, lo sé, pero yo no te conozco, aventurero lleno de oro y pedrerías. Tú que te haces llamar en París el conde de Montecristo, en Italia Simbad el Marino, y en Malta qué sé yo, ya lo he olvidado. Tu nombre es lo que te pido, tu verdadero nombre, quiero saber, en medio de tus cien nombres, con objeto de pronunciarlo sobre el terreno del combate en el momento en que mi espada parta en dos tu corazón.
Montecristo palideció terriblemente; sus ojos parecían de fuego; de un salto entró en el despacho inmediato al salón, y en menos de un segundo, quitándose la corbata, levita y chaleco, se vistió una chaqueta y se puso un sombrero de marino, bajo el cual se dejaban ver sus negros cabellos.
Salió así, implacable y avanzando con los brazos cruzados ante el general, que le esperaba y que retrocedió espantado hasta encontrar una mesa, en la que se apoyó.
-Fernando -le dijo-, de mis cien nombres basta uno solo para herirte como un rayo, pero éste lo adivinas o por lo menos te acuerdas de él, porque a pesar de mis penas, de mis martirios, puedo hoy mostrarte un rostro que la dicha de la venganza rejuvenece, que muchas veces debes haber visto en sueños después de tu matrimonio... con Mercedes, que era mi novia.
El general, con la cabeza caída hacia atrás, las manos extendidas y la vista fija, devoraba en silencio este terrible espectáculo; buscando en seguida la pared para apoyarse en ella, se dejó ir hasta la puerta, por la que salió andando de espaldas, pronunciando con acento lúgubre:
-¡Edmundo Dantés!
Luego, con unos suspiros que nada tenían de humanos, bajó hasta el peristilo de la casa, llegó a la entrada y cayó en brazos de su criado, pronunciando con voz muy débil:
-A casa, a casa.
Por el camino, el aire fresco y la vergüenza de que sus criados vieran el estado en que se hallaba, le permitieron coordinar sus ideas; pero el camino era corto, y al llegar a su casa, todos sus dolores se renovaron.
Antes de llegar hizo parar el carruaje y bajó.
La puerta estaba abierta; un coche de alquiler, que el conde miró con espanto, estaba esperando. No quiso preguntar a nadie y se dirigió a su habitación.
En aquel instante, Mercedes, apoyada en el brazo de su hijo, salía de su casa.
Pasaron a un palmo del desgraciado, que detrás de una mampara de damasco sintió el roce del vestido de seda de Mercedes, y oyó estas palabras pronunciadas por su hijo:
-¡Valor, madre mía! Venid, venid, no estamos ya en nuestra casa.
El general, sosteniéndose en la puerta, ahogó el más triste suspiro que jamás haya salido del pecho de un padre abandonado a la vez por su mujer a hijo.
Al poco rato, oyó la voz del cochero y el ruido del pesado carruaje; entró en su cuarto para mirar por última vez cuanto más había amado en el mundo, pero el coche salió sin que la cabeza de Mercedes o la de Alberto se asomasen a la portezuela para dar la última mirada al padre, al esposo abandonado, para otorgarle el perdón.
En el momento en que pasaron las ruedas por la puerta, y el ruido del coche resonó en la calle, se oyó un tiro: una espesa humareda salió por uno de los cristales del dormitorio del conde, que se rompió por efecto de la explosión.