A flor de piel: 10
Capítulo III
editarC'est l'Espagne du temps passé...
THEOPHILE GAUTIER.
-¿Llegaremos tarde?
-¡Como siempre!
Calle de Alcalá arriba, a setenta kilómetros por hora, entre ulular de despanzurrados canes, maldecir de cocheros y precipitado correr de niños y mujeres, volaba el automóvil camino de la Plaza.
En el pescante, Julito cerraba los ojos al vértigo de la velocidad, y sólo los abría para, instado por María, que ardía en impaciencia, meter prisa al chauffeur.
Dentro, la morena, toda de color canario, con mantilla negra y ramo verde y oro -los colores que luciría el matador-, consultaba a cada instante el menudo relojillo que una correa fijaba a su muñeca; la Wladimirosky, luciendo aquel raro atavío de maja Luis XVI, interpretada por Worth -traje perla, nevado de madroños celestes; rosas pálidas, escarchadas de rocío artificial, y lazadas de plata al pecho y bajo el leve encaje de su mantilla de Chantilly-, sonreía, satisfecha de sí misma. ¡Había que confesar que era muy cosmopolita! ¡Estaba que ni nacida en la calle de Lavapiés! -se lo habían dicho Julito y María-. ¡Cosa particular! En todas partes donde iba le pasaba lo mismo: se amoldaba. Y recordaba el efecto producido en las calles de Nápoles cuando se lanzaba con el típico atavío del país; y en una de sus visitas a la Ciudad Eterna, aquella modernización del traje romano en que hubo de intervenir la policía, temerosa de una alteración del orden público; y Lina, por fin, vestida de blanco, la pamela de encajes, agobiada de lirios, iba de mala gana, triste, preocupada-. ¡Señor, si lo que a ella le pasaba! Primero, la incalificable conducta de Enriqueta Barbanzón, que como, al negarse a la pretensión de Lina de que les acompañase a los toros, insistiese ésta en ello, acabé por decirle crudamente: «Mira, hija, yo no tengo posición para ciertas cosas». Y como la otra, amoscada, le recordase su camaradería en las primeras locuras, terciose y respondiole contundente: «Mira, sí, es verdad; pero es como si porque uno de entre varios amigos que han ido al borde de un precipicio se tirase, tuvieran que echarse de cabeza los demás». Ante aquella impertinencia perdió la Monreal la calma, y si no se pusieron como rabaneras, fue porque se pusieron peor. Contóselo a María, la cual, sintiendo arder su pecho en santa ira, puso a la Barbanzón como digan dueñas, y juró por la salud de su difunta madre que, como tenía vergüenza, en cuanto le echase el ojo encima se desvergonzaría y le diría cuatro verdades que, si no eran las del barquero, se le parecerían y que mientras llegaba la ocasión le enviaría unos cuantos anónimos que era cosa sana y confortable. Y, como si esto fuese poco, había recibido aquella mañana una visita de Perico. Estas visitas habíanse hecho, desgraciadamente (y digo desgraciadamente porque siempre anunciaban contratiempos monetarios), harto frecuentes. Había ido a decirle aquel día que todo estaba muy mal, que no se podía seguir así... pero lo fatal era la noticia de la pérdida del Esperanza, el mejor barco de la Compañía Naviera Hispanoamericana, pérdida que hacía sufrir a ésta y, con ella, a Perico, su mayor accionista, gravísimo quebranto.
Las cosas iban por caminos en ruina. Las crisis pecuniarias, cada vez más frecuentes y agudas, obligaban a Lina a buscar dinero a toda prisa. Entonces, energía febril se apoderaba de ella; discurría recursos, trazaba planes, pulsaba medios; pero, una vez vencedora en la batalla material, quería vencer también en la moral, y comenzaba a verter a manos llenas aquel dinero con tanto trabajo conseguido. Como todos los tramposos, creía en la diosa Casualidad, y soñaba con unos millones caídos del cielo, que le ponían a flote, de golpe, sin privaciones ni trabajos.
Porque, bien mirado, qué hacer, ¿economías? Ya había hecho todas las posibles, ¡bien pocas, ciertamente! Pero, ¿dónde estaban las posibles? Si en aquellas circunstancias suprimía el tren de casa -comidas, coches, palcos-, se quedaría sola, y la soledad ahora la espantaba. ¿Disminuir el gastar en su persona precisamente cuando era ya vieja? Imposible. Hacíase, por el contrario, preciso gastar para estar guapa, para que Willy le amase. Y si ella no economizaba, ¿cómo exigírselo a Perico? Hubiese sido preciso cambiarlo todo de arriba abajo, atacar el mal en sus raíces, y las fortunas en quiebra son como los edificios ruinosos: van sosteniéndose; pero si se tocan los cimientos, aun sea para mejorarlos, se desploma la casa entera.
Así vivía una vida azarosa, de perpetua calentura, en que si a veces sentía la nostalgia de aquellos lejanos tiempos que corrieron plácidos en el vetusto caserón de tía Carmina, pronto la lucha volvía a galvanizarla.
Menos mal que por lo que a la boda del general se refería estaba tranquila. Era ya cosa hecha; lo del título iba a pedir de boca, y ya le había prometido el presidente que en la primera hornada... cosa de días. Y entonces repetiría el sablazo contra las repletas talegas del señor de Álvarez. Porque, ¿cómo había de negarle éste nada a quien lo traía la anhelada corona y el nobiliario escudo, en que pondría... A ver qué pondría... ¡Ah, sí! Un león ambulante en un campo de baúles -león rampante en campo de gules.
Pero ni aun esa satisfacción gozaba tranquila, pues la grandísima sinvergüenza de Magda Florián se encargaba de agriársela con sus extemporáneos arrebatos hacia el viejo. -¡Miren el pelele!
Triste, aburrida, jamás hubiese ido aquella tarde a los toros si no fuese por María.
Tomaba, la alternativa el Niño de las Verónicas de manos del Jerezanito, y ante un acontecimiento de tal magnitud, María había suplicado, rogado, alegando el cariño, la amistad y hasta los favores hechos y los gorros aguantados; y por fin Lina había cedido, y de ahí el motivo por que entre flores y encajes arrastraba la Monreal sus tristezas camino de la Plaza.
-¡El programa de la corrida con el retrato del nuevo matador!...
Al final de la avenida flameaba, todo incendiado de sol, el amplio coliseo, rematado por la tremolante bandera roja y gualda. Los golfos pregonaban con destemplados gritos programas y cromos con la imagen de los diestros; a entrambos lados del camino, los mendicantes, tumbados al sol sobre el polvoriento suelo, las espaldas apoyadas en los troncos de los marchitos árboles, como en una feria de lacerias mostraban sus deformidades y sus llagas, implorando con interminable letanía de misericordias una caridad; un patriarca de plateada barba rascábase una llaga, donde la caricia del sol hacía florecer gusanos; una vieja de aquelarre tendía sus sarmentosas manos apostrofando a los pasantes, y un ciego, llevado de la mano por astroso lazarillo de picarescos ojos y boca de burla, corría junto al coche, mostrando las sanguinolentas cuencas de sus ojos vacíos. En los merenderos, en torno a las mugrientas mesas, los hombres en mangas de camisa, y las mujeres de pintados pañuelos de percal, bebían peleón, esperando ansiosos noticias de la fiesta, mientras en los corrales, y a los sones de los organillos que entonaban las cascabeleras notas de los schotis y las habaneras, bailaban muy apretaditos, con crujir de almidonadas enaguas y tintinear de espuelas y sables, soldados y chulos con las Menegildas, y de algunos coches rezagados saltaban, saludados por maldiciones de aurigas y obscenidades de hampones, algunos atrasados amadores de la fiesta. Y el sol brillaba en la límpida gloria del cielo madrileño, inundándolo todo de vida y alegría.
Muy deprisa subieron la escalera y llegaron al palco. Salvo los cuatro asientos de los recién llegados, todo lo demás estaba lleno de hombres -Paco Estrada, Willy Martínez, Juanito Salvatierra, Perico Miranda, Tomasito Roldán- antiguas pasiones o antiguos devaneos que había hecho exclamar a Elisita Pancorbo, instalada en el palco frontero, con su peineta de teja y su mantilla de ruedos, que le daba cierto parecido con las algebristas de gustos de nuestras novelas picarescas: «¡Pero eso no es un palco, es un saldo de amantes!» Y añadía, contestando a la malévola pregunta de Elisita: «¿Por cesación de comercio?» en una frase de las que levantan ronchas: ¡Por bancarrota!»
En la plaza, el espectáculo era más típico, más pintoresco. Los palcos llenos de mujeres bonitas, ataviadas de tonos claros y empenachadas de plumas, tendíanse en semicírculo como policromas manchas de una colosal paleta en que surgiera de vez en cuando, apenas esbozada, un alba mantilla sombreando trigueño rostro, o rojos claveles ensangrentando blonda cabellera. Abajo hacinábase el público, riendo, aplaudiendo, moviéndose colectivamente, en ondas, rodando sin saber por qué en bulliciosa, borrachera de vino y alegría. Aquí y allá, entre los blancos sombreros que cobijaban tostados rostros, el parterre de un mantón de Manila ponía su gaya nota, y substituyendo la regia púrpura blasonada de águilas, que cobijara antaño el cesáreo trono en los circos romanos, el cielo madrileño tendía su bello manto «azul rey», en que los pájaros errantes en círculos concéntricos eran las regias lises. Lucerito y la Gioconda, toda de rojo con mantilla blanca la primera, de blanco con mantilla negra la segunda, lucían el prodigioso contraste de su belleza. Y en el callejón de salida ondulaban como sedeño río irisado de color y estriado de oro las cuadrillas, que esperaban la señal.
El agudo alhalí del clarín vibró, y las compactas filas de hombres ataviados de oro y seda invadieron, a los alegres acordes de un pasodoble, el ruedo en fastuosa fanfarria de luz. Al frente los tres diestros; en el centro el neófito, de verde y oro; a su derecha el Jerezanito, y a su izquierda el Chico del Albaicín. Detrás las cuadrillas; los peones, marchando a paso rítmico; los famélicos pencos con los ojos vendados, y al final las mulillas de arrastre llevadas por los monos sabios, insolentes y burlones.
Las notas de la charanga reían alegrías cuando los héroes avanzaban hacia el palco presidencial. El Niño había entregado su capote a un hombre, que desapareció con él, y María, nerviosa, temiendo que se lo hubiese enviado a aquellas prójimas, cebábase en el brazo de Julito, que le hacía rabiar. Al fin se lo entregaron, y, satisfecha en su vanidad de mujer, tendiolo sobre el barandal, entre un saludito irónico de enhorabuena de la Pancorbo, una atrocidad de Julito y una débil protesta de Lina.
El presidente dió la señal, y, abierto el chiquero para franquear paso al toro, éste de un salto se plantó en la arena; iracundo hirió el suelo con la pezuña, haciendo saltar sus granos, que azotaron los flancos poderosos. Con el hocico humeante y los ojos inyectados miró a uno y otro lado, y arrancose por fin contra un caballo. El jinete, empuñando fuertemente la pica, aguantó breve tiempo, y luego cedió vencido; el cuerno clavose en el vientre de la pobre bestia, que se irguió rampante como corcel heroico para abatirse al instante entre el fluir de la sangre.
Los peones acudieron a resguardar al centauro, pero fue inútil, pues ya el toro se alejaba atraído por el rojo capote que le brindaba el Niño de las Verónicas.
En el centro del ruedo éste desafiaba a la fiera. Así, erguido, moldeándose bajo la malla de seda glauca florecida de oro la viril belleza de su cuerpo de semidiós adolescente, estaba magnífico de arrojo.
Arrancose el toro; hurtó el diestro el cuerpo con un gesto lleno de elegancia, y volvió a ofrecer el capote a la bestia, que, desconcertada, se había detenido. Tornó ella a embestir y el torero a hurtar el cuerpo, y así capoteó por breve espacio, hasta que al ver plantado al toro giró lentamente, y quitándose con majo ademán la montera, rozó con ella el testuz del bruto y se alejó, arrastrando la capa, sin volver cabeza atrás, magnífico en su serenidad. Una salva nutrida de aplausos celebró su valor; de pie en el palco, María palmoteaba a rabiar; la Wladimirosky, entusiasmada con el toreador valiente, soñaba con hacerse raptar por él -¡qué golpe cuando la viesen llegar a su país a la grupa de una jaca andaluza enjaezada de alamares y llevando delante al Niño vestido de verde y oro!-; y seducida por aquella aventura de opereta, gritaba como una loca, mientras la Pancorbo, inclinándose sobre el barandal, decía a María con peor intención, que la del cornúpeta -era de Miura:
-¡Hija, va pero que muy bien! ¡Juanito estará entusiasmado!
Y no dijo más, porque los cestos de la merienda fascináronla, haciéndola detenerse en la peligrosa pendiente de las indirectas. Tenían por costumbre en su palco alternar en la merienda; justamente le tocaba a ella aquel día, y ¡maldita casualidad! se le había olvidado. ¡Señor, era mucho cuento; que siempre le había de pasar lo mismo! ¡Maldita cabeza! Pero ellos, sus compañeros, ¡en qué pensaban que no se lo habían recordado! ¡Mala intención, ni más ni menos; sí, señor; mala intención, por dejarla en ridículo a ella! Y reíase por dentro pensando: «¡Como no merendéis más que lo que yo os traiga, aviados estáis! ¡Anda y que os mantenga el Nuncio!»
Según la lidia. Habían tocado a banderillas, y el Niño, empuñando los rizados palitroques, citaba al bicho pateando. Parado el toro arañaba, el suelo, y de tiempo en tiempo alzaba la cabeza a la proximidad del diestro, que andando lento, el cuerpo curvado hacia atrás y los brazos en alto, avanzaba y retrocedía sucesivamente. Por fin acometióle en rápida carrera, bajando la cabeza para herir. El Niño esperó sereno la acometida, y con guapeza tendió los brazos y escabulló el bulto, mientras que, cegada la fiera, siguió su camino brincando de dolor, con los pintados papeles en lo alto del morrillo.
Se acercaba el instante supremo. El neófito, con el capote al brazo y descubierta la cabeza, avanzó hacia el Jerezanito, que muleta en mano le esperaba bajo el palco de la presidencia. Allí el Niño pasó su capote al brazo del maestro, y tomó de su mano los trastos de matar, supremo espaldarazo en la andante torería. Ya armado caballero, y siempre montera en mano, parose el novel diestro bajo el balcón presidencial, y tras un brindis de cortesía, fue a detenerse ante el palco de la Montaraz y allí brindole el toro.
-Los buenos toreros brindan por la grandeza; yo brindo por la gracia y la hermosura, y por ver si puedo pisar la senda por donde fueron los grandes toreros.
La Gioconda, con voz de lágrimas, murmuró al oído de la Soler:
Ya ves, le brinda el toro a ella. ¡Yo que tantos años llevo deseando este día!
La otra le dió un codazo:
-Déjale, mujer, que ya volverá. El primer cariño es como el nido: ¡por lejos que se vuele, siempre se vuelve a él!
María, entusiasmada, entretanto le pedía a Julito, para tirárselo al diestro, clavado en su pañuelo de encajes, el alfiler de corbata: un crisopacio rodeado de brillantes, que según contaba le había regalado un Radjah indio, con quien cazara tigres desde una torre de marfil, a lomos de un elefante, en los bosques vírgenes, y rezado a Sivah en las pagodas de Calcuta.
El Niño pasaba al toro lentamente, muy sobreceñido, sin mover los pies de un sitio, y limitándose a alzar el brazo con un gesto soberbio de desdén. Un pase, dos pases... el público preludió un aplauso, que instantáneamente se transformó en un grito de horror. El toro había enganchado a su enemigo, y tras de zarandearlo lo arrojó por los aires.
El pueblo se había alzado en masa, impelido por un sólo impulso de terror, y al primer grito sucedió un silencio de muerte. María, muy pálida, clavaba las uñas en el antepecho; Elisita no la quitaba ojo; la Gioconda, blanca como el alabastro, reflejaba en los verdes ojos un horror de agonía, y todos, anhelantes, esperaban.
El Niño se había puesto en pie, y con andar vacilante dió algunos pasos; en su faz cadavérica, la boca, muy roja, parecía, pintada en cera, y los ojos, vidriosos, se cerraban. Llevose la mano al costado, de donde brotaba rojo chorro de sangre, y clavando una mirada en el palco se abatió por tierra. Un clamoreo de espanto se elevó de todos los ámbitos del circo, mientras sacaban el inanimado cuerpo del valiente. Después, y cuando el Jerezanito daba cuenta del asesino, las miradas se volvieron hacia el palco.
Porque aquel público, que tenía el alma en las manos y en los labios; aquel público, que vivía entonces vida de sentimientos y pasiones y no de conveniencias, esperaba algo anómalo, extraordinario, algo que atropellase todas las leyes y todos los convencionalismos, de parte de aquella mujer que pública maledicencia señalaba como la amante del diestro, y que poco antes recibía satisfecha su homenaje, sin acordarse de que hay en el mundo una máscara de frío acero que se llama conveniencias, que mientras dentro rugen las pasiones y torturan los dolores, al exterior siempre pinta la misma banal sonrisa. María también sentía intensamente, y también heríale la necesidad de algo, y... ¡No podía! ¡No podía! Maldecía de todos y de todo, de sí y de los demás, sentía rebeldías y sublevaciones, comprendía que se hallaba en el instante supremo de lo irremediable, en la hora trágico, en que todo se perdona, en que, amor o liviandad, aquello quedaría sellado para siempre. Pero algo indefinible, algo hecho de respetos, de costumbres, de temores; algo que era herencia y educación, le envolvía en los hilos de su sutil tela de araña, paralizándola.
Y como Julito propusiese:
-¿Quieres que vaya a ver cómo está? -pellizcole rápida.
-Calla, no alborotes, que bastante llamamos la atención sin eso.
La Gioconda se había sentido morir. Vio a su amado caer agonizante; la mirada suprema lanzada a la otra se le clavó en el alma como un dardo de fuego, y desfalleciente se apoyó en Lucerito.
-¡Lucero! ¡Lucero! ¡me lo han matado!
Fijos los ojos en el palco, ella también esperó, en agonía ansiosa, un gesto, una palabra que arrojaría para siempre al hombre amado en brazos de la rival. El impulso no brotó, y entonces comprendió a su modo que el instante supremo en que las almas estuvieron a punto de mostrarse había pasado y se alejaba, y comprendió que la rival en el instante álgido retrocedía acobardada. Entonces se puso en pie.
-Vamos allí, Lucerito; vamos allí, que está el pobre solito, y quiero cuidarlo.
Estaba muy bella así, alabastrina bajo el encaje de la mantilla, con los ojos verdes velados de lagrimas. A su paso un aura de simpatía se elevaba.
-¡Pobrecilla., es su novia!... ¡Es la querida! ¡Qué triste y qué guapa!... ¡Bendita sea tu mare! ¡Que la Virgen te lo salve, que lo mereces por bonita!
Los requiebros sembraban de rosas su calle de la Amargura, y todos, respetuosos a su dolor, le abrían paso.
Elisita se inclinó a María, que callaba, anonadada.
-¡Pobrecita! ¡Te juro que hasta simpática me es! ¡Mira que el rato que habrá pasado!... ¡Hija, no sé cómo hay mujeres que pueden querer a un torero!
María la miró casi serena.
-Ni yo tampoco: