La Montálvez: II-13

La Montálvez
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Parte II: Capítulo XIII​
 de José María de Pereda

Y mientras besaba el retrato y le mojaba con lágrimas, el pobre chico pensaba..., ¿en qué había de pensar sino en la desdichada semejanza de su conflicto con el conflicto de la novela que había intentado escribir él? ¿Quién le hubiera dicho cuando se perdía en la maraña de aquella ficción; cuando exponía las dificultades a la marquesa (que debieron de saberla a rejalgar), y a la inocente Luz, que le oía embelesada; cuando, ¡mil veces necio, y estúpido y mentecato!, apuraba la materia delante de ellas, por la pueril vanidad de encarecer el valor de la obra de su ingenio, que había de ser él, el propio Ángel Núñez, vivo y efectivo, quien tuviera que resolver el problema, no como novelista, sino como persona comprometida en un lance verdadero, exactamente igual al lance de su novela?

¡Resolver el conflicto! Pero, después de bien mirado el caso, ¿dónde estaba el conflicto? El conflicto existe cuando el ánimo no ve salida clara para la angustia que le acongoja; pero en el caso de él no cabían dudas ni vacilaciones, porque había una puerta franca y expedita, nada más que una, una sola: la única que podía haber. ¿Cómo no vio el torpe novelista lo que tan palpable debió estar delante de sus ojos? Ella y nada más que ella, con ella y para ella por todos los días de la vida. Eso era el deber, eso el honor y eso la felicidad.

Y Ángel, discurriendo de esta suerte, beso va y lágrima viene sobre el retrato de Luz. Así pasó muy largo rato y desahogó lo más negro y lo más amargo, de sus penas. Eran las primeras que tenía en su vida, y además muy dolorosas y profundas. Hay que hacer justicia al pobre chico.

Cuando se halló más desahogado y tranquilo, guardó el retrato donde solía y comenzó a pasear a lo largo de su gabinete y a reflexionar como su padre deseaba, «con la cabeza fría y el corazón sosegado». Porque Ángel se consideraba ya en aquellos instantes con el juicio y la sangre en su ordinario nivel.

Después de orear un poquito más todavía el meollo por este procedimiento de exploraciones generales alrededor del abismo, que ya no le asustaba tanto como antes:

-Veamos ahora -se dijo- las cosas a su verdadera luz, y ajustemos la cuenta partida por partida y como deben ajustarse todas las cuentas en casos de mucho apuro, como este. En primer lugar, los informes que le han dado a mi padre sobre la marquesa, pueden muy bien no ser exactos: no lo son; desde luego lo afirmo; y lo afirmo porque la verdad se desfigura, y siempre en mal sentido, a medida que va pasando de boca en boca. Eran, pues, ya exagerados los informes cuando mi padre los adquirió. Mi padre me los transmitió a mí bajo una mala impresión y teniendo gran interés en que me causaran el peor efecto posible; luego es indudable que mi padre exageró mucho y por su propia cuenta lo que había recibido muy exagerado ya. Esto es la evidencia misma.

Pero resulta de estos mismos informes que hay un milagro entre los muchos que le cuelgan a la marquesa, en el cual no caben ni el más ni el menos, porque, por su propia índole, tiene que verse y que sonar lo mismo a todas luces y en todas las bocas: el lío de la semejanza de Luz y del amigo de su madre; es decir, la causa de este parecido con todas sus concausas y accidentes. ¿Es verdad lo que sobre todo ello se asegura? ¿Cómo se prueba que lo sea, ni con qué derecho se intenta probarlo? ¿Adónde iríamos a parar si bastara un indicio como ese, que puede ser obra de la casualidad, para que sea meritorio poner en pleito el honor de un matrimonio y de toda una familia? Puede, por consiguiente, en justicia y en conciencia, negarse el hecho nefando, y yo le niego.

Otra mácula que ya está más a la vista y no puede negarse: que el padre legal de Luz fue un banquero tramposo que huyó de Madrid por temor de que le despellejaran en la calle. ¡Válgame Dios con los pudibundos y asombradizos! ¡No parece sino que el señor don Mauricio Ibáñez ha sido el único ricacho tramposo y estafador! ¿Pues no hemos convenido, tiempo hace, y cansado estoy de oírlo y de leerlo, con ser tan mozo como soy, en que andan por esas calles de Dios docenas de acaudalados personajes con títulos y condecoraciones, influyentes poderosos, que debieran estar en presidio arrastrando una cadena? ¿No se citan sus nombres y se les apunta con el dedo, y, sin embargo, viven y triunfan y hasta regatean el saludo a los hombres de bien, porque se consideran a mayor altura que ellos, en virtud de que así se lo hace creer, con sus acatamientos, e incensadas, el mismo público que desde lejos y en voz baja los condena a presidio con grillete? Y estos ladrones consentidos y acatados, ¿no tienen mujer con historia negra, e hijas con parecidos extraños? Y estas hijas, sin ser santas ni servir ninguna de ellas para descalzar a mi inocente Luz, ¿no se ven bien codiciadas de los guapos mozos, y a sabiendas, y no se casan sin que las gentes se escandalicen ni se junte el cielo con la tierra? Pues mi caso y el de Luz no llegaría, ni con cien leguas, al menos cenagoso de estos casos.

Las restantes máculas de la marquesa, ¿por qué no han de ser, no ya exageraciones, sino imposturas de las gentes? ¿No acaba mi padre de afirmar, con el piadoso fin de intimidarme, que hay un Madrid que hace y deshace famas y reputaciones? Y ¿qué sabe el inexperto señor si en el presente caso se ha deshecho con calumnias lo que estaba bien hecho con virtudes? Si tan notorios han sido los pecados de la marquesa, ¿cómo no he dado yo con algún rastro de ellos en su casa? ¿Cómo la frecuentan personas tan distinguidas y juiciosas, y se juzgan muy honradas con el trato y la amistad de la abominable pecadora? No tienen, pues, estos hechos todo el fundamento que necesitan para ser creídos; pueden negarse..., los niego en absoluto.

Y ahora veamos el supuesto conflicto mío por otra cara. Cierto que, decidido yo a casarme por cálculo y a sangre fría, al echarme a la calle en busca de mujer, no hubiera trepado a las alturas del «gran mundo», ni elegido entre las que tienen madres de las que pueda decirse lo que se dice de la madre de Luz; pero aquí han pasado las cosas muy de otro modo: yo no he salido de mi casa para olfatear una novia por esas calles de Dios. Luz y yo nos encontramos por obra de una casualidad, o porque estaba decretado así...; creo que fue porque estaba decretado. El hecho es que nos encontramos, que nos comprendimos y que nos amamos, y que Luz, que me había deslumbrado por hermosa, acabó de enloquecerme por buena, por inocente..., por santa. Resulta ahora que esta Luz sin tacha es hija de una madre llena de pecados, y que aunque la hija los ignora y es incapaz de cometer otros semejantes, yo debo renunciar a ella por los que su madre ha cometido. Ésta es la teoría de mi padre, fundada en una ley que, según parece, rige en el mundo entre las gentes que se creen honradas.

Pues supongamos que yo llego a considerarme obligado también a acatarla, y que, en virtud de ello, me decido a apartarme de Luz y a romper todo trato con ella, precisamente cuando está aguardando a que yo le señale la hora de estrechar todavía más el que tenemos. Para poner en práctica esta resolución, se necesita, o que comience yo por no volverla a ver desde ahora, o que invente un pretexto rebuscado, o que la descubra toda la verdad. Con lo primero, la daría una puñalada a obscuras y a traición; con lo último, se moriría de espanto y de vergüenza. De todas suertes la mataba. Pero, aunque no la matase, ¿no sería cualquiera de estos procederes míos cien veces más vil y más odioso que todos los pecados juntos de la marquesa, suponiéndolos ciertos y comprobados? ¡Y mi padre, tan honrado y tan bueno, no lo ve así! ¿En quién estará la ceguera?... En él, en él solo, que no ha meditado el caso «en frío y con calma», como quiere que yo lo medite y como, ya lo estoy meditando... También él le meditará así, y entonces estaremos de acuerdo los dos. ¿Pues no hemos de estarlo! Mi madre seguirá en sus trece y tocará el cielo con las manos; pero es mi madre, y todo su corazón le parece poco para quererme; es buena y compasiva en el fondo; jamás ha puesto a prueba el arraigo de esas repugnancias que son su manía; le pondrá ahora, porque se trata, de mí, y verá claro y se convencerá..., ¿pues no ha de convencerse!... Y no habrá conflicto, porque no puede haberle; y las cosas irán como y por donde iban ayer, que es como y por donde deben ir.

En esto oyó que se hablaba recio en el despacho de su padre. Entreabrió la puerta de su gabinete y escuchó. Su madre quería llevar las cosas a sangre y fuego; tenía a pecado imperdonable las blanduras y contemplaciones de su marido. «Cortar, cortar por lo sano, antes que la gangrena lo inficione todo.» Don Santiago la recordaba su obligación de ser clemente con su hijo, sin dejar por eso de ser madre celosa y justa: llevando las resistencias tan a punta de lanza, hasta podía enfermar el pobre chico con la batalla que traía en la cabeza.

Se sonrió un poco Ángel oyendo esto, porque consideró lo ridículo que estaría él si las circunstancias le obligaran a hacer el papel de niño mimoso contrariado. Al mismo tiempo cerró la puerta, porque aquellas durezas de su madre, mal de su grado, ahondaban demasiado en el abismo que él tenía ya a medio llenar.

Volvió a pasear por su cuarto y a meditar, pero sobre otro tema diferente. -¿Qué le tocaba hacer a él por de pronto? Porque, aun suponiendo que la gran dificultad se resolviera a su gusto, esa labor no era de pocos días, y Ángel había dejado su negocio con Luz pendiente de una decisión que debía comunicarla al otro día, que ya era hoy para él. Fue demasiado optimista en medio de su fiebre amorosa, no previendo algo siquiera de lo que estaba ocurriéndole; pero, ocurrido ya, ¿qué podría decirle a Luz sin que ella le leyera sus disgustos en la cara, ni presumiera tropiezos que la indujeran a descubrir otros mayores? No había que pensar en acercarse a ella mientras los horizontes de sus ideas no se despejaran algo más. Necesitaba irse acostumbrando a verlo posible para darlo por hecho, y con esto solo ya tenía lo sobrado para estar sereno. Cuestión de aquel día, quizás del siguiente..., porque era mucho lo que confiaba en su padre. Entre tanto, disculparía su ausencia de casa de Luz advirtiéndola que estaba ligeramente enfermo, muy constipado: esa era la disculpa usual y corriente para todos los que deben y no quieren o no pueden ir a alguna parte.

Mas no le bastaba con esto: sus cálculos estaban bien formados; pero eran cálculos al fin, que podían fallar, contra tantas probabilidades de que no fallaran: su situación, por consiguiente, era grave, gravísima; y lo probaba, además, aquella tirantez de espíritu en que él vivía, aquella opresión de su pecho, aquel nudo de su garganta que le parecía el manantial de donde fluían las lágrimas que le brotaban de los ojos en cuanto los ponía en la imagen de Luz, o el pensamiento en que pudiera perderla para siempre; y por ser tan grave la situación, no era para arrostrada por él, a solas con su inexperiencia y cargado de pesadumbres. Necesitaba auxilios y consejos. Pero ¿dónde hallarlos? Sus pocos amigos eran tan inexpertos como él, además de que él no había de profanar tan santas penas confiándolas a chicuelos presuntuosos. Se acordó de Guzmán, que ya estaba en autos; pero después de lo que había sabido, ¿con qué cara iba él a aquel señor con tales coplas! Porque Ángel, al hablar de su pleito, tenía que exponerle con todos sus pelos y señales, y hasta se prometía, jugando bien este recodo, ganar informes exactos sobre la conducta pasada de la marquesa. De modo que su confidente, tras de conocerla mucho, no debía estar ligado a ella por vínculos que quitaran prestigio a sus dictámenes ni los hicieran sospechosos.

Y he aquí el camino por donde Ángel fue a parar con el pensamiento a Leticia. Leticia, en opinión de Ángel, era «una gran señora», de mucho entendimiento, y amiga y contemporánea de la marquesa; se interesaba vivamente por la suerte de Luz, y parecía quererle mucho; a él, a Ángel, no se diga..., hasta vergüenza le daba no haber correspondido, con una triste visita siquiera, al cariñoso empeño con que ella se las pedía cada vez y donde quiera que le encontraba... Cabalmente la víspera, yendo él por la Carrera de San jerónimo hacia el Prado, subía ella en carruaje. Pues se detuvo cuando Ángel la saludó, y hablaron allí largo rato... y sobre Luz la mayor parte del tiempo, por saber ella lo que este tema le gustaba a él. De modo que tenía muchísima razón la buena señora cuando, al despedirse y después de haberle ofrecido de nuevo su casa, le llamó, con una sonrisita y un ademán muy maliciosos, «¡ingrato!» ¿Quién, pues, como Leticia, para oírle con cariño, informarle sin pasión y aconsejarle con acierto?

En estas y otras tales, ya llegó la hora de comer, y Ángel tuvo que sentarse a la mesa. Comió poco y no habló nada, porque tampoco le hablaron a él. Por la tardé se vistió con gran esmero, y salió decidido a visitar a la amable señora para confiarla sus cuitas.

Y andando, andando, cuanto más andaba más remolón se iba haciendo; porque según oreaba los propósitos con el aire de la calle, menos cuerdos le parecían. No era tan urgente el caso que no le diera un respiro de veinticuatro horas; y en veinticuatro horas podía cambiar de aspecto un conflicto como el suyo, y hacer inútil la consulta que él iba a hacer: y había una noche entera y larga de por medio; y una noche así daba para todo: para que le hablaran en su casa o para hablar él a los demás; y si nada de esto sucedía, para engolfarse en un mar de pensamientos un hombre que no duerme.

No hizo la visita, y la aplazó para el día siguiente, si la conceptuaba necesaria. Al anochecer mandó a Luz dos carillas de renglones llenos de dulzuras, para enterarla de que estaba constipado.

Después se fue a casa. En la cual nada ocurrió para bien ni para mal de su pleito: nada le dijeron; nada dijo tampoco. ¿A quién le tocaba sacar la conversación, y quién huía más de ella?

A la hora acostumbrada se acostó; pensó un poco en lo que Luz pensaría de su constipado, y, ¡cosa rara!, se durmió como un bendito... hasta el amanecer.

El despertar fue terrible, ¡eso sí!... Todo lo ganado antes del sueño en una batalla de muchas horas contra las negras ideas, se pierde en un instante al despertar. Esto lo saben todos los hombres que han tenido tempestades en la cabeza. Ángel, que era uno de éstos, se halló entre sus manos las ruinas del edificio que había construido con amargos sudores antes de dormirse. En reconstruirle se le pasó la mañana. Y gracias que lo consiguió; porque no todos lo consiguen.

A la hora de comer, tampoco adelantó un paso su negocio; y en ciertas situaciones de la vida, no adelantar equivale a retroceder. Había que hacer la visita.

A media tarde se vistió, aún con mayores atildaduras que el día antes.

¡A casa de su buena amiga sin parar!


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