La Montálvez: II-04

La Montálvez
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Parte II: Capítulo IV

de José María de Pereda

El era nativo de la provincia de Burgos, no se sabe a ciencia cierta si de Huermecos o de Castrojeriz, duda que importa bien poco en esta historia que vamos relatando; no tenía su padre, labrador honrado a carta cabal, muchos bienes, y sólo pudo darle larga escuela en la mejor del pueblo, y una tintura de segundas letras por mano de un clérigo que no sabía mucho más. El chico no era un lince, pero tampoco lo contrario; y como no pecaba de robusto, y lo aprendido hasta allí era demasiado para un labrador y muy poco para buscarse la vida con ello, se adoptó en consejo de familia un término prudente entre los dos extremos, contando con la natural condición placentera y bondadosa del muchacho y con algunas buenas amistades de su padre. En fin, que se logró colocarle de mozo de mostrador en una droguería de Madrid, con poco sueldo por entonces, pero bien hospedado y mantenido en la propia casa de su dueño.

Allí, con su buen carácter, mucha paciencia y grande aplicación, fue haciéndose lugar y acrecentando su peculio, gastando menos según iba ganando más; hasta que a los quince años de droguero y a los veintiocho de edad, creyéndose bastante rico y por otros motivos que se sabrán, su amo le cedió la droguería con unas condiciones que, sin dejar de ser buenas para el cedente, eran un filón de plata para el ahorrativo e inteligente castellano.

Entonces fue cuando éste se casó con Ramona Pacheco. Nada mejor acordado ni más merecido. Era como la cosecha sazonada de una larga labor de honrados pensamientos. Ramona Pacheco era una sobrina lejana que su principal había recogido huérfana y casi niña, y hembra bien singular ciertamente. No era fea, y lo parecía; era más joven que Santiago, el droguerillo, y representaba diez años más que él; estaba bien metida en carnes, y aparentaba lo contrario; tenía excelente corazón y el alma en su correspondiente almario, y parecía una estatua de pedernal. Y todo consistía en que era de una rigidez, de una tenacidad de pensamientos y propósitos, y de una casta de moral tan extremadas y enteras, que la iban llevando poco a poco toda la vida hacia adentro; y allí la guardaba como el avaro su tesoro, y, también como el avaro, sospechaba de todo lo que en torno suyo se movía. Por eso su cara, más que reflejo de lo mucho y excelente que había detrás de ella, era simplemente una losa puesta de intento allí para taparlo, con dos ametralladoras por ojos para defenderlo, y una boca que sólo se abría para dar el abasto de la metralla de los ojos. Y éstos eran negros y bien rasgados, y la boca muy bonita.

Ocurría, además, que Ramona tenía una afición desesperada a hacer media, y sólo haciendo media se entretenía, en cuanto no quedaba en la casa un suelo que bruñir, ni un átomo de polvo sobre un mueble, ni un trasto fuera de su sitio, ni un descosido sin coser, ni cosa alguna que trajinar, para los cuales menesteres era una pólvora por la actividad y un asombro por la limpieza. En estas ocasiones era algo más expresiva de palabra y de gesto; pero con los muebles y las ropas y los cachivaches de la cocina, porque no quedaban a su gusto, o porque se lucía en algo de ello su trabajo, o pensando en la criada, o en el amo, o en el otro, que, a su juicio, rompían o manchaban. Para hacer media se sentaba junto a las cortinillas de las vidrieras del balcón, en una silla baja, tiesa, muy tiesa, y con la mirada fija en el tejemaneje de las manos, que parecían un argadillo. Así se pasaba horas enteras, si no tenía otra cosa más precisa en que ocuparse. Que la hablaran entonces, que la preguntaran por algo que estuviera cerca de ella; que entrara o que saliera alguien: una mirada rápida hacia el objeto o hacia la persona, y vuelta a clavarla en el incesante moverse de las agujas, y lo menos posible de palabras para responder.

Es indudable que este hábito de trabajar así, de abstraerse en la contemplación de su obra, de mirarla incesantemente, con la cabeza erguida y los ojos bajos, acentuó en gran manera la natural rigidez de su continente.

Era preciso vivir mucho tiempo a su lado para convencerse de que no era fea ni mala ni insoportable; y averiguado esto, se iba cayendo poco a poco en la cuenta de que era todo lo contrario, y hasta una alhaja para mujer de un marido de pocas necesidades intelectuales y mucho apego a la vida honrada y laboriosa de puertas adentro. Y esto le pasó a Santiago cuando ya le cabían en la mollera pensamientos de cierto linaje. El primer paso le costó lo indecible; pero le dio como un valiente, y se conformó con que Ramona tomara en cuenta la insinuación sin mostrarse agraviada. Pero le advirtió que no insistiera mientras ella no lo autorizara de algún modo bien explícito. Tres años pasó Santiago sin saber a qué atenerse y temiendo siempre lo peor. Yo creo que todo ese tiempo necesitó Ramona para estudiar a fondo las malicias de Santiago y el terreno a que éste pretendía conducirla. Un día le dijo que continuara hablándole de aquello de que había comenzado a hablarla. ¡Como si hubiera sido la víspera! Y Santiago, que, «por casualidad», no pensaba en otra cosa, tomó el punto donde le había dejado entonces, y continuó hablando de ello, con cuantas amplificaciones y distingos le parecieron del caso y bien acomodados a la rectitud y santidad de sus miras. Fue bien recibida la instancia, y hasta bien hablada la respuesta; súpolo el tío de Ramona, gustole el intento de su pretendiente, y aun le hizo saber que su sobrina contaba con una buena dote que le daría él, lo cual no desagradó a Santiago, hasta por lo mismo que lo ignoraba; y con la sola condición de que éste, y «por el bien parecer», cambiara de domicilio hasta que el casamiento se efectuara, quedó arreglado y convenido para muy luego. Hay razones para creer que la idea de este suceso movió al viejo droguero a traspasar a Santiago su droguería mucho antes de lo que tenía pensado; tanto más, cuanto que se sabe que su dependiente apuntó cierto escrúpulo que tenía de casarse sin estar arraigado completamente a su gusto, con la advertencia de que esto del arraigo no lo estimaba él en una riqueza, que no merecía, sino que algo como..., verbigracia: una droguería bien montada que fuera de su propiedad absoluta, para lo cual no daban sus ahorros por entonces.

Celebrado el casamiento y hecho en regla el traspaso de la droguería, el viejo droguero cedió hasta la habitación a sus sobrinos, y se largó a su tierra, en la Rioja, a disfrutar las primeras vacaciones que había logrado en su vida, perfectamente libre y descuidado. Si no le engañaba el pensamiento, por allá se quedaría hasta dejar los huesos en el terruño nativo; si le engañaba, volvería a Madrid cuando mejor le pareciera, o gastaría en ir y venir el poco tiempo que le restaba de vida.

Pocas veces se ha casado una mujer con menos conocimiento práctico del mundo que Ramona Pacheco. Cuando era niña, en su pueblo (el mismo de su tío), ya estaba cansada de saber que la gente de Madrid se componía de políticos relajados, de generales facinerosos, de señoronas perdidas, de señoras a medio perder, de vividores sin vergüenza y de un populacho soez, asesino y ladrón. Y fue a caer en Madrid sin haber echado de su meollo una sola de estas ideas. ¡Ella, que era creyente a puño cerrado, honesta y honrada hasta la manía, y testaruda y tenaz en sus obras y pensamientos, por carácter y por educación! Mandarla pisar las calles de la corte, era, en su concepto, como decirla: «Métete en esa leonera; arrójate en esa lumbre». Se necesitaron heroicos esfuerzos de su tío y de las personas a quienes éste encomendó la ardua tarea de educarla hasta donde fuera posible, para que afinara, nada más que para que afinara, aquellas sus escabrosas ideas. Llegó a conceder excepciones: la posibilidad de algo bueno entre tantísimo malo; pero ¡fuera usted a sacar la anguila del saco de culebras! Y escondía la mano por horror instintivo; quiero decir que, sin una indispensable necesidad, no ponía los pies en la calle. En tal estado de experiencia se casó.

Y comenzó a tener hijos. Y tuvo el segundo y perdió el primero; y tuvo el tercero y perdió el segundo, y así sucesivamente hasta el octavo. Esto acabó de agriar su carácter, la acartonó sin tiempo y empalideció sus carnes hasta la lividez; quiso templar sus amarguras maternales con algún entretenimiento que se las distrajera, y se encenagó en el vicio de hacer calceta. Llegó a hacer una cada día, sin faltar a sus deberes de mujer hacendosa; y esta gran manifestación de su genio calcetero, casi casi la envaneció. Se le había cansado mucho la vista con los disgustos y las tareas, y también había perdido la mitad del pelo, por lo cual usaba anteojos mientras trabajaba, y cofia a todas las horas del día. Los anteojos eran de gruesa armadura blanca, con cristales redondos, y la cofia, de tul negro con cintas moradas. ¡Era cuanto había que ver doña Ramona haciendo media, desde que necesitaba anteojos y papalina!

Pero ni la pasión por la media, ni el orgullo de hacer una cada día, alcanzaron arrancarla de sus tristes meditaciones en el silencio y la soledad de su casa, y se atrevió a pretender de su marido que la pusieran una silla en un rincón de la droguería, detrás del mostrador y junto al atril que allí había para los apuntes provisionales (pues el escritorio estaba en la trastienda, con luces a un patio). Don Santiago se alegró de aquel atrevimiento de su mujer, y la dispuso el trono como para una reina; lo mejor que se pudo con lo que había a mano: una silla de Vitoria sobre un felpudo casi nuevo.

Y este trono ocupó doña Ramona desde el día siguiente; y allí la vieron con admiración los marchantes, rígido y empinado el cuerpo vestido de obscuro, casi negro; medio cubierta la cabeza con su cofia; las cejas enarcadas; los sombríos ojos clavados, por detrás de los cristales de las gafas, en las manos de piel lívida, como la de la cara; la calceta y las agujas entre los dedos, y sin otras señales de estar viva que el movimiento vertiginoso de las manos y tal cual mirada zurda que lanzaba por encima de los anteojos, bajando un poco la cabeza, cuando alguien entraba o salía, o mientras tiraba con la diestra del hilo que terminaba en un grueso ovillo que andaba rodando, tan pronto sobre el mostrador como encima del felpudo, o hecho una maraña entre las uñas de un gato, debajo de la silla. Doña Ramona la ocupaba todos los días, dos horas antes de comer y tres antes de cenar. En su casa se comía a la antigua española.

En esta salida, al cabo de veinticinco años de escondite, se puso doña Ramona, por primera vez en su vida, en contacto y roce con el mundo. El mundo eran para ella las gentes que pasaban por la calle, las que entraban en la tienda, y el rumor que se oía más a lo lejos, como bramido de ondas agitadas que arrojaban aquellas espumas hasta allí. Todo era el mismo mar, agua de la misma fuente. No había olvidado las advertencias de su tío y de sus maestros; pero, sin agravio de ellas, bien podía suponer que cada marchante fuera un pillo, y un ladrón disfrazado cada transeúnte. ¿Traían en la frente alguna señal que demostrara lo contrario? Pues, en la duda, cara de perro a todo bicho viviente.

En poco tiempo, y aunque parecía que en nada se fijaba, llegó a ponerse al corriente de aquel laberinto de cajones rotulados, a hacer el oído a los enrevesados términos del ramo, y a conocer cada droga por su nombre y con sus precios. Entonces, cuando la concurrencia era mucha y no alcanzaba la gente de mostrador adentro a servirla al punto, se alzaba ella poco a poco de su silla y despachaba también, con una mano sobre lo pedido, como garra de león sobre la carne palpitante, cuando hay quien le mire, y en la otra la calceta, hasta que veía en el mostrador, y bien contado con los ojos, el dinero que valía la droga aprisionada. Si después de verla el parroquiano la quería más cara o más barata, o prefería otra equivalente más de su gusto, hasta dos veces lo llevaba doña Ramona con paciencia, pero a la tercera, recogiendo la droga que nunca había soltado por completo de su diestra, contestaba secamente y volviendo la espalda: «No lo hay», aunque estuviera llena de ello la droguería. Algún comprador erudito la puso por entonces la Esfinge, y con este mote se quedó en el barrio.

Al contrario de su mujer era don Santiago. Éste se pasaba el día dando vueltas por la tienda, tan pronto dentro como fuera del mostrador, poniéndose y poniendo a sus dependientes en incesante comercio de gustos y de palabras con los compradores, a la mitad de los cuales tuteaba: a los unos, porque los conocía, y a los otros, porque debía conocerlos al cabo de tantos años de vender allí. Era un pobre hombre, bueno como el pan, campechano y complaciente hasta lo inverosímil. Tenía sus penas allá dentro, como su mujer; pero mejores lentes para observar los sucesos de la vida.

Doña Ramona tuvo el noveno hijo; y como tampoco falló la costumbre esta vez, en seguida perdió el octavo. Y todavía llega a tener el décimo; y también la acechaba entonces la suerte negra, y le mató el noveno. Este golpe dejó a la pobre señora para no llevar otro sin sucumbir. Era mujer de gran espíritu y arraigada fe. Dios le daba los hijos y Dios se los quitaba. Disponía de lo suyo. Pero su naturaleza era de carne mortal, y sus hijos pedazos de sus entrañas, y tenía que dolerle mucho allí cuando se las desgarraban fibra a fibra. Dios no pedía cuentas de estas tribulaciones a sus criaturas.

Desde aquellos días se entenebrecieron más sus ideas sobre las gentes y las cosas del mundo, y le parecieron lo más abominable de él las mujeres casadas de más alegre y más lujosa vida. ¿No habrían perdido tres hijos..., dos, cuando menos; uno siquiera? Pues ¿dónde estaban las señales de su pesadumbre? No podían ser buenas madres las que olvidaban a sus hijos muertos. Y con esto y con aquellas alucinaciones que nunca logró echar por completo de su cabeza, acabó por cobrar aborrecimiento a las señoronas sin haber visto una sola en todos los días de su vida.

Mientras tanto, había muerto también el ex droguero; y con lo mucho que les dejó, lo que representaba la droguería y lo que en ella habían ganado los sobrinos del difunto, al perder el hijo noveno eran ricos, pero muy ricos.

-Y ¿para qué?-exclamaba el pobre don Santiago, devorándose las lágrimas y paseando maquinalmente alrededor de su cuarto, con las manos en los bolsillos del pantalón, y el gorro de panilla azul caído sobre el entrecejo.

-Sí..., ¿para qué? -repetía desde su silla con voz de sepulcro doña Ramona, que, si ya no se llamara la Esfinge, hubiera habido que llamárselo desde entonces, al verla tiesa, pálida, inmóvil y misteriosa, clavada en su asiento como escultura egipcia en su pedestal.

El marido y la mujer miraban ya con desaliento las prosperidades de la tienda, que parecían una burla de su desgracia. ¡Tanto dinero para un hijo solo..., contando con que Dios no se le llevara también! ¡Y aquella casa, tan triste y tan llena de cadáveres; con aquel olor a drogas, que ya les parecía el tufo de la muerte, el olor de los cadáveres de sus hijos insepultos! Al cabo tomaron aversión a la droguería y a la casa, y resolvieron abandonar ésta y hacer con aquélla lo que antes había hecho el viejo droguero: traspasarla a un buen dependiente, que no faltaba tampoco entonces. El resto del pingüe capital estaba bien colocado en fincas y valores sanos. Quedaba un pico flotante, y ese le aprovecharía don Santiago para ciertos negocios sencillos que le entretuvieran sin atarearle; verbigracia, descuentos de pagarés con buenas firmas, y algún préstamo sin usura ni abuso que se le pareciera. Porque a don Santiago se le harían las horas eternas con un hijo solo y sin negocios que le preocuparan. No sabía otra cosa.

Quedaba también un bolsón bien repleto y que nunca se desocupaba, aunque se hacía mucho uso de él, a disposición exclusiva de la Esfinge, para sus obras de caridad, que eran muchas y muy ignoradas; pero yo sé que la merecían especiales preferencias las madres sin amparo y los hambrientos de levita, que son los dos aspectos más horribles de la miseria de las ciudades; y también me consta que ninguna dádiva estimaba en tanto la señora de don Santiago como la de un par de medias de las que ella hacía. ¡Cómo las ponderaba y se las encarecía al pobre a quien se las regalaba!, ¡ella, que sacaba del bolsón la mano llena y cerrada, para ignorar lo que valía la limosna! Porque en el bolsón andaba revuelta la plata con el oro.

Se hizo el traspaso de la droguería, y en seguida la mudanza de los trastos de la habitación a otra de la calle Imperial (15, segundo, derecha). Allí comenzó don Santiago Núñez a funcionar, por entretenimiento, en sus proyectadas especulaciones; y allí, en su propio despacho instaló la Esfinge su pedestal, para hacer media sin parar las manos, acompañar a su marido y distraerse un poco más, observando de reojo lo que en la estancia acontecía.

Así fue corriendo el tiempo, y, con él, calmándose la pesadumbre del marido y haciéndose la mujer a la carga de las suyas. Ya no había que contar con el undécimo retoño, y el décimo iba creciendo y esponjándose que daba gusto, y era bueno y listo y hermoso como si Dios se hubiera complacido en reunir en este solo hijo cuantas prendas simpáticas cabían dispersas en los anteriores. Este pensamiento, con el arraigo que tomaban todos en la mente de doña Ramona, fue un gran confortante para su espíritu.

Pero, en cambio, en la escuela del nuevo tráfico de su marido; con lo que allí observó; con lo que fue aprendiendo, con este indicio y aquella declaración terminante, sobre la índole de ciertos apuros y las causas productoras de ciertas necesidades en determinadas personas y jerarquías, ¡cómo le engordaron en el meollo las nunca desvanecidas ideas que tenía de las gentes de Madrid! Ya no podía negársele que había mujeres que derrochaban tesoros para vivir entre lujos y deshonestidades; «mujeronas empingorotadas» que escandalizaban al mundo y se burlaban de la ley de Dios; mujerzuelas de más abajo que arruinaban a sus maridos por el vicio de ser tan escandalosas y desarregladas como las de más arriba; hombres que perdían a una carta en un instante la hacienda de todos sus hijos..., ¡y casi siempre la bambolla y la lujuria, de más cerca o de más lejos, danzando en los enjuagues del dinero y en las angustias del plazo! Y esto en su casa, donde el interés no era rosca que asfixiaba al deudor; donde había prórrogas para los apuros, y eran los préstamos favores de amigo más que negocios de prestamista inexorable. ¡Qué no sucedería, qué llagas no se verían al descubierto en los antros de la usura, a donde se acude en los grandes ahogos, y se pactan, a trueque de salir de ellos, los mayores saqueos y pillajes? Y aquel hijo que ella tenía llegaría a ser un hombre, y a saber que era rico, muy rico, y tal vez a envanecerse, y de seguro a rozarse con la peste tramposa y desvergonzada que todo lo corrompía; y, sin embargo, no quería ella hacer de su hijo un ignorante droguero, porque valía para mucho más y debía serlo. ¡Qué pulso, qué tino, qué vigilancia había que tener con él para que el diablo no le conquistara!

Y como si viera al diablo en cada prójimo, había hecho un verdadero exorcismo de su cara.

Tenían serias y largas discusiones don Santiago y su mujer sobre el punto referente a la educación de su hijo. ¿Por dónde comenzarían para no equivocarse? Y después, le harían abogado, médico, ingeniero, cura, ministro, general, emperador..., pontífice?... Porque los alientos de los padres alcanzaban a todo eso, o poco menos, y los merecimientos que suponían en el hijo, a mucho más.

Por de pronto, le matricularon en San Isidro; y después, curso tras curso y con regular aplicación y bastante aprovechamiento, llegó el estudiante a las vísperas del bachillerato al cumplir los catorce años de edad. Tenía entonces su padre cincuenta y cinco, y su madre..., ¿quién era capaz de saberlo, ni para qué cansarse en averiguarlo? La Esfinge lo parecía ya de verdad; y cuando se llega a ese estado de petrificación y de dureza, se vive una eternidad, y no se cuenta por años, sino por siglos, como para los monumentos de los Faraones.

Hacia aquellas fechas (no las de los Faraones) fue cuando don Santiago Núñez escribió a la marquesa de Montálvez la carta cuya substancia conocemos.

Hablando del suceso largamente, llegó a decir la Esfinge:

-Otra nueva trapisonda tenemos. Basta con oler la carta para convencerse de ello, Todas esas mujeronas huelen a lo mismo.

Y don Santiago se reía como unas castañuelas, porque era así. Estaba embutido en su sillón, con la pierna derecha entrapajada por la rodilla y descansando sobre una banqueta.

Buena ocasión era esta para describir el físico del droguero, y en ese deber estaba yo, y a cumplir con él iba ahora mismo; pero me obligan a renunciar a esa tarea las mismas condiciones del sujeto: no hay por dónde tomarle para que resulte pintoresco, porque era la misma insignificancia el bueno de don Santiago Núñez.

Estando en aquellos comentarios ya largo rato hacía el matrimonio, hízose anunciar la marquesa; y poco después entró, llenando el despacho de fragancia, de crujidos de seda cara, y de esa luz especial que irradian, en las moradas tristes y descoloridas, las mujeres hermosas y elegantes.

La Esfinge no se movió de su pedestal ni dejó de hacer calceta; y sólo dio señales de vida para responder a la ceremoniosa cortesía de la marquesa con un gesto no difícil de traducir en palabras para los que estaban avezados a leer en aquel arranciado pergamino. El gesto quería decir:

-¡Pufff!... ¡Qué Peste!


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