A flor de piel: 15

A flor de piel de Antonio de Hoyos y Vinent


Capítulo VIII editar

Un juego de cartas es un libro de
aventuras...
ANATOLE FRANCE.


Cuando Pedro de Monreal se vio en la calle, después de aquella escena con su mujer, lo primero que sintió fue un desconcierto inmenso. Era el caso que, en el plan trazado en su calenturiento proyectar, todo, todo estaba, previsto: lo que haría en el viaje, en qué emplearía los largos días de travesía, cuáles serían sus primeros pasos al llegar... todo, menos cómo llenaría aquellas horas que desde la explicación con Lina al momento de partir le quedaban. Después sintió una indefinible melancolía al pensar lo que dejaba para siempre. Pero, ¿qué hacerle? Ya era tarde para retroceder. La primera locura somos dueños de cometerla o no; las que vienen después son inevitables, llegan por encadenamiento de los hechos, consecuencia las unas de las otras. La vida nos arrastra, y si tratamos de resistirle, nos quiebra, nos aniquila. Lo único posible es encauzarla. Las circunstancias son desbocados caballos; si con sangre fría sabemos conducirles, llega un momento en que, cansados, se detienen; pero si tiramos demasiado fuerte de la rienda, ésta, se romperá, y los corceles, sin freno, nos estrellarán irremediablemente.

En la plaza de Castelar se detuvo de nuevo, y meditó. ¿Qué hacer? A su casa no quería volver: la idea de una escena con Carolina le horrorizaba. Todo su valor, su energía, la firmeza de su decisión se le había caído a los pies y sido substituídos por una inmensa cobardía moral. Tener que razonar, que discutir, le crispaba los nervios. Si iba al Club jugaría, y no llevaba ni un solo ochavo encima, pues el temor de perderlo le había hecho dejar todo el dinero en su casa. Además, si iba al Club le atosigarían a preguntas sobre los rumores de bancarrota de la famosa Compañía, y no se encontraba con valor para disimular y mentir. Del último de estos dos inconvenientes adolecía el teatro también si era frecuentado. Y perplejo, aburrido, dado a todos los diablos, comenzó a subir la calle de Alcalá, en dirección a la de Sevilla. Abríase la amplia vía, casi desierta, en la blanca claridad de los globos eléctricos. Algún coche que otro se arrastraba cuesta arriba trabajosamente; tal cual automóvil pasaba como una exhalación, y los tranvías corrían todos iluminados, deteniéndose de vez en cuando. A la puerta de Apolo los espectadores de la segunda sección esperaban la salida de sus antecesores, formando grupos, por entre los que circulaban los golfos, pregonando los diarios, y algún viejo mendicante que plañía su hambre con lastimeros decires. Por la misma acera que subía Pedro, Lucía, la ciega, bajaba lenta, arrancando a la guitarra quejumbrosas notas, mientras con voz dulce, un poco tomada, entonaba:

Nací en un bosque de cocoteros
una mañana del mes de abril;
y me mecieron en una hamaca
hecha de pluma de colibrí.



¡Qué triste era la vida! Por vez primera dábase cuenta de ello. Hasta entonces había vivido en plena excitación de goces y emociones, sin tener tiempo de observarlo; pero ahora... Por todas partes miserias, tristezas, maldades. Quizás por vez primera en su existencia dábase cuenta de ello. Señorito provinciano primero, político de ocasión después, hasta entonces había sufrido pequeñas contrariedades, molestias, pero ningún dolor verdadero. Y ahora, en la vejez, era cuando iba por primera vez a verse frente a frente con el sufrimiento.

Una pregunta que la cobardía detuvo siempre en su pensamiento formulose ahora: ¿Para qué quería Lina aquella libertad? ¿Qué significaban en su vida aquellos seres que viera pasar por ella, aquel Adolfo Luna, tan cursi, tan iluso; aquel Fernando Santa Ana, dominador, prosopopéyico; aquel Willy Martínez, vividor y canalla? Cerró los ojos a la verdad, temeroso de provocar otro dolor en su corazón, harto dolorido ya.

Había llegado a la puerta del Casino. ¿Por qué no entrar? A tal hora no habría aún nadie, y podría entretenerse leyendo los periódicos hasta la hora de concluirse los teatros. Entró.



Con ira arrojó el Heraldo. ¡Ya estaba allí lo que temía tanto! Hablábase en el diario de la posible bancarrota de la Sociedad Naviera Hispanoamericana y del pánico horrible que se apoderara aquella tarde de la Bolsa, obligando a los tenedores de acciones a darlas casi de balde, y sobre todo de la conducta extraña de él, del conde de Monreal, que, empeñado en sostener el crédito de la empresa, adquiría cuantas acciones salían al mercado, habiendo hecho suyas aquella tarde la mayoría de las tenidas por hombres de negocios españoles, y esperaba el periódico, en expectativa, la llegada de la liquidación de fin de mes, para saber si el conde hacía frente a sus obligaciones, aunque dejando adivinar que temía todo lo contrario.

Pedro, maquinalmente, miró la fecha del periódico. Veintisiete. ¡Ya era hora! Tres días más, y la bancarrota se declaraba. ¡Bah! Para entonces estaría él entre mar y cielo, lejos de las venganzas sociales. Y allá en América sabría más tarde las consecuencias de aquella historia.

Púsose en pie y se dirigió a la puerta para partir antes que comenzaran a llegar los socios. Cruzó los salones, de un lujo amazacotado, antipático. Tapices pintados, falsos artesones en los techos, gruesas alfombras, enormes butacas de terciopelo que conservaban en sus respaldos la huella de las cabezas grasientas que reposaban en ellas; toda esa riqueza de los modernos círculos, que fingen un hogar al que carece de él saludaban a su paso al asiduo. Alcanzaba ya la antesala, cuando una voz amiga llamó:

-¡Perico, Periquillo!...

Volviose y vio a Ramón Fraterna que venía hacia él, los brazos abiertos. ¡Cosa más rara! ¡Debía dinero a medio mundo, y sólo en el mundo entero Ramón se lo debía a él, y con Ramón iba a toparse!

-¡Ramón!

-¿Te vas ya?

-Sí, un poco de jaqueca.

Y le tendía la mano en ademán de adiós.

-Espera, que te voy a pagar...

-Hombre, si no vale la pena...

No valía la pena. Una porquería. Quinientas pesetas.

-Las deudas de juego se pagan a las veinticuatro horas.

-¡Bueno!

Y Perico se resignó.

Fraterna sacó su cartera de jugador, repleta de billetes de Banco, y comenzó a contar. Diez, veinte, treinta, cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta, cincuenta y cinco... No tenía bastantes billetes chicos... Miró en otro departamento, buscando uno de quinientas pesetas... Tampoco. No había más que de mil.

-¿Tienes cambio?

-No.

-Bueno, pues te juego las quinientas.

¡Qué más daba!

-Bueno, como quieras.

Se sentaron, y Pedro echó las cartas. Miró indiferente las suyas. ¡Estaba seguro de perder! Justo: dos figuras. Ramón pidió:

-Carta.

Cayó un as. Tiró las cartas.

-Dos.

Pedro, seguro de perder él, echose una carta.

-El cinco.

Ganaba.

-¿Te juegas las mil?

Ramón quería seguir.

-Vayan.

Tornó a servir, y tornó a ganar.

-¿Van las dos mil?

Era ahora él quién proponía.

-Van.

Ganó. Un grupo de amigos les cercaron.

-¿Una banca, Perico?... ¿Te animas?

Se dejó llevar de su vicio.

-Una banca de cuatro mil pesetas.

Comenzó el juego. Monreal ganaba siempre. Una suerte loca parecía ayudarle aquella noche; ante él se iban amontonando billetes y monedas con una persistencia que exasperaba a los demás jugadores, arrastrándoles a hacer locuras. La banca, que al principio contaba con cuatro mil pesetas, era ahora de cuatro mil duros. Y ganaba, ganaba siempre.

Entró don Servando Alcántara, aquel buen señor, jugador de oficio, taurómaco de afición, que sólo para el juego y los toros vivía.

-A ver qué banca se hace.

-Cinco mil duros.

-Tallo a la banca.

Y tranquilo sentose, sacando su cartera. Todos callaban, anhelantes. Pedro, desasosegado, nervioso, inyectados los ojos, despeinado el cabello y sudorosa, la frente, arrebatado en una ráfaga de codicia loca, maldecía, seguro de perder ahora todo lo ganado antes.

Sirvió cartas; don Servando mostró, triunfal:

¡Ocho!

Pedro, despacio, tembloroso, mostró sus cartas dos figuras. El jugador se frotó las manos; los demás puntos, anhelantes, miraron. El conde tiró una carta:

-¡El nueve!

¡Había ganado! Desde aquel momento el juego fue un vértigo. Monreal jugaba contra todos y ganaba siempre. Las caras pálidas de los jugadores se tendían, ansiosos los ojos y crispados los labios, con calenturienta ansiedad. Ya no eran sólo monedas y billetes lo que se amontonaba ante Perico; eran recibos, tarjetas con cantidades escritas, y él jugaba, jugaba, ciego y sordo para todo lo que no fuera aquel jugar obsesionante.

Al fin, don Servando se levantó.

-Señores, ¡las cinco!

Fue una desbandada general. Malhumorados, rabiosos, disimulando su ira bajo la capa de buena educación, que en algunos más vehementes se rompía, dejando aparecer debajo el verdadero sentir, fueron desfilando, y Pedro, solo al fin, contó sus ganancias. ¡Trescientas cuarenta mil pesetas! ¡sesenta y ocho mil duros! ¡una fortuna!

La primera idea fue que podía pagar las hipotecas, y tener un compás de espera. Luego se acordó de sus jugadas de Bolsa. ¿Y aquello? No había ni que pensar en arreglos. Partir, y partir pronto. Aquel dinero podía ser una gran ayuda para él en el mundo en que iba a luchar. Ahora, a su casa, pues un hombre con aquel capital no podía, andar vagando por las calles a tales horas, y luego, por la tarde, al tren.

Bajó las escaleras brincando con nervioso júbilo, y ya en el portal llamó a un coche.

Clareaba. Un grupo de hampones cercaban a un vendedor de café; dos mozas de partido conversaban con la pareja de guardias, y una vieja billetera, a caza de trasnochadores, pregonaba un décimo. Pedro, con compasión de jugador, le dió un duro, rechazando la mercancía.

-¡A casa!

El portero llegó jadeante.

-Señor conde, señor conde...

-¿Qué hay?

-Este telegrama.

Monreal rasgó, febril. Era un cablegrama de la Habana. Decía: «El Lepanto y el Trafalgar llegaron con grandes averías en la maquinaria, por haber sufrido terrible tempestad, salvada gracias a la bondad de los barcos. Mercancías en perfecto estado. Podrán ambos hacerse a la mar en un mes. Participo oficialmente la noticia».

Y Pedro, próximo a la locura, vio surgir nuevamente ante él la fortuna y la posición perdidas; vio convertirse en millones aquellas acciones que por la tarde eran papeles mojados; vio correr el río de oro por el valle de su vida; pensó en Lina, que caminaba tal vez hacia lo irremediable, y con voz de angustia gritó:

-¡A casa, a escape!



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