Utopía: El arte de la guerra
La guerra o la batalla es una cosa en extremo brutal, y, aunque ningún género de bestias esté más acostumbrado a hacerla que el hombre, los utópicos la aborrecen y detestan. Al revés de lo que se opina en casi todas las demás naciones, juzgan ellos que no hay nada menos glorioso que la gloria alcanzada en la guerra. A despecho de esto, tanto los varones como las hembras se ejercitan asiduamente en el manejo de las armas en determinados días con el fin de estar preparados para emprender acciones bélicas cuando sea menester. Más no guerrean si no es para defender su propia patria o para arrojar del territorio de un país amigo a los enemigos que lo han invadido o, cuando movidos de compasión, emplean el poder de sus brazos para librar del yugo y de la esclavitud de la tiranía a algún pueblo oprimido. Sea como fuere, envían socorros a sus amigos, no solamente para defenderlos, sino a veces también para vengar ofensas que les han sido hechas a ellos antes. No obran así a menos que les hayan pedido previamente consejo; pues, si después de haber examinado el caso de guerra, el enemigo se niega a restituir las cosas que con justa razón se le demandan, consideran a este el principal autor de la guerra. No hacen esto solo cuando hay irrupciones e invasiones de soldados para saquear y llevarse el botín, sino también, y más extremamente, cuando, pretendiendo hacer justicia, cometen injusticias con los mercaderes de países amigos so pretexto de leyes inicuas o a causa de una maliciosa interpretación de las leyes buenas.
No fue otro el motivo de la guerra que, poco antes de nuestro tiempo, hicieron los utópicos contra los alaopolitas en favor de los nefelogetas. Los alaopolitas, amparándose en una ley, causaron daño a unos mercaderes nefelogetas. Tanto si tenían razón como si no, la guerra que les hicieron para vengar esa ofensa fue cruel y a muerte. A las fuerzas de ambos contendientes juntaron las de los pueblos vecinos, que entraron en la lucha movida de sus amistades y de sus odios. Pueblos muy florecientes y ricos se bambolearon; otros fueron casi destruidos. Estos males no acabaron sino con la rendición de los alaopolitas, que fueron reducidos a esclavitud bajo la jurisdicción de los nefelogetas, pues los utópicos no hicieron esta guerra por defender nada suyo. Y, sin embargo, el poderío de los nefelogetas no podía compararse con el de los alaopolitas cuando estos se hallaban en la cima de su grandeza.
Los utópicos defienden con ese ardor la causa de sus amigos, aun cuando se trate de negocios de dinero. No así la de sus propios súbditos. Si alguno de ellos es despojado de sus bienes, si no se causa daño en el cuerpo de la persona, solo se vengan de la nación culpada absteniéndose de traficar con ella mientras no dé satisfacción por ello. No lo hacen porque aprecien menos a sus ciudadanos que a sus amigos, sino porque les duele más que pierdan su dinero, estos que los naturales de la isla, pues los mercaderes dé un país amigo pierden sus bienes particulares, lo cual les causa gran daño, mientras los utópicos no pierden sino los bienes comunes, de los que tienen grande abundancia, porque de otro modo no consentirían que saliesen de Utopía. Por consiguiente, nadie siente la pérdida. Y por esa razón juzgan que es una acción demasiado cruel el vengar con la muerte de muchas personas un daño que no priva de la vida ni del sustento a los suyos. Pero si en otro país es herido o muerto injustamente alguno de ellos, tanto si el crimen ha sido cometido por una persona particular como por mandato del Consejo, los utópicos envían embajadores para pedir la entrega de los culpables, y, si estos no son entregados, declaran la guerra a aquella nación; si son entregados, los condenan a muerte o esclavitud. No solamente les entristece, sino que les avergüenza el alcanzar la victoria derramando sangre, pues consideran que es gran locura pagarla a ese precio tan caro.
Se regocijan si vencen a sus enemigos con ardides y astucia. Celebran la victoria haciendo un solemne acto de triunfo y erigen, para conmemorarla, una columna de piedra en el lugar donde han sido vencidos los enemigos. Se vanaglorian y se jactan entonces de haber obrado como hombres, y dicen que ningún ser viviente, si no el hombre puede vencer con la sola fuerza del ingenio, pues los osos, leones, jabalíes, lobos, perros y demás animales luchan solamente con la fuerza de su cuerpo; y aunque los más de ellos nos superan en ferocidad y vigor, todos son vencidos por el ingenio y la potencia del entendimiento.
El primero y principal propósito de los utópicos al hacer la guerra es conseguir aquel fin, que si antes hubiera sido logrado, habría impedido la acción bélica. Más si ello no es posible, toman cruel venganza de los que han inferido la ofensa, para que el temor detenga a los que quisieran obrar de igual modo en lo venidero. Por eso llevan a efecto sus designios lo antes que pueden, pues más desean conjurar el peligro que alcanzar fama y gloria. Inmediatamente después de haber sido declarada solemnemente la guerra, ponen en secreto, en un mismo día, muchos edictos autorizados con el sello del Estado utópico en los lugares más concurridos del país enemigo. En esos edictos ofrecen grandes recompensas a quien mata al Príncipe enemigo y, con premios algo menores, ponen precio a las cabezas de los que, después del Príncipe, consideran como sus principales enemigos. Cualquiera que sea el premio ofrecido al que mata a uno de los que tienen proclamada su cabeza, doblando si este es entregado vivo; luego les persuaden a traicionar a sus propios compatriotas, ofreciéndoles las mismas recompensas además del perdón y la vida. Así consiguen rápidamente que sus enemigos desconfíen unos de otros, y que el miedo les haga vivir en perpetuo desasosiego. Porque es bien sabido que muchas veces los más de ellos, y especialmente el Príncipe, han sido traicionados por aquellos en quienes pusieron su mayor confianza. La ambición pervierte a los hombres y hasta los transforma en criminales; esto no lo olvidan los utópicos, los cuales, conociendo los peligros que corren los que para ellos trabajan, no ponen tasa a las recompensas. Además, prometen, no solamente, grandes cantidades de oro, sino también fértiles tierras situadas en los más seguros lugares de los países amigos. Y los utópicos cumplen fielmente sus promesas.
Esta costumbre de comprar a los enemigos es considerada en todas partes como una crueldad propia de seres cobardes y de corazón pervertido. Más los utópicos tienen por muy prudentes acabando las guerras de ese modo sin combate alguno; creen hacer una obra de misericordia, salvando la vida de muchos inocentes— tanto de los suyos como de sus enemigos —que perecerían en la lucha, mediante el sacrificio de unos pocos culpables. No menos compadecen a los soldados enemigos que a los suyos, pues saben que aquellos no guerrean de su propia voluntad, sino forzados por la locura furiosa de sus Príncipes. Si no logran sus propósitos por ninguno de estos medios, siembran la discordia entre sus enemigos y alientan en el hermano del Rey o en algún noble la esperanza de ganar el reino. Si esto no es bastante, excitan a los pueblos vecinos de sus enemigos y los hacen entrar en la contienda so color de alguno de los viejos títulos de derecho de que nunca se hallan faltos los Reyes. Prometen a estos aliados su ayuda en la guerra y darles dinero en abundancia; pero envían a luchar a muy pocos de sus ciudadanos porque los consideran su mayor riqueza, y los aman tanto que no cambiarían uno solo de ellos por un Príncipe enemigo. Más el oro y la plata, que ellos guardan para esto solamente, lo dan a manos llenas, pues saben que no se empobrecerán, aunque gasten hasta el último penique.
Además de las riquezas que guardan en su isla, tienen un infinito tesoro en otros países, las deudas de estos, como ya he dicho. Con ello pueden mandar a la guerra mercenaria de todas las naciones, principalmente zapoletas. Este pueblo está a quinientas millas de Utopía por el lado de Oriente; son gente hórrida, ruda y feroz, que vive en las selvas y en las altas montañas de su tierra y resiste el calor, el frío y los trabajos penosos; aborrece las cosas delicadas, no labra la tierra, construye su casa y hace sus vestidos sin arte; solo cría ganado; casi se sustenta de lo que caza y roba. Son hombres solamente nacidos para la guerra, que buscan diligentemente la ocasión de hacerla, y, cuando la hallan, se sienten inmensamente felices. Abandonan en gran número su país y se ofrecen como soldados a los que los necesitan por una mezquina soldada. Este es el solo oficio que saben para ganar el sustento. Para poder vivir tienen que buscar la muerte. Se baten con denuedo y son fieles a los que les pagan. Verdad es que no se alistan por un período de tiempo determinado, sino con la condición de hacerlo en otra parte, aun entre los enemigos, si estos les dan mayor paga; más vuelven otra vez si les ofrecen un poco más de dinero. Pocas guerras hay sin que muchos de ellos luchen en ambos bandos. Así acaece cada día que parientes muy cercanos, que hombres ligados por una gran amistad en tanto defendían la misma causa, pelean fieramente unos con otros luego que el azar los ha separado, y, olvidando los lazos de la amistad y de la sangre, se acuchillan entre sí por la sola razón de ganar la mísera soldada que les pagan los Príncipes enemigos a cuyo servicio están. Tienen tal afán por el dinero, que medio penique que se añada a su paga diaria basta para hacerlos cambiar de partido. Su avaricia no les es de ningún provecho, pues lo que ganan luchando gastando en vicios y placeres, a los que se entregan sin freno.
Esas gentes combaten por cuenta de los utópicos contra todas las naciones, porque los utópicos les pagan soldadas más grandes que los otros países. Pues los utópicos, que siempre procuran hacer bien a los hombres buenos, no titubean en abusar de los malos, a los cuales, prometiéndoles grandes recompensas, hacen ir a los sitios de mayor peligro, cuando la necesidad así lo impone. Y son bien pocos los que de allí vuelven a pedir el cumplimiento de lo prometido. A los que quedan con vida les pagan fielmente lo que les prometieron, para que estén dispuestos de nuevo a afrontar esos grandes peligros. A los utópicos no les importa que mueran muchos de esos mercenarios, ya que creen merecer el agradecimiento de la humanidad si consiguen librar al mundo de gentes tan perversas. Además, emplean los soldados de los pueblos en cuyo auxilio guerrean, así como los que les proporcionan los demás aliados y, en último lugar, sus propios ciudadanos, entre los cuales eligen a un hombre de acreditado valor a quien dan el mando de todo el ejército. Nombran otros dos que no tienen facultades de mando mientras el primero vive; más si este es hecho prisionero o muerto, le sucede uno de ellos como por herencia; al segundo, si desaparece también, le suple el tercero, pues siendo mudable la suerte de la guerra, hay que impedir que la desaparición del Capitán ponga en peligro al ejército. Cada ciudad alista a los que se ofrecen voluntariamente. A nadie se hace soldado a la fuerza, pues piensan que un guerrero poco valeroso por naturaleza, no solo no se convertirá en valiente, sino que contagiará su cobardía a sus compañeros. Más si la guerra es hecha contra ellos y tienen que defender su patria, emplean a esos cobardes, si son robustos de cuerpo, en las naves, mezclándolos con hombres valientes; o los ponen en las murallas, de donde no pueden huir. Así la vergüenza, el tener cerca al enemigo y ninguna esperanza de huida, les hace perder el miedo. Muchas veces la extrema necesidad hace que su cobardía se transforme en valor.
Nadie es enviado contra su voluntad a luchar en tierras extrañas, y las mujeres pueden acompañar a sus maridos, si lo desean, pues son exhortadas a hacerlo y alabadas si lo hacen. Parten con sus esposos y permanecen al lado de estos. Los hombres se llevan a sus hijos, parientes y amigos, para que aquellos a quienes la Naturaleza impuso la obligación de socorrerse puedan ayudarse mejor unos a otros. Consideran vituperable y deshonroso que el marido retorne sin la mujer, o la mujer sin el esposo, o el hijo sin el padre. Si ante el empuje del enemigo se ven forzados a combatir, luchan con gran denuedo y encarnizamiento hasta aniquilarse los combatientes todos. Buscan por todos los medios no combatir ellos, y por eso emplean soldados mercenarios; pero cuando no tienen más remedio que luchar, pelean con tanto arrojo como prudencia, mostraron para no hacerlo mientras fue posible. No aparece este ímpetu en el primer encuentro. Va creciendo poco a poco su bravura durante la batalla, y antes prefieren morir que ceder un solo palmo de terreno al enemigo. Como saben que en su isla tienen todo lo que es menester para vivir, no sienten temor alguno por la suerte futura de sus familias —pues es este temor el que a veces abate los ánimos de los más esforzados —y jamás decae su valor. Finalmente, les infunde gran confianza su destreza en el arte de la guerra y las virtudes que les enseñaron desde su infancia en las escuelas e instituciones de la República, donde aprendieron que la vida no es cosa de tan poco valor que deba ser despreciada ni de tan gran valor que deba ser conservada cuando el honor demanda darla.
En lo más recio del combate, una gavilla de jóvenes elegidos, que han jurado vencer o morir juntos, se disponen a acometer al capitán de las tropas enemigas, y luchan con él o le hacen caer en una emboscada. Le acometen tanto desde cerca como desde lejos, relevando los combatientes cansados; a no ser que se salve huyendo, pocas veces sucede que no perezca o no caiga vivo en sus manos. Cuando han alcanzado la victoria, los utópicos no persiguen a sus enemigos para darles muerte, pues prefieren hacerlos prisioneros en vez de matarlos. Jamás se lanzan a perseguirlos sin dejar detrás de ellos una parte de su hueste bajo sus estandartes. Si es deshecho el grueso del ejército utópico, aunque luego puedan ganar la batalla empleando su retaguardia, prefieren dejar huir a sus enemigos en vez de perseguirlos, para no dispersar los soldados. Se acuerdan de que les ha sucedido más de una vez, que el grueso de su ejército ha sido puesto en fuga, y que unos pocos utópicos, emboscados, aprovecharon la ocasión y acometieron de improviso a los confiados y dispersos perseguidores, y cambiaron la faz de la batalla, arrancando los vencidos de las manos de los hasta entonces vencedores, la victoria que estos creían ya segura. Es difícil decir si los utópicos son más hábiles en preparar emboscadas que cautos en estorbarlas. Cuando parece que se disponen a huir, ni menos piensan en ello. Al contrario, si deciden hacerlo, no es posible adivinarlo. Si ven que el enemigo tiene más soldados que ellos o que están a punto de ser cercados, abandonan de noche y en silencio el campo, o bien conjuran el peligro con alguna estratagema; si es de día, se retiran poco a poco, pero en tan buen orden, que no es menos peligroso acometerlos durante la retirada que en plena batalla.
Circundan sus campamentos fortificados de anchos y profundos fosos, y la tierra que sacan de ellos echarla dentro de los campamentos. No emplean ganapanes ni esclavos para hacer estos trabajos; hacerlos los mismos soldados con sus manos. Todo el ejército trabaja en ello, excepto las centinelas que están delante de los que trabajan para prevenir sorpresas. Así, y siendo muchos los trabajadores, acaban en muy poco tiempo las obras de fortificación que rodean una vasta extensión de terreno. Llevan fuertes armaduras que no embarazan los movimientos del cuerpo, y hasta pueden nadar con ellas puestas, pues han aprendido a hacerlo. Tanto los soldados de a pie como los dé a caballo disparan saetas con gran fuerza y certera puntería. En el combate no usan espadas, sino hachas muy afiladas y pesadas que causan heridas mortales tanto si hienden como si punzan. Inventan ingeniosas máquinas de guerra y las ocultan cuidadosamente, no por temor de que puedan ser imitadas, sino porque no se burlen de ellas. Al fabricarlas las hacen de modo que puedan ser llevadas fácilmente de un lugar a otro y que puedan dar vueltas en todas direcciones. Observan fielmente las treguas que pactan con los enemigos, y no las rompen ni aun cuando son provocados a ello. No devastan las tierras enemigas, ni queman las cosechas, sino que hacen cuanto pueden porque no sean pisadas por los hombres ni los caballos, pues esperan poder aprovecharlas más adelante. No maltratan a un hombre inerme, a menos que sea espía.
Amparan a las ciudades que se han rendido a ellos, y no saquean las que toman por asalto; pero dan muerte a los que se han opuesto a la rendición y hacen esclavos a los demás defensores. No molestan a los que no lucharon contra ellos. Si saben quiénes son los que aconsejaron la rendición, darles una parte de los bienes de los condenados, y reparten la restante entre las tropas que les ayudaron a ganar la guerra, no tomando nada para sí mismos. Terminada la guerra, no hacen pagar a sus amigos los gastos de la misma, sino a los vencidos; obligan a estos a que paguen una parte de ellos en dinero, el cual guardan por si es menester emplearlo en otra guerra semejante, y la otra parte en feraces tierras que retienen perpetuamente. De este modo tienen ahora en varias naciones rentas de ese género, que proceden de causas diversas, que montan a más de setecientos mil ducados al año. Envían magistrados a tales tierras para que vivan allí suntuosamente como grandes señores. Gran parte de las rentas va a parar al Erario Público de Utopía, a menos que no presten ese dinero al país en que están situadas las tierras, lo que hacen muchas veces, si no necesitan emplearlo ellos; más casi nunca piden el pago de toda la deuda. Parte de la renta que dan esas tierras la asignan a las personas que por instigación suya corrieron los peligros de que antes hablé. Si algún Príncipe les declara la guerra y se dispone a invadir su tierra, salen de sus fronteras y marchan al encuentro del ejército enemigo con grandes fuerzas, pues no guerrean en su territorio, sino cuando no tienen más remedio que hacerlo, y ninguna necesidad, por grande que fuera, les haría aceptar socorros ajenos en su isla.