La Montálvez: I-09

La Montálvez
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Parte I: Capítulo IX​
 de José María de Pereda

Así las cosas y andando los días, una noche, en casa de Verónica, tomó a ésta del brazo Sagrario; llevósela a un rinconcito lejos de la gente; y allí, sentadas las dos en sendos sillones de rica tapicería, dijo la vehemente rubia a su amiga, entre mustia y alegre, pero con más carga de lo primero que de lo segundo:

-¡Por fin!...

-Por fin... ¿qué? -preguntole la otra con cara de pascua, al ver lo indefinible de la de su amiga.

-Que se decidió... eso.

-Y ¿cuál es eso?

-¡Jesús, y qué torpe estás hoy de entendederas! ¿Qué ha de ser eso más que... lo de Gonzalo?

-¡Lo de Gonzalo! Y ¿qué le pasa a Gonzalo, hija mía?

-¡Caramba con la chica ésta!... Que me caso con él. ¿Lo entiendes ahora?

-Sí que lo entiendo; pero no es noticia para mí. ¿Cuántos siglos hace que estáis... en eso?

-¡Dale, la muy taimada!... ¿No te he dicho que, por fin, se de-ci-dió ya? ¿Lo quieres más claro?

-¿Quieres decir que os vais a casar en seguida?

-Eso mismo.

-¡Acabaras!

Aquí un ratito de silencio. Cierta inquietud en Sagrario. Miradas investigadoras en su amiga, envueltas en sonrisas maliciosas. Recios, secos e intermitentes charrasqueos del abanico de la novia. Al fin volvió a hablar la primera, y dijo a la segunda, sin borrar de su cara la expresión maliciosa:

-¿Y para contarme esto solo me has traído tan acá y tan a escondidas, cuando podías haberlo publicado a gritos en medio de la tertulia..., y de seguro lo publicarán mañana los periódicos en sus crónicas de salones?

-Para esto solo -respondió Sagrario, sonriendo también-, y para lo que de ello se cae por su propio peso.

-Lo suponía: un poco de comentario; pero como te quedaste tan callada...

-Pensaba yo que a ti te tocaba empezar.

-Claro, ¡como no hay todavía franqueza entre nosotras, y tú eres una joven tan corta de genio!... ¿O es que piensas tomar el papel de casada por lo serio y comienzas ya a hacer provisiones de formalidad?... Lo cierto es que te desconozco esta noche...

-Ya ves tú..., el lance, al fin y al cabo, si no es serio, es nuevo para mí; y al verme tan cerca de él...

-Con franqueza, Sagrario; ese lance ¿te duele o te gusta?

-Ni me gusta ni me duele; le tomo como me le presentan: amasado y cocido. Me dicen «ahora»; pues ahora.

-¿De modo que tú no has contribuido a él... ni con la inclinación?

-Absolutamente, y bien lo sabes tú; ni ¿por qué había de contribuir con eso?, ni, aunque quisiera, ¿cómo podría? Ya ves qué ganga... ¡Gonzalo!

-¿Qué?

-¡Qué estampa de galán! con todos los vicios del catálogo...

-Entonces, ¿por qué le aceptas?

-Y a mí ¿qué más me da? Dicen que las mujeres de nuestra alcurnia deben casarse, a cierta edad, con hombres de determinadas condiciones: la casa Miralta cree que no puede entroncar con otra que la de Camposeco, y ésta juzga que vino al mundo para fundirse con la de Miralta; yo soy lo primogénita de una, y Gonzalo es el único heredero de las grandezas y caudales de la otra; se acuerda entre ambas familias que Gonzalo y yo nos casemos... «para que se cumplan las profecías»: no se admiten consultas, ni protestas, ni reparos, porque, como «ellos» dicen, lo principal es que se haga el matrimonio, «lo demás no importa tres cominos»; a esta idea nos vamos haciendo, y a este papel nos vamos acomodando poco a poco el galán y la dama de esta comedia de la buena sociedad... hasta que llega la hora del desenlace, nos echan la bendición, se baja la cortina... y cada comediante o vivir como Dios le dé a entender. Esto, después de bien mirado, es hasta cómodo. ¿No te parece a ti lo mismo, Nica?

Y Nica dijo que sí, pero sin dejar de sonreírse. En seguida preguntó a su amiga:

Pero ¿no puede ocurrir que la dama de esa comedia tenga, al llegar ese desenlace, el corazón interesado por otro galán de los de la sala?

¡Yo lo creo!..., ¡y a quién se lo preguntas! -respondió Sagrario en un arranque de sinceridad de los suyos.

-Pues, entonces...

-Entonces ¿qué?

-Más claro: tú no amas a Gonzalo

-Naturalmente.

-¿Y no preferirías para marido al hombre a quien amaras?

-Ponlo en presente: a quien amo.

-Lo pongo: a quien amas.

-Corriente... Pues te respondo que quizás no.

-¡Que no?

-Que no... ¿Te asombras? Pues no hay motivo para ello. Yo tengo acá mi teoría sobre el caso; y no es así, al aire y como se quiera, sino fundada en la observación y en el propio sentir. De pronto te parecerá un lugar común de la manoseada sátira contra el matrimonio, porque algo así se ha dicho en esas rutinas desacreditadas; pero es cosecha de mi caletre, créelo. Te la expondré en forma de máxima, como hacemos siempre los sabios para acreditar vulgaridades: «si quieres conservar el amor que sientas por un hombre, con todo lo que de este amor se sigue y se desprende, no te cases con él».

-¡Cáspita!

-Así como suena, hija mía. Parece duro y un si es no es atrevido; pero es la pura verdad. Y si no, tiende un poquito la vista sobre todo lo que conoces en derredor de ti: es un semillero de comprobantes de mi modo de pensar sobre el caso. Otra máxima: «el amor se alimenta de deseos, de privaciones y de contrariedades; dale todo cuanto pida, sin cortapisas y a pasto, y cátale muerto en dos días; y muerto por hartazgo de prosa, que es, de todos los hartazgos, el más abominable.

Sonreíase otra vez la amiga de Sagrario al oír cómo ésta se despachaba, vuelta ya al pleno dominio de su carácter, y replicola:

-Eso dependerá de la calidad del amor... me parece a mí.

-No hay más que una calidad de amor -repuso con ademán resuelto Sagrario-, y el amor tonto, que no reza con nosotras.

-Y suponiendo que tú tengas razón -preguntó Verónica a su amiga, de cuyas palabras parecía estar pendiente, sin duda por la gracia que le hacían-, ¿es lícito eso?

Revolvió aquí un poco en el sillón el lindo cuerpo la interrogada, y, después de vacilar un instante, respondió con gran desparpajo a su amiga:

-Verdaderamente que no me he puesto nunca a mirar el caso por ese lado; pero muy ilícito no debe de ser, cuando tanto se usa.

-¿Qué es lo que tanto se usa, Sagrario?

-¡Caramba!, pues el vivir con el marido y el gozar con el amante... Me parece que cosa más corriente...

Después de estas palabras, fue Verónica quien se quedó un brevísimo rato algo suspensa; en seguida, sin dejar de mirar con marcada fijeza a su amiga, la dijo:

-¿Y qué piensa Gonzalo de esa teoría tuya?... Porque supongo que se lo habrás dado a conocer...

A lo que respondió Sagrario con igual frescura que si el asunto no rezara con ella:

-¡Yo lo creo que lo conoce! Pero ¿qué se le importa a él? ¡Gracias a Dios, no tiene por qué callar! ¿No sé yo la vida que ha hecho, la que hace y la que hará? ¡Ni más ni menos que la mía! ¡Para él estaba! Además, ¿qué pone por su parte en este fregado? Sus lacras, sus deformidades y sus vicios. ¿Puede, en buena justicia, y aunque pudiera, aspirar al pleno y singular dominio y usufructo de esta mi «lozana y exuberante juventud», como dijo de ella nuestro poeta Aljófar en su anteúltimo sahumerio? ¡Oh!, sobre estas materias, ni él ni yo podemos llamarnos nunca a engaño, por muy recio que truene. Estamos los dos bien enterados, bien prevenidos y bien conformes. Y ¡cómo no estarlo! Nuestro casamiento es lo que menos importa aquí, por lo tocante a las inclinaciones y propósitos de cada uno. Nos lo hemos dicho muchas veces, y ayer hicimos un esmerado resumen de todas las anteriores advertencias y prevenciones: «nos casamos por razón de Estado, como si dijéramos; habrá de común entre los dos el hogar, los bienes y el ceremonial que es propio de la jerarquía en que se nos coloca. Fuera de esto, cada cual se atenga a lo suyo, guarde su alma en su almario y haga de su vida lo que mejor le parezca..., por supuesto, respetando siempre las buenas formas y las conveniencias sociales...», porque a esto, bien lo sabes tú, Beronic, no se debe faltar jamás... Conque ya ves.

-¿Y tan conformes los dos? -dijo la otra, mirando a Sagrario con los ojos un poco fruncidos, mientras se abanicaba lentamente y se recostaba contra el respaldo del sillón.

-Tan conformes -repitió la novia.

-¡No es poca fortuna! -añadió su amiga sin cambiar de postura-; sobre todo, para ti.

-Y para él ¿por qué no?

-Porque como en Gonzalo no hay grandes prendas que admirar, ni bellezas que apetecer, se comprende sin dificultad que tú te avengas sin gran esfuerzo a ese convenio; pero que él se resigne a no ser dueño y señor absoluto de una mujer tan hermosa como tú, siendo esta mujer la suya propia, me parece una abnegación... inverosímil.

Aquí se sonrió Sagrario, contó con los ojos y con el pulgar y el índice de su mano izquierda las varillas de su abanico abierto; y sin cesar en este entretenimiento ni mirar derechamente a su interlocutora, la replicó con acento de indiferencia:

-Después de todo, ¿qué más le da?

-¡Pues me gusta!...

-Lo dicho, Nica -añadió Sagrario animándose un poco más-; y si te parece mucho así, pongamos casi, casi.

-No lo entiendo, hija -respondió Verónica con visibles muestras de curiosidad, y otras tantas de sus intenciones de tirar de la desjuiciada lengua de Sagrario-. Si no lo pones más claro, como si callaras.

Volvió la rubia a contar el varillaje de su abanico; cerrole de pronto con estrépito; incorporose de un salto; rodeó con sus brazos el cuello de su miga, y la dijo al oído un secreto.

-¡Pobrecillo! -exclamó la otra, en cuanto Sagrario volvió a sentarse, abriendo el abanico con las dos manos y poniéndose también a contar el varillaje con los ojos un tantico cobardes.

-Como lo oyes -dijo la otra algo lisonjeada con el éxito de su confidencia.

-Y tú ¿de qué lo sabes? -preguntó Verónica atreviéndose poco a poco.

-De que me lo ha confirmado él con la mayor desvergüenza.

-¡Confirmado! ¿Luego ya lo sabías?

-Por Leticia, a quien se lo dijeron amigos íntimos de Gonzalo.

Volvió a contar las varillas de su abanico Verónica; calló también Sagrario, mirando el paisaje del suyo; y dijo a poco rato la primera, acaso por mudar de conversación, quizás porque realmente deseaba ver a su amiga apurar la materia a que se referían sus palabras:

-Volvamos un momento al caso aquel de tu teoría sobre...

-¡Hola!... ¿Si te habrá caído en gracia?

-Se me ocurre un reparo que ponerte.

-¿Acaso nacido de lo que acabamos de tratar?

-Precisamente de ello..., pero de su casta es.

-Pues venga el reparo.

-Si el matrimonio es la mortaja del amor, como has venido a decirme en substancia, y han dicho antes que tú muchos calaveras que se han casado en seguida, ¿por qué te casas en la forma que lo haces?

Quedose un poco suspensa la interpelada, como si no entendiera bien el alcance de la pregunta, y dijo a la interrogante:

-Si concretaras el caso un poquito más...

-Concrétole -repuso la otra; y añadió-: si lo que interesa es conservar el amor que sientes, por hoy, y este amor es de más hondas raíces que el de ayer... y el de anteayer, porque no tienen cuenta los que te he conocido...

-Gracias.

-Es justicia.

-Como te parezca... Adelante.

-Si lo que te interesa, digo, es conservar ese amor con todos sus encantos, ¿por qué te casas sin maldita la necesidad? Conságrate a él con vida y alma...

-¿Soltera?

-Soltera.

-¡Bah! Entonces no me has entendido; porque ése es precisamente el amor tonto que yo exceptué; y el amor de que yo trato, es amor de más substancia, de más... en fin, que no es amor para doncellas.

Pareciole demasiado crudo el concepto a Verónica, a juzgar por la cara que puso, y dijo, con miedo de escuchar algo peor:

-De manera que, para complemento de la teoría, es también de necesidad algo de matrimonio.

-Indispensable, Nica. ¡Como que es... la patente de corso!

-¡Jesús, qué chica ésta! -exclamó Verónica, verdaderamente asombrada.

-¡Ahora te desayunas -la preguntó Sagrario con desenvuelta frescura-, y con remilgos de beata te me vienes? Pues ¿qué ha hecho Leticia, entre otros cien ejemplos que pudiera citarte, sino buscar la patente esa, o aceptarla con gusto, por lo menos?

-Leticia no dice esas cosas...

-No; pero las hace. ¡Te aseguro, y bien lo sabes tú, que se aprovecha de la patente como el corsario de más hígados!

Vuelta Verónica a lo suyo y siguiendo en cuanto podía el tono de su amiga, atreviese a replicarla:

-Se me ocurre otro reparo que hacer, no a tu teoría precisamente, sino al modo que has tenido de ponerla en práctica: la patente que adquieras en tu matrimonio, de nada ha de servirte.

-¿Por qué?

-Si es cierto lo que me has contado al oído...

-Te dije que casi, casi: recuérdalo...; y entre ello, por poco que sea, y el extremo que tú pensabas, cabe perfectamente la gran vida que puede darse una mujer de tan buen gusto como yo.

-¡Y con esas teorías, y con esos... hígados -dijo Verónica levantándose y dando a su amiga unos golpecitos en cada mejilla con el abanico cerrado-, te me andabas con melindres al comenzar a hablarme de tu casamiento, como una colegialilla ruborosa?

-Pues, créeme -respondió Sagrario, levantándose también-: así y todo, me costaba empezar. Pero necesitaba este desahoguillo en vísperas de trance tan nuevo. Aunque una está tranquila de conciencia, gusta recibir los alientos de tan buenas amigas como tú.

-¡Valiente pieza estás! -respondió ésta riéndosele muy cerquita de la cara.

-Pues te voy a pagar el piropo con un gran consejo -repuso Sagrario, deteniendo a su amiga, que ya había echado a andar-: no te cases con Pepe Guzmán, aunque, por milagro de Dios, lo pretenda él; pero si don Mauricio el Solemne, pide tu mano, acéptale.

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