Utopía: Introducción
La isla de Utopía tiene en su parte media —La más ancha —una anchura de doscientas millas. Esta anchura sigue siendo la misma en la mayor parte de la isla, hasta que, poco a poco, se va estrechando hacia ambos extremos. Toda la isla semeja una figura de luna nueva, y esta figura tiene quinientas millas de extensión superficial. Separa ambos extremos una distancia de once millas; entre ellos pasa un vasto y ancho mar, que por razón de estar circundado de tierra por todos lados se halla resguardado de los vientos, cuyas aguas, quietas como las de un lago, no levantan grandes olas; adentro es como una suerte de obra, y los habitantes de la isla sacan gran provecho de las naves que arriban a todas partes de ella. La parte más adelantada de ambos extremos, cual con escollos y bajíos, cual con rocas, es muy peligrosa; a media distancia de ellos se alza una gran roca que no es nada peligrosa por ser visible. En lo alto de esta roca hay una recia torre en la que tienen una guarnición de hombres. Las demás rocas, ocultas bajo el agua, son verdaderamente peligrosas. Solamente los naturales de la isla conocen los pasos, y, por consiguiente, muy pocas veces entran extranjeros en esta abra si no van acompañados de un guía utópico, pues los mismos regnícolas no podían hacerlo sin riesgo si no fuera por ciertas señales que ponen en las orillas del mar para señalar el buen camino. Bastaría con que cambiaran de sitio esas señales para que pudiesen destruir las naves de sus enemigos por muchas que fuesen. La parte exterior de la isla está llena de puertos; pero los sitios donde se podría desembarcar están tan bien fortificados por obra de la Naturaleza o del hombre, que unos pocos defensores rechazarían sin grandes esfuerzos a un poderoso ejército.
Sea como sea, según se dice y muestra también en parte la hechura de la isla, aquella tierra no estuvo siempre rodeada de agua por todas partes. El Rey Utopo, que la conquistó, le dió su nombre —pues antes era llamada Abraxa— Fue este Rey el que hizo de este pueblo rudo e ignorante un pueblo de buenas costumbres, humanitario y noble, que hoy aventaja en esas virtudes a todas las naciones del mundo. Luego de haber alcanzado la victoria y entrado allí, mandó cortar el espacio de quince millas de tierra montuosa que no dejaba pasar el mar, y así el agua circundóla por todas partes. Para hacer esto hizo trabajar, no solamente a los moradores de la isla, sino también a sus soldados, para que los primeros no se creyesen menospreciados ni humillados. Repartido el trabajo entre tantos trabajadores, y este feliz término que tuvo tamaña empresa admiró y aterró a los pueblos vecinos que burlábanse de ella al principio por considerarla vana. Cincuenta y cuatro grandes y hermosas ciudades tiene la isla, y en todas se habla una sola lengua y hay iguales costumbres, instituciones y leyes. Todas, en lo que consiente el terreno, se parecen.
La distancia más corta entre dos de esas ciudades es de veinticuatro millas, pero ninguna está tan lejos de otra que no pueda llegarse a ella en un día, andando a pie. Todos los años van a Amaurota cuatro ancianos sabios y de mucha experiencia de cada ciudad, para tratar allí de los negocios comunes a todo el país. Esta ciudad es considerada como la capital por hallarse situada en el medio de la isla y ser la más cómoda para los embajadores de todas partes del reino. La extensión del territorio de las aldeas no es menor de veinte millas, aunque algunas son más grandes, según la distancia que las separa de las ciudades. Ninguna de las ciudades desea ensanchar los límites de sus aldeas, porque los moradores de éstas más bien se consideran simples labriegos en las tierras que no dueños de ellas.
En todas partes de la aldea hay campos y casas de labranza, y en éstas todos los aperos que se necesitan para trabajar la tierra. Viven en estas casas ciudadanos que las ocupan por turno. En ninguna se alojan menos de cuarenta personas, hombres y mujeres, a las que se añaden dos esclavos, siendo todos gobernados por un padre y una madre de familia que tienen bastante edad y experiencia. Cada treinta casas de labranza o familias son gobernadas por lo que se llama un Filarca. Todos los años tornan a la ciudad veinte personas de cada una de esas familias, luego de haber estado viviendo en el campo dos años. Para suplirlas, manda la ciudad a la aldea otras veinte personas nuevas, a las que enseñan el oficio de labrador las que están allí desde un año antes, las cuales ya lo han aprendido bien. Y las nuevas lo enseñarán a las que lleguen el siguiente año. Se hace esto para que no haya escasez de cosas de comer a causa de no saber el oficio los recién llegados. Con este cambio y renovación de ocupantes de las casas se consigue que ninguno esté largo tiempo haciendo un trabajo tan penoso contra su voluntad; pero a muchos de ellos les gusta tanto la labranza que piden que les dejen quedarse allí algunos años más. Los campesinos labran la tierra, crían animales, cortan leña y llevan sus cosas a la ciudad por tierra o por mar, como más les conviene. Crían una gran multitud de pollos y hacen esto de un modo que causa admiración. Las gallinas no empollan, no calientan los huevos; los utópicos , para calentarlos, guárdanlos en donde hay siempre un cierto calor casi igual. Cuando los polluelos salen del cascarón, siguen a los hombres y las mujeres, en vez de seguir a las gallinas. Crían muy pocos caballos, pero muy fogosos; los tienen para los hechos de armas y para que los hombres jóvenes aprendan a cabalgar. Emplean los bueyes para arar y para los acarreos, pues saben que, si el buey es menos brioso que el caballo, es más paciente y está sujeto a menos enfermedades; además, no necesita tantos cuidados y cuesta poco mantenerlo, y, cuando no sirve ya para el trabajo, su carne es buena para comer. Solamente siembran trigo para hacer pan, pues no beben más que vino de uvas, de manzanas o de peras, o agua pura o mezclada con miel o regaliz. Y aunque saben de cierto —lo saben perfectamente — la cantidad de cosas de comer que son necesarias para el sustento de los moradores de las ciudades y de toda la isla, siempre siembran más trigo y crían más ganado y reparten el sobrante entre los vecinos. Lo que no hallan en la aldea lo piden a la ciudad, y los magistrados de ésta lo entregan sin recibir nada en pago. Cada mes hay un día de fiesta y muchos de los aldeanos van a la ciudad. Al acercarse el tiempo de recoger la cosecha, los Filarcas del campo hacen saber a los magistrados de la ciudad el número de segadores que les tienen que mandar. Casi en un solo día queda hecho este trabajo.