Utopía: Religiones de los utopianos
Hay diversas religiones, no sólo en los diferentes lugares de la isla, sino en cada ciudad. Unos adoran como Dios al Sol, otros a la Luna o alguno de los demás planetas. Otros hay que adoran a un hombre que fue antes famoso por sus virtudes o por su gloria, y es para ellos, no solamente Dios, sino Dios Supremo. Pero la mayor parte de los utópicos, que son también los más prudentes, niega todos esos Dioses y cree en un solo Dios, desconocido, eterno, inmenso, inexplicable, que está por encima del entendimiento humano y que llena nuestro mundo, no con su extensión, sino con su omnipotencia. Llámanlo el Padre de todos. Atribúyenle el principio, las mudanzas y el fin de todas las cosas; y sólo a él dan honores divinos. Sí; todos los demás, también, a despecho de sus diversas opiniones, convienen con los más prudentes en creer que hay un Ser Supremo, creador y providencia del Universo todo, al que comúnmente llaman Mitra en la lengua del país, aunque para aquéllos es uno y para éstos otro. Porque cada uno de ellos, cualquiera que sea el que tiene por Dios Supremo, piensa que es la misma naturaleza a la que se atribuye y reconoce el divino poder y la majestad, la substancia y la soberanía de todas las cosas. Sea como fuere, todos los utópicos van repudiando poco a poco esta diversidad de supersticiones y aceptan la religión que la razón les dice es superior a las demás. Y no se puede dudar de que todas las otras religiones hubieran sido abandonadas tiempo ha, si a algunos que pensaban mudar de religión no les hubiesen sobrevenido desgracias que las gentes miedosas creyeron, no que habían venido por azar, sino que Dios habíálas enviado desde el cielo, como si el Dios repudiado hubiera querido tomar venganza del impío propósito de aquellos mortales.
Mas luego que les hubimos hablado del nombre, la doctrina, las leyes y milagros de Cristo, y de la no menos admirable constancia de tantos mártires, que, derramando voluntariamente su sangre, habían llevado a tantas naciones la fe cristiana, no podéis imaginaros con qué alborozo la abrazaron, bien sea por secreta inspiración de Dios o porque les pareciese más afín a la fe que ellos profesan. Yo creo que lo que más contrihuyó a convencerlos fue el decirles que Cristo enseñó a los Suyos que todas las cosas eran comunes y que esa comunidad todavía permanece en las comunidades verdaderamente cristianas. Lo cierto es que, de todos modos, muchos se convirtieron a nuestra religión y fueron purificados en las sagradas aguas del bautismo. Pero ninguno de nosottos cuatro — habían muerto dos compañeros nuestros —era sacerdote; y duélome de ello, pues a los utópicos, inÍciados ya en nuestra religión, sólo les falta recibir aquellos sacramentos que solamente los sacerdotes pueden administrar. Sin embargo, entienden lo que son y están deseando recibirlos. Discuten entre ellos acerca de si podrían elegir a uno de sus conciudadanos para hacerlo sacerdote sin que viniera a orgenarlo un obispo de la Iglesia Cristiana. Parecían dispuestos a elegir uno, pero, al partir yo, aún no habían elegido a ninguno.
Los que no han abrazado la religión cristiana no molestan a los que ya profesan nuestra fe. Sólo uno de los nuestros fue castigado severamente en mi presencia. Luego de haber sido bautizado, púsose a decir, desoyendo nuestros consejos, y con más ardor que prudencia, que la religión cristiana era la única verdadera, y tanto se inflamó, que añadió que despreciaba y condenaba a todas las demás, a las que llamó profanas y a sus adeptos malvados que merecían ser condenados al fuego eterno. Le prendieron, y fue acusado, no de escarnecedor de la religión, sino de sedicioso y sembrador de discordia entre los insulanos, y por ello fue condenado a destierro. Una de las leyes más antiguas de Utopía dice que nadie puede ser molestado por sus creencias religiosas. El Rey Utopo, desde antes de llegar a Utopía, ya sabía que los moradores de la isla estaban divididos por las continuas luchas religiosas, y dióse cuenta de que estas diferentes sectas, incapaces de entenderse para una acción común y combatiendo separadamente para defender su suelo, allanaban para él el camino de la conquista de la isla. Tan pronto hubo alcanzado la victoria, lo primero que hizo fue promulgar un edicto declarando que todo ciudadano de la isla podía profesar la religión que le pluguiera y hacer prosélitos si obraba con moderación y respetaba las creencias de los demás. Los transgresores de esta ley, los que emplearen la violencia, y no la persuasión, para conseguir adeptos, serían condenados a destierro o esclavitud.
Hizo el Rey Utopo esta ley, no solamente para mantener la paz, perturbada antes por incesantes luchas e implacables odios, sino porque creyó que el edicto favorecería la propagación de la fe. Pero no tomó esta determinación sin haber meditado antes mucho, pues estaba dudoso de si Dios, deseando ser honrado con muchas y diversas suertes de honores, había inspirado a los hombres todas las religiones conocidas. Y pensó, a buen seguro, que es cosa insensata emplear las amenazas y la fuerza para obligar a los demás a que crean lo que nosotros creemos que debe ser la verdad. Preveía que, si hay una religión que es la única verdadera y las otras son todas falsas y puras supersticiones, la verdadera conseguiría superar a las demás y triunfar de ellas, si los creyentes obraban moderada y racionalmente. Pero si seguían las disensiones y las luchas, siendo los hombres peores los más obstinados y los que con más constancia defienden sus malas opiniones, la mejor y más santa de las religiones sería pisoteada y destruída Por las más vanas supersticiones. Así ahogan a las mieses las malas yerbas. Así, pues, dejó el pleito sin fallar y dio libertad a todos para creer lo que quisieran. Sin embargo, prohibió terminantemente que se tuviese un tan bajo y vil concepto de la dignidad humana hasta el punto de creer que el alma muere con el cuerpo o que el mundo no está gobernado por la Divina Providencia.
Creen los utópicos que, después de esta vida, serán castigados los vicios y premiadas las virtudes. Quien cree lo contrario, no es tenido por un ser humano, puesto que hace descender la sublime naturaleza de su alma a la vileza corporal de un bruto. Tampoco le cuentan entre los ciudadanos, pues si el miedo no se lo impidiese, no cumpliría las leyes ni respetaría las instituciones. Podéis estar seguros de que semejante hombre, con astucia o por la fuerza, burlaría las leyes de su país; el cual hombre no teme nada que esté por encima de las leyes humanas, puesto que sus esperanzas no van más allá de la vida de su cuerpo. A los que piensan así los condenan a la privación ignominiosá de todos los honores y a no poder ejercer cargos públicos, y, si los ejercen, los deponen de ellos. Desprécianlos como gente ruín. No les imponen ningún otro castigo, pues están persuadidos de que nadie puede forzar las convicciones ajenas. No usan de amenazas para obligarles a mudar de parecer; esto les haría disimulados, y los utópicos detestan la hipocresía y la mendacidad tanto como el fraude. Prohiben, eso sí, que se defiendan semejantes opiniones delante del vulgo. Mas no s6lo consienten, sino que aconsejan su discusi6n con los sacerdotes y los graves varones, esperando que la raz6n triunfará de la locura al final. Otros hay —y no son pocos —a los que se permite decir su opini6n, porque su opinión está fundada en alguna razón que, habida cuenta de su manera de vivir, no es mala ni viciosa. La herejía de éstos es lo contrario de la otra, pues creen que el alma de los brutos es inmortal, aunque no puede compararse con la de los seres humanos en dignidad, ni está ordenada ni predestinada tampoco a alcanzar igual felicidad. Todos los utópicos creen firmemente que la eterna felicidad del hombre será tan grande, que lloran por los enfermos, y jamás por los difuntos, a no ser que hayan dejado la vida temiendo la muerte y contra su voluntad. Porque esto tiénenlo por mala señal, como SI el alma, desesperada y atormentada, tuviese algún secreto presentimiento del inminente castigo y tuviera miedo de partir. Y piensan que no ha de ser agradable a Dios que aquel que es llamado no corra alegremente hacia El, sino que vaya como arrastrado a la fuerza y a su pesar. Detestan ese género de muerte, y, a los que así mueren, llévanlos a enterrar en silencio y con tristeza; y luego de haber rogado a Dios que se muestre misericordioso con el alma del difunto perdonándole sus pecados, echan tierra en la hoya para cubrir su cuerpo. Por el contrario, no lloran a los que parten llenos de alegría y esperanza; siguen los ataúdes entonando gozosos cánticos y encomiendan sus almas a Dios con mucha caridad, y, finalmente, no con aflicción, sino con suma reverencia, queman los cadáveres y erigen en los mismos lugares donde yacen columnas de piedra en las que inscriben los títulos de los muertos. Cuando han vuelto a su casa los acompañantes, hablan de las virtudes y buenas acciones del difunto, pero lo que recuerdan más a menudo y con mayor agrado es su plácida muerte. Creen que recordando las virtudes del muerto incitan a los vivientes a ser virtuosos y que nada hay que sea más acepto y agradable al difunto que esto, pues suponen que está presente entre ellos cuando hablan de él, aunque para los débiles ojos de los mortales sea invisible. Sería una cosa muy inconveniente que los bienaventurados no tuvieran libertad de ir adonde quisieren, y mucha ingratitud en ellos que no sintieran el deseo de visitar y ver a sus amigos, con quienes, en vida, estuvieron ligados con vínculos de mutua amistad y mutuo amor. Piensan igualmente que esta amistad y amor de los buenos se acrecienta, en vez de disminuir, después de la muerte. Creen, por consiguiente, que los muertos se mezclan con los vivos y son testigos de lo que éstós dicen y hacen. Así acometen sus empresas más valerosamente, pues tienen confianza en tales testigos; y esta creencia en la presencia de sus antepasados les impide cometer malas acciones en secreto. Merécenles burla y desprecio los pronósticos y predicciones de las cosas venideras por el vuelo o las voces de las aves y todas las demás adivinaciones, hijas de la vana superstición, a que son tan aficionados otros pueblos. Pero aprecian y veneran grandemente los milagros que se operan sin auxilio de la Naturaleza, que consideran como obras y testimonios del omnipresente poder de Dios. Dicen ellos que suceden muy a menudo en su isla, y que, en momentos de extrema necesidad, con públicas rogativas hechas con gran fe, los impetran y consiguen.
Consideran como reverencia muy grata a Dios la contemplación de la Naturaleza y las alabanzas a ésta. Hay muchos que, llevados de su ardiente celo religioso, descuidan el estudio de las ciencias y las letras y no hacen nada por aprender y conocer las cosas; pero huyen de la ociosidad, pues creen que la felicidad después de la muerte solamente se consigue con muchos trabajos y haciendo obras buenas. Así, pues, unos cuidan enfermos; otros arreglan los caminos y los puentes, limpian fosos, cavan la tierra para sacar la arena y las piedras, cortan y podan árboles; llevan en carretas a las ciudades, leña, trigo y otras cosas; y sirven, no solamente a la República, sino a los ciudadanos particuIares, trabajando más como esclavos que como sirvientes. Hacen estos hombres, voluntaria y alegremente, los trabajos desagradables, penosos y viles que a otros hombres les disgusta y les causa desesperación hacer. Procuran el descanso a los demás trabajando ellos continuamente. No vituperan la vida de los demás ni se glorían de la suya. Cuanto más serviciales y útiles son, más les honran sus conciudadanos. Están divididos en dos sectas. Una la forman los célibes que viven en castidad, los cuales, no solamente se abstienen de trato con mujeres, sino también de comer ciertas carnes, y aun toda carne de animal, renunciando a los placeres de esta vida como dañosos, pues anhelan merecer, con sus desvelos y sudores, la hermosa y beata vida venidera.
Los de la otra secta, que no gustan menos de trabajar, contraen matrimonio y no desprecian las dulzuras de este estado, ya que creen que sólo trabajando se cumplen los deberes que tienen para con la Naturaleza y, engendrando hijos, los que tienen para con la Patria. No se abstienen de ningún placer, a menos que sea un placer que les impida trabajar. Comen carne de animales cuadrúpedos, porque creen que este alimento les hace más fuertes para el trabajo. Los utópicos tienen por más prudentes a los hombres de esta secta ; por más santos, a los de la otra. Si los que prefieren el celibato al matrimonio y una vida penosa a otra agradable pretendiesen defender con razones su manera de vivir, burlaríanse de ellos; pero, como dicen que les guía la religi6n, los honran y veneran. A éstos los llaman en su lengua Butrescos , el cual vocablo significa, hombre religioso.
Sus sacerdotes son extremadamente santos, pero son muy pocos. Sólo hay trece en cada ciudad, con igual número de templos, salvo cuando van a la guerra. Entonces, siete de ellos parten con el ejército, y, para suplir a éstos, se eligen otros tantos en la ciudad. Cuando vuelven de la guerra, tornan a ocupar sus puestos, y, a medida que van muriendo, son suplidos por los sacerdotes sobrantes, los cuales entre tanto viven en compañía del Obispo, que es el superior de todos ellos. Porque no haya disputas o intrigas, los elige el pueblo, como los magistrados, por insaculación secreta; después de la elección, son consagrados en el Colegio Sacerdotal a que pertenecen. Celebran las ceremonias religiosas, propagan la fe y son censores en materia de costumbres. Es un gran deshonor y una gran vergüenza el ser amonestado por ellos por llevar una vida disoluta e incontinente. Tienen la misión de exhortar y aconsejar; pero es el deber del Príncipe y de los otros magistrados el corregir y castigar a los delincuentes. Pero los sacerdotes excomulgan a aquellos que consideran como empedernidos en el mal, y ningún castigo amedrenta tanto a los utópicos como éste, pues los marca con un signo infamante, y a más les atormenta un interno temor religioso. Habrán de sufrir también en sus cuerpos, pues si no dan pruebas de arrepentimiento y enmienda ante los sacerdotes, los castigará el Senado por impíos.
Los sacerdotes enseñan también a la infancia y a la juventud las letras, las virtudes y los buenos modales. Inculcan en los niños, cuya alma es dócil y tierna, ideas sanas y útiles para la conservación de la República; estas ideas, luego de haber echado raíces en los niños, permanecen en ellos toda la vida y son, como he dicho, útiles para la conservación y defensa de la República, la cual nunca decae si no es por los vicios que engendran las opiniones malignas.
Los sacerdotes, si no son mujeres —pues en Utopía las mujeres pueden ser sacerdotes, si bien eligen muy pocas y han de ser viudas y ancianas —, los sacerdotes varones, digo, escogen sus esposas entre las mujeres principales de su país. Entre los utópicos no hay un oficio más honrado que éste; tanto, que si algún sacerdote comete algún delito, no es sometido a juicio público; lo abandonan a Dios y a su conciencia, pues creen que la mano del hombre no tiene derecho a tocar a aquel que fue solemnemente consagrado a Dios como una ofrenda. Y esto pueden hacerlo fácilmente, porque tienen muy pocos sacerdotes y los eligen con mucha circunspección. Raras veces sucede que un hombre que ha sido considerado como el más virtuoso entre los virtuosos, y que ha sido elevado a tan alta dignidad solamente por sus virtudes, caiga en el vicio y en la maldad. Y si llegase a suceder —pues la naturaleza humana es débil y mudable —, como los sacerdotes son pocos, y sólo tienen los honores, pero no el poder, no causaría esto ningún grande daño a la República. Y tienen tan pocos sacerdotes, porque, si se diera ese honor a muchas personas, la dignidad del oficio, hasta ahora tan estimada, sería despreciada; creen que no hay muchos hombres que sean merecedores de esa dignidad, de ese oficio que, para poder ejercerlo, no basta con tener virtudes vulgares.
Bien claro está, por eso, que tales sacerdotes no son menos apreciados por los naturales de su isla que por los habitadores de las extranjeras tierras. Mientras pelean los soldados de entrambos ejércitos en campo abierto, ellos, un poco apartados, mas no lejos de allí, hincadas las rodillas en tierra, revestidos de sus sagrados hábitos, alzando las manos al cielo, oran primero para implorar la paz y luego la victoria de los suyos, pidiendo a la vez que no sea cruenta para ninguno de los dos bandos. Si triunfan los utópicos, corren hacia el campo de batalla para impedir que sean cruelmente perseguidos y muertos los vencidos. Los enemigos que, al verlos, pueden acercarse a ellos y hablarles, salvan sus vidas; los que pueden tocar las vestiduras de los sacerdotes no son despojados de sus bienes. Este modo de proceder les ha granjeado el respeto y la veneración de todas las naciones, y gracias a él han podido librar muchas veces a los suyos del furor de los enemigos, como habían conseguido otras veces librar a éstos del de los utópicos. Es bien sabido que cierta vez que el ejército utópico, batido, volvió las espaldas al enemigo, cuando éste se aprestaba a la persecución, a la matanza y al saqueo, se interpusieron los sacerdotes y, separando las tropas, consiguieron que se hiciera una paz honrosa. Jamás se ha visto ninguna nación tan cruel y fiera que no tenga por sagrado e inviolable el cuerpo de los sacerdotes de Utopía.
Celebran los utópicos con una fiesta los días primero y último de cada mes y año. Dividen el año en meses, los cuales miden por la carrera de la Luna, como miden el año por la carrera del Sol. En su lengua, llaman a los pnmeros dlas de los meses cinemernos y trapemernos a los últimos, vocablos que, en nuestro idioma, podríamos traducir por primifestos y finifestos, o sea, primera fiesta y última fiesta. Los templos que hay en Utopía son magníficos, y, como son pocos, tan grandes, que puede congregarse en ellos una inmensa multitud de fieles. Todos son algo oscuros, mas no puede achacarse esto a ignorancia de los que los edificaron, pues lo aconsejaron así los sacerdotes, los cuales creen que la demasiada luz dispersa la meditación, mientras que la poca luz convida al recogimiento del alma y a la devoción. Aunque no todos los habitantes de la isla profesan la misma religión —pues son allí muchas y diversas las religiones —, todas ellas van por caminos diferentes hacia un mismo y solo fin, que es honrar la naturaleza divina, y, por consiguiente, en los templos no se oye ni ve nada que no cuadre con todas aquellas religiones.
Si alguna de las sectas ofrece sacrificios especiales, sus adeptos los ofrecen en sus casas. El culto público está ordenado de modo que no ofenda las creencias particulares, y por eso no se ven en los templos imágenes de los Dioses, a fin de que cada uno pueda concebir libremente a Dios, según su religión, y atribuirle la figura que le plazca. No invocan a Dios con ningún nombre especial, sino solamente con el de Mitra, con cuyo vocablo designan la naturaleza de la Divina Majestad, cualquiera que sea. Las oraciones que rezan están compuestas de manera que no pueden ofender a ninguna secta. Acuden al templo en los días finifestos a la hora de vísperas y en ayunas, para dar gracias a Dios por haber hecho que haya transcurrido felizmente el mes o el año que termina con aquella fiesta. Al día siguiente van al templo por la mañana temprano para pedir al Señor que sea feliz el año o mes que comienza.
En los días finifestos, antes de ir al templo, las mujeres se postran a los pies de sus esposos, y los hijos a los de los padres, confesando sus pecados y los descuidos cometidos en el cumplimiento de sus deberes, y pidiendo perdón de sus culpas. Así, si se hubiera levantado en la casa una invisible nube de disgusto, es deshecha con esta confesión, y todos pueden ir al templo con la conciencia limpia, pues temen mucho ir con la conciencia sucia. Quien guardaba odio o rencor a otra persona, se reconcilia antes con ella para purificar su alma, pues teme el castigo que le espera si no lo hace. Los varones se ponen en el lado derecho del templo y las mujeres en el izquierdo. Colócanse de modo que todos los varones de una casa están sentados delante del padre de familia y las hembras delante de la madre. Se hace esto para que los padres y madres de familia puedan ver el comportamiento de los que están sumisos a su autoridad y su gobierno. Cuidan de que los jóvenes estén mezclados con sus mayores, pues si ponen a los niños todos juntos y les dejan en libertad, éstos no guardan la compostura debida y no conciben el temor de Dios, que es la principal y casi única incitación a la virtud.
No matan ningún animal en los sacrificios, ni creen que la muerte y la sangre de los seres vivientes puedan ser gratas a Dios, que, en su misericordiosa clemencia, les dió la vida para que viviesen. Queman incienso y hierbas olorosas, y encienden infinito número de cirios y velas de cera, aunque saben que la naturaleza divina no hace caso, de tales ofrendas, pues sólo quiere las preces de los hombres; pero les gusta ese inocente género de culto. Y esos dulces olores, y esas luces y otras ceremonias semejantes hacen que los hombres se sientan alentados a la devoción con más fervor en sus corazones.
El pueblo va al templo vestido de blanco. El sacerdote lleva vestiduras abigarradas, primorosamente hechas, aunque no en demasía suntuosas, pues no están guarnecidas de bordados de oro ni piedras preciosas. Están hechas de plumas de diversas aves, dispuestas con tal arte y buen gusto, que los más ricos trajes no podrían igualarse a ellas. Dicen los utópicos que esta disposición de las plumas encierra ciertos divinos misterios que los sacerdotes interpretan y enseñan a los fieles para recordarles los beneficios que reciben de Dios, el agradecimiento que deben al Todopoderoso y también los deberes que tienen para con sus semejantes. Cuando el sacerdote sale del vestuario del templo con los vestidos sacerdotales puestos, postérnanse todos los fieles reverentemente y guardan un silencio tan profundo que diríase que les tiene mudos el temor, cual si se les hubiera aparecido de repente el Señor. Al cabo de un breve espacio, álzanse a una señal del sacerdote y cantan entonces alabanzas al Señor, mezclando sus voces a las de los instrumentos de música, algunos de los cuales son muy diferentes de los que nosotros usamos en esta parte del mundo y casi todos ellos más dulces que los nuestros. En una cosa nos aventajan los utópicos: en su música. Toda su música, tanto la que tocan en los instrumentos como la que cantan sus voces, expresa los sentimientos naturales, como la alegría, el dolor, la ira, la piedad y la turbación del ánima; y la forma de la melodía también expresa los sentimientos, por lo que penetra en el alma del auditorio y la agita, la conmueve y la inflama de modo maravilloso. Finalmente, el sacerdote y los fieles rezan juntamente preces compuestas de tal manera que cada uno puede referir a sí sólo lo que ellas dicen a la comunidad. En esas plegarias todos reconocen a Dios como Creador y Gobernador del Universo y como Causa Principal de todos los demás bienes, dándole gracias por tantos beneficios y especialmente por haberles hecho nacer en una República tan feliz y próspera y enseñado una religión que para ellos es la más verdadera. Por si yerran en ello y hubiese una religión más grata al Señor que las suyas, ruéganle en Su bondad que les permita conocerla, ya que ellos están dispuestos a seguir el camino por el que Él quiera guiarlos. Mas si su República es la mejor forma de gobierno y su religión perfecta y verdadera, pídenle que les dé constante firmeza para perseverar en ella y para llevar a otras gentes a la misma manera de vivir y a tener la misma idea de Dios, a no ser que haya algo en esta diversidad de religiones que plazca al Eterno. Finalmente, ruegan al Ser Supremo que los deje llegar a Él después de la muerte, sea pronto o tarde; y si ello place a su Divina Majestad, más anhelan tener una muerte dolorosa y ver a Dios que vivir largamente en mundanal felicidad sin que llegue jamás la hora de contemplar Su rostro. Dicha esta plegaria, tornan a arrodillarse, se levantan poco después y vanse a comer. Luego pasan lo restante del día en entretenimientos y ejercicios ecuestres.
Os he referido y descrito, tan fielmente como he podido, las instituciones de aquella República; que, a mi parecer, es no solamente la mejor, sino la única que tiene derecho a llamarse República. Porque en otros lugares hablan de República, pero los ciudadanos sólo buscan su provecho particular. En Utopía, como no hay bienes particulares, todos cuidan de los negocios públicos. Y, en verdad, entrambas partes tienen buenas razones para obrar así. En otras Repúblicas, aunque sean ricas y florecientes, ¿no saben los ciudadanos que habrán de morir de hambre si no hacen provisiones? Les acucia la necesidad de procurar por ellos más que por el pueblo, es decir, por los demás. Por el contrario, en Utopía, donde todas las cosas son de todos, no cabe duda que a nadie le faltará lo necesario, puesto que los almacenes, las casas y los graneros comunes están suficientemente proveídos. Allí no se distribuyen los bienes con mezquindad, y por eso no hay mendigos ni pobres, y, aunque nadie tenga nada, todos son ricos. Pues ¿hay mayor riqueza que vivir alegre y sosegadamente, libre de inquietudes, sin haber de procurarse el mantenimiento, sin ser vejado por las importunas quejas de la esposa, sin temer la pobreza para el hijo ni afligirse porque no se puede dar dote a la hija? Sí; no han de preocuparse por el bienestar de sus esposas, sus hijos, sus sobrinos, los hijos de sus hijos, toda su posteridad, por larga que sea. Y no hay menos provisiones para quienes ya no pueden trabajar que para quienes trabajan, porque la edad o la enfermedad les haya quitado las fuerzas.
¿Quién osará comparar esta equidad con la justicia de otras naciones en las que yo no hallo la menor traza de equidad y justicia? Pues ¿qué justicia es la que permite que un rico cambista o un usurero, o cualquiera de los que no hacen nada o que, si algo hacen, no es necesario para la República, lleve una agradable vida de ocio y de placeres, mientras los pobres gañanes, los carreteros, los herreros, los carpinteros y los labradores han de trabajar continuamente como bestias de carga, a despecho y pesar de ser tan útiles que sin ellos ninguna República duraría más de un año, llevando una desventurada vida de estrecheces que hace parecer mejor la de los asnos. los cuales ni trabajan tanto como esos infelices hombres ni piensan en lo venidero? A esos desgraciados, a los que hacen padecer el tormento de un trabajo infructuoso para ellos, puesto que el jornal que les pagan no basta para que puedan mantenerse y ahorrar un poco para el día de mañana, a esos desdichados, digo, les mata el temor de que llegue la vejez acompañada de la pobreza.
¿No es ingrata e injusta la República que tan grandes recompensas da a los nobles —que así les llaman —, a los cambistas y otras gentes ociosas, a los aduladores, a los que procuran vanos placeres, desatendiendo a los pobres campesinos, carboneros, gañanes, carreteros, herreros y carpinteros, sin los cuales no podría seguir viviendo ninguna República? Después de haber abusado de ellos haciéndoles trabajar como bestias de carga cuando eran j6venes y robustos; luego que se ven oprimidos por la enfermedad y la vejez y se hallan indigentes, necesitados y pobres de todas cosas; olvidando tantas penosas vigilias y los buenos y muchos frutos que han dado, los paga y recompensa ingratamente con la más miserable de las muertes. Y encima de esto, los ricos, no solamente mediante fraude, sino amparándose en las leyes, quitan cada día a los pobres parte de lo que ellos necesitan para su sustento. Si nos parece injusto que se premie con la ingratitud a hombres que tan provechosos han sido para la República, más injusto habremos de juzgar —lo que es peor— que al mal trato que les dan le llamen justicia, aunque lo sancione la Ley.
Así, cuando miro esas Repúblicas que hoy día florecen por todas partes, no veo en ellas —¡Dios me perdone! —otra cosa que la conjuración de los ricos para procurarse sus propias comodidades en nombre de la República. Imaginan e inventan todas suertes de artificios para conservar, sin miedo a perderlas, todas las cosas que se han apropiado con malas artes, y también para abusar de los pobres pagándoles por su trabajo tan poco dinero como pueden. Y cuando los ricos han decretado que tales invenciones se lleven a efecto so color de la comunidad, es decir, también de los pobres, las hacen leyes luego. Sin embargo, esos hombres malvados, aun después de haber repartido entre ellos con insaciable codicia todas las cosas que hubieran bastado para atender las necesidades de todos, ¡cuán lejos están de la abundancia y la felicidad en que viven los ciudadanos de la República de Utopía! Donde no se da valor al dinero, no es posible que haya codicia. ¡Cuánta maldad se arranca de raíz así! Pues ¿quién no sabe que si no hubiese dinero no habría fraudes, robos, rapiñas, escándalos, riñas, rencillas, disputas, regaños, discordias, crímenes cruentos, traiciones y envenenamientos, delitos todos que pueden ser vengados mas no refrenados con los castigos? Y de igual modo los temores, los pesares, los cuidados, las vigilias, desaparecerían en el mismo momento en que desapareciese el dinero. La misma pobreza, que es la única que parece necesitar del dinero, si desapareciese éste, disminuiría y desaparecería también.
Para que podáis verlo más claramente, recordad algún año infecundo en que murIeron de hambre millares de seres humanos. Me atrevo a decIr que si, al terminar la escasez, se hubiese podido entrar en los graneros de los ricos, se habría hallado en ellos tanto trigo que, repartiéndolo entre los que padecían hambre, nadie habría notado la penuria. Tan fácil sería para el hombre procurarse el sustento si no fuera por el dinero, que, aunque inventado para abrirnos el camino del bienestar, nos lo cierra real y verdaderamente. Seguro estoy que los ricos saben esto, que no ignoran que más vale no carecer de lo necesario que tener gran abundancia de cosas superfluas, que más vale librarse de cuidados y desasosiegos que tener demasiadas riquezas. No dudo que por respeto al bienestar de todos los hombres o por acatamiento a la autoridad de nuestro Salvador Jesucristo —que en Su infinita sabiduría sabe qué es lo mejor y en Su inmensa bondad sólo puede aconsejamos lo mejor —todo el mundo habría querido ser gobernado por las leyes de aquella República, si no lo hubiese impedido el orgullo, bestia feroz, soberano y padre de todas las desgracias, que no mide la prosperidad y la riqueza por su propio bienestar, sino por la miseria y la pesadumbre ajenas. Si el orgullo pudiera transformarse en Diosa, obraría como una mujer orgullosa y querría triunfar de los pobres, domeñándolos con la ostentación de su brillante felicidad, vejándolos, atormentándolos y mostrándoles sus riquezas. Esta serpiente infernal seduce los humanos corazones y no les deja andar por el sendero que lleva a una vida mejor; enróscase en el pecho de los hombres y no es posible apartarla de allí.
Alégrome de que los utópicos hayan encontrado esta forma de República que yo deseo para todo el linaje humano. Gracias a sus instituciones y a su manera de vivir, han echado los cimientos de una República duradera y feliz, según puede juzgar el entendimiento humano. Han arrancado de raíz de sus corazones las principales causas de ambición y rivalidad y otros vicios, impidiendo de este modo las discordias civiles que han causado la ruina de tantas ciudades. Como en la isla reina la concordia y se cumplen las leyes, la envidia de los Príncipes extranjeros no puede hacer bambolear el utópico Imperio. Y sabed que, siempre que lo intentaron, hubieron de desistir de ello.
Luego que Rafael hubo acabado de hablar, me acordé de muchas cosas, que me habían parecido absurdas, acerca de las leyes y costumbres de aquel pueblo, su manera de guerrear, sus religiones y las demás mstituciones; y especialmente del fundamento principal de todas ellas, es decir, la vida en comunidad y el mantenimiento en común sin hacer uso del dinero, lo cual destruye toda la nobleza, magnificencia y majestad que son el ornamento y el. honor de la República. Más como advertí que Rafael estaba cansado y no sabía si le placería ser contradicho, pues ya había reprendido a otros por este motivo diciéndoles que temían pasar por necios si no hablaban nada que pudieran refutar, alabé yo su discurso y las instituciones utópicas, y, tomándole de la mano, llevéle a cenar, diciendo que en otra ocasión tendríamos espacio de examinar estas materias y de hablar largamente acerca de ellas. ¡Plegue a Dios que esto suceda pronto!
Entre tanto, como no puedo dar mi asentimiento a todo lo que dijo Rafael, que es sin duda hombre de gran saber y experiencia y muy conocedor de las cosas humanas, confesaré que más deseo que espero ver en nuestras ciudades muchas cosas de las que hay en la República de Utopía.
Así acaba la plática de la tarde de Rafael Hytlodeo acerca de las leyes e instituciones de la Isla de Utopía.