A flor de piel: 03
Capítulo II
editarElle est la fleur superbe et froide des poisons,
et le péché mortel aux âcres floraisons
de sa chair vénéneuse en parfums noire transpire.
ALBERT SAMAIN.
-¿Entramos, sí o no?
El automóvil había descendido rápido, y después de penetrar en la puerta del Sol, girado y desaparecido a su vista, cuando Julito formuló su pregunta encarándose con el general. Iba éste, propicio siempre a cuanto significaba estudio, a contestar afirmativamente, cuando el marqués intervino atajándole la palabra:
-Ustedes harán lo que quieran; en cuanto a mí, tengo que madrugar para asuntos del Ministerio, y no puedo acostarme a las mil.
-Yo también debía madrugar -afirmó Julito, por no parecer menos, llevado de aquel loco prurito que le hacía desear ser en los bautizos el recién nacido, en las bodas el novio y en los entierros el muerto-; pero no puedo, no tengo naturaleza para ello.
-A mí me espanta madrugar -y hablaba Willy con aquella su voz sonora, un poco hueca-. Ya ven ustedes si deseo adelgazar: pues, para, conseguirlo haría todo, todo menos gimnasia, madrugar o ser persona respetable.
Rieron Julito y el general la patochada, y el marqués se encogió de hombros con la misma sonrisa de benévolo desdén con que podría hacerlo ante la salida de tono de un niño precoz. Señor, ¡qué necesidad había de hacer gala de un cinismo en que él, el marqués de San Balandrán, no creía! Y recordó aquella máxima que estampara en un momento de espontaneidad en su libro de memorias: «los seres que dicen carecer de ese enojoso apéndice llamado honor, pueden dividirse en dos grupos: seres que dicen no tenerlo, pero que en realidad lo tienen, y seres que, careciendo de él, pretenden poseerlo: de los primeros son todos los inconvenientes sin ninguna de las ventajas; de los segundos, todas las ventajas sin ninguno de los inconvenientes»; máxima que tanto le ayudara a medrar en la vida, bajo aquella noble capa de religiosidad que no tenía, de moralidad a la que miraba con desdén, y de recta honradez que no sentía, capa en la que supo envolverse con la noble majestad de un calatravo y que siendo para todos, como era, transparente, todos en ella aparentaban creer, como los cortesanos de aquel cuento de Anderson, que aplaudían la magnificencia del regio traje cuando el rey iba desnudo.
Julito insistió:
-¿Vamos adentro?
Willy vacilaba; el deseo de conocer a aquella mujer que desde el tablado le impresionara luchaba en él con la perspectiva, de una cuestión con Lina, pues que ésta ignorase la aventura siendo Julito de la partida era punto menos que imposible, pues pedir secreto al chismoso era pedir peras al olmo; hizo al fin un gesto de desdén.
-Es una lata: yo no entro.
El elegante, seguro de pinchar en firme, murmuró:
-Si es por Lina...
-¿Por Lina?... Vamos allá.
E irritado, penetró en el portal.
¡Era mucho cuento! Se habían llegado a creer que él era un monote de aquella dichosa Lina. ¡Estaba divertida! Ya no podía más. Hasta la punta de los pelos. Llamó.
-¿Venís?
El héroe se despidió del marqués; él entraba. Curiosidad, mera curiosidad... y con Julito fueron a reunirse a Willy.
Un golfo empujó a otro con el codo:
-¡Ninchi, cómo la va a correr el abuelo!
Y una mujer no muy vieja, pero sí muy envejecida, que arrebujada en raidísimo mantón, tocada la cabeza de mugriento pañuelo de percal que dejaba escapar lacios mechones de su pelo rubio, cenizoso, y llevando de una mano mocoso rapaz, imploraba un bien de caridad, comenzó a plañir:
-¡Bribonas! ¡bribonazas! ¡Puás! Allá adentro dándole regalo al cuerpo, y ella, una madre de familia... ¡Lástima de jarabe de fresno donde yo me sé!...
Los golfos rieron burlones.
-Vamos, señá Nicasia, entre a ver si la convidan.
-¡Granujas, más que granujas! ¡hijos de mala madre! ¡golfos! ¡si os cojo!
Y amenazadora corrió tras ellos calle arriba, arrastrando en pos de sí al crío, que lloraba, apretándose rabiosamente los ojos con el puño libre.
Una vieja menudita, cubierta de pies a cabeza por un manto color ala de mosca, la detuvo.
-Déjeles, señora, déjeles, que no es a bien que una persona decente alterne. -¡Válame Dios, señora, válame Dios, que una se vea así!
Y volviéndose hacia el teatro fulminó con el brazo en alto, tremolando el cerrado puño con ademán apocalíptico, agoreras palabras preñadas de anatemas:
-¡Comidas de sarna sus veáis, grandísimas tales! y vosotros así lloréis más lagrimas que aguas tiene la mar.
Y lentas se alejaron, renqueando la vieja, maldiciendo la joven, seguidas del niño, que berreaba sin tregua.
Un can famélico les aulló al pasar.
-Esa mujer es un peligro para ti, créeme.
-Y Julito, apoyado en el brazo de su amigo, le hablaba casi al oído, mientras el general se atusaba los mostachos, soñando tal vez con guardar prisionera entre sus guías alguna prójima.
-No es capaz de querer -siguió el elegante-, y tiene algo en sí que atrae, que fascina. Creo que no ha querido nunca, y para una vez que dicen que quiso le costó la vida al interesado. Además, ha rodado mucho. Si fueses sólo un snob, pase; pero tú eres un detraqué, y es peligroso. Ten cuidado: es un instrumento de placer que puede matar: éter, atchis o morfina.
Willy sonrió entre serio y burlón.
-¿Lorrain?
-No te rías. A la española: luz en los ojos, miel en los labios, fuego en las venas; basta.
Habían llegado a la puerta del cafetín, bautizado con el pomposo nombre de foyer de artistas; Willy, por toda respuesta, empujó la vidriera. Densa humareda llenaba el local, ni amplio ni alto de techo. Emanaciones de tabaco, de bebidas, de perfumes baratos y de cuerpos sudorosos hacían la atmósfera irrespirable. Decoraban las paredes pésimas pinturas representando diversos pasos de bailes inverosímiles y algunos cuadros dorados conteniendo postales con el retrato de artistas célebres en los tablados de los cafés conciertos; divanes de terciopelo verde bastante sucios rodeaban el salón. En un ángulo, un caballero viejo, reclinada la cabeza en el respaldo del sofá, fumaba, entornados los ojos, sin prestar sino vaga atención a una mujer pequeñita y morena que, conservando aún el traje de escena, bajo el abrigo color de ratón, le hablaba, apoyados los codos en el mármol de la mesa y el rostro en las palmas de las manos, interrumpiéndose de vez en cuando para toser con tos seca y desgarrada. Más allá unos cuantos jóvenes de bohemio atavío discutían de pintura bebiendo cerveza. Bulliciosos, se agrupaban en torno a dos veladores cuatro o cinco cadetes y otros tantos mozos imberbes que reían y gritaban en compañía de algunas prójimas cosmopolitas -Margaritas de Tolón, Lucrecias napolitanas-, y por fin, casi junto a la puerta del escenario, Lucerito Soler, una dama de venerable aspecto que vestía negro traje y peinaba en cocas los argentados cabellos, la Gioconda y el Niño de las Verónicas departían amigablemente.
Cruzó Julito la sala con amanerados andares, sin hacer caso de algunas risas que el exagerado entallado de su gabán levantó en el grupo de los bullangueros, y seguido de sus amigos llegose a la peña, saludó con un «¡hola, barbianas!», y procedió a las presentaciones, pomposamente, con ademanes afectados de corrección exquisita.
-Lucerito Soler, reina sin trono; su imperio es uno de esos imperios del Sol, fabulosos y magníficos; un imperio de ensueño.
-Pero, ¡qué cosas tienes, guasón!
Y rieron locas. Julito prosiguió, señalando a la vieja:
-Doña Trotaconventos, noble dueña. Fue compañera del buscón Pablillos en sus andanzas cortesanas; fabricadora de untos para reedificar doncellas.
-¡Jesús! ¡Jesús! ¡Qué cosas tiene este don Julio de mis pecados!
Y la interesada (¡y tan interesada!) mostró en sonrisa servil la dentadura, que negra mella mancillaba con algo de innoble, inspirador de aversión.
.Julito siguió, cogiendo por la barbilla a la otra pájara:
-Mi Gioconda. Fíjate en el enigma de esos ojos
Tout chargés de mystère.
El introductor gustaba de epatar con raros nombres, citas extrañas y peregrinas sentencias que fluían brillantes de sus labios como chispas de una rueda pirotécnica en un festival de fuegos de artificio. Sin embargo, en esta ocasión decía bien. La criatura que ofrecía a Willy bajo el peregrino nombre de la Gioconda era una mujer fina, con el pelo partido en crenchas iguales aureolando el rostro donde los finos labios de carmín, y los ojos grises punteados de verde, parecían callar un enigma.
-Pero -prosiguió Julito-, aquí donde la ves, el encanto exige que permanezca muda, inmóvil; porque si habla, si ríe, queda roto, y mi Gioconda se convierte en hermosa verdulera deliciosa de ordinariez -y acariciándole la barbilla amicalmente-: ¿Verdad que has nacido para pintura o estatua, mi chula?
-¡Pa poste!
-No; para estatua. Para dormir en las salas de un museo.
-¡Quita de ahí, esaborío!
Y, al reír, el enigma quedaba roto: los ojos brillaban alegres y los labios se abrían mostrando el triunfo de una dentadura plebeya.
Llegó su turno al torero, tipo aflamencado, de fino perfil, vivos ojos y chulesco atavío. El elegante, apoyando familiarmente la mano en su hombro, hizo las presentaciones:
-Mi amigo Esteban, el Niño de las Verónicas, émulo de Costillares; Willy Martínez, escultor -y con fina ironía-: los dos artistas.
Sintió nerviosa repugnancia de ofrecer su mano al torero; pero ante la que éste le ofrecía abierta, no quedole otro remedio que estrecharla fuertemente bajo la mirada burlona de su amigo.
-Tanto gusto.
-Servidor.
Se sentaron todos. Willy junto a la gitana, en sitio que amable le hiciera doña Trotaconventos, recogiendo los nobles pliegues de su falda brochada, los otros a la buena de Dios. Charlaron. El general se comía con los ojos a una jamona que, dejando admirar bajo el traje de mora que lucía morbideces apetitosas, acababa de entrar; la zurcidora de gustos asentía bondadosa a todo; el Niño de las Verónicas, con reserva espartana, contentábase con monosilabear de vez en cuando; Willy contemplaba codicioso el nevado cuello de la Soler, y la Gioconda hacía con Julito el gasto de la conversación. Habíase encarado Calabrés con el torero:
-¿Qué tal ese flirt con mi amiga?
Él se encogió de hombros, echándose con un golpecito del índice sobre el ala redonda de su sombrero éste hacia la nuca, mientras la colilla que conservaba en la comisura de los labios cambiaba de sitio; la rubia saltó agresiva:
-¿Sabes lo que te digo? ¡Que la tal amiga no tiene ni pizca de vergüenza!
-¡Noticia fresca!
-¡Ni pizca! ¡Ni tú tampoco!
-¿Y para qué quiero yo eso? Mira, ¿sabes lo que es la vergüenza? Una cosa que para nada sirve y para todo estorba.
-¡Desaprensivo! Tengo yo para daros lecciones con toda vuestra prosopopeya.
-¿Has puesto cátedra? El maestro Ciruela...
-¡Quita, de ahí! A que te señalo...
-¡Miau!
Reían todos. La rubia, escandalosamente, con desgaire; doña Trotaconventos, con reír discreto, como correspondía a tan alta señora; sólo en los ojos de Lucerito había vida; sólo en aquellos ojos de abismo había pasión, que dormía quieta, callada, impenetrable al mirar profano, como las aguas de un estanque antes que arrojemos la piedra en él, dispuestas a volver a cerrarse después de recibir el choque. Poco a poco Willy y la cantaora se habían ido alejando del conversar general y haciendo más íntimo su coloquio. Hablaban de amores, por ser éste terreno en que todos los humanos son viejos conocidos, y el escultor exponía su ideal de amor, aquella extraña teoría en que sus dejos de romántico se unían a las canallerías de vividor. Lucerito hablaba de su existencia azarosa, recordando hechos de ella. Había sido la suya, pese a su juventud, una vida de tristes abyecciones, aunque ennoblecida una vez por la pasión, alegrada muchas por aventuras llenas por la picaresca gracia que inspirara a la regocijada musa del buen Boccaccio. Penas y alegrías, miserias y goces habían pasado enlazados, sin darle tiempo a discernir dónde acababa el dolor y dónde empezaba el placer. Mientras hablaba, sus ojos brillaban vertiendo raudales de luz por el rostro, de movilidad extraordinaria, que reflejaba como admirable espejo las rápidas sensaciones que se sucedían en su alma inquieta. Y aquella boca de veintiún años que sabía del misterio de la vida fecundada por la pasión más que otras bocas caducas, tenía una crispación de sensualidad provocadora. Tales historias despertaban en el muchacho sensación de repugnancia que aumentaba su deseo, como si el pasado de aquella niña, que apenas entrada en la vida tenía ya pasado, le llevase a desear el gustar en sus labios de la bella fruta.
La voz gangosa, casi monjil, de la dueña, cortó su conversación.
-El señor nos va a acompañar, ¿verdad?
Todos se habían puesto de pie. El general discutía con la robusta odalisca algo indudablemente trascendental -¡cuestiones de estrategia!-, y la Gioconda pedía achares a su torero; los demás consumidores se habían ido ya, y los camareros comenzaban a amontonar las sillas sobre el mármol de los veladores; Lucerito se volvió a la vieja, y con naturalidad perfecta:
-Sí, viene con nosotros -dijo.
Sintió que se le chafaba, el ensueño en contacto con aquella realidad brutal; deseó ardientemente retardar la posesión, no ir aquella noche, y pretextó la hora. Con su amabilidad melosa, la vieja intervino conciliadora:
-Si no son más que las tres.
Aun insistió:
-El sereno... puede chocarle.
-¡Bah! ¡Ni que fuera la hermana tornera! ¡Ya está acostumbrado!
Sintió el brutal cinismo de la frase como bofetada recibida en pleno rostro; pero las miradas de todos estaban fijas en él, y se sintió ridículo.
-Vamos -dijo.
Y sus manos, en el bolsillo del gabán, se crisparon de rabia.
Salieron a la calle. La noche era hermosa, noche del mes de septiembre madrileño; el cielo azul, profundo, tachonado de luceros. En lo alto colgaba la lámpara argentada de la luna, dejando caer su luz blanca en la calle, que tortuosa, en cuesta, con sus casas de desigual nivel, tenía, bañada en la plateada claror del satélite, el prestigio de una evocación medioeval. Un jorobado bufonesco y cínico, que dormitaba en el quicio de la puerta, se puso en pie, y vino a ofrecerles un décimo.
-¡Llévenmelo, palomas, que es el de la suerte!
Se separaron. Julito, el general, la Gioconda y su amante, en dirección a la Puerta del Sol; ellos, internándose por el dédalo de callejones del viejo Madrid, cuyo silencio sólo alteraba a aquellas horas el lento pasear de alguna vendedora de amor o tal o cual pareja de chulos trashumantes. Lucerito y Willy marchaban silenciosos; la algebrista de voluntades hablaba sin cesar de su mucha honradez y señorío.
...Porque ellas eran muy señoras, pero muy señoras. Su marido (¡de Dios gozara!) un perfecto caballero, y su sobrina, una artista... ¡Pues poco que se había opuesto la familia a que abrazara la carrera del teatro!... pero nada, la vocación. ¡En eso había salido a su madre, que era más terca que una mula, aunque sea mala comparación!... Y a ella que no la dijesen... Nada de tonteos... algún señor serio... ¡Las cosas, como Dios manda!
Y la charla fluía de sus labios, lenta, monótona, inacabable, como el zumbar de un insecto de mal agüero. Ellos no le escuchaban. Lucerito, de vez en cuando, fijaba, en él sus ojos, y la divina luz que emanaba de sus pupilas iluminaba el rostro peregrino. ¡De veras que le gustaba el señorito aquel, con sus grandes ojos grises, misteriosos como remansos de río, y su boca torturada de pasión! Era el primero que le impresionaba desde aquel hecho cruel que tronchó sus ilusiones en flor, y con ellas su vida. Y recordó la noche trágica, cuando en la estancia, sumida en semiobscuridad cómplice, viose con el rostro senil del sátiro junto a su rostro de diez y ocho abriles, que sólo los apasionados besos de Manoliyo habían desflorado, y ceñido su cuerpo virgen por los brazos, temblorosos de lujuria, del fauno. Y recordó cómo sus gritos se perdieron en el nocturno silencio que pesaba sobre la casa como losa de plomo, y recordó algo más cruel aún: la frase de su tía cuando, al entrar en la estancia después de cometido el crimen, la halló sollozante, acurrucada en un rincón, como bestia herida: «¡Bah! No llores. Más vale así. Tarde o temprano, había de ser...» Y recordó aún más: recordó a su gitano, su Manoliyo, aquel chulo de corazón de león e ingenuo mirar de niño, blandiendo la navaja ensangrentada, y más tarde camino de la cárcel; y venían luego en el cinematógrafo de su rememorar las cartas escritas en el abandono de la celda carcelaria, llenas de pasión, y los cantares tristes como el recuerdo de dichas perdidas para siempre:
A las rejas de la cárcel
no me vengas a llorar;
ya que no me quites penas,
no me las vengas a dar.
Miró a Willy. La figura elegantísima de muchacho se erguía con delicada arrogancia a su lado. El sombrero bohemio, un poco caído hacia atrás, dejaba al descubierto lo noble de la frente, y la luna ponía su luz de plata en el fondo de los acerados ojos. La cantaora posó la rizada cabeza sobre su hombro; él bajó las pupilas, y sus miradas se encontraron, y tras sus miradas sus labios.
-¿Quién te va a querer a ti, chalao?
Doña Trotaconventos sonrió, benévola. ¡Cosas de chicos! Más valía así. El parecía muy decente.
Willy no pensaba, sentía, y las sensaciones herían sus nervios en tensión, arrancándoles bárbaras vibraciones, semejantes a las que produce la mano inexperta de un niño en la guitarra caída en su poder. Los mil detalles pedestres, hasta chabacanos, de aquella peregrinación al través del vetusto Madrid, irritaban su morbosidad de neurótico, haciéndole la caminata interminable. Al fin llegaron. En la calleja desierta, alumbrada, por algunos mecheros de gas, erguía su pesada mole el viejo palacio de los Ponferradas, con su soberbia portada plateresca y sus ventanas de forjado hierro. A su lado, mancillando la augusta nobleza de la señorial mansión con la innoble saña de una prostituta afrentando a una reina, se alzaba una casucha de dos pisos, con la fachada, de un gris triste, oprimente, manchada por grandes desconchaduras y hondos surcos marcados por el agua al resbalar. Ante ella se detuvieron. La dueña, con voz que, pese a su engolamiento, sonó cascada, aguardentosa, gritó:
-¡Pepeee... Pepeee...!
Se vio a lo lejos oscilar la luz de un farol de un vigilante nocturno, y luego caminar en dirección adonde ellos estaban. El sereno se acercaba, una sonrisa de camaradería en los labios:
-Empieza el fresco, ¿eh?...
Y luego con grosera malicia:
-Con qué gusto se toma la cama, ¿eh?
Willy se sintió humillado, y sorda irritación crispó sus nervios. La celestina, en su elemento, rió amable; Rosarito no hizo caso.
Ascendieron lentos por la escalera lóbrega, sucia, estrecha, que chirriaba bajo sus pies como si fuera a hundirse, alumbrados por la vieja, que sostenía en su mano una cerilla, a cuya luz tomaban las cosas aspecto siniestro. En el piso segundo se detuvieron, y doña Trotaconventos tiró del cordón de la campanilla, que repiqueteó procaz haciéndole estremecer. Tras breve espera, una fámula desgreñada, soñolienta, estremecida de frío, les abrió la puerta. En la antesala, pendientes de una soga, unas medias de color de carne se balanceaban insultantes, impúdicas, semejantes a dos piernas de prostituta tras un postrer espasmo. La zurcidora de voluntades se encaró con la criada:
-Acuéstese, Cirila; yo alumbraré al señor.
La bestia de carga se alejó sumisa, cubriéndose los pechos flácidos con la roja toquilla.
Penetraron en el santuario. Willy paseó por él los ojos. Papel gris florido de amarillo cubría las paredes, que decoraba un espejo con dorado marco; los muebles eran negros, tapizados de reps encarnado, y entre ellos se destacaba el tocador colgado de gasa roja, pieza de mancebía, que irritó su nerviosidad. La cama -único mueble decente- era de nogal, muy baja e inmensa, pero fría, sin atrayente coquetería ni voluptuoso secreto.
Estaban solos, frente a frente, y el gran misterio de amor, ese misterio de que depende a veces el porvenir, dicha o desdicha, de una vida entera, se aproximaba. Desposeído del gabán, habíase sentado el escultor en el sofá, y después de dejar vagar un rato su mirada por el cuarto habíala detenido en la sombra de la gitana, que oscilaba en la pared. Era una silueta elegantísima, sutil, llena de armoniosa gracia, que, al reflejarse en el muro, tenía un no sé qué de inmaterial, de aéreo, como sensual ensueño de un voluptuoso. Las vestiduras fueron cayendo una a una, lentamente, y cada uno de sus movimientos, el más insignificante de sus gestos, tenía una gracia definitiva. Pero al perder el ropaje la figura perdió su elegancia, aquella serenidad en el reposo y en la acción, que tenía algo de quimérico, y la silueta graciosamente desvergonzada de mujer, con pantalón y corsé, evocaba las ilustraciones de una novela de Paul de Kock para uso de estudiantes y viejos libidinosos. Willy cerró los ojos, temiendo que el ensueño que renacía volviese a morir en germen. Cuando los abrió nuevamente, la figura de pornografía estudiantil habíase evaporado, y vio erguirse en su lugar, espléndida y turbadora en su perversa belleza, retratada en el muro como en diabólica linterna mágica, la satánica arrogancia de Astarté, el demonio de la lujuria, la trágica hermosura de Medusa. Una silueta de mujer desnuda, de perversidad baudelairesca, se dibujaba sobre el sucio fondo. Rizos crespos como enroscadas sierpes nimbaban la cabeza, que se ladeaba sobre el airoso cuello. Las colinas suaves de sus pechos se erguían provocadoras; armoniosa, la suave curva del vientre impúber. Las piernas eran nerviosas, de rara elegancia. Y aquella figura se movía con algo de serpiente sabia, que inquietaba. Nuevamente cerró los ojos. Una fragancia intensa le envolvía, ahora: aroma de nardo indiano que mata, de ovonia que enloquece, olor de mujer joven y hermosa, olor de vida, mezcla crispadora de olores, fragancia de naturaleza y de perfumes. Y sintió una respiración jadeante que le quemaba la piel, y sus manos temblorosas corrieron las curvas llenas de armonía del desnudo cuerpo, que se le ofrecía, con sencillo impudor, seguro de su belleza victoriosa, y unos labios frescos como cerezas, ardientes como brasas, mordieron sus labios, y unos brazos le aprisionaron en un abrazo de infinita pasión...
Encendió un cigarro y se subió el cuello del gabán. Escuchose el ruido de la llave al rechinar en la cerradura; después el arrastrar de pies de la celestina, que se alejaba, y después nada; un silencio de muerte posesionose de la calle. Clareaba. En la luz verdosa del amanecer, esfumábanse las casas en una vaguedad de ensueño. La muerte, victoriosa, parecía haber cruzado la ciudad, sumiéndola en una inexistencia sideral. Arriba, en el cielo, de un verde acuoso, se apagaba el globo esmerilado de la luna; abajo, en la calle, ni una puerta abierta, ni alma humana que transitara. Willy, parado en el umbral, sentía la tristeza infinita de las cosas y el presagio de los grandes dolores. Algo fatal que dormía en el fondo de su alma, como duerme la planta venenosa en el fondo de un estanque, acababa de despertar.
Un carro pasó redoblante por el otro extremo de la calle, alegrándola con el tintineo de sus campanillas; un viejo somnolaba en lo alto, y un rapaz pelirrojo llevaba la mula de la brida, entonando una tonadilla:
Por la vida adelante
voy caminando;
penas y alegrías
me van llegando.
... ... ... ... ... ...
... ... ... ... ... ...
La tristeza sin límites de lo irremediable conturbó su espíritu.