A flor de piel: 11


Capítulo IV editar

L'espoir a fui, vaincu, vers le ciel noir.
PAUL VERLAINE.


En la esquina de la calle de la Magdalena, se detuvieron, y Lina se encaró con Julito:

-Hombre, por Dios y por todos los santos del cielo, convence a María de que es una atrocidad.

El extravagante llevose las manos al corazón, y con afectada pateticidad protestó:

¡Yo! ¡yo! ¡Jamás!... ¡Cuando tal vez va en ello la vida de un hombre!...

Con las mantillas caídas sobre los rostros como discreto velo, y sus trajes obscuros, que ocultaban el íntimo lujo que les envolvía en su caricia, tenían el aspecto ambiguo de esas figuras que vemos a la caída de la tarde, protegidas por las propicias sombras del crepúsculo, marchar ligeras, con menudos pasos, cruzar rápidas el arroyo, y perderse en lóbregos callejones, tras de volver la cabeza recelosamente, dejándonos en la duda de si son damas que acuden a amorosa cita o perdidas que quieren aumentar sus encantos envolviéndolos en el supremo de lo desconocido.

Había cerrado ya la noche por completo; de trecho en trecho algún mechero de gas esparcía temblorosa claridad; de los escaparates de las misérrimas tiendas escapábanse chorros de luz que proyectaban grandes cuadros en las aceras. Multitud de gentes transitaban en todas direcciones, presurosas, y en la frontera plaza de Antón Martín repicaban los timbres de los tranvías y redoblaba la campana del Cristo, llamando al rosario.

Julito, temeroso de que el sentido común -¡no puede uno fiarse, hay cuartos de hora para todo!- se albergase, por casualidad, en el descascarillado caletre de sus amigas el suficiente tiempo para hacerles renunciar a sus descabellados proyectos, y dejárale sin chisme (potin, decía él) para aquella noche, comenzó a meter prisa.

-Si no vais pronto, os toparéis con alguien.

-Pero ahora, ¿estás seguro, seguro de que no hay nadie? -interrogó Lina.

-Nadie. ¿No ves que unos están en el ensayo, y los otros en el Matadero?

-Pues vamos allá.

Echaron a andar las dos amigas calle adelante, con garboso contoneo de hembras madrileñas, recogiendo con clásico donaire los pliegues de su falda, y dejando al descubierto el breve pie calzado de fino zapato de charol.

Mediada la calle, tornaron a pararse. Avanzaba al trote de dos soberbios alazanes un milord llantado de goma, que en el color marrón -color de la casa de Ponferrada- de las libreas del cochero y lacayo denunciaba la procedencia ducal. Y dentro venía su dueña, acompañada de Elisita, que no perdía ocasión de economizar su coche, que no estaba ya para grandes trotes, y que tenía el firme propósito de no substituir.

Lina y María apretáronse contra los muros y se taparon la cara para ver de pasar inadvertidas. Julito hizo doscientas majaderías para llamar la atención; la Ponferrada pareció no verles, y Elisita, echando el cuerpo fuera para que viesen que las había reparado (¡no fueran a creerse que ella se chupaba el dedo!), pasó sin saludar.

-¿Has visto qué indecente?

Y María, indignada, sacó la lengua al coche que se alejaba.

-No tiene vergüenza -asintió Lina sin gran calor, cansada del perpetuo luchar.

Julito se bañaba en agua de rosas. ¡Qué suerte! ¡Y él, que comía en casa de Ponferrada justamente con Elisita! ¡Ya tenía conversación! ¡La aventura, corregida y aumentada! Y todo sin hacer traición a sus amigas, pues como las habían visto no revelaba ningún secreto.

Iban a casa del Niño, que hallábase, si no convaleciente, muy mejorado, al menos, de la tremenda herida que sufriera. Aquella visita fue exigencia de María, que después del momento de lucidez -¡oh humana condición! ¡cuántas veces lucidez y crueldad son una cosa misma!- había vuelto a caer en sus desvaríos. No es que amase precisamente al torero; era que aquello, además de que tenía mucho cachet, llegó a ser una costumbre para sus desordenados nervios, y además, por un falso espejismo de amor propio, parecíale que renunciar era ceder a las imposiciones de la gente, y su orgullo de mundana frívola se irritaba. ¿Y por qué no decirlo? También un poco de debilidad, de lástima, de nostalgia, de ser buena y de querer a alguien.

María, como preocupada por lo pasado y deteniéndose para responder a una idea interior, habló:

-Al fin y al cabo, a mí no me importa una patata. Cuando sepáis una noticia...

Y tomó aire de misterio.

La Monreal, con ese nervioso sobresalto de los que, muy castigados por la vida, temen siempre una catástrofe, interrogó ansiosa:

-¿Cuál?

-Luego os la diré. Ahora no.

Y fingiose prudente.

-Aquí es.

Y Julito detúvose ante un portal de casa de vecindad, y no de las mejores. La madre del diestro, una vieja curtida, de cenceño rostro que surcaba laberíntica red de arrugas, ojos maliciosos, interrogantes, artesano atavío y pañuelo a la cabeza, empuñando la escoba, hacía las veces de cancerbero.

No vivía sino para aquel hijo que realizaba su ensueño de toda la vida; ¡pues digo, tener un hijo torero! Así como otras sueñan con dar un hijo a la patria, así ella soñó siempre con dar un hijo a los toros. Porque vamos a ver, ¿qué va a ser un hombre si no es torero? ¿Que era peligroso? ¡Bien lo sabía ella, que no perdió corrida desde que tenía seis años, y contaba sesenta y cuatro! Pero ahí se ve la guapeza y los hígados. Sus miedos pasaba; pero a eso estamos, y... además, ¿para cuándo se quedan los cirios a la Virgen del Carmen y las lamparillas a las ánimas benditas? Y soñaba con aquel hijo que sería un Guerra o un Frascuelo. A ella veníale de raza: de los cuernos vivió su padre, de los cuernos su marido; ¡anda y que de ellos viviese el hijo de sus entrañas! Dividía a las gentes en diestros y en aficionados, y todo el que no pertenecía a una de las dos clases le merecía un olímpico desdén. ¿Aquellos señoritingos pisaverdes y aquellas damiselas remilgadas? ¡Quite usted de ahí! Asco le daban. ¡Si cuando les veía pasar entrábanle ganas de empuñar la escoba y barrerlos! No le cabía en la cabeza que ante su torero hubiese hombre que no saludara su bravura ni mujer que no rindiese acatamiento a su guapeza.

El elegante se encaró con ella:

-¡Hola, señá Casimira! ¿Cómo va ese valiente?

La portera se apoyó triunfal en el mango de la escoba como en burlesco cetro.

-¿Cómo ha dir? Mejor.

Y luego midió a las intrusas de arriba abajo. ¡Dos tías! ¡Válgame Dios, y el mujerío a que su chaval tenía sorbido el seso! Y aquéllas eran unas pájaras... ¡Lo menos del Kursaal! Quiso mostrarse amable:

-Con tanta gachí bonita como tiene a su vera, fuerza es que mejore...

Y con su cordial costumbre de tuteo:

-¡Pero, pasad pa adentro, que está solito ahora.

Y para que no fueran aquellas prójimas a figurarse que era falta de visita, añadió:

-Indispués vendrán a espuertas.

Y tornó a empuñar la escoba para seguir en su elevada tarea de ensuciar lo que estaba limpio.

Descendieron lóbrega escalerilla, cruzaron un patizuelo y halláronse en la habitación del herido. Era grandona, baja de techo; sobre las paredes, enyesadas, fotografías de chulas -bailaoras y cantaoras- terciados los mantones y dislocado el cuerpo en violentas posturas, que denunciaban a las claras la impericia del fotógrafo perpetrador; cromos de asunto taurómaco, y entre una Virgen del Carmen y un Nazareno, taurino trofeo de estoques, banderillas y muletas. Los muebles eran pocos y viejos, pero buenos: una cómoda con un Jesús bajo fanal, un sofá de Vitoria, sillas, la camilla y el lecho.

En él reposaba el torero. Sobre el gitano tostado del rostro brillaban en sonrisa ufana los dientes, con la cegadora blancura de los de los salvajes; las pupilas, negras, chispeaban sobre la blancura de la órbita, y el pelo, endrino, áspero e indócil, se alzaba en caprichosos remolinos. Recibioles amable, locuaz, hablando de su cogida, del dolor de las curas de su mejoría y de la esperanza que alentaba de volver pronto, ahora para llegar. Mostrose agradecido al interés con que durante su enfermedad le honraron, y sobre todo a aquella visita; pero todo esto sin transportes, sin aquellas salidas teatrales de toreador dorevillesco de antes de su herida. Parecía como si la sangre perdida se hubiese llevado consigo todos los calenturientos delirios y le hubiese vuelto la noción exacta de la vida.

María sintiose defraudada. Ella esperaba más. ¿Qué sé yo?... Uno de aquellos golpes... Se veía entrando cautelosa en el cuarto del torero -un zaquizamí obscuro, con el suelo cubierto de puntas de cigarro y fragmentos de botellas-, alzando con una mano la cortina de percal escarlata, y con la otra los pliegues de su vestido de seda negra; veía al diestro lívido incorporarse tendiendo los brazos hacia ella, mientras en el esfuerzo realizado roja sangre teñía la albura de la camisa... Esperaba... ¡qué sé yo!... Una de aquellas cosas bonitas que cantan los barítonos en las operetas de sabor español. ¡Señor! ¿dónde había visto ella una escena análoga? No podía acordarse... ¡Ah, sí! Ya lo sabía. En un cromo puesto en venta a la puerta de un chamarilero en la cabecera del Rastro, una tarde que, tediosa, ambulaba en busca de aventuras.

Comprendió que aquello había acabado para siempre, y comprendió, en la sonrisa resignadamente escéptica del Niño, que había llevado a aquel alma infantil y heroica el primer desengaño, al mostrarle que el amor no era tan sólo el viril arranque del hombre a que responde la tierna abdicación de la mujer, que amor no era sólo belleza y fuerza, que no había en él tan sólo pasión, sino que conveniencias, leyes, consideraciones, clases, le ponían su brutal camisa de fuerza. Y su crimen era tanto mayor, cuanto que por si no lo hubiese sabido tal vez jamás, pues cuando hubiese llegado a la notoriedad, que es cuando el mundo se cree con derecho a intervenir en nuestros actos, ya sería viejo para desengaños sentimentales, y, además, estarían dispuestos a perdonarle todo.

Quiso sincerarse, endulzando con la miel de sus palabras el acíbar de la bancarrota ilusoria, y acercándose a él, pasole la mano por los alborotados rizos, y comenzó melosa:

-No vayas a creerte...

Crujir de enaguas y gorjear de risas en la escalera hízole callarse e ir a tomar asiento junto a Lina, al tiempo que en el umbral, dorada como pan de horno una, morena como pan de centeno la otra -Vinci y Goya-, la Gioconda y la Cotufera asomaban sus rostros.

Julito saludoles con un madrigal:

Eran dos pastoras
libres de afición,
una blanca y rubia
más bella que el sol.
La otra morena
de alegre color,
con dos ojos negros
que dos soles son.


Al ver la plaza ocupada, la Gioconda frunció el ceño y la otra saludó agresiva:

-¡Cuánto bueno por aquí!

La Monreal calló; María, más desenvuelta, respondió por ambas:

-Veníamos a ver cómo seguía...

-Pues ya lo ven; mejor.

Y sin ceremonia, se sentaron.

El diestro pidió un cigarro:

-A ver, tú, Mercedillas; un pitillo.

La Cotufera sacó uno, y poniéndolo en su pintada boca acercole un mixto, lo encendió con pequeñas chupaditas y se lo tendió al herido. Luego encendió otro:

-Ete pa mí.

Y encarándose con las damas, y hablando con su acento lánguido, arrastrando mucho las palabras como si fuesen filos de un instrumento cortante y arañase con él a sus adversarias:

-A uté no la ofrezco porque no fumará...

Lina hizo un gesto ambiguo. María, decidida a no dar su brazo a torcer, respondió:

-Sí, señora; fumo.

La otra no se dió por vencida:

-Pero serán de esos pitillos majos de emboquillao de oro...

-De todo. También de cuarenta y cinco.

La prójima ofreció un cigarro:

-Pue si uted guta...

-Tantas gracias.

Y mientras lo encendía, se volvió a su amiga:

-¿No quieres tú?

-Gracias.

La conversación se arrastraba lánguida, cruelmente irónica por parte de las pájaras, defensiva por parte de María. El torero callaba y sonreía. Notábase a las claras que no veía en ellas como antes sus amores, sino dos extravagantes que corrían aventuras.

Al fin Julito cortó la entrevista.

-¿Vamos?

Salieron. En el portal, la señora Casimira las apostrofó afectuosa.

-¿Sus vais ya, chiquillas?

Ya en la calle, caminaron silenciosas, callando su penosa impresión. El decadente respondió en alta voz a sus ocultos pensamientos:

-Si vosotras tenéis la culpa. Os empeñáis en tomar las cosas en serio...

La morena se paró en firme.

-Al fin y al cabo, no me importa un rábano... ¿Sabéis cuál era la noticia anunciada?

Y a la muda interrogación de ambos:

-Pues que Perico ha pedido que le nombren agregado militar, y nos vamos a Constantinopla.

Julito interrogó irónico:

-¿De caballería?

Y Lina, consternada, gimió:

-¡No, mujer, por Dios!

-Hija, no es para, tanto.

Sin hacer caso, la Monreal suplicó:

-¡Por Dios, dime que es una broma, y no me des ese disgusto!

-No es broma, no. Creo que llegó el momento de poner tierra por medio.

Y como viera a Lina próxima a llorar:

-¡No seas mema! ¡Ni que me fuera al fin del mundo!

Julito comenzó consolador:

-Si yo estuviese en tu pellejo...

Lina le atajó agresiva:

-Pues si yo estuviese en el tuyo, ¡me despellejaba!

Y él, cínico:

-No haría falta. ¡Ya se encargarían de hacerlo los demás!

La Monreal encarose con su amiga, y silabeó sincera:

-¡Qué pena, María, qué pena!

-Pero criatura, no te pongas así. En mi casa tendrás siempre un cuarto preparado; te vienes a pasar largas temporadas conmigo, y estaremos al pelo.

Julito, con burlón enternecimiento:

-Esto conforta. ¡Oh amistad, virtud que creíamos emigrada del mundo!... ¡No sigáis: acabaréis por enternecerme!

Rieron la loca y el elegante. Lina, no. Sentía una tristeza inmensa caer sobra su espíritu. ¿Qué sería de ella sin su postrer amiga? Los suyos, que le hacían el vacío en derredor; los otros, que la recibían con velada hostilidad; Willy, que moría de otra mujer. Sola en su naufragio sentimental, quiso reír también, y a su esfuerzo, una lágrima resbaló por la mejilla marchita.



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