Utopía: Libro primero
Plática de Rafael Hitlodeo sobre la mejor de las Repúblicas
El muy invicto y triunfante Rey de Inglaterra, Enrique Octavo de su nombre, Príncipe incomparable dotado de todas las regias virtudes, había tenido recientemente una disputa sobre negocios graves y de grande importancia con Carlos, el poderoso Rey de Castilla, y, para conciliar las diferencias, me mandó Su Majestad como embajador a Flanders, en compañía del sin par Cuthbert Tunstall, a quien el Soberano, con gran contento de todos, acababa de dar el oficio de Guardián de los Rollos. Por temor a que den poco crédito a las palabras que salen de la boca de un amigo, no diré nada en alabanza de la prudencia y el saber de ese hombre. Mas son tan conocidos sus méritos que, si yo pretendiera loarlos, parecería que quisiese mostrar y hacer resaltar la claridad del sol con una vela, como dice el proverbio.
Como se había convenido de antemano, en Brujas encontramos a los mediadores del Príncipe, todos ellos hombres excelentes. El jefe y cabeza de los mismos era el Margrave —como le llaman allí— de Brujas. varón esclarecido; pero el más ilustrado y famoso de éllos era Jorge Temsicio, Preboste de Cassel, eminente jurisconsulto, inteligente y con grande experiencia de los negocios, hombre que, por su saber, y también porque la naturaleza le había hecho ese don, hablaba con singular elocuencia. Celebramos luego un par de conferencias y no pudimos ponernos enteramente de acuerdo sobre ciertas estipulaciones, por lo que ellos se despidieron de nosotros y se marcharon a Bruselas para saber cuál era la voluntad de su Príncipe.
Yo, mientras tanto, me fuí a Amberes, porque así lo requerían mis negocios.
Estando en aquella localidad vinieron a visitarme varias personas, pero la más agradable visita para mí fue la que me hizo Pedro Egidio, ciudadano de Amberes, hombre que en su patria gozaba fama de ser íntegro y honrado a carta cabal, muy estimado entre los suyos y digno aún de mayor consideración. Es sabio, es virtuoso, sabe mostrarse amable con toda suerte de personas; pocos jóvenes habrá que le aventajen en eso. Para sus amigos tiene un corazón de oro; es con ellos afectuoso, leal y sincero; no se le puede comparar con nadie. No puede ser más humilde y cortés. Nadie como él usa menos del fingimiento o del disimulo, nadie tiene una sencillez más prudente. Además, su compañía amable, su alegre afabilidad, hicieron que su trato y su conversación mitigaran la tristeza que me embargaba por hallarme lejos de mi patria, de mi esposa y de mis hijos, y apagaron, en parte, mi ferviente deseo de volver a verlos después de una separación que duraba más de cuatro meses.
Cierto día, luego de haber oído misa en la iglesia de Nuestra Señora, que es el templo más hermoso y concurrido de toda la ciudad, cuando me disponía a volver a mi posada, tuve le fortuna de ver al antes mentado Pedro Egidio hablando con un desconocido de avanzada edad, rostro curtido por el sol, luengas barbas, terciada la capa al hombro con descuido, todo lo cual me dió a entender que su dueño debía de ser marino. Vióme Pedro, acercóse a mí v me saludó. Iba yo a responderle cuando, señalando al hombre con quien le había visto conversar antes, me dijo:
—Tenía la intención de llevarlo en derechura a vuestra casa.
—Le hubiera recibido bien por traerlo vos —repliqué.
—Diríais que por sí mismo, si le conocierais. Nadie como él, entre los hombres que viven hoy, podría contaros tantas cosas acerca de los países y hombres incógnitos. Y yo sé lo mucho que os gusta oír hablar de esto.
—Veo que acerté, porque a primera vista le juzgué marino.
—Pues os habéis equivocado. Cierto es que ha navegado, mas no como el marino Palinuro, sino como el hábil y prudente Príncipe Ulises; más bien como el sabio filósofo de la antigüedad Platón. Porque este mismo Rafael Hytlodeo conoce tan bien la lengua latina como la griega. Es mejor helenista que latinista, pues se entregó al estudio de la Filosofía y sabe que los latinos no han escrito libros eminentes, salvo algunos pocos de Séneca y de Cicerón. Es portugués y dejó la hacienda que tenía en su tierra natal a sus hermanos. Luego se unió a Américo Vespucio, pues tenía el deseo de ver y conocer los países remotos del mundo. Acompañó a éste en los tres últimos viajes de los cuatro que hizo, cuya relación se lee ya por todas partes. No volvió con él de su último viaje. Tanto porfió Hytlodeo en quedarse con los veinticuatro hombres que dejaba allí Vespucio, que éste, contra su voluntad, hubo de darle la licencia que le pedía. Quedóse, pues, allí como era su gusto, pudiendo más en él su afición a los viajes y a las aventuras que el temor a morir en tierra extraña. Siempre tiene en los labios estas dos máximas: El Cielo cubrirá a quien no tenga sepultura y El camino que conduce al Cielo tiene igual largura y está a la misma distancia desde todas partes. Esta fantasía suya le hubiera podido costar cara si Dios no hubiese sido siempre su mejor amigo. Después de haberse marchado Vespucio, viajó atravesando muchas regiones en compañía de cinco de sus compañeros. Con maravillosa fortuna arribó a Taprobana, y de allí se fue a Calicut, donde halló naves lusitanas que lo devolvieron a su patria.
Luego que Pedro me hubo contado todo esto, le di las gracias por haberme deparado la ocasión de tener un coloquio con un hombre así —plática que tan agradable y beneficiosa me iba a resultar— y me volví a Rafael. Nos saludamos uno a otro y dijimos aquellas cosas que se dicen al trabar conocimiento. Después fuimos a mi casa, y allí, en el jardín, nos sentamos en un banco de verde hierba cubierto y nos pusimos a platicar juntos.
Nos refirió Rafael cómo, después de la partida de Vespucio, él y los compañeros que se quedaron allí lograron ganar poquito a poco, con suaves y persuasivos discursos, la amistad y los favores de los naturales del país, y entablar con ellos relaciones, no sólo de paz, sino familiares, y hacerse gratos a cierto personaje principal, cuyos nombre y nación he olvidado, la liberalidad del cual les procuró todo lo que habían menester para proseguir su viaje: barcas para cruzar las corrientes de agua, carros para ir por los caminos. Dióles además un guía fiel, que había de llevarlos hasta los otros Príncipes.
Así, después de muchas jornadas, hallaron ciudades y Repúblicas llenas de gente y gobernadas por muy justas leyes. Bajo la línea equinoccial, y a ambos lados de la misma, hasta donde llega el sol en su carrera, hállanse los vastos desiertos, abrasados y secos por razón del perenne e insufrible calor. Allí, todas las cosas son feas, espantosas, aborrecibles, y no gusta mirarlas. Viven fieras y serpientes y algunos hombres no menos crueles, feroces y salvajes que aquéllas. Mas algo más allá todas las cosas empiezan a hacerse más agradables poco a poco; el aire es suave y templado, el suelo está cubierto de verde hierba y son menos feroces las bestias. Y por fin vuelven a hallarse gentes y ciudades que hacen continuamente el tráfico de mercaderías, tanto por mar como por tierra, no solamente entre ellos y con las comarcas vecinas, sino también con los mercaderes de los países remotos. Tuvo ocasión de ir a muchos países, pues todas las naves que estaban prestas a hacerse a la vela recibían con agrado a Hytlodeo y a sus compañeros. Las primeras naves que vieron teman ancha y plana la carena; las velas estaban hechas de papiros o de mimbres y aun a veces de cuero. Después las hallaron con velas de cáñamo y las quillas terminadas en punta; finalmente hallaron otras en todo semejante a las nuestras.
Los marinos eran también muy diestros y hábiles; sabían bien las cosas del mar y las del cielo. Rafael ganó su amistad enseñándoles el uso de la aguja magnética, que desconocían hasta entonces, pues eran temerosos del mar, en el cual. sólo se arriesgaban durante el estío. Mas ahora tienen tal confianza en esa aguja que no temen ya el tempestuoso invierno; se arriesgan más de lo debido, y bien pudiera ser que lo que ellos juzgaron un bien les traiga, por imprudencia suya, los mayores males.
Sería muy larga la narración de las cosas que Hytlodeo nos contó acerca de lo que había visto en las tierras en que él había estado. Tampoco es mi propósito narrarlas aquí. Tal vez hablaré de ello en otro libro, principalmente de lo que es útil que sea conocido, como son las leyes y ordenanzas que, según él, han sido prudentemente dictadas para que sean cumplidas en aquellos pueblos, que viven juntos en buen orden merced a su sistema de gobierno. Le preguntamos largamente sobre tales extremos, y él, con suma amabilidad, satisfizo nuestra curiosidad. Mas no le hicimos preguntas acerca de los monstruos, porque eso ya no es nuevo. Nada es más fácil de hallar que las aulladoras Escilas, las voraces Celenos, los Lestrigones devoradores de hombres u otros grandes e increíbles monstruos como esos. Pero es extremadamente raro encontrar ciudadanos gobernados mediante buenas leyes. Aunque Rafael vió en aquellas tierras recientemente descubiertas, bastantes instituciones extravagantes e insensatas, notó en cambio otras muchas de las que pueden tomar ejemplo nuestras ciudades, naciones, pueblos y reinos para enmendar sus faltas, sus enormidades y sus errores. De esto, como ya tengo dicho, trataré en otro lugar.
Ahora sólo me propongo referir lo que nos contó acerca de las costumbres, leyes y ordenanzas de los Utópicos. Mas antes debo explicar por qué discurso llegamos a tratar de aquella República. Hytlodeo consideraba con gran discreción las cosas malas que había podido ver acá y allá; la mejor que en ambas partes había visto, y se mostraba tan profundo conocedor de las costumbres y Ieyes de los diversos países, que parecía haber pasado toda su vida en cada uno de ellos. Suspenso ante semejante hombre, dijo Pedro:
—En verdad, maese Rafael, que me sorprende grandemente que no os halléis sirviendo a algún Rey, pues estoy cierto de que no hay ningún Príncipe a quien no fuerais grato en seguida, ya que podríais agradarle con vuestra profunda experiencia y vuestro conocimiento de los hombres y de los países. Instruirle con muchos ejemplos y ayudarle con vuestros consejos. Si esto hicieseis, os darían un buen empleo, y podríais proteger a la vez a vuestros amigos y parientes.
—En lo tocante a mis parientes y amigos —respondió— no tengo de qué preocuparme, pues ya he hecho mucho por ellos. Los demás hombres no se desprenden de sus bienes de fortuna hasta que se sienten viejos y enfermos, y aun entonces, pese a que no pueden usarlos, no renuncian a ellos de muy buen grado. Yo, estando todavía en la flor de mi juventud y sano, repartí los míos entre mis amigos y parientes, y creo que estarán contentos de mi liberalidad y que no querrán después que me haga esclavo de un Rey.
—¡Dios me libre de proponeros que os esclavicéis! —dijo Pedro — Hablo de servir nada más. Creo que sería el mejor modo de emplear vuestro tiempo con provecho, no sólo en bien de vuestros amigos, sino en el de toda suerte de personas en general. Así mejoraríais de condición y seríais más rico.
—¿Mejorar de condición y ser más rico haciendo lo que me repugna? — replicó Rafael— Ahora vivo libre, según mi gusto. Habrá muy pocos ricos y pares del Reino que puedan decir lo mismo. ¿No son ya bastantes los que buscan la amistad de los poderosos? Paréceme que no es ningún mal que entre ellos no nos contemos ni yo ni tres cuatro más.
—Veo claramente, amigo Rafel —tercié yo— que no apetecéis riquezas ni poder; y yo no reverencio ni aprecio menos a un hombre que piensa como vos que a los poderosos. Creo que obraríais de acuerdo con vuestro natural generoso sacrificando vuestra comodidad y consagrando vuestro saber y vuestra diligencia a la República, lo que podríais hacer con gran fruto siendo del Consejo de algún gran Príncipe, donde el Príncipe podría oír vuestras honradas opiniones. Un Príncipe, bien lo sabéis, es como una fuente de la que manan perennemente sobre su pueblo todos los bienes y todos los males. En vos hay una ciencia sin experiencia y una experiencia sin ciencia tan grandes, que seríais un excelente consejero de cualquier Rey.
—Os equivocáis dos veces, maese More —me respondió—; primero respecto de mi persona y luego de la cosa en sí misma. No hay en mí la habilidad que vos me atribuís, y aunque la hubiese y yo mismo turbase mi propio sosiego, no serviría para los negocios de Estado. En primer lugar, a las gentes divierten más los hechos bélicos y caballerescos que las cosas de la paz, y más se preocupan de conquistar, por buenas o malas artes, nuevos territorios que de gobernar pacíficamente los que ya tienen. Además, los consejeros de los Reyes, o bien carecen de entendimiento o bien tienen tanto que no les dejan aprobar las opiniones ajenas, a no ser que se trate de aplaudir las más insensatas por haberlas dicho aquellos personajes por mediación de los cuales, adulándolos, esperan conseguir el favor del Príncipe. Es una cosa natural que el hombre ame sus propias obras. También a la hembra del cuervo y a la mona les parecen sus crías hermosísimas. En semejante compañía, donde unos desdeñan y desprecian los ajenos pareceres y los demás consideran las propias opiniones como las mejores, si alguien propone como ejemplo a seguir lo que ha Ieído se hizo en otros tiempos o lo que ha visto en países extranjeros, advierte que los que le escuchan se comportan como si fuesen a perder su fama de discretos, y aun como si después hubiesen de ser tenidos por necios, a menos de poder demostrár el error en que han caído los otros. Si no persuaden todas estas razones, se escudan diciendo:
Estas cosas eran del agrado de nuestros padres y antepasados. ¡Quién pudiera ser tan sabio como ellos! Con esto hacen callar a los demás y vuelven a sentarse. Como si constituyese un grave peligro que un hombre fuese en alguna cuestión más sabio que sus antepasados. A más, nosotros que consentimos que no sean cumplidas las mejores y más sabias leyes que ellos dictan, cuando se pretende mejorarlas nos aferramos a ellas, pese a los muchos defectos que hallamos en las mismas. He oído muchas veces juicios absurdos y orgullosos como esos en diversos países, y, hasta una vez, en la misma Inglaterra.
—¿Habéis estado en nuestro país? —le pregunté.
—Sí —me respondió—, cuatro o cinco meses. Llegué poco después de haberse alzado contra su Rey los ingleses del Oeste. Para acabar con esta insurrección hubo que ajusticiar a los rebeldes. Me favoreció entre tanto el Reverendísimo Padre Juan Morton, Cardenal Arzobispo de Canterbury, que era a la sazón Lord Canciller de Inglaterra, hombre, maese Pedro, tan respetable por su autoridad como por su prudencia y sus virtudes. Era de mediana estatura y llevaba el cuerpo erguido a pesar de su avanzada edad. Su rostro era agradable. Sin dejar de ser grave, era amable en el trato. Empleaba a veces un lenguaje rudo con los pretendientes, que no les ofendía, para probar su temple de alma, y protegía, sin imprudencia, a los que daban muestras de tener cualidades semejantes a las suyas. Hablaba con elegante y persuasiva elocuencia. Sabía de leyes como pocos, y tenía un entendimiento y una memoria prodigiosos. Tales cualidades, que poseía por naturaleza, habíanlas perfeccionado el ejercicio y el estudio. Cuando yo estuve allí, el Rey hacía gran caso de sus consejos, y él era en cierto modo el que sostenía el Estado. Siendo aún muy joven, fue trasladado del colegio a la Corte. Hubo de trabajar sin descanso y sufrir infortunios sin cuento. En medio de tantos y tan graves peligros, adquirió esa experiencia del mundo que, una vez aprendida, ya no se olvida fácilmente.
Quiso la fortuna que cierto día, estando yo sentado a su mesa, lo estuviese también un seglar gran conocedor de las leyes de vuestro reino. No sé cómo fue que se puso a alabar con ardor las severas penas con que la justicia castigaba a los ladrones. Diio que, más de una vez, había visto colgar hasta veinte de ellos en una misma horca, y añadió que se preguntaba, ya que tan pocos se libraban del castigo, cuál sería la mala suerte que llevaba a tanta gente a robar.
Entonces yo, que podía hablar sin trabas delante del Cardenal, le repliqué:
—No me maravilla, porque este castigo pasa de los límites de la justicia y es muy dañoso para el Estado. Es demasiado cruel y no lo es bastante para impedir que los hombres roben. El simple robo no es un delito tan grande que deba ser castigado con la muerte, y ninguna pena será lo suficientemente dura para impedir que roben los que no tienen otro medio de ganarse el sustento. En esto vos y gran parte del mundo obráis como los malos maestros, que prefieren azotar a sus discípulos en vez de enseñarles. Hacen sufrir a los ladrones un castigo tremendo, y lo que debiera hacerse es dar a los hombres medios de ganar el pan de cada día, para que nadie se vea forzado por necesidad, primero a robar y a ser ahorcado después.
—Ya se ha proveído sobre esto —respondióme— Existen los oficios y la labranza, si quieren trabajar.
—No escaparéis tan fácilmente —dije yo— Nada diré de los que vuelven estropeados de las guerras, como los que han estado en las de Comualles o en las de Francia. Estos arriesgaron sus vidas por la Patría y por el Rey, y ahora, mancos, cojos o enfermos, no pueden volver a ejercer su antiguo oficio y no se hallan en edad de poder aprender uno nuevo. No hablaré de ellos, repito, pues las guerras se suceden en espacios más o menos largos. Consideremos las cosas que pasan cada día.
-Son muchos los nobles y señores que no se contentan con vivir en la ociosidad, haciendo que los demás trabajen para ellos, sino que desuellan a sus feudatarios para aumentar la renta de sus tierras, porque no conocen otra economía, y además son tan malbaratadores y malgastadores, que algunos acaban viéndose reducidos a la mendicidad. Y no solamente son ellos los que viven en la ociosidad, sino también la inmensa caterva de perezosos criados de que se rodean, los cuales jamás supieron oficio alguno. Estos hombres, cuando muere su amo o ellos enferman, son echados de la casa al instante, porque los señores prefieren mantener ociosos que enfermos. Sucede a veces que el heredero del muerto no puede sostener una casa tan grande ni tener tantos criados como su padre tenía. Y al quedarse sin acomodo, o tienen que dejarse morir de hambre o hacerse ladrones. ¿Qué queréis que hagan sino robar? Mientras buscan otro empleo gastan su salud y sus ropas. Los señores, al ver sus pálidos y demacrados rostros de enfermos y sus andrajos, no los quieren tomar a su servicio. Tampoco los labradores les dan trabajo, porque éstos saben que jamás serán capaces de manejar la azada y de contentarse con un salario y una comida escasos, sirviendo a un pobre labriego aquellos que vivieron en el lujo, la molicie y la pereza, que están acostumbrados a ceñir la espada y a llevar el broquel, que se jactan de ser más que nadie y miran con desprecio a los demás.
—No es eso, señor —replicó— Los hombres de esa clase son los que necesitamos más, porque tienen el estómago más robusto y más audacia y valentía que los artesanos y los campesinos, porque en ellos está la fuerza y el poderío de nuestro ejército cuando hay guerra y hay que luchar.
—¡Muy bien! ,— le respondí —. Con igual razón podríais decir que para estar preparados para la guerra habrá que proteger a los ladrones. Podéis estar seguro de que no faltarán nunca ladrones mientras haya gente como esa de la que vos habláis. Añadiré más: ni los ladrones son malos combatientes, ni esos mercenarios los más cobardes ladrones, porque esos dos oficios se avienen mucho entre sí. Este mal, por mucho que cunda en nuestra Patria, no es propio de ella, sino común a casi todas las naciones.
Francia sufre una plaga aún peor. Todo ese reino está lleno de soldados mercenarios y como sitiado por ellos aun en tiempos de paz, si paz puede llamarse a semejante estado, a los cuales han dejado entrar por las mismas razones que os persuaden a vos a querer proteger a esos criados ociosos. Porque esos prudentes locos creen que el bienestar del país consiste en tener preparado un poderoso ejército de soldados viejos en su oficio y bien adiestrados, pues ninguna confianza ponen en las tropas bisoñas. Y para tener soldados bien adiestrados, se ven forzados a buscar la guerra, no siendo estas matanzas de hombres las que impiden que las manos y el ánimo se entorpezcan en la ociosidad, como ha dicho Salustio. Los franceses han aprendido en sus desgracias lo dañoso que es mantener esas fieras, y los ejemplos que nos han dado los romanos, los cartagineses, los sirios y otras muchas naciones lo atestiguan. No solamente el Imperio, sino los campos y aun las ciudades han sido destruídos por tales ejércitos. Se hace manifiesta la falta de necesidad de tener semejantes tropas al ver que los soldados franceses, adiestrados desde su juventud en el manejo de las armas, no pueden alabarse de haber vencido muchas veces a nuestros bisoños soldados, y no hablaré más de esto porque no me tengáis por adulador. Ni los artesanos de las ciudades ni los rudos campesinos deben tener temor alguno de esos holgazanes criados de los nobles, a no ser que la pobreza haya dejado sin vigor sus almas y sus cuerpos.
Como veis, no hay, pues, peligro alguno que temer. Esos hombres de cuerpo sano y robusto —pues los nobles sólo buscan gente escogida para corromperla —, en vez de aprender un oficio util, en vez de hacer trabajos viriles, se consumen en la ociosidad, se debilitan en ocupaciones mujeriles, se afeminan. En verdad, de cualquier modo que se miren las cosas, no creo que convenga al Estado mantener a tantas gentes de esta clase, solamente para estar preparados para una guerra que no tendréis si no la queréis. La paz merece tanta consideración como la guerra. Pero todo esto no es la sola causa de que existan necesariamente tantos ladrones. Hay otra, y mayor, a mi parecer, que es propia de nuestro país.
—¿Cuál es? —preguntó el Cardenal.
—Las ovejas, monseñor —le respondí —. Nuestras ovejas, que tan mansas suelen ser y tan poco comen, se muestran ahora, según he oído decir, tan feroces y tragonas que hasta engullen hombres, y destruyen y devoran campos, casas y ciudades. En todos los lugares del reino donde tienen la mejor lana, la más apreciada, los nobles, los señores y aun los santos varones de los abades, no se contentan con las rentas y beneficios que sus antecesores solían sacar de sus tierras, y no contentándose con vivir muelle y perezosamente sin hacer nada por el bienestar de los demás, aún hacen daño a éstos; no dejan tierras para la labranza, todo es para los pastos. Derriban las casas, destruyen las aldeas; y si respetan las iglesias es sin duda porque sirven de redil para sus ovejas. Y como si no se perdiera poca tierra en bosques y cotos de caza, esos santos varones mudan en desiertos las moradas y toda la gleba. Así, pues, para que un devorador insaciable, plaga de su Patria, pueda encerrar en un solo cercado varios millares de acres de pastos, muchos campesinos son despojados de lo poco que poseen. Los unos por fraude, otros expulsados o hartos ya de sufrir tantas vejaciones, se ven forzados a vender cuanto tienen. De todos modos, esos infelices hombres y mujeres, maridos y esposas con sus hijos pequeños, huérfanos y viudas tienen que irse a otras partes. Y estas familias son más numerosas que ricas, ya que la tierra pide el trabajo de muchos brazos. Se van, pues, todos, abandonando sus casas, los lugares donde vivieron, y no hallan dónde refugiarse. Sus ajuares, que poco valen, tienen que venderlos por casi nada. Helos, pues, errantes y sin recursos cuando han gastado ese dinero. ¿Qué recurso les queda entonces sino el de robar y ser ahorcados o el de mendigar? Mas si hacen esto último los encarcelan, pues son vagabundos que no trabajan. Nadie quiere darles trabajo, aunque ellos se ofrezcan a trabajar de buena voluntad. Como el único oficio que saben es el de labrador, no pueden ser empleados donde no se ha sembrado.
Un solo zagal, un solo pastor basta para apacentar los rebaños en una tierra que necesitaba muchos brazos cuando estaba sembrada. Por esta causa son más caras las cosas de comer en muchos lugares. Además, los precios de las lanas han subido tanto, que las pobres gentes que hacían paños con ellas no pueden comprarlas ahora, por lo que muchos han de dejar su oficio y estar sin trabajar: Desde que hay tantos lugares de pasto, una inmensa muchedumbre de ovejas ha muerto de morriña, como si Dios hubiera querido castigar con esta plaga en los rebaños la desordenada e insaciable codicia de sus dueños, que son los que más merecían que hubiese caído sobre sus cabezas. Así, aunque aumente el número de las ovejas, su precio no baja, porque hay muy pocos vendedores, porque casi todos los rebaños están en manos de unos pocos hombres ricos, los cuales no tienen necesidad de vender hasta que ellos quieren, y no quieren vender sino cuando el precio les conviene.
Esto ha traído también la gran escasez de ganado de otras especies, pues, como han sido destruídas las casas de labranza y no se labra la tierra, nadie las cría. Esos ricos crían ovejas, pero no ganado mayor. Compran primero las crías de este último, muy baratas, en otras comarcas, y luego, cuando las han cebado bien en sus pastos, las vuelven a vender excesivamente caras. Y creo que no se han sufrido aún todas las incomodidades de esto. Hasta ahora no se ha advertido la escasez más que en los lugares donde se hacen las ventas. Mas cuando hayan sacado de todas partes más ganado del que puede nacer, habrá menos reses, y, por la codicia irracional de unos pocos, lo que pudo haber sido la mayor riqueza de este reino será la causa de su ruina. Esta gran escasez de cosas de comer hace que las casas se tornen menos hospitalarias y que tengan los menos criados que pueden. Y ¿ qué han de hacer éstos? Mendigar o salir a robar. Y por si esto fuera poco, añádense a estas miserias las suntuosidades desordenadas. Todos, los campesinos, los artesanos, los criados que sirven a los señores y a los nobles, hacen escandalosa ostentación de riqueza en sus ropas y en la mesa. Los alcahuetes, las mujeres de mala vida y las mancebías; las tabernas de vino y de cerveza; los juegos ilícitos, como los dados, los naipes, las damas, la pelota, los bolos, ¿no llevan al robo a los aficionados a ellos cuando se les acaba el dinero? Libraos de estas malignas corrupciones, haced una ley que mande que vuelvan a edificar las aldeas y las casas de labranza los que las han destruído, o a lo menos que consientan que lo hagan quienes deseen hacerlo. No dejéis que los ricos hagan grandes acopios y monopolicen el mercado como a ellos les place. No consintáis que haya tantos ociosos. Haced que vuelvan a labrarse las tierras, que vuelvan a tejerse paños, para que estos ociosos puedan ganar el pan trabajando honradamente, tanto los que la miseria ha llevado ya al robo, como los vagabundos y criados sin oficio que están a punto de tornarse ladrones.
Si no ponéis remedio a tales males, no alabéis esa justicia que tan severamente castiga el robo, pues es sólo hermosa apariencia y no es provechosa ni justa. Dejáis que den a los niños una educación abominable que corrompe sus almas desde sus más tiernos años. ¿Es necesario, pues, que los castiguemos por crímenes que no son culpa de ellos cuando llegan a ser hombres? Porque ¿qué otra cosa hacéis de ellos sino ladrones, que luego castigáis?
Mientras yo hablaba, el jurista preparaba su réplica y estaba determinado a darla del modo que suelen hacerlo los disputadores, los cuales repiten lo que han oído en vez de responder a ello, pues creen que el tener una memoria feliz es lo que más alabanzas merece.
—Bien habéis hablado —me dijo —para ser un extranjero que no sabe de estas cosas más que lo que ha oído decir de ellas. Os probaré que os ha inducido a error vuestra ignorancia de las costumbres de nuestro país, y para ello repetiré primero ordenadamente lo que vos habéis dicho; y, por último, contestaré a vuestros argumentos y los refutaré uno por uno. Paréceme que habéis dicho cuatro cosas ...
—Callaos —le dijo el Cardenal —. Semejante exordio nos promete que vuestra respuesta no será corta. Os dispensamos de que os toméis ese trabajo ahora. Si nada os lo impide a vos y al maese Rafael, sería mi deseo que prosiguieseis esta plática mañana. Pero antes, maese Rafael, quisiera que nos dijerais por qué, según vos, el robo no debe ser castigado con la muerte y qué castigo más conveniente a la República debería ser impuesto a tal delito, porque estoy cierto que no creeréis que el robo debe quedar impune. Si aun sabiendo que les espera tan tremendo castigo hay hombres que no dudan en robar, ¿qué temor, qué fuerza podría detener a los malhechores cuando supieran que no les iban a quitar la vida? Además, juzgarían esa mitigación del castigo como una incitación al mal.
—Creo, monseñor —respondíle —, que es injusto dar muerte a un hombre porque ba robado dinero. Soy de opinión que todos los bienes de este mundo no compensan la pérdida de una vida humana. Y si me dicen que esta justicia castiga la transgresión de las leyes, diré que a esta extremada y rigurosa justicía se le puede llamar suma injusticia. No son justas esas leyes crueles y despiadadas, no es justo sacar la espada para vengar ofensas leves. No debemos hacer lo que hacen los Estoicos, para los cuales todas las ofensas son iguales, como si el homicidio y el robo fueran ambos la misma cosa, como si un crimen no fuese más odioso que el otro, pues si hemos de guardar el respeto debido a la equidad, no hay entre esos dos delitos igualdad ni semejanza. Dios nos manda no matar. ¿Y hemos de matar tan prontamente a un hombre porque nos ha quitado un poco de dinero? Y si los hombres saben que la Ley Divina prohibe matar y se enteran más tarde que las leyes humanas dicen que matar es lícito, ¿no podrían hacer leyes que dijesen que son lícitos el libertinaje, la fornicación y el perjurio? Dios nos prohibe, no sólo quitar la vida a nuestros semejantes, sino quitárnosla nosotros mismos. ¿Podríamos legítimamente matarnos los unos a los otros en virtud de una ley hecha por los hombres? Y esa ley ¿tendría una fuerza tal que haría que aquellos que la cumpliesen, a pesar del precepto divino, escapasen del castigo celestial, y que tuvieran el derecho de hacer perecer a todos los que estuviesen condenados por la justicia humana? Entonces, la justicia de Dios sólo reinaría en donde le permitiera la justicia humana, y, finalmente, serían los hombres quienes determinarían en cada circunstancia hasta qué punto sería conveniente guardar los mandamientos divinos. Aun la ley de Moisés, severa como era, pues se hizo para esclavos, para esclavos endurecidos y tercos, castigaba el robo tan sólo con pena pecuniaria, y no con la muerte. No queramos creer que Dios, en su nueva Ley de clemencia y misericordia, por la que nos gobierna como un bondadoso padre gobierna a sus amados hijos, nos da más espacio y mayor licencia para que seamos crueles con nuestros prójimos y ellos con nosotros.
He aquí por qué creo que ese castigo es injusto. Además, paréceme que nadie sabe cuán irrazonable y cuán pernicioso es para la República que el ladrón y el homicida o asesino reciban igual castigo. Si el ladrón sabe esto, se sentirá fuertemente incitado, y aun constreñido, a dar muerte al que sólo hubiera despojado, pues, una vez hecho el crimen, tendrá menos miedo de que sea descubierto, ya que el muerto no podrá acusarle. Y así esta crueldad no infunde miedo a los ladrones, sino que les mueve a matar. Si me preguntarais cuál sería el castigo más conveniente, respondería que, enmi opinión, no es más difícil de hallar que el peor. ¿Por qué hemos de poner en duda que eran buenos y provechosos los castigos que daban en la antigüedad los romanos, que tan hábiles eran en el gobierno de la República? En Roma, los grandes criminales eran condenados a trabajar en las canteras, a sacar metales en las minas, a llevar cadenas todos los días de su vida. Tocante a esto, no he visto en ninguna nación nada que pueda compararse a lo que, viajando por el mundo, vi en Persia entre los llamados comúnmente Polileritas, cuyo país es grande y está sabiamente gobernado. Cumplen solamente sus propias leyes, y son libres, aunque pagan un tributo anual al poderoso Rey de los persas. Mas como están lejos de la mar y casi cercados por altas montañas, y se contentan con los frutos que da su tierra, que es muy feraz, no van ellos a otros países ni las gentes de otros países vienen al suyo. Fieles a la antigua costumbre de su nación, no desean ensanchar los límites de ella. Sus montañas los defienden y el tributo que pagan a su Rey los libra de tener que ser soldados. Viven cómodamente, aunque sin suntuosidad, y son más felices y ricos que insignes y famosos. Creo que su nombre solamente lo conocen sus vecinos más cercanos.
Entre los Politeritas, un sujeto convicto de robo tiene que restituir las cosas robadas a su legítimo dueño, y no al Rey, como es uso en otros países, pues creen que el Príncipe no tiene más derecho sobre ellas que el mismo ladrón. Si perecen las cosas robadas, se pagan con los bienes de fortuna que posee el ladrón, y lo que sobra se devuelve a la esposa e hijos de éste, el cual es condenado a trabajos públicos. Si el robo es de po ea monta, el ladrón no es encarcelado ni cargado de cadenas. Los que se niegan a trabajar o lo hacen con holgazanería, son forzados a ello a zurriagazos y les ponen cadenas. Los que muestran buen ánimo en el trabajo no son maltratados. Cada noche los llaman por sus nombres y son encerrados en aposentos. Sólo tienen que trabajar de día y su vida no es dura ni incómoda. Danles bien de comer a expensas de la República, porque son siervos de ella. Se apela a diversos recursos para mantenerlos. En algunas partes los mantienen con las limosnas que dan para ellos; y aunque este recurso es incierto, por ser el pueblo muy misericordioso, no se halla otro más provechoso o que resulte más abundante. En algunos lugares se señalan ciertas tierras y con lo que ellas dan los mantienen; y en otros lugares se hace pagar un tributo especial a sus moradores.
Otras regiones hay en que los esclavos —llaman así a los condenados —no trabajan para la República. Cualquier persona particular que necesite gañanes, los alquila por días, dándoles de comer y beber y pagándoles un jornal un poco menor que el que se da a los gañanes libres; y el amo tiene además el derecho de castigar con azotes a los perezosos. Así los condenados nunca carecen de trabajo y tienen lo que necesitan para vivir. Tienen que entregar algo de lo que ganan para el Tesoro de la República. Todos llevan un vestido del mismo color y no les rapan sino la parte de la cabeza que está encima de las orejas; pero les cortan la parte superior de una de las orejas. Todos ellos pueden recibir de sus amigos regalos de alimentos y bebidas y también un vestido del color prescrito; pero un regalo en dinero trae consigo la muerte del que lo hace y del que lo recibe. Igual castigo se impone al hombre libre que, por cualquier razón, toma dinero de un esclavo y al esclavo que toca armas. Cada condado marca a sus esclavos con distintas señales. El que se quita la marca es castigado con la muerte, y también el que es visto fuera de los límites de su condado o hablando con un esclavo de otro condado. Un intento de fuga no es menos peligroso que la misma evasión. Quien ayuda a otro a fugarse, pierde la vida, si es esclavo; la libertad, si es libre. Se premia a los delatores: al hombre libre, con dinero; al esclavo, con la libertad. Si el delator es uno de los cómplices le es perdonado su delito. Así es mejor arrepentirse a tiempo que perseverar en una mala intención.
Estas son las leyes y orden de ese pueblo, como os he dicho. Bien se echa de ver lo conveniente que es y lo lejos que está de la crueldad esa humanidad, esa benevolencia que usan. Con el castigo sólo se proponen destruir los vicios y salvar a los hombres, para que éstos elijan el ser buenos y reparen en lo restante de su vida el mal que antes hicieron. A más se teme muy poco que puedan volver a su viciosa condición, y los viajeros los toman como guías sin desconfianza alguna, para ir de un condado a otro, y en cada condado los cambian tomando otros. Si quisieran robar no podrían hacerlo, pues no llevan armas, y el dinero que les hallasen encima delataría su criminal acción. Sabe que será castigado y que no tiene esperanza alguna de poder huir. ¿Podría ocultar su fuga un hombre que no va vestido como los demás? Si huyera desnudo le delataría el modo cómo lleva rapada parte de la cabeza y la oreja cortada. Tampoco es de temer que se junten para conspirar contra la República. Los esclavos de un solo condado no podrían llevar a cabo tal intento sin la ayuda de los esclavos de otros condados. Esto es del todo imposible para hombres que tienen prohibido el hablarse entre sí o saludarse. No se atreverían a proponer esto a sus compañeros, pues saben sobradamente lo peligroso que es guardar un secreto y lo provechosa que es para ellos la delación. Por otra parte, nadie desespera de alcanzar su libertad algún día mostrando humilde obediencia y paciente resignación, dando pruebas de que llevará una vida de verdadero hombre honrado en lo venidero. Y, en efecto, cada año son premiados con la libertad los que han sabido tener esa mansa resignación.
Dicho esto, iba a añadir que no comprendía por qué no podían ser impuestos este orden y estas leyes en Inglaterra con mucho más provecho que la justicia que tanto había alabado el jurista, cuando éste habló así:
—Jamás se podría imponer esto en Inglaterra sin peligro para la República.
Y al decir esto, meneó la cabeza y puso mala cara. Luego calló. Todos los presentes aprobaron sus palabras.
—Es difícil juzgar,— dijo el Cardenal —sin antes probarlo, si ese orden sería bueno o malo aquí. Mas si, después de haber sido pronunciada la sentencia de muerte, mandase el Rey suspender y aplazar la ejecución, podría intentarse la prueba, aboliendo antes el derecho de asilo en los lugares sagrados. Y si se viese que esto era bueno y provechoso, se podría hacer. De no ser así, se tendría que cumplir la sentencia y dar muerte a los condenados. Nada de esto sería dañoso para la República. Y creo yo que se podría tratar de igual modo a los vagabundos, contra los cuales se han dictado ahora tantas leyes que no han conseguido enmendarlos.
Luego de haber hablado así el Cardenal, todos tuvieron grandes alabanzas para mis dichos, los cuales habían desaprobado poco antes. Pero lo que más aplaudieron fue lo que había añadido el Cardenal acerca de los vagabundos. No sé si sería mejor callar lo que siguió; sin embargo, como no es cosa mala y tiene bastante relación con lo que se había hablado antes, lo contaré también.
Hallábase allí cierto parásito burlón que pretendía imitar a un bufón y conseguía, no sólo parecerlo, sino serlo. Era tan afectado en el hablar y decía cosas tan fuera de tiempo y lugar que movía a risa a sus oyentes, los cuales reíanse más a menudo de él que de sus chocarrerías. Mas de vez en cuando salían de sus labios palabras juiciosas, cual si quisiera hacer verdad el proverbio que dice: Quien tira, da en el blanco al final. Dijo a la sazón uno de la compañía que ya que en mi discurso había hallado un buen remedio para acabar con los ladrones y el Cardenal otro para corregir a los vagabundos, aún faltaba encontrar otro para favorecer a aquellos que, viejos, enfermos y caídos en la pobreza, no podían trabajar para ganar el sustento. A esto replicó el burlón:
—Dejadlo para mí y veréis cómo hallo el remedio. Lo que más quisiera es no tener que tropezar con tales gentes, que me han importunado muchas veces pidiéndome limosna con lágrimas en los ojos y jamás han podido sacarme ni una sola moneda. Siempre me sucede una de estas dos cosas: o no quiero darles dinero, o quiero dárselo y no puedo porque no lo tengo. Ahora que saben bien que no pueden esperar de mí más de lo que podrían esperar de un sacerdote o un monje, me dejan pasar cuando me ven sin decirme nada, para no pedir en vano. Yo haría, pues, una ley que mandase que todos los mendigos fuesen repartidos entre los conventos, para que los varones fueran convertidos en lo que los frailes llaman legos y las hembras en monjas .
Sonrióse el Cardenal y aprobó la chanza. Los demás hicieron lo mismo. Pero un fraile, que era licenciado en Teología, a quien estos dichos sobre los curas y las monjas habían puesto de excelente humor, empezó también a bromear, a pesar de ser hombre grave.
—No acabaréis con los mendigos —dijo el bufón —si no os preocupáis también del bienestar de los frailes. —¿Por qué? —replicó el parásito— ¡Monseñor ya ha hallado el remedio! Hay que hacer trabajar a los vagos. ¿Y no sois vosotros los mayores vagos del mundo?
Viendo que el Cardenal nada replicaba, echáronse todos a reir, menos el fraile, el cual, ofendido por lo que acababa de decir el bufón, se indignó y enfadó tanto que no pudo domeñar su cólera y le llamó bellaco, villano, marrano, maldiciente. calumniador e hijo de perdición, mezclando con estas palabras las más terribles imprecaciones sacadas de las Sagradas Escrituras.
Entonces el bufón comenzó a mofarse de un modo que naclie lo podría hacer mejor, y dijo:
—Sosegaos, buen fraile, no os irritéis. Está escrito: Mediante vuestra paciencia salvaréis vuestras almas.
A lo que respondió el fraile con estas palabras:
—No estoy airado, malvado, pillo de horca, o por lo menos no peco, pues dijo el Salmista : Enojaos, y no queráis pecar más.
El Cardenal amonestó con dulzura al fraile para que se reportase.
—Vos sabéis, Monseñor, que tengo el deber de hablar así —dijo el amonestado. Los mismos santos han tenido estos arrebatos de furor. Dice un Salmo:
El celo de tu casa me devoró. Y se canta en las iglesias: Los que se burlaron de Elíseo cuando entró en la¡ Casa de Dios, sintieron la cólera del calvo, como la sentirá este villano burlón.
—Creo que lo hacéis con buena intención —díjole el Cardenal, mas pareceme que obraríais más sana y prudentemente no prosiguiendo esta insensata altercación con hombre tan necio.
A lo que replicó el fraile:
—No, Monseñor no sería más prudente. Salomón el sabio, dijo: No respondas al necio imitando su necedad, y es lo que estoy haciendo ahora para que vea este necio en qué abismo puede caer si no tiene más cuidado. Y si los que se burlaron de Eliseo, que era un solo hombre calvo, sintieron la ira del calvo, ¿cómo no ha de sentirla más aún este burlón que se mofa de tantos frailes, entre los cuales hay muchos calvos? Tenemos también las Bulas del Papa en virtud de las cuales los que se burlan de nosotros están excomulgados.
Viendo el Cardenal que la disputa no llevaba trazas de acabar, hizo una discreta seña con la mano para mandar salir al bufón, y pasamos a hablar de otras cosas. Al cabo de poco espacio, levantóse de la mesa y nos despidió. Fuese a conceder audiencia a los que venían a pedirle favores.
—Ved, maese More, qué larga y tediosa ha sido la historia que os he contado. Seguro estoy de que me hubiese avergonzado de haber hablado tanto si no hubiera sabido que vos lo deseabais y me escuchabais con gusto. Hubiera podido ser más breve, pero quería persuadir a mi auditorio, que empezó desaprobando mis palabras y acabó alabándolas cuando oyó decir al Cardenal que no le parecían mal. Por adular a Monseñor, no sintieron rubor alguno al aplaudir las desatinadas invenciones de un bufón, animándoles a ello el ver que el amo de éste había sonreído al oírlas y no las había refutado. Ya veis en cuán poca estima tienen los cortesanos mi persona y mis opiniones.
—Os aseguro, maese Rafael, que os he escuchado con agrado — dije. —— Las palabras que habéis dicho han sido discretísimas. Hanme hecho creer que me hallaba, no solamente en mi patria, sino también en el palacio del Cardenal, de quien habéis hecho tan bello retrato. Me habéis traído dulces recuerdos de la niñez, porque en ese palacio pasé mi infancia y me enseñaron lo que sé. Ya os profesaba mucho afecto, amigo Rafael; pero no podéis imaginaros lo que ha crecido ese afecto en mi corazón al ver lo que favorecéis a aquel hombre. Mas esto no cambia la opinión que tengo formada de vos. Sigo creyendo que si quisierais estar en la Corte de algún Príncipe, vuestros consejos podrían ser muy útiles y provechosos a la República. Os obliga ese deber, que es el de todo buen ciudadano. Ya sabéis que ha dicho vuestro admirado Platón que sólo serán perfectamente felices las Repúblicas en lo venidero, si los filósofos son Reyes o los Reyes se entregan al estudio de la filosofía. ¡Cuán lejos están aún las Repúblicas de esta felicidad si los filósofos no se dignan modelar el ánima de los Reyes con sus sabios consejos!
—Los filósofos no son tan adustos —respondió —y lo harían con agrado si los Reyes y Príncipes estuviesen dispuestos a seguir los buenos consejos. Muchos de ellos lo han hecho ya en sus libros. Pero no hay duda de que Platón ya previó que los Reyes, a menos de entregarse al estudio de la filosofía, jamás querrán escuchar los consejos de los filósofos, porque sus corazones están pervertidos desde su más tierna edad por las ideas falsas y malas. Platón vio que esto era verdad en el ejemplo del Rey Dionisio. Si yo propusiera a algún Rey que se diesen leyes sabias, si intentase arrancar de su alma las perniciosas causas originales de vicio e iniquidad ¿no creéis que sería arrojado de su Corte o se reirían de mí? Suponed que me hallase con el Rey de Francia y estuviera sentado en su Consejo tratando de negocios secretos. El monarca y sus más talentudos consejeros y ministros hállanse presentes allí. Búscanse los medios de poder conservar Milán, de impedir que se separe Nápoles, de conquistar Venecia, de someter a toda Italia; luego de unir a la Corona toda la Borgoña, Flandes y Brabante, sin contar otros reinos y tierras que hace largo tiempo se tiene el propósito de invadir. Uno aconseja que se concierte con los venecianos un Tratado de Paz, que durará toda el tiempo que sea menester, y ceder a éstos parte del botín, la cual sería recobrada cuando se hubiera arreglado todo a gusto de Francia. Otro opina que sería mejor traer alemanes. Este otro dice que hay que ganar el favor de los suizos dándoles dinero. Aquel da el consejo de hacer un sacrificio y apaciguar con oro al poderoso Emperador. Aquel otro aconseja hacer las paces con el Rey de Aragón, restituyéndole el reino de Navarra. Hay quien propone que se intente hacer una alianza con el Rey de Castilla, ganando antes a algunos señores de aquella Corte, los cuales serían comprados mediante una pensión.
Están dudosos acerca de lo que se debe hacer con Inglaterra, pero están acordes en una sola cosa, en hacer la paz con los ingleses, para estrechar los lazos de amistad con ellos, para hacer más caliente esta amistad, que hasta ahora ha sido tibia. Así se podrá llamar a esa nación amiga, pero se seguirá desconfiando de ella cual si fuese enemiga. Se tendrá siempre preparados a los escoceses, por si es necesario emplearlos contra los ingleses. En secreto, porque públicamente no puede hacerse por razón de la tregua pactada, habrá que tener preparado igualmente a algún noble inglés, que haya sido desterrado de su país y que quiera ser pretendiente al Trono, para tener dominado y sujeto a ese monarca que tan poca confianza les infunde. Y ahora digo yo: ante tan graves e importantes negocios, ante tantos nobles y prudentes varones que solamente aconsejan al Rey que hablen las armas, o sea la guerra, ¿qué sucedería si mi humilde persona se levantase y les aconsejase que cambiasen el rumbo? Yo les diría: Dejad tranquila a Italia y quedaos en casa; el reino de Francia es tan grande que un soIo hombre no puede gobernarlo bien, y el Rey no ha de menester engrandecerlo más. Luego les propondría que imitasen el ejemplo de los Acorianos, pueblo situado enfrente de la isla de Utopía, en el lado del Sudeste.
Esos acorianos hicieron la guerra tiempo atrás a otro reino, para dárselo a su soberano, quien se consideraba con derecho a ceñir la corona del mismo en virtud de una antigua aIianza. Al final, luego de haberlo conquistado, diéronse cuenta de que les era tan difícil conservarlo como les había sido apoderarse de él. Cuando no tenían que sufrir las irrupciones y saqueos de las tropas de otras naciones, tenían que sofocar las diarias insurrecciones de sus nuevos vasallos, por lo que tenían que estar continuamente luchando en favor de ellos o contra ellos. Veían que se estaban empobreciendo porque salía el dinero fuera del reino, que morían sus hombres para mantener la gloria de otra nación. La paz no era para ellos mejor que la guerra, porque la guerra habíales pervertido de tal modo que les había acostumbrado a matar y a robar. No eran respetadas las leyes. El Rey mostrábase incapaz de gobernar los dos reinos. Y comprendiendo que estos males iban a ser inacabables, se concertaron y dijeron a su Rey que debía escoger entre ambos reinos, pues para una sola cabeza era mucho peso el de dos coronas y ellos eran demasiado numerosos para consentir ser regidos por medio Rey. Dijeron también al monarca que un mulero no podía guardar al mismo tiempo las bestias de dos amos. Este buen Príncipe hubo de contentarse con su antiguo reino y dar el nuevo a uno de sus amigos, quien fue arrojado de él poco tiempo después.
Y si yo añadiese y demostrase que tales aventuras bélicas, no solamente dejarían vacías las arcas del tesoro, sino que causarían muchas destrucciones y muertes y llevarían la confusión a otras naciones; si dijese que sería más conveniente para el Rey contentarse con su reino de Francia, como hicieron sus antepasados antes de él, para enriquecerlo, para hacerlo florecer tanto como él pudiese, amando a sus súbditos para que éstos volviesen a amarle, viviendo con ellos, mandándolos con blandura, no apeteciendo conquistar más reinos, pues tiene bastante y aún le sobra con el que ya posee, ¿creéis que sería escuchado, maese More?
—Me temo que no —respondí.
—Prosigamos, entonces —dijo Rafael. —Imaginaos un Rey y sus consejeros buscando los medios de enriquecer al monarca. Uno aconseja aumentar el valor del dinero cuando el Rey haya de pagar y dar a la moneda menos valor del que tiene cuando tenga que recibir dinero; de este modo se podrán pagar grandes cantidades con poco dinero y se recibirá mucho cuando hayamos de cobrar el poco que nos deben. Propone otro que se finja que hay guerra y que cuando el Rey haya recibido dinero en abundancia, haga que se celebre la paz con grandes y solemnes ceremonias religiosas, para así cegar los ojos de la plebe y para que él sea tenido por Príncipe piadoso que no ha querido que se derramase sangre humana. Este pide que se hagan cumplir ciertas leyes antiguas, que por antiguas han sido olvidadas y transgredidas por todos; tales leyes castigan los delitos con penas pecuniarias, y mandando cumplirlas, el Rey parecerá hacer justicia. El consejo que da éste otro es que se prohíban muchas cosas que se considera se hacen en daño de la República, castigando a los trangresores con fuertes penas pecuniarias, y vender luego el privilegio de hacerlas. Por este medio se gana el favor del pueblo y se consigue provecho de dos maneras: primero haciendo sufrir la pena o confiscación a los que por codicia no cumplieron estas leyes y luego vendiéndoles privilegios y licencias. Y más caros podrá vender el Príncipe estos privilegios cuanto menos dispuesto se muestre a consentir que una persona haga algo en daño de sus súbditos.
Otro aconseja que el Rey perdone a los jueces del reino que no hicieron cumplir las leyes, para tener a éstos siempre a su lado y para que mantengan los derechos del Príncipe. Además, los llamará a Palacio para que arguyan y discutan en presencia suya sobre tales negocios. Por mala e injusta que sea una causa siempre habrá uno u otro de ellos que, porque tiene algo que alegar u oponer, porque se avergüenza de volver a decir lo que ha sido dicho ya o porque quiere agradar al soberano, hallará el modo de defenderla con argucias. Y así, cuando los jueces no estén acordes entre ellos y sigan disputando sobre lo que ya es bastante claro, y sea puesta en duda la verdad manifiesta, podrá el Rey entender que la ley ha sido hecha en su provecho, y entonces los demás, por vergüenza o temor, consentirán en ello. Luego los jueces se atreverán a pronunciarse en favor del Rey, porque el que obra así ha detener una buena razón que lo abone; le bastará tener la equidad de su parte, o la letra de la ley, o interpretar torcidamente ésta, o lo que para los jueces buenos y justos tiene más fuerza que todas las leyes, la indisputable prerrogativa real.
Y, finalmente, todos los consejeros se muestran conformes con la máxima del rico Craso de que no basta la abundancia de oro para que un Príncipe mantenga un ejército. Además, un Rey, aunque podría hacerlo si quisiera, no puede hacer nada injusto: es dueño absoluto de las personas y bienes de sus súbditos, y todo lo que éstos poseen lo tienen merced a la benignidad real. Lo que más conviene al Rey es que sus súbditos posean muy poco o nada; el Rey está más seguro en su trono cuando su pueblo no goza de demasiada riqueza y libertad, pues, cuando hay estas cosas, los hombres no obedecen de buen grado las leyes duras e injustas; por otra parte, la necesidad y la pobreza abaten sus audacias haciéndoles sumisos a la fuerza.
Suponed que entonces me levanto y afirmo: Son dignos de vituperio y deshonrosos para el Rey todos los consejos que acabáis de darle. Fuera más honroso y provechoso para él enriquecer a su pueblo en vez de buscar su propia riqueza. Los hombres hacen los Reyes para su propio bien, no para el bien de éstos; los hacen para poder vivir sin temor a sufrir afrentas e injusticias. El Rey debe velar más por la felicidad de su pueblo que por la suya, porque es como un pastor, y el pastor antes que nada tiene que apacentar a sus ovejas.
Yerran los que creen que la defensa y el mantenimiento de la paz consiste en la pobreza del pueblo. ¿Dónde abundan más las disputas, las querellas, los alborotos, las rencillas y las reprobaciones sino entre los mendigos? ¿Quiénes desean más las mudanzas que los que no están contentos del modo cómo viven? ¿No es el más audaz de los rebeldes aquel que espera ganar algo porque no tienen nada que perder? Si un Rey es tan poco amado, tan despreciado de sus súbditos, que no puede infundir en ellos temor, si no es a fuerza de injusticias y confiscaciones y llevándolos a la pobreza, mejor le sería renunciar al trono que intentar mantenerse en él por tales medios, pues, aunque sigan llamándole Rey, la majestad se ha perdido. Nada hay más contrario a la dignidad de un soberano que reinar en un pueblo de mendigos; su deber es regir una nación rica y feliz. No lo ignoraba el valeroso Fabricio cuando dijo que prefería más mandar a los ricos que ser rico él. Y en verdad es carcelero, y no Rey, el que vive en la riqueza y los placeres mientras los demás lloran, afligidos por causa de ello. Finalmente, este Rey, como es imprudente médico que no sabe curar a un enfermo sin darle otra enfermedad, tampoco sabe mejorar la manera de vivir de sus súbditos si no es quitándoles la riqueza y las comodidades de la vida, y debiera confesar que no sirve para gobernar a los hombres. Dejadle, pues, que enmiende su propia vida, que renuncie a su orgullo y a los placeres deshonestos, porque estos son los vicios que hacen que su pueblo le desprecie o le odie. Que viva de lo suyo, sin hacer daño a ninguno. Que prevenga los crímenes, que no los deje crecer para después castigarlos. Que no vuelva a imponer leyes que han sido abrogadas por la costumbre, especialmente las que han sido olvidadas hace largo tiempo y jamás han sido necesarias. Que no mande, so color de castigar las transgresiones, hacer confiscaciones que un juez consideraría injustas si pretendiera hacerlas un simple súbdito del reino.
Hablaría luego a los consejeros de las leyes de los Macarienses , los cuales moran no lejos de Utopía. Su Rey, el día de la coronación, jura solemnemente que jamás tendrá en sus arcas más de mil libras de oro o plata. Dicen los macarienses que esta ley fue hecha por un buen Rey que se preocupó más del bienestar de su patria que del suyo. Creía así poner estorbos a la acumulación de riquezas, la cual cosa traía irremediablemente la pobreza del pueblo. Preveía que aquel dinero bastanría para mantener el orden en su reino y para impedir las invasiones de los enemigos extranjeros. Sabía también que ese dinero, por ser demasiado poco, no le movería a cometer la injusticia de quitar las haciendas a sus vasallos. Tal fue la causa principal que obligó a dictar esa ley. Otra causa fue que el soberano quería que no faltase dinero a sus súbditos para sus cotidianas transacciones. Un Rey que obra así es temido por los malos y amado por los buenos. Pero si dijera esto y otras cosas semejantes entre hombres que opinan de diferente modo que yo ¿no sería como hablar a sordos?
—En efecto, fuera hablar a sordos —le respondí —. Mas esto no me maravillaría. En verdad. de nada sirve decir semejantes cosas o dar tales consejos si no se está cierto de que serán escuchadas las primeras y seguidos los segundos. ¿Puede ser provechoso ese inusitado lenguaje para hombres que defienden opiniones tan diferentes? En una plática entre amigos no es desagradable la filosofía escolástica, mas en los Consejos de los Reyes, donde se discuten con grande autoridad los más graves negocios, no hay un lugar conveniente para ella.
—Por esto dije yo que no hay lugar para los filósofos en la Corte —replicó Rafael.
—Verdad es —dije —que para esta filosofía escolástica, que cree poder estar en todas partes, no lo hay. Pero existe otra filosofía más afable, que podemos decir conoce su propio teatro, la cual representa con donaire el papel que le han dado en la pieza. Y esta es la filosofía que debéis usar. Si vos, mientras se está representando una comedia de Plauto, aparecieseis en las tablas vestido de filósofo cuando los esclavos se hallan chanceando entre ellos y os pusierais a recitar los versos que dicen Séneca y Nerón cuando discuten en Octavia, ¿no creéis que hubiera sido mejor hacer de personaje mudo en vez de convertir la pieza en una tragicomedia? Echaríais a perder la pieza al hacer entrar en ella un elemento que no le pertenece, aunque lo que añadieseis vos fuese mejor. Sea el que fuere el papel que queréis representar, haced lo lo mejor que podáis, y no estropeéis nada si recordáis algún lance más gracioso y mejor de otra pieza.
Lo mismo sucede en la cosa pública y en los Consejos de los Reyes y Príncipes. Si no podéis arrancar completamente de los corazones de los hombres las malignas opiniones; si no podéis, como quisierais, enmendar los vicios que el uso y la costumbre han confirmado, no por esta causa se debe abandonar la República o renunciar a ella. No se debe abandonar el barco en la tempestad porque no se puedan domeñar los vientos. No se puede persuadir a gentes que opinan tan diferentemente con tan desusado discurso. Menester es que obréis de manera, que si no podéis hacer todo el bien que deseáis, logren, a lo menos, vuestros esfuerzos quitar fuerza al mal. Porque no es posible que las cosas vayan bien hasta que los hombres sean todos buenos, y para que esto sea así habrá que esperar muchos años.
—Obrando como decís vos , —replicó Rafael —no puede suceder nada más sino que, si yo intento curar la locura de los demás, me volveré loco como ellos. Cuando deseo decir verdades, es preciso que las diga. No sé si es propio de un filósofo decir mentiras; sólo puedo afirmar que el mentir no es propio de mí. Mis palabras parecerán desagradables, mas no sé ver que puedan parecer extrañas. Si les refiriera esas cosas que finge Platón en su República, o lo que hacen los Utópicos en la suya, lo cual es mejor que lo nuestro, no dejarían de mostrar extrañeza, pues, entre nosotros, cada hombre posee muchas cosas, mientras allí todas las cosas son comunes. ¿Qué contenía mi discurso que no pueda ser dicho en todas partes? No les agradará a los que ya están determinados a seguir el camino contrario, porque.les hará volver y les mostrará los peligros. En verdad, si .todas las cosas que las pervertidas costumbres hacen parecer inconvenientes y despreciables hubiesen de ser desechadas como cosas indignas y vituperables, entonces nosotros, entre los cristianos, deberíamos cerrar los ojos a la mayor parte de las cosas que Cristo nos enseñó y prohibió ocultar, las que Él musitó al oído de sus discípulos y mandó que se pregonasen sobre los terrados. Y la mayor parte de ellas son muy diferentes de las costumbres del mundo de hogaño como he dicho antes.
Supongo que los sutiles predicadores siguieron vuestros consejos, porque, viendo que los hombres obedecían de mal grado la ley de Cristo, han torcido su doctrina cual si fuese una regla de plomo para acomodarla a las costumbres humanas. No veo que se haya ganado nada con ello, a no ser una mayor tranquilidad para los que obran mal. No predominarían mis opiniones en los Consejos de los Reyes, porque si no opinase como los consejeros opinan sería como si no opinara, y, como dice el Misión, de Terencio, los ayudaría en su locura. No sé adónde lleva el tortuoso camino vuestro. Decís que, si no se puede hacer el bien siempre, hay que procurar que se haga el menos mal posible. No debemos disimular ni cerrar los ojos. Es menester aprobar los peores consejos y decretos. El que tuviese valor para alabar tales decretos sería tenido por algo peor que un espía, sería tenido casi por un traidor.
Estando en semejantes Asambleas, no siempre hay ocasión de hacer el bien; el hombre bueno más pronto se pervierte en ellas que logra la enmienda de los demás. Y si no le echa a perder esa mala compañía, si sigue siendo bueno e inocente, cúlpanle de la maldad e insensatez ajenas. Así, pues, es imposible seguir ese camino tortuoso para hacer que las cosas se tornen mejores. Por eso Platón, en una hermosa comparación, nos dice por qué los sabios se guardan de interponer su autoridad en la República. Cuando ven que la gente que pasa por las calles se moja porque está lloviendo y que no pueden persuadirla a que vuelva a su casa, como saben que, si salen ellos, no lograrán sino mojarse también, se quedan en sus moradas contentos de hallarse bajo techado, ya que no pueden curar la necedad de los demás.
Sea como sea, quiero deciros lo que pienso, maese More. Donde quiera que haya bienes y riquezas privadas, donde el dinero todo lo puede, es difícil y casi imposible que la República sea bien gobernada y próspera. A menos que creáis que es justo que todas las cosas se hallen en poder de los malos, o que la prosperidad florece allí donde todo está repartido entre unos pocos y los más viven en la miseria, reducidos a la condición de mendigos. Me parecen muy buenas y prudentes las ordenanzas de los Utópicos. Les bastan pocas leyes para ordenar bien las cosas. Entre ellos la virtud es muy apreciada. Como todos los bienes son comunes, todos los hombres tienen abundancia de todo. Cuando comparo Utopía con otras naciones, veo que muchas de éstas están haciendo continuamente leyes nuevas, y aun así nunca tienen bastantes; en esos países cada uno llama suyo a lo que posee, y todas las leyes que se hacen en ellos no bastan para asegurar el pacífico disfrute de la cosa poseída, ni para defenderla ni para saber lo que es de uno o lo que es de otro cuando dos llaman suya a la misma cosa. Esto trae infinitos pleitos, cada día más, los cuales no terminarán nunca. Cuando pienso en todo esto, doy la razón a Platón y no me asombro de que no quisiera hacer leyes para aquellos que no estaban dispuestos a consentir que todos los bienes se repartiesen entre todos por igual.
Aquel prudente varón previó que esa igualdad en todas las cosas es el único camino que lleva a la República a la riqueza. Y esto no se logrará mientras haya hombres que llamen suyo a lo que poseen. En efecto, donde todos pueden fundarse en ciertos títulos para aumentar tanto como pueden sus bienes particulares, unas pocas personas se reparten entre ellas todas las riquezas, y no puede haber abundancia general, pues los demás quedan en la pobreza. Y sucede a menudo que los pobres son más dignos de ellas que los ricos, porque los ricos son avarientos, taimados e inútiles y los pobres humildes y sencillos, y su trabajo de cada día es más provechoso para la República que para ellos. Por eso me persuado que no es posible hacer una distribución igual y justa de las cosas, que nunca podrá haber esa felicidad perfecta entre los hombres a menos que se prohíba esa manera de propiedad. En tanto continúe, los más de los hombres tendrán que llevar a cuestas la pesada e inevitable carga de la pobreza. Concedo que se puede mitigar un poco esta miseria, pero niego completamente que sea posible suprimirla del todo. Si se hiciese una ley que dijera que ninguno puede poseer más de una determinada medida de tierra o de una determinada cantidad de dinero; si se decretara que el Rey no ha de ser demasiado poderoso ni el pueblo demasiado rico; que no se deben conseguir los empleos sobornando con dádivas a quien puede darlos; que los empleos no se deben comprar ni vender; que no haya que dar dinero para lograr tales oficios, para no dar ocasión a los que los ejercen de caer en la tentación de recobrar su dinero mediante el fraude y la rapiña, pues si hay soborno los empleos sólo se dan a los ricos, y no se escogen para desempeñarlos hombres probos y sabios; si se hiciesen esas leyes, digo, se mitigarían esos males como se alivian las dolencias de un enfermo que ha perdido toda esperanza de curarse con los remedios, los alimentos y los cuidados que le dan. Mas no se debe esperar que quede sano del todo mientras cada uno sea dueño de lo suyo. En tanto procuréis curar una parte del cuerpo se pondrá más enferma otra parte. Así la curación de una parte causa la enfermedad de la otra, pues nada se puede dar a un hombre si no es quitándoselo a otro.
—Yo opino lo contrario —respondile —.Yo creo que los hombres no podrán vivir nunca felices donde todas las cosas son comunes, porque ¿cómo puede haber abundancia de bienes donde los hombres dejan de trabajar? Se convierten en holgazanes los que consiguen las cosas sin ganarlas con su trabajo, los que todo lo esperan del trabajo de los demás. Entonces, cuando se hallen en la pobreza, si no hay leyes que den a los hombres el derecho de defender lo que es suyo, lo que han ganado con el trabajo de sus manos ¿no habrá continuamente sediciones y crímenes cruentos? No me imagino, además, cómo podrá mantenerse la autoridad de los magistrados y el respeto que se les debe entre hombres que no admitieran ninguna distinción entre sí.
—No me admira que seáis de esta opinión —dijo Rafael —. No concibe vuestra mente, sino una muy falsa imagen y semejanza de esto. Si hubieseis estado conmigo en Utopía, si hubieseis visto sus instituciones y costumbres, como hice yo en los cinco años o más que viví allí —y no habría vuelto jamás de allí si no hubiera sido para dar a conocer aquí esa nueva tierra— reconoceríais, sin duda, que no habéis visto nunca un pueblo tan bien gobernado como aquel.
—Seguramente os será dificultoso hacerme creer que esa nueva tierra está mejor gobernada que los países que nosotros conocemos —dijo maese Pedro —. Hay grandes talentos lo mismo allí que aquí, y paréceme que nuestras Repúblicas son más antiguas que aquélla. Nuestras Repúblicas, merced a una larga experiencia, han hallado cosas que son convenientes y útiles para la vida humana; además, entre nosotros, han sido descubiertas por azar muchas otras que ningún ingenio hubiera imaginado jamás.
—En lo que toca a la antigüedad de las Repúblicas —replicó Hytlodeo— juzgaríais mejor si hubieseis leído las crónicas y las historias de aquella tierra, y si creemos lo que dicen, existieron allí ciudades antes de que hubiera hombres aquí. Lo mismo allí que aquí, pueden haber sido halladas por los hombres de talento o descubiertas por azar. Mas creo en verdad que, aunque les aventajamos en ingenio, ellos nos ganan en laboriosidad. Según sus crónicas atestiguan, no habían oído hablar de nuestro mundo, que llaman ultraequinoccial, antes de nuestra llegada. Pero hace unos mil docientos años, un barco, empujado por la tempestad, naufragó en la isla de Utopía. Algunos egipcios y romanos fueron arrojados a las costas de aquella tierra, la cual no debían abandonar jamás. ¡Ved ahora el provecho que sacaron de este suceso los laboriosos e industriosos naturales de aquella isla! No hubo ciencia ni oficio de los conocidos en el Imperio Romano que no aprendieran de aquellos extranjeros. Tan provechoso fue esto para ellos, que no han tenido necesidad después de que fuera allí alguien de aquí. Si por parecido azar alguno de ellos llegó aquí, el recuerdo se ha perdido. Y con el tiempo, quizás olvidarán los utópicos que yo viví entre ellos. Esta es la causa de que su República — aunque nosotros no seamos inferiores a ellos en inteligencia ni en riqueza —esté más sabiamente gobernada y sea más floreciente que las nuestras.
—Ruégoos entonces, maese Rafael —díjele —que nos describáis la isla, sin preocuparos de ser breve. Pintadnos sus campos, ríos, ciudades, costumbres, instituciones, leyes; contadnos todo lo que creáis que nos pueda interesar y todo lo que supongáis que ignoramos.
Nada haré con mas gusto —respondió —. Mas es cosa que necesita tiempo.
—Vamos, pues, a comer —le dije —.Proseguiremos la plática después.
—Sea —contestó.
—Comimos. Terminado el yantar, volvimos al mismo lugar y nos sentamos en el mismo banco. Di orden a los criados de que no nos molestasen. Maese Pedro Egidio y yo rogamos luego a Rafael que cumpliese su promesa. Y viéndonos deseosos de escucharle, después de haber estado pensando en silencio un breve espacio, empezó a hablar de la manera que se dirá en el siguiente libro.