La Montálvez: II-17

La Montálvez
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Parte II: Capítulo XVII

de José María de Pereda

No me sorprendió la noticia que me dieron al entrar en mi casa: la estaba temiendo desde que salí de ella. Los martirios del alma de la pobre Luz se habían dejado sentir también en su cuerpo. La hallé tendida sobre la cama, y con la habitación medio a obscuras. Le molestaban la claridad y los ruidos; sentía dolorida la cabeza, y una impresión muy desagradable en todas las coyunturas. La toqué la frente, y la tenía ardorosa; en cambio, las manos estaban muy frías. Respondía a mis preguntas con pocas palabras y sin abrir los ojos. Contaba yo con algún trastorno físico después de la borrasca moral; pero no tan grande como el que me anunciaban aquellos síntomas, si es que no los abultaba la triste luz que ennegrecía ya todas las cosas en mi imaginación.

«Intenté sondear sus ánimos, informándola poco a poco y a mi gusto de lo que había hecho fuera de casa, y exagerándola bastante el éxito de mi visita. No dio señales de que le interesaran las noticias. Después le anuncié la venida de Ángel, dentro de muy pocas horas..., de minutos, mejor dicho. Entonces abrió los ojos y me miró. Decidiome esta buena señal a ir más lejos en mis tentativas, y la dije que él había estado real y positivamente enfermo; que por eso no había venido, y no por lo que decía el anónimo..., y ya iba a añadir que, como mentía en eso el inicuo papel, también mentía en la mayor parte de lo demás que declaraba, cuando noté que Luz se cubría la cara con las manos y se oprimía con fuerza los ojos, como si detrás de ellos comenzaran a batallar otra vez sus mal apaciguados pensamientos. Me indicó por señas que callara.

»¿Qué era aquello, Dios mío! ¿Qué noche había caído de repente sobre aquel risueño día primaveral, tan profunda y tenebrosa, que ni el mismo sol era capaz de rasgar sus densos crespones! ¿Habría perdido yo el tiempo? ¿Serían igualmente mortales entrambas puñaladas?

»De cualquier modo, no era aquella la mejor ocasión de averiguarlo. Por de pronto, urgía mucho que Luz se acostara de veras; y eso la propuse, y eso hizo. Después, sin advertírselo a ella, porque se hubiera resistido, mandé que avisaran al médico.

»Entretanto, y por todo alimento en aquella mañana memorable, tomé yo dos sorbos de caldo.

»Llegó el doctor y vio a Luz. No encontró en ella ningún síntoma de consideración: todo el mal se reducía a una ligera destemplanza, que se curaría con las ropas de la cama y los mimos de su madre. Pero le extrañaba mucho que no concordaran con la benignidad de los síntomas orgánicos las manifestaciones morales: hallaba demasiado abatida de espíritu a la enferma, que era de suyo animosa y expansiva.

»Esto me lo dijo al despedirse en el vestíbulo; y como sabía o sospechaba lo de los amores de Luz, preguntome, sonriendo maliciosamente, si la enfermita había tenido algún disgustillo estando sana. Respondile que sí, sonriéndome también muy a la fuerza, y entonces me dijo:

»-Pues con ese dato, adivine usted cuáles son la medicina y el médico que han de curar esa enfermedad.

»Sonreíme, y en esto apareció Ángel, que acababa de entrar.

»Antes que se nos acercara para saludarnos, me dijo el doctor al oído:

»-De este medicamento de le usted a la enferma buenas dosis y a menudo.

»¡Pobre hombre! ¡Qué lejos estaba de conocer la naturaleza de la peste que había invadido mi casa!

»Como yo me lo temía, bien poco o nada se dejaron ver en Luz los buenos efectos del remedio tan encarecido por el doctor. La primera impresión, algo más viva y agradable; pero en seguida, el mismo desaliento y el mismo tinte dolorido y melancólico en la voz y en las miradas delante de Ángel que de mí.

»Por la noche vino Guzmán. Nada sabía de lo ocurrido. Le enteré de ello, gozándome en la esperanza, lo confieso, de darle ese tormento que sufrir. Y le sufrió; pero ¡con qué entereza de espíritu! Yo no sé de qué hubiera sido capaz si el cúmulo de desventuras que se cernía sobre nosotros hubiera tenido vida y formas que destruir.

»Quiso ver a Luz inmediatamente, y yo no me opuse con gran empeño, porque me convenía estudiarla en aquella prueba delante del hombre con quien, según ella sabía ya por el anónimo, se la atribuían tan íntimas conexiones. Debía ser este pecado el que más la espantaba de todos los míos.

«Entró hablándola en el tono regocijado y cariñoso que de ordinario usaba con ella; y bastó a la pobre niña conocer su luz, para lanzar un grito y estremecerse como si la hubiera sacudido una corriente eléctrica. Vivía la infeliz indudablemente bajo el peso de una idea terrorífica, que se embravecía con el recuerdo o la presencia de determinadas cosas y personas. Se negó a responder una palabra, y las únicas que pronunciaron sus labios fueron para suplicarnos que la dejáramos sola, porque la soledad y el silencio eran lo que más descanso la daba. Y yo sabía que «estar sola» quería decir entonces que se quitara de allí Guzmán; y sabía lo que dolía eso, porque lo había padecido yo pocas horas antes; y por saberlo, me complacía, me gozaba en las torturas de él; porque yo no podía dudar, ni toda su fortaleza alcanzaba a disimularlo, que las repugnancias de Luz le estaban hiriendo en lo más vivo, en lo único sensible que le quedaba bajo su corteza mundana y empedernida. Debiendo tanto como debía, justo era que pagara algo de ello.

»Salimos; y con el pretexto de no apartarme de donde tanta falta hacia a cada momento, se despidió de mi sin mencionar lo ocurrido, ni hacer un solo comentario sobre lo que poco antes le había referido yo.

»Volvió más tarde el médico, y se convenció por el estado de la enferma, que era el mismo de algunas horas atrás, de que su recomendada medicina no había producido milagros.

»-Pues ella los irá haciendo poco a poco. Entretanto, que den a la enferma, cada tres horas, una cucharada de esto que voy a disponer.

»Y dispuso un antiespasmódico, por disponer algo.

»También volvió Ángel; pero esta vez no vio a Luz, porque me había rogado, después de marcharse Guzmán, que no dejara entrar a nadie en su cuarto, fuera quien fuese.

»El resto de la noche lo pasamos solas las dos y sin separarnos: ella en su lecho; yo a la cabecera, sentada en un sillón; ella durmiendo a ratos, entre pesadillas y delirios, y yo contando las lentas horas, minuto a minuto, a la luz mortecina y verdosa del opaco fanal de la lamparilla, y viendo con los ojos de la triste imaginación desfilar en largas y silenciosas procesiones los fantasmas de todas las locuras y liviandades de mi vida pasada, y los de las crueles amarguras que el cielo me tenía reservadas por castigo.

»Al otro día, es decir, al acabarse aquella eterna noche, Luz estaba más tranquila; y si la fiebre no había desaparecido por completo, debía de estar apunto de desaparecer. Este alivio me ofrecía una buena coyuntura, que yo pensé aprovechar, si el médico no se oponía, para mover a Luz a que se explicara conmigo. ¡Me consumía el ansia de romper los diques de aquel dolor mudo, y verle desbordarse en palabras, aunque el torrente me arrollara a mi!

»En cuanto el médico, horas después, confirmó aquel risueño parecer mío con el suyo más autorizado, le consulté sobre los propósitos que tenía. Los encontró muy cuerdos.

»-Es hasta de necesidad -me dijo- despejar los nublados de esa cabecita; poner en buen orden sus ideas y no consentir que vuelva a llenarse de ellas el depósito. Que piense; pero que piense hacia fuera y con las puertas del cerebro de par en par. Esto nadie lo ha de conseguir más que usted. Lo restante, hasta dejar las cosas como estaban anteayer, lo hará luego, sin grandes dificultades, el otro doctor.

»No esperé un momento más. Volvime al lado de Luz, y llegué muy a tiempo, porque la hallé tratando de incorporarse en la cama, Mientras la ayudaba yo y la arreglaba las almohadas para que se recostara sobre ellas, se cruzaron algunas palabras entre nosotras. Después me dijo que se encontraba muy bien así: no se le desvanecía la cabeza ni le molestaba la luz. De aquí tomé yo pie para comenzar lo que intentaba. Díjela que aún se sentiría mucho mejor si descargaba la imaginación del peso de sus tristes pensamientos, comunicándolos conmigo; que las penas calladas ahondaban demasiado en el corazón, y mucho más en el suyo, que las sentía por primera vez... ¡El mismo gesto de repugnancia! ¡La misma resistencia muda! Entonces la asedié con mayor empeño: insistí, supliqué, lloré..., y conseguí que ella llorara también. Comenzaban los diques a quebrantarse, y esta era una buena señal.

»Mientras lloraba, con la frente apoyada sobre mi pecho, yo la hablaba dulcemente al oído, y el corazón me iba diciendo que las durezas se ablandaban y que el torrente se desbordaría. Para facilitarle la labor, traté de destruir los obstáculos de mayor bulto. Díjela que era muy natural que siendo yo la causa de sus dolores, y por unos motivos tan escabrosos, se resistiera ella a comunicarme lo que sentía; porque esto, en su inexperiencia, no lo creía posible sin lastimarme. ¡Qué equivocada estaba! Lo que a mí me lastimaba, hasta acongojarme, era su silencio melancólico. Que me hablara, aunque fuera para maldecirme, pues nunca llegarían sus maldiciones a expresar tanto y tan negro como lo que leía yo en lo que no me quería decir. Pero suponiendo, contra todo lo que debía creerse, que hubiera grandes motivos para que conmigo fuera tan tenaz en su reserva, y confesando que no tenía derecho alguno para que me mirara con blandos ojos, ¿por qué se mostraba tan triste, desalentada y taciturna delante de Ángel como de mí? Que fuera inclemente conmigo, se comprendía; ¡pero con él!...

»Al fin, se rompieron los diques, y habló; pero como estaba muy débil y no se hallaban todavía en completo reposo sus ideas, el trabajo de responderme, en asunto tan complejo, era para la pobre demasiado penoso. Para aliviársele y cansarla menos, la fui yo concretando cada punto y dándole en cada pregunta que la hacía la fórmula de la respuesta. Así nos entendimos, y llegué yo a ver hasta el fondo de aquel puro y cristalino lago, tan agitado y revuelto todavía por las iras de la reciente tempestad.

»¡Aborrecer ella a Ángel cuando más en el alma le tenía! No la contrariaba su presencia por desamor, sino por un sentimiento bien diferente: temía verse contemplada por él a distinta luz que antes, y la espantaba la idea de no valer a sus ojos todo lo que había valido hasta entonces. Quería verle, deseaba verle, y verle sin cesar; pero de modo que él no la viera a ella. Cierto que todo lo ocurrido, con ser tanto y tan enorme, no le había apartado de sus propósitos; que se mostraba leal y cariñoso y resuelto a pelear contra todo linaje de obstáculos que se atravesaran en el camino que los dos se habían trazado en horas bien risueñas; pero esto podía ser, sería indudablemente, abnegación en él, compasión que ella le inspirase, sacrificio de muchos respetos, y sacrificios bien dolorosos acaso; y este recelo la afligía mucho más que el verle alejado de ella.

»Hícela yo notar que sus temores no tenían fundamento. Era una niña sin experiencia y sin malicias: ¿qué sabía ella de las cosas del mundo para estimar el valor de ciertos momentos del ánimo, subordinados al influjo de unas leyes que tampoco conocía? Aún no habíamos hablado entre las dos, sosegadamente, del suceso que a aquella situación nos había traído; todavía estaba por aclarar qué había de falso y qué de cierto en el contenido del infame papel, y cuál fuera la verdadera importancia de lo último a los ojos de un público avezado a no asombrarse de faltas mucho mayores...

»¡Si lo sabía!... Luz no había visto el mundo, ciertamente, y había sido educada muy lejos de él; pero en todos los libros y en todas las bocas había aprendido las mismas reglas para conocerle; en todos sus escondites la habían enseñado a estimar el bien con la pintura abominable del mal; y así, para realzar a sus ojos el mérito de la mujer honrada, se habían valido del retrato de la que no lo era. Por estas enseñanzas sabía, y no podía dudarse, que de todas las mujeres malas era la peor la madre desjuiciada y deshonesta, porque sus escándalos dañaban también a sus hijos, de los cuales apartaban los suyos las madres honradas, como se aparta el fruto sano del sospechoso. Pudo ella dudar si esta ley se cumplía entre las gentes con todo rigor; pero bastábale ser honrada y tener sentido común para comprender que la ley no carecía de fundamentos, y que no se obraba contra justicia aplicándola al pie de la letra.

»Con este modo de pensar, y teniendo a su madre por la más perfecta de las mujeres, ¿de qué modo sino con un torbellino de dolor y de vergüenza pudieron caer sobre ella las revelaciones del papel anónimo? Y con lo que ya sabía, aunque Ángel llevara su abnegación al último extremo, ¿cómo ni para qué aceptar su sacrificio, con el recelo de ver en cada sonrisa suya un disimulo de sus temores a la rechifla de las gentes?

»Por eso daba por muerta la mejor de sus ilusiones; pero sin que dejara de vivir en su corazón el sentimiento de que había nacido.

»Esta es la substancia de lo que tuve que oír, o mejor dicho, de lo que yo misma fui extrayendo, frase a frase, del cúmulo de pensamientos que se revolvían en su cabeza.

»¡Grandes pudieron ser mis faltas, pero bien caras las iba pagando!

»No por lo que me dolía el castigo, sino por aliviar a Luz del que padecía por mí, díjela, con mal forjada entereza:

»-Y ¿sabes tú todavía si es cierto lo que se asegura en el anónimo?

»Pero ella me respondió, con una prontitud y un vigor que me sorprendieron:

»-Y si no es cierto, ¿por qué no me lo dijiste cuando te lo pregunté tantas veces, con el alma entre los labios? Pero entonces bajaste la cabeza... y huiste; y yo creí lo peor, porque no podía creer otra cosa; y el daño quedó hecho así. Ahora, cuando menos tengo que dudar, sí me afirmas lo contrario; y una duda no es bastante remedio para curar una herida tan grande.

»¿Qué había de replicar yo a este nuevo latigazo de la justicia de Dios! Balbucí algunas palabras de disculpa..., para acabar pidiendo a Luz, entre lágrimas, que no me aborreciera.

»-¡Aborrecerte! -exclamó la infeliz, enjugando mis ojos con sus besos-, ¡siendo mi madre, y con lo que has llorado!...

»No tenía derecho a pedir, más, cuando me daba lo que yo no merecía.

»Después de esta escena, volvió Luz a caer en sus tristezas. Los nuevos pensamientos no se le acumulaban tanto en la cabeza, porque no era tan reservada conmigo como antes; pero allá le quedaban los gérmenes que los producían, y esto era lo peligroso.

»Ángel me ayudaba heroicamente a combatir el mal; pero eran inútiles nuestros esfuerzos. Contemplándole, chispeaba el amor en los ojos de Luz; oyéndole hablar enamorado, el fulgor desaparecía tras un velo de negras tristezas. Se la atormentaba con lo que creíamos infundirla alientos, y había que desistir de la empresa. ¡Cómo nos descorazonaba esto!

»Pero, aunque poco, al fin hablaba, y removía y oreaba las ideas; y aquella terrorífica que antes la perseguía sin sosiego, ya no la martirizaba tanto.

»Sólo delante de Guzmán se despertaba y embravecía; y no me maravillaba, después de haberme confirmado la infeliz lo que recelaba yo: aquel pecado mío era, a los ojos de su pudor de hija, el más abominable de todos los del vergonzoso catálogo.

»A todo esto, los días pasaban, la fiebre era imperceptible, y, sin embargo, la enferma, lejos de mejorar, se iba aniquilando poco a poco. El médico se impacientaba ya, porque no sabía a qué atenerse, y me miraba a mí y yo le miraba a él. Los dos teníamos las mismas dudas, ¡ay!, y los mismos temores.

»La casa comenzaba a tomar ese aspecto fúnebre y sombrío de las grandes tristezas del hogar. Se vivía medio a obscuras, se hablaba bajo y se andaba de puntillas. El rechinar de una puerta parecía un gemido mal disimulado; cada mueble un ataúd; cada lienzo un sudario.

»Me habla aislado de todas mis amistades: sólo se abrían mis puertas al desconsolado Ángel, al médico y a Guzmán..., que continuaba padeciendo el martirio de no poder contemplar a Luz sino de lejos y escondido de ella.

»Pues en tan señaladas circunstancias recibí un recado de Leticia, preguntando «con vivo interés» por el estado de la enferma. ¿Era cinismo de la infame, o un disfraz de su vileza? Yo entendí lo primero, y bajo esta impresión la respondí. No vino el segundo recado de su parte, y eso me convenció de que fue la respuesta muy merecida.

»Y pasaron tres días más; y Luz, que hasta entonces había vivido con ánimos prestados, comenzó a animarme a mí y a sonreírme..., ¡ella, que ni para sonreírse tenía ya fuerza! ¿Cómo entender aquella crisis, Dios mío! ¿Iluminaban otros soles más alegres sus días? ¿Se iniciaba una reacción dichosa en su extraña enfermedad?

»Sí, todo esto era cierto; pero de muy distinto modo que lo entendía yo. No acudía a donde nosotros intentábamos llevarla para curar sus males: pretendía que nosotros subiéramos con ella a las alturas desde donde se había puesto a contemplarlos. ¡Le parecían desde allí tan llevaderos!. ¡Qué engaños tan enormes los de la vista humana cuando no se levanta del polvo de la tierra!

»Esta y otras reflexiones análogas me fueron dando la medida del estado de su espíritu. Lo que faltaba de ella hasta la exactitud, me la dio al otro día la enferma diciéndome que deseaba «hablar con su confesor». ¡Temió la inocente que me pareciera demasiado oírla decir que «quería confesarse»!

»-Y vino el confesor poco después. ¡La nota triste que faltaba en el cuadro de mis tribulaciones!

»Sin salir el cura de la habitación de Luz, llegó el médico. Le dije lo que ocurría, y me contestó con un ademán y un gesto que, a mi entender, significaba: «no está de más».

»Ahogándome el llanto, le pregunté muy por lo bajo:

»-Pero ¿qué es lo que la mata?

»¡Como si yo no lo presumiera!

»Tampoco respondió derechamente a esta pregunta. Se sentó, y quiso que me sentara yo a su lado. En seguida, por entretenerme o por consolarme, comenzó a hablarme de la vida de ciertas flores..., el cuento de siempre: unas hojas, muy frescas ayer, que hoy se contraen y marchitan de repente; un tallo muy erguido que se encorva de pronto bajo el peso de la flor..., y una ráfaga insana que la tocó al pasar, o un insectillo impalpable que mordió la raíz. Qué ráfaga o qué insecto había pasado por mi casa, no lo sabía él...

»¡Pero lo sabía yo!

»Estando en estas, salió el cura muy ufano y satisfecho. ¡Me dio la enhorabuena!... ¡Dios sabe bien por qué no se la agradecí! Quedó en volver a menudo, «porque aquello no había sido más que una preparación para otro acto más solemne»; y se fue el bendito señor.

»-Luz, cuando el médico y yo entramos en su cuarto, irradiaba la alegría por toda su faz de querube. La palidez era la única huella que había estampado allí la ráfaga de que hablaba el doctor. Comprendí que en boca del confesor estaba muy en su punto la enhorabuena que me había dado momentos antes; pero vistas y estimadas las cosas con ojos humanos, a mí me acongojaba aquella alegría, que me estaba pareciendo el himno triunfal de las vírgenes dispuestas a la muerte. Era dichosa, ciertamente, sonriendo entre dolores; era bien envidiable su destino; pero yo me quedaba sin ella en el mundo, y era su madre..., y moría por mi causa..., mejor dicho..., ¡Dios poderoso!, ¡la mataba yo!

»Nada tuvo que hacer allí el médico. Delante de ella, infundiéndonos ánimo, parecíamos nosotros los enfermos.

»Al despedirse el doctor de mí, le pregunté qué juicio formaba del estado de la enferma. Movió la cabeza tristemente.

»-Con un espíritu doliente -me dijo- dentro de un cuerpo sano, como antes, había para temer y para esperar; pero en el caso inverso de ahora, cuando el cuerpo se muere a escape, sólo queda que temer, porque el contenido se va con el continente.

»Lo mismo pensaba yo, aunque sin tantas palabras y con mayores angustias.

»Preguntole después cuánto a durar aquella vida, y diome a entender harto claro, que podía concluirse a la hora menos pensada.

«»Secándome el llanto para entrar mintiendo en la habitación de Luz me alcanzó Ángel, recién informado por el doctor de las tristes novedades que ocurrían. Confirméselas sólo con mirarle, y se precipitó desolado en el gabinete. Luz le dijo, en cuanto le vio, contemplándole con la cara envuelta en una celeste sonrisa:

»-Créeme: vale más que lo que habíamos pensado, lo que va a suceder pronto. Me duele dejarte, porque tú tampoco estás aquí en tu sitio; pero ya nos hallaremos donde debemos hallarnos, y esto me consuela.

»El pobre chico sollozaba; y para ocultar los verdaderos motivos, echaba a Luz la culpa de todo. Luz se sonreía más entonces. Cogiole una mano entre las suyas, y le dijo, con un timbre de voz que era un cántico melodioso:

»-Nome pesa que me llores, y llórame también cuando suceda, pero llórame porque me envidies, no porque me compadezcas. Te aseguro que es gran beneficio del cielo el sacarnos de aquí cuanto antes.

»Y lo sentía como lo afirmaba..., y yo, ¿yo si que le envidiaba aquella conciencia pura y tranquila en que se reflejaba su ardiente fe, como el sol en un espejo!

»También en aquella escena, que fue larga, parecíamos Ángel y yo los enfermos, y Luz la enfermera.

»No puedo darme ahora cuenta exacta de todo lo que ocurrió en el resto de aquel día y durante la noche que le siguió; no sé si Ángel fue y vino varias veces o si no se movió de allí, porque tengo una idea de que faltó muy pocos instantes de mi casa hasta cerca de la madrugada; recuerdo vagamente también que estuvo Guzmán al anochecer, y el efecto terrible que le hizo la noticia que yo le di por entrar; que vio a Luz y que la habló, y que Luz tuvo también para él sonrisas y dulzuras de consuelo; que se apartó de ella a duras penas cuando entró el cura nuevamente para confesarla; que salió con los ojos enrojecidos y el pecho rebosando de sollozos; que, mientras el confesor cumplía su triste cometido, Sagrario, forzando todas las consignas de la puerta, entró hasta donde yo me hallaba recogida para llorar a solas, y se abalanzó sobre mí, hecha un mar de lágrimas; que se aumentó el raudal de las mías al verme delante de aquel cómplice y testigo de mis maldades; que cuando el cura se me acercó para darme otra enhorabuena y advertirme que de acuerdo con la enferma, se la daría el Viático al día siguiente para que le recibiera con la debida solemnidad, puesto que no corría prisa, Sagrario voló hasta la cama de Luz, de donde me costó gran trabajo separarla; y que con espantarse tanto como se espantó de la infamia de Leticia cuando yo la enteré de ella, se espantó todavía más de que yo no viera en sus estragos otra cosa que el castigo de mis culpas; tampoco recuerdo en qué paré esta corta entrevista con aquella loca de buen fondo, ni cuándo se marchó, ni cuándo se fue Guzmán, ni qué me dijo, ni lo que te dijo Luz al despedirle. Creo que volvió por allí dos o tres veces durante la noche, y que no quise ceder a nadie, ni al mismo Guzmán, ni al pobre Ángel, que tan encarecidamente me lo rogaba, el consuelo de pasar aquella más sentada a la cabecera. Fue larga, muy larga la noche, esto lo recuerdo bien; pero no tanto el pormenor de lo que hice y sentí durante ella. Algo debí de pensar, considerando cómo la pobre Luz se destruía al primer choque de su inocencia con las maldades del mundo, en si fui o no fui discreta al cultivar a la sombra una planta destinada a vivir al aire libre, para venir a parar a que no estaba lo malo en esconder más o menos a una hija para que viera o no viera ciertas cosas, sino en que una madre tenga faltas que no puedan ser confesadas a voces; porque pensar en esto y llorar mucho mientras la pobre enferma dormitaba, aún sin tan grandes motivos, había sido mi ocupación en las veladas anteriores; también recuerdo confusamente la hora en que Ángel se despidió para volver por la mañana, y algo como impresión pavorosa que entonces sentí, sin saber por qué, al considerar que me quedaba sola junto a aquel lecho, que me parecía una tumba...

»Pero lo que sé para no olvidarlo jamás, y por eso me ha borrado el recuerdo de todo lo que se grabó poco antes que ello en la memoria, es que cuando reemplazó a los trémulos y mortecinos resplandores de la lamparilla el primer rayo de sol de aquel día primaveral; cuando se despertaban las flores y los pájaros; y toda la naturaleza se alborozaba y sonreía, despertaba también Luz de un sueño que me había parecido tranquilo, pálida como la cera, y recorriendo con sus grandes ojos asombrados toda la estancia.

»-¿Qué te sucede, hija mía? -preguntéla incorporándome de un salto y cogiéndole, con las mías, una de sus manos, fría, ¡muy fría!

»-¡Es cosa, muy singular! -me dijo tornando a su postura supina y fijando su mirada en un punto imaginario del pabellón de su cama.

»-Había vuelto a mis jardines..., aquel paraíso de que yo te hablé..., donde nos conocimos Ángel y yo... Me paseaba por sus senderos retorcidos, y Ángel no parecía..., y yo le esperaba. En esto, el sol se obscureció de repente, y comenzó a enturbiarse aquel río tan cristalino..., y a crecer, a crecer... turbio, ¡muy turbio!, y cubrió los arbustos de las orillas; y siguió enturbiándose, enturbiándose, y creciendo y creciendo; y llegó a las praderas más bajas, y seguía enturbiándose y creciendo todavía. Entonces tuve yo gran miedo donde estaba, y llamé a Ángel muchas veces..., y Ángel no vino. Subí a lugar más alto; y al ver que las aguas también subían, corrí, de altura en altura, hasta refugiarme en el chalet. Salí a la azotea, y vi con asombro que las aguas lo habían invadido todo, ¡todo cuanto alcanzaba la vista! Temblé de espanto al contemplar aquella desolación y verme tan sola allí... A poco rato volvieron a bajar las aguas poco a poco..., turbias, ¡siempre turbias!..., hasta encauzarse otra vez entre las orillas del río... Pero lo que ellas habían inundado, todo lo que se descubría con los ojos, era un lodazal tristísimo, sin praderas sin flores y sin senderos... Sólo el chalet en lo más elevado...

»-¡Eso es un sueño, amor mío! -la dije para sacarla del sobresalto en que la veía-; un sueño como cualquier otro, que pasó ya.

»-Es que no ha pasado -me respondió, sin apartar la vista del punto en que la había fijado antes, y con voz mucho más débil-, ¡y esto es lo asombroso! Yo creo que estoy despierta ahora, y, sin embargo, me encuentro en el mismo sitio y sobre el mismo lodazal...

»-¡Luz!..., ¡hija mía! -la grité entonces para distraerla de aquella visión que la fascinaba.

»-¿Y cómo salir de aquí! -prosiguió, sin apariencias de oírme-; ¿por dónde, si esto no tiene límites, ni un palmo de tierra firme y limpia en que sentar el pie!... ¡Dios mío!... ¡Dios mío! ¡Ah!..., ¡ya me oye!... De allá arriba, de lo alto, de lo más alto del cielo, baja una figura con alas blancas, como la túnica que viste, y los cabellos rubios flotando en el espacio... Y vuela hacia acá... Y va acercándose a mí... Ya oigo el suave rumor de las alas al batir el aire... Se acerca más..., me sonríe y me tiende una mano..., la tomo con otra mía... y me suspende y me saca de la azotea... y volando, volando, me conduce sobre la ciénaga sin fin... ¿A dónde?

»-¡Luz! ¡Luz!-volví a gritar, aterrada ya con aquella fijeza de mirada y el frío marmóreo de sus manos-. ¡Vuelve a mí los ojos! ¡Mírame!..., ¡estoy aquí, a tu lado!

»Pero ella, sin dar señales de atender a mis llamadas, prosiguió diciendo con una voz débil, muy débil, pero dulce y argentina, como el sonido de las arpas eólicas:

»-¡Qué alto me eleva!... ¡Y todavía más alto!... ¡Tan alto, que ya no te veo, madre mía! ¿Me oyes?... ¡Dile a Ángel que le espero!... ¡También te espero a ti!... ¿Me ves?... Es imposible, porque he llegado muy arriba... ¡Y aun me elevo más!..., ¡más alto todavía!... ¡Qué región de soles!... ¡Cuánta luz!

»Y con esta palabra se apagó su voz, como la última nota de un suspiro. Sentí que se estremecía ligeramente su mano entre las mías; observé en sus labios una ligera contracción, que me pareció el acento de una nueva sonrisa; y un instante después inclinó su cara hacia mí, y hundió la cabeza entre los rizos de oro que le formaban una aureola esparcidos sobre la almohada.

»-¡Luz! ¡Luz!, ¡vida mía! -llamé de nuevo con las angustias de todos los espantos en la garganta, acercando mi boca a su oído-. ¡Mira a tu madre!..., ¡dile que la oyes..., que la ves!...

»¡Dios misericordioso! ¡Aquellos ojos, que aún me miraban, ya no veían; aquella boca que me sonreía, ya no respiraba; y aquel hermoso cuerpo, que parecía dormido en un sueño de amores, no era más que la yerta y abandonada envoltura de un alma angelical que había volado a su patria celeste!

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»Todo cuanto sucedió en la tierra desde aquel momento infausto, ya no tuvo nombre ni valor alguno para mí. Nada de ello era mío: sólo me pertenecían las sangrientas y mortales llagas de mi corazón y las torturas de mi conciencia.

»La vida que me restaba no tenía otro destino que arrastrar la cruz que merecía; y a arrastrarla con valor consagré todas las fuerzas de mi espíritu.

»Y arrastrándola voy: a cuestas la llevo, ¿qué importa a nadie por dónde? Toda la tierra es Calvario para quien está dispuesto a sufrir dolores y afrentas.

»A ese fin van, y obra son de los impulsos de un alma atormentada y contrita estos apuntes que escribo para lanzarlos al mundo. No creería nunca bastante barrida de gusanos la conciencia, sin entregar los escándalos de mi vida a la abominación de todas las mujeres honradas.»


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