A flor de piel: 17

A flor de piel de Antonio de Hoyos y Vinent


Capítulo X editar

Jusqu'au fond de notre esprit
La succion est pratiquée;
La Mort, beaucoup moins compliquée,
Mange nos corps qu'elle pourrit;
Mais c'est tout l'homme qui nourrit
La Ventouse!
MAURICE ROLLINAT.


Amanecía. Una luz yerta, opaca, alumbraba el cuadro de desolación. Fragmentos de estatuas yacían por tierra; marcos desconchados y vacíos se amontonaban en los rincones; prodigiosas estofas rotas y arrugadas, arrastraban como sucios guiñapos; Astarté, caída de su pedestal, parecía retorcerse en un espasmo supremo; los verdes ojos de Medusa brillaban fascinadores bajo el piano; el viejo terciopelo bordado con los misterios de la pasión de Nuestro Señor, tendido en el suelo, fingía mortuorio paño, y en un extremo del cuarto un baúl cerrado, sobre cuya tapa reposaba junto a pequeño saco un gabán y un sombrero flexible, decía de emigraciones.

Willy Martínez paseaba el cuarto nerviosamente, consultando a cada instante el reloj, apartando con el pie los rotos fragmentos de las estatuas, deteniéndose ante la vidriera, que azuleaba en el lento clarear, presa de calenturienta ansiedad.

Bajo el traje gris marcábase la osamenta de su cuerpo; sus manos alargadas, transparentes, albeaban cerúleas, dejando adivinar bajo la piel tenue la sangre empobrecida, y en su rostro de imposible demacración las pupilas grises reflejaban, como espejos de acero, las llamaradas de fiebre, hundidas en hondos círculos azules, mientras los labios finos se crispaban en súbitos gestos de dolor.

Una ansiedad loca de que volase el tiempo le torturaba; un deseo ciego, irrazonado, de huir, de poner tierra por medio y alejarse para siempre de la gitana, le exasperaba. Porque estaba seguro de que, si la veía, no tendría fuerza, para resistir el perverso encanto de los ojos negros y de los labios rojos, y aquel encanto era el fatal encanto de la muerte. ¡La muerte! Un estremecimiento de frío le corría por el cuerpo ante la idea de fenecer, y en su neurosis veía con plasticidad obsesionante el macabro espectáculo de su propia muerte. Sentía la angustiosa sensación de encierro entre los tablones del féretro, ansiedad física de aire y luz, la opresión sobre su pecho de la tierra sepulcral, y sobre todo, en hiperestesia de horror, la húmeda viscosidad de los gusanos destruyendo lentamente su cuerpo. Y los sentía con una impresión de asco insuperable, fríos, viscosos, irresistentes, resbalando en lento recoger y desenvolver de sus anillos por sus brazos rígidos, agarrotados, incapaces para desterrar los parásitos, por su pecho hundido, por sus piernas flácidas, y los cuerpos glutinosos le subían por la cara, besaban sus labios amoratados, y deslizábanse en su boca al olor del banquete de podredumbre, o en sus pupilas descubiertas, inmóviles, se detenían monstruosos, resbalando luego por la cristalina superficie del ojo, y comenzaban su obra de destrucción. ¡Morir! ¡Jamás, jamás! Lo prefería todo a morir. No amaba a Lina; pero la Monreal era ahora la vida para él, y quería vivir.

Arrebatado, en un vértigo de terror, sólo pensó en huir, en salvarse, sin detenerse a ver la magnitud del sacrificio que aceptaba de una mujer a quien no quería, deseando salvar su vida aun a costa de otras vidas, en un egoísmo casi animal.

¡Las cinco! Lina debía haber venido ya por él, pues que a las cinco y media partía el tren. ¿Qué le pasaría? Y ansioso contaba los minutos, corriendo el estudio en todas direcciones. ¡Las cinco y cuarto! Perderían el tren, no se irían, y Lucerito impediría su partida. ¿Qué hacer?... Sonó un timbrazo, y casi al instante se abrió la puerta; y Willy, que había iniciado un paso, sintiose envuelto en lluvia de besos y caricias.

-¡Willy! ¡Vida!... ¿Te vas, me dejas, di, Willy, amor, chaval?... ¿No me quieres a mí, a tu Lucero?... ¡Willy, Willy, gitano, dime que sí, que me quieres, que es todo mentira,... infamias!... ¡Dime que sí, que es mentira!... ¡Son tan envidiosos!... ¿Verdad que no te vas? ¿verdad que si te vas...? ¡Mírame a los ojos!... ¡Te quiero!... Lo supe antes, en la cena... Julito... ¡Pero todo pasó! ¿Verdad que quieres a tu Lucerito, que no te vas, que no la dejas?... ¡¡Vidita, mi niño, tú eres mi alegría; sin ti me muero, me muero!!... Oye, como son tan malos, se reían, se reían, y yo me preguntaba: ¿Pero de qué se ríen? Hasta, que al fin, Julito, con chunga, me dice: «¡Te quedaste viuda! ¡Tu pájaro voló!... «No he escuchado más, y echó a correr como una loca, y corriendo, corriendo ha venido... ¿No te vas, mi negro, di, mi cielo, no te vas?...

Las palabras brotaban a intervalos atropelladas, balbucientes, inconexas, llenas de una incongruencia apasionada. Y Lucerito, palpitante, estremecida, vibrando entre sus brazos, lloraba y reía a un tiempo presa de un ataque de histerismo y de sensualidad morbosa exasperada. Sus ojos tenebrosos se hundían en el fondo de las grises aguas que fingían las pupilas del muchacho, queriendo penetrarle hasta el alma, y los labios rojos mordían a un tiempo mismo las palabras y la boca amada.

Conservaba aún la prójima su atavío de escena: una bata rosa adornada de puntilla; los cortos rizos, alborotados por sus desordenados movimientos.

Willy, consternado, imbécil por la sorpresa y el terror, mirábale con azorados ojos momentáneamente, incapaz de defenderse. Por fin en un esfuerzo supremo desasiose, y rechazó brutal a su querida, que, tras de tambalearse un instante, cayó por tierra, y jadeante se sentó en el diván, ocultando la cara entre los puños crispados.

Lucerito, caída, lloraba silenciosamente. El escultor sentía, mientras un dolor insufrible que le desgarraba el pecho; el acre sabor de la sangre amargaba su boca, y una rabia insensata contra aquella criatura agitaba su alma con furores de vendaval. Ella, por fin, alzose decidida, segura de su belleza victoriosa; con rapidez rasgó sus vestiduras, y en la verdosa luz de acuárium de la alborada, apareció toda desnuda, tal una Salomé de ensueño. Después avanzó hacia él, y sus brazos, divinamente torneados, se alargaron hacia su cuello.

Al sentir la tibia caricia de aquella carne púsose de pie, y tendió las manos para rechazarla. Luego, ronco, silabeó:

-¡Vete! ¡vete! ¿No ves que me muero?

Por toda respuesta dió un paso hacia él.

-¡Te quiero!

-¡Yo a ti no! ¡yo a ti no! -clamó Willy en crispación de horror-. ¡Yo a ti te odio, ¿me oyes?, te odio con toda mi alma!

Por toda respuesta murmuró:

-Te quiero.

El muchacho apostrofó iracundo:

-¡Te odio, te odio!... ¡Tú tienes la culpa de todo; tú eres la que me ha perdido, la que me mata!... ¡Vete, vete, que no te vea!

Y casi implorante:

-¡Déjame que viva!

Ella le enlazó con sus brazos.

-¡Gitano, mi cariño, mi Willy! ¿Por qué me dices eso si sabes que te quiero?.:. ¡Si tú me quieres también, si estoy segura, si no puedes vivir sin mí!

El divino cuerpo se ceñía a él, envolviéndole en la perversa llamarada de pasión; los ojos le acariciaban con su caricia de luz y sombra, y los labios de grana mordían sus labios. Willy sintió hervir su sangre, y comprendió que la Enemiga le poseía, que aquélla era la suprema lucha, y con inmenso esfuerzo quiso desasirse. Fue inútil; el cuerpo desnudo, electrizado de pasión, se prendía a él en imposible abrazo; y el escultor, en un querer intenso del instinto de conservación, llevó sus manos al cuello desnudo de la diabólica, y apretó, apretó... Los brazos se aflojaron, y el cuerpo inerte de la bailaora se desplomó por tierra.

Respiró. ¡Libre al fin, libre! Había cometido un crimen, y tal vez le aguardaba, la prisión o la muerte; pero, ¡qué importaba! Estaba liberado de aquella criatura, y los sueños de gloria y de fortuna podían revivir triunfantes en su alma. La obsesión sombría había acabado: allí a sus pies dormía el eterno sueño la Enemiga.

Abatió los ojos al inerme cuerpo de Lucerito. Sobre el negro paño de terciopelo se esculpía la marmórea albura de aquel prodigioso moldeado de mujer. Los senos se erguían duros, procaces, floreados de rosas enanas; las caderas dibujaban sus curvas lujuriantes, y los muslos mostraban su blancor de alabastro. La cabellera se tendía en nimbo de misterio en torno al rostro, vagamente azulado, en que los labios sangrientos ponían su dibujo, y los violáceos trazos de las pestañas tendían en las mejillas su silueta como sombra de las alas de un pájaro dormido.

Y al verla tan intensamente bella, un soplo de concupiscencia trágica erizó sus cabellos y escalofrió su espalda.


FIN DEL LIBRO SEGUNDO



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