A flor de piel: 14

A flor de piel de Antonio de Hoyos y Vinent


Capítulo VII editar

Et c'est la fin d'un rêve aussi vain que les nutres...
GEORGES RODENBACH.


Jadeante, conservando aún el atavío de corte, la amplia capa de gasa ornada de brillantes sobre los hombros, el rostro muy pálido, los ojos azorados, el cabello en desorden, subía Lina la escalera del estudio, alumbrada por el cabo de vela que sostenía en la mano Fabricio, y así, sobre la triste decoración de aquella casa de vecindad, tenía su figura un no sé qué de deprimente.

El criado explicárale por el camino ligeramente lo sucedido. Willy, que llevaba días malo, sintiéndose peor, había enviado por su médico. Hallábase de caza, y había ido precipitadamente por el de la Casa de Socorro; y al llegar con él habíanse encontrado a su amo desvanecido, un poco de sangre entre los labios.

Abrió Fabricio la puerta con su llavín, y hallose Lina en la antesala. Un hombrecito bajo, rechoncho, de redondo vientre, cruzado por gruesa leontina de oro, reluciente calva y ojos grises, sagaces, que brillaban bajo las gafas, salió a su encuentro.

-¿El doctor?

-Sí, señora; Albertos, Julián Albertos. De la Casa de Socorro... Creo que el médico del señor de Martínez está fuera, y como el caso urgía...

Y explicado ya, interrogó a su vez cautelosamente:

-¿La señora...?

Y se detuvo indeciso fijando sus pupilas escrutadoras en la mundana.

-...Condesa de Monreal -completó Lina.

-¿La señora condesa de Monreal es sin duda pariente del señor del Martínez?

-No.

Buscó una fórmula ambigua. El señor de Martínez... ¡Qué extrañamente le sonó aquel «señor de Martínez»! Fue como una vaga sensación de alejamiento; como si por primera vez diérase cuenta de la distancia inmensa que les separaba. En sus luchas de mujer oía hablar constantemente de «Willy». Las gentes reían o se horrorizaban, pera era siempre Willy. Willy y Lina... Pero ahora, el señor de Martínez, la condesa de Monreal... Sintiose cohibida.

-No -repitió-; pero puede usted hablar como si lo fuera: una inmensa amistad nos une.

Los ojillos sagaces escrutaron su rostro, vagamente irónicos. Luego, calmoso, formuló el galeno, mientras se pasaba el pañuelo por la calva, reluciente de sudor:

-Pues le diré a usted, señora, con franqueza lo que yo creo. El señor de Martínez está muy mal, no tanto por la enfermedad como por la excitación nerviosa que padece.

-Pero, ¿qué tiene? -interrogó ella ansiosa.

-Como tener, sólo un principio de tisis; pero...

-¿Peligro de muerte? -formuló anhelante.

-¡Pch!... todo depende -y hablaba muy lentamente-; si sigue esta vida, no dura ni dos meses...

-¿Y si cambia?

-Si cambia, vivirá.

-¿De modo que usted cree que con unos meses de campo, buen clima, tranquilidad...?

La atajó brusco:

-Se morirá igual. Lo que precisa -y los ojos de acero trataron de leer en el fondo verde de las pupilas femeninas la impresión que sus palabras causaban-, lo que precisa es un cambio completo, absoluto, radical. Es preciso que el señor de Martínez, si quiere vivir, renuncie a sus costumbres, a sus gustos... en una palabra, a todo; ¡hasta a sentir, hasta a pensar!, y sólo viva para eso, para vivir.

La mujer fuerte se sintió espiada; tuvo la sensación de que aquel advenedizo quería poseer su secreto, y con naturalidad perfecta, en que había como una vaga extrañeza al insistir impertinente en cosa tan sencilla, dió la respuesta:

-¿Y por qué no ha de hacerlo, si le va en ello la vida?



La luz del gótico farol pendiente del techo, filtrandose al través de las policromas vidrieras, bañaba el estudio en su fragmentario iris, envolviendo en gloria de púrpura a Parsifae de Creta, mimando con su caricia de oro a Calimanthe, y tendiendo morado velo sobre el trágico dolor de María de Magdala. Preso en los tentáculos de Astarté, el dios adolescente agonizaba; y los monstruos de la fábula de Hermafrodita vivían su vida de quimera en las tapicerías murales. Sobre el diván, inanimado, yacía Willy. Una soberbia estofa florentina, roja, historiada de heráldicos blasones le envolvía, aumentando su palidez. Cerrados los ojos, las largas pestañas tendían su sombra azulada sobre las mejillas lívidas; una de sus manos se crispaba sobre el pecho, y la otra pendía inerte, muerta, manchada por la fatua fosforescencia del brillante negro.

Lina se había detenido en el umbral, un brazo en alto, apoyada la mano en el quicio de la puerta, cayendo los negros tules rociados de diamantes de su abrigo, a modo de clásico ropaje, en pliegues de elegancia suprema. Entre las gasas del corpiño surgía en relámpago de albura el escote irisado de brillantes, y la bella cabeza, rematada por el moño griego, se adelantaba anhelosa.

Willy, hipnotizado por aquel fijo mirar, abrió los ojos, y con gesto desgajado la llamó. Corrió a él, y arrodillose, por mejor decir, desplomose, junto al diván, y con sus manos temblorosas acarició las yertas manos de su amante, y luego apoyó en ellas los labios largamente.

Willy tornó a abrir los ojos, y fijándolos en ella musitó:

-Me muero.

En su mismo terror halló la Monreal fuerzas paral protestar.

-No, hombre. ¡Qué habías de morirte!... Un arrechucho, como siempre.

Fijó en ella los ojos reprochadores.

-No mientas. Lo sabes tan bien como yo...

Y con atroz desaliento:

-¡Ahora va de veras!

Lina, las pupilas extáticas, perdidas en el vacío, la cabeza tronchada en inaudito vencimiento, permanecía silente, incapaz para protestar. Estaba bella así, con una belleza de derrota, de aniquilamiento. Willy tornó a afirmar:

-Me muero.

Luego se inclinó con ese misterio que preludia una confidencia, y gimió quedamente, inconsciente en su egoísmo del estrago que sus palabras hacían en aquel alma torturada.

-¿Y sabes de qué?... De ella, de Lucerito. ¡Esa mujer me ha matado!

Y un estremecimiento vibró a lo largo de su piel, semejante al que produce el contacto de un reptil.

La enamorada calló hosca, impenetrable ahora.

Él hizo un supremo esfuerzo, e infantil, sin pensar en la crueldad de aquella súplica, imploró cobarde:

-Sálvame, Lina, sálvame.

Ella tuvo un vago gesto desalentado de interrogación. Interpretolo el amante.

-¿Qué cómo?... Como quieras.

Y luego:

-El médico dice que si me voy a un sanatorio, me salvo; si no, no.

Y magnífico de cínico egoísmo, imploró anhelante:

-Ven conmigo.

Quedósele mirando ansioso, pendiente de sus labios. La mundana había alzado la cabeza. Un galopar de desordenados pensamientos le vencían hasta el dolor. Sus humillaciones de la pasada noche, sus vergüenzas, sus tristezas, sus apuros pecuniarios las penosas escenas con el marido, la defección cobarde de todo sus amigos, ¡hasta María! Aquel vivir ficticio en una lucha desatada sin tregua ni cuartel, el panorama glacial de una vejez de olvido y abandono, todo, todo desfiló por su pensamiento. ¡Qué le importaba ceder, irse, renunciarlo todo, si en realidad nada tenía que renunciar? Una abnegación cobarde, una resignación impotente, fatalista, una inexplicable necesidad de paz y de descanso, aunque fuera en la abyección, la ganaba por instantes. Irse con Willy, cortar con todos y con todo, borrarse, desvanecer, caer en el olvido como en un lecho de paz. Y como los ojos anhelosos le interrogasen siempre, afirmó resuelta:

-Iré contigo.

Willy la contempló escéptico.

-¡No me engañes! ¡no me engañes!... Eso lo dices para consolarme... Tú tienes tu posición, tu fortuna, y no puedes renunciar...

Y amargo:

-¿Qué soy yo para ti?...

¡Tú! ¡tú! ¿Qué eres tú para mí? ¡Eres lo único, ¿lo oyes?, lo único que amo en el mundo!... Tú eres -prosiguió en fiebre creciente de pasión- mi dicha, mi vida. Me has hecho sufrir, es verdad; me has hecho sufrir mucho, como nunca soñé sufrir; pero también me hiciste vivir. ¡Qué importa padecer cuando se sabe amar!... Yo no sé si he sido muy desgraciada o muy feliz; se han confundido en mi alma la pena, y la alegría, el goce y el dolor. Si hubiera de volver a vivir, volvería hora por hora a vivir la misma vida... ¿Dejarte ahora, triste, enfermo?... ¡Jamás, jamás! ¡¡Tuya para siempre!!



-El señor conde espera en el cuarto de la señora -habíale dicho el portero, sombrero en mano, al regresar a las siete de la tarde de casa de Willy, vestida con un traje de calle que le llevara Natalie. Y Lina, fuera de la calenturienta atmósfera del estudio, sentía una extraña impresión de acobardamiento, pese a la cual latían siempre en ella sus heroicas resoluciones. Hubiese, sin embargo, preferido tener tiempo de prepararse para aquella definitiva escena de su tragedia conyugal, algo que fuera como un fondo, una decoración que le orientase y permitiese lucir su juego escénico. Pero, en fin, ¡qué le vamos a hacer!... Y subió rápida. En la puerta de su boudoir tornó a detenerse, acobardada. ¿Qué querrá Perico? ¿Para qué aquella visita?... Decidiose y entró.

Sentado en una butaca, un periódico ilustrado de caricaturas caído sobre las rodillas, aguardaba el conde de Monreal la llegada de su mujer. El tiempo había dejado, al pasar, su huella sobre la recia naturaleza de aquel noble provinciano. Conservaba, sí, su hercúlea presencia, pero cubierta la antigua rudeza por un manto de aplomo más fingido que real; sus ojos montaraces azorábanse bajo la hirsuta ceja, esforzábanse en parecer serenos; su cabeza, de espeso y rebelde cabello, blanqueaba y erguíase procaz en un ademán que quería ser altivo, y aprisionaba su gesto violento en una flema británica.

Al ver a Carolina púsose en pie, y los dos, frente a frente, callaron, desconcertados, sin hallar palabras para expresar su pensamiento.

Ella, la diplomática, la mujer de mundo, tan hábil, tan suave, tan dúctil, tan untuosa; ella, que tenia astucias de gata y travesuras de coqueta, no hallaba ahora ante el marido la fórmula precisa. Buscaba, buscaba, ¡y nada! No se le ocurría cómo empezar. ¡Si él hablase! Pero no hablaba. Él, tan resuelto una hora antes, se sentía cohibido. Por fin, ella, en el ansia do liberarse de aquel peso que le oprimía, fue brutal.

-¡Quiero ser libre!

Calló Pedro, y, envalentonada ante aquel silencio, repitió ella:

-Quiero ser libre.

Luego, viendo su mutismo, se acercó a él.

-Escucha, Pedro: es preciso que hablemos con valor, haciéndonos superiores a nuestra vida, a nuestras gentes, a nuestras ideas. Nos va en ello la felicidad.

Y cada vez más dueña de sí siguió:

-¡Si alguien me oyese...! Pero estamos en un momento en que la opinión de los demás no puede ser nada para nosotros; estamos en uno de esos instantes definitivos de la vida en que se juega la felicidad. Hay una cosa que está por cima de todas las leyes divinas y humanas, y es nuestro derecho a ser felices. Tenemos que tomar la dicha donde esté, donde la encontremos. Unos la hallan en las cumbres; otros, en los abismos. ¿Qué importa? Lo mismo da, con tal de ser felices. Y no me digas -no decía nada, oía, y callaba- que esa felicidad, que creemos eterna, pasa: todo pasa, ya lo sé; pero cuando pasa, se deja y se toma otra.

Y luego melancólica:

-Más fácil es ser feliz cuanto más bajo se está; cuando se sube muy arriba se corre el peligro de que el viento se lleve nuestra dicha.

Teatral siempre, histérica, escuchábase a sí misma, vagamente asombrada del silencio de su dueño y señor. Siguió:

-Yo quiero ser feliz; tengo derecho a ser feliz.

Hubo una pausa. Pedro oía silencioso; Lina, exaltada, peroraba, presa de melodramática fiebre, y sus gestos tenían esa estatuaria plasticidad que tienen los de los grandes trágicos.

-Quiero ser feliz - recargó-, pero, además, tengo derecho a ser feliz.

Se acercó a él.

-¿Qué eras tú cuando te conocí? Nada. Un señorito provinciano, un calavera de campanario, que no vivía sino para el juego y las mujeres. Verdad que ibas a ser grande y rico, pero... ¡Bah! Eso en aquellas condiciones no era nada. Hubieses sido uno de tantos hidalgüelos como vegetan en un rincón de provincia, aburrido, obscuro, nulo. Yo te creé -prosiguió, implacable-: yo te fingí un talento que no tenías, un aplomo de que carecías; encaucé tus pasiones, te empujé primero, te llevé de la mano después, cerré los ojos a tus porquerías, perdoné tus maldades, te hice casi un gran hombre. ¿Y qué me diste tú en cambio? Tu dinero. ¿Y dónde está ahora, di, dónde está ese dinero?

Perico afirmó sereno:

-Es verdad.

-Escucha -y se había detenido resuelta a jugarse el todo por el todo-: estamos arruinados, vencidos, desprestigiados... Baby, el único lazo que podía atarnos, ha muerto -y en suprema rebelión-: Quiero ser libre.

Esperó la explosión, pero no vino. El marido habló tranquilo, pausado:

-Me alegro que hayas hablado así. No tan bien (yo no hablo como tú), pero quería decirte algo análogo. Pasado mañana vence la hipoteca sobre todo lo que hay en esta casa, y no tengo un cuarto.

-Yo tampoco -interrumpió Lina.

-Ya lo sé. Nos embargarán, estallará el escándalo, los acreedores se echarán encima... Porque hay algo aún más grave, y es que los dos únicos barcos buenos que quedaban a nuestra Compañía, el Lepanto y el Trafalgar, se han perdido sin remedio. Hace más de un mes que nada se sabe de ellos, y aunque oculto la noticia, de un momento a otro será pública, y entonces sí que se acabó el crédito...

Y añadió ensoñador:

-¡Lástima que ni el tiempo de esperar la respuesta de la Compañía inglesa sobre nuestras minas...!

-¿Y qué hacer?...

-A eso voy. Yo para mí tenía mi plan trazado, y sólo la idea del qué sería de ti me ha detenido. Me voy a América. Aquí no podría luchar. Yo no he nacido para esta guerra de encrucijadas, yo necesito aire y luz... Además, ¿cómo luchar aquí? Por más que yo hiciese, sería siempre el conde de Monreal. Nadie me ayudaría, y todos se alzarían contra mí. Mientras que allí seré un desconocido, podrá luchar con todas las armas. Y si no venzo (¡puede que ni aún comience la lucha!), al menos vivirá a mi gusto, libertado de leves que, sin serlo, son más crueles que las verdaderas.

Lina le miró con asombro. Nunca le había oído hablar así, expresarse tan bien, tan enérgico. Y sin querer estableció el paralelo entre el débil bohemio que gemía ante la muerte y aquel hércules aventurero.

Él se acercó.

-Mira - dijo-, tengo cinco mil duros; partiremos.

-Sí, sí. No hay más que hablar.

¡También generoso! ¡Gran señor!... Y el paralelo subsistía siempre. Se formuló una pregunta a sí misma: ¿Habría vivido tantos años junto a él sin conocerle?

Se despedía:

-Y ahora, adiós...

Lina silabeó:

-¡Adiós!

Marchó lento hacia la puerta, y allí se detuvo vacilando un instante, como si esperase algo. Ella, las manos sobre el corazón, callaba, taciturna. Al fin partió. Oyéronse sus pasos en la sala contigua, y luego nada. El silencio de lo irremediable tendió su manto de tristeza sobre su alma.



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