La Montálvez: II-12

La Montálvez
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Parte II: Capítulo XII

de José María de Pereda

Sobre este apreciable matrimonio apenas se veía la huella del tiempo corrido desde que el lector le conoció, con motivo de una visita que le hizo la marquesa de Montálvez. Un poco más enjuto y encanecido don Santiago, y menos entregada a su vicio calcetero la indestructible y petrificada doña Ramona. En todo lo restante, lo mismo que siempre: los mismos entretenimientos, las mismas costumbres y hasta los mismos muebles en el despacho del antiguo droguero... y las mismas alternativas reumáticas, aunque algo más acentuadas de gotosas cada vez, en la misma simpática persona; en el cual despacho acababan de desayunarse marido y mujer en el momento en que vuelvo a poner al lector en su presencia.

La noche antes había llegado Ángel a casa más desasosegado y distraído que de costumbre: cenó poco, habló menos y sin venir al caso; tan pronto sonreía como se le nublaba el gesto y se estremecía todo... Y así se fue a la cama.

De eso estaban hablando cabalmente su padre y su madre todavía, cuando se les presentó Ángel muy risueño, pero no muy tranquilo, a juzgar por ciertas señales. El tal mozo era la alegría de la casa, y no hay para qué decir cómo fue recibida allí su sonrisa, después de los extraños celajes de la noche anterior. Pero extraña era también, en las costumbres domésticas de Ángel, la visita al despacho de su padre a aquellas horas; y en ello convinieron don Santiago y su mujer con una mirada que cambiaron entre los dos, y que al propio tiempo quería decir: «¿qué diablos le pasará a este chico?»

Y el chico comenzó a dar cuenta de lo que le pasaba, poniendo en manos de su madre después de estamparla un beso en la frente, como lo tenía por costumbre, y de recibir otro en cada mejilla, el retrato de Luz.

-Vea usted eso -dijo con voz temblorosa y sonriendo al entregárselo.

La Esfinge tomó la tarjeta, púsola a conveniente luz, y clavó en el retrato la vista a través de sus anteojos, con una fijeza tan inalterable y dura, que Ángel hubiera jurado que le hacía daño en el pecho y que por eso latía su corazón tan desacompasadamente.

Don Santiago, vencido por la impaciencia, levantose del sillón, y por encima del hombro de su mujer se puso a contemplar también el retrato. Y así se estuvieron un par de minutos sin decir palabra: la Esfinge, con su ceño indescifrable; su marido, con la boca desplegada y los ojos muy abiertos, y Ángel mirando al uno y a la otra, temblándole las piernas y con el corazón dale que dale.

Al fin se movió doña Ramona para alejar un poco más la fotografía; y, sin dejar de contemplarla, exclamó con un entusiasmo que no era de esperar en ella:

-¡Dios mío, qué criatura más angelical!

-¡De verdad es primorosa! -dijo don Santiago cogiendo la tarjeta y acercándose al balcón para examinar el retrato más a su gusto.

-¡Y qué humildemente vestida y peinada está! -añadió la Esfinge al soltar de su mano la tarjeta.

-¡Y qué dulzura de semblante y qué mirar de Niño-Dios! -dijo don Santiago desde el hueco donde estaba embutido ya.

Ángel sintió en su pecho cuatro porrazos seguidos y tremendos, uno por cada exclamación, que le retumbaron en la cabeza. Pero aquellos golpes no le dolían ni le incomodaban.

-Corriente -dijo en seguida su madre, mirando al extasiado mozo, y como si respondiera a las palabras de él cuando la entregó el retrato-; y ¿qué significa... esto?

Entonces Ángel se sentó a su lado; y con muchas zalamerías, convirtiendo con gracia y con habilidad el tema de la media naranja, tan repetido en su casa, en disculpa y germen de todo lo sucedido después, comenzó la historia de ello; pero desde muy atrás: desde el punto y hora en que conoció a Luz a la puerta de las Calatravas, callándose discretamente apellidos y seriales para que no saliera lo tapado antes del momento en que debía salir.

Ya estaban los padres de Ángel enterados de casi todo lo que deseaban saber: por qué trasnochaba; por qué se vestía con tanto esmero; por qué andaba como desvaído a veces, y a veces hecho un cascabel, y hasta sabían por qué había llegado a casa la noche antes tan atolondrado y nervioso. Y no sólo lo sabían, sino que lo aprobaron y aun lo aplaudieron.

Corriente; pero ¿a qué puertas había ido a llamar Ángel? ¿Quién era ella?

Y Ángel, que no tenía motivos racionales para callarlo ya, lo dijo hasta con entusiasmo.

La Esfinge dejó caer de sus manos la media que había cogido para entretenerse mientras hablaba Ángel, y don Santiago, que, aunque, vuelto a su sillón, todavía lanzaba ojeadas al retrato de Luz colocado sobre la mesa, volvió la mirada, mirada de angustia y desconsuelo, hacia su mujer, cuyo rostro daba frío, pero frío de tumbas y de subterráneos.

-¡Hijo mío!-exclamó llevándose las manos de esqueleto entrelazadas hasta cerca de su boca-, si lo que nos has descubierto es la verdad; si la quieres como nos aseguras, más te valiera no haber nacido; y ya que naciste, más nos valiera a todos que te hubieras muerto sin penas, a la edad en que se llevó Dios a tus hermanos.

Ángel pensó entonces que la luz del sol se apagaba para él, y que la tierra se hundía bajo sus plantas. Contaba con que su madre había de poner tachas a Luz tan pronto como conociera de qué tronco procedía, porque las tachas de este linaje eran la manía de la obcecada señora; pero en aquellas palabras, en aquella actitud, en la angustia bien visible de su padre, había mucho más que un resabio que se vence con la reflexión y la fuerza del cariño: había escollos infranqueables, simas negras en que ya se vela precipitado el pobre chico con la carga dulcísima de sus primaverales ilusiones. El instinto de la vida, porque lo contrario era su muerte, le dio alientos para asomar los ojos al abismo y medir con la mirada su verdadera profundidad. Pidió a su madre la razón de sus palabras, tan preñadas de obstáculos desconocidos para él, y su madre, más justiciera que compasiva, ahondó el abismo clavando a la marquesa de Montálvez en la picota de su indignación y acribillándola allí con una granizada de crueles vituperios.

Quedábale al hijo el pobre recurso de atenuar la gravedad de los cargos con la supuesta propensión de su madre a pensar mal de ciertas señoras, y eso trató de hacer; y como también contaba con el amparo de su padre, a él volvió los ojos suplicantes, mientras hablaba lo poco que se le ocurría.

Y el padre, aunque no estaba menos angustiado que su hijo, también tuvo una nueva puerta que cerrarle y un nuevo clavo que hundir en su corazón.

-No, no es eso que tu crees, hijo mío. ¡Ojalá lo fuera! Tu madre, desgraciadamente, no habla ahora sin muy graves fundamentos. Yo no iré, sin embargo, en ciertas cosas, tan lejos como va ella; pero estamos enteramente conformes en cuanto a lo principal, que es muy grave; tanto, que necesitas conocerlo, y lo vas a conocer sin tardanza, por mucho que te duela oírlo y a mí me aflija el contártelo.

Y aquí comenzó el buen hombre a referir cosas que dejaban espantado al pobre mozo, no sólo por lo que de espantable llevaban las cosas en sí mismas, sino también por oírlo de unos labios de los cuales había esperado él, no heridas nuevas, sino bálsamo para curar las que le habían hecho las palabras de su madre.

-Pero esas noticias -dijo con voz poco segura Ángel, resuelto a defender uno a uno todos los portillos de su arruinada fortaleza-, pueden ser inexactas..., lo serán indudablemente. Yo sé cómo se vive en casa de esa señora: allí no hay rasgos ni vestigios de esas enormidades que usted me ha referido; se hace una vida sosegada y metódica, una verdadera vida de familia..., se reza.

-Sí -clamó entonces la voz lúgubre de la Esfinge-: también el diablo, harto de carne, se metió a fraile; pero diablo fue siempre.

-Se rezará, no lo dudo -dijo don Santiago interrumpiendo a su mujer-, y se hará la vida ejemplar que tú has visto, hijo mío; pero lo hecho, hecho está, y la obra del demonio a la vista queda para escándalo de las gentes honradas, aunque la pecadora se vuelva a Dios cuando ya no sirve para el mundo. Con todo, entiéndelo bien, yo no te culpo ni te acrimino: eres mozo sin experiencia, y te enamoraste a los primeros pasos que diste fuera de tu hogar: no es extraño que hayas sido y todavía seas ciego y sordo, y que no veas ni oigas lo que tanto suena y has tenido delante de los ojos. Yo también dudé al principio, porque conocía a esa señora..., la conocí aquí mismo, ahí donde estás tú sentado; y aunque la vi derrochadora, no la creí capaz de otros pecados más feos. Tuve varios negocios con ella, y éstos me obligaron a visitarla en su casa muchas veces; y en su casa andaba una víbora de las que muerden el seno que las ha dado calor: un mayordomo que, según informes que después adquirí, había perdido la confianza de su señora, con grandes motivos para ello. Este mayordomo, nada conforme con que la marquesa tratara directamente conmigo negocios que antes arreglaba él a su gusto con usureros, para estafarla entre todos, fingiendo llorarme lástimas de ella como para interesarme más, pero con bien contrarias intenciones, me fue imponiendo minuciosamente de los percances más gordos de su azarosa vida. Ya era administrador y mayordomo de la casa cuando nació la marquesa: ¡figúrate si, estaría bien enterado! Sin embargo, me resistía a creerle; pero como me importaba salir de dudas, por la índole misma de los negocios que traíamos entre manos esa señora y yo, acudí a otras fuentes; y bien pronto me convencí de que el pícaro administrador todavía se había quedado corto en sus informes. Tan sonada era en Madrid la fama de la marquesa, que todos los informantes se extrañaban de que no la conociera yo. ¿Qué había de conocer metido en estos rincones, tan apartados del bullicio de las gentonas como del otro mundo! Lo del banquero, lo sabía; es decir, sabía que era un bribón y que se había largado de la noche a la mañana temiendo que le desollaran vivo en la Puerta del Sol; pero ¿qué me importaba a mí si era casado o soltero, ni cómo recordar el título con que se pavoneaba últimamente, si es que alguna vez le oí pronunciar, que lo dudo? En cuanto a lo del señor de Guzmán, ¿cómo sospecharlo siquiera? Una vez me la recomendó como persona de responsabilidad y amiga suya; pero ¿qué había en esto de particular ni de sospechoso, sobre todo después de haber observado que los informes eran exactos, porque la marquesa ha ido cumpliendo fielmente todos sus compromisos conmigo? ¿Qué me tocaba a mí hacer, aun después de descubierto el potaje, sino mostrarme ignorante con la marquesa y seguir tratando con ella siempre que lo ha necesitado, por respeto al señor de Guzmán, a quien tampoco he dicho una palabra? Tu madre y yo hemos hablado muchas veces aquí de esos fregados; pero no eran asunto que debía quitarme el sueño, ni cosa de llamarte a ti para que te fueras enterando... ¡Ojalá lo hubiéramos hecho!... Y he aquí, hijo mío, por qué no te culpo de lo que te pasa, y las razones que tengo para apoyar a tu madre en lo que te ha dicho.

El pobre Ángel tenía la cabeza hecha un laberinto de fuego y de visiones diabólicas; pero entre todo y sobre todo lo que se revolvía y abrasaba, alzábase flotante y como la esperanza de un celestial consuelo, la imagen de Luz; de Luz, que no estaba, que no podía estar manchada con el fango de aquel lodazal en que había nacido. ¿Qué justicia, qué ley autorizaría la infamia de castigar en un ángel las culpas de una mujer pecadora!

Y en este sentido y con toda la energía de su alma dolorida, habló a su padre, porque nada esperaba de la inclemente rigidez de su madre.

Don Santiago, más compasivo, le respondió, descubriendo en su voz y en sus miradas la honda pesadumbre que le afligía:

-Yo tampoco soy de los que creen que los vicios se heredan como las enfermedades, ni de los que tienen por justo que paguen los hijos inocentes las faltas cometidas por sus padres; pero se dan casos a menudo en que se teme lo peor, como si fuera lo probable, y la necesidad se impone con su fuerza de consideraciones y respetos humanos, y obliga a proceder ajustándose más a las leyes del mundo que a los mandatos del corazón. Porque así somos, hijo mío, y por nuestra culpa..., porque nuestras son las leyes que nos amarran a los escrúpulos de los demás. Cierto que las hacemos y las promulgamos con el piadoso fin de molestar al prójimo; pero hechas quedan y a las barbas nos saltan en cuanto los delincuentes somos nosotros. Y nada más justo.

-Bien está eso -interrumpió Ángel, que no podía con el martirio de sus impaciencias-; pero en el caso mío...

-A él iba sin parar -contestó su padre, saliéndole al encuentro-. El caso tuyo...

-El caso tuyo -dijo la tremenda voz de la Esfinge, haciendo callar a la de su marido -es de los que reclaman todo el valor que cabe en el corazón de un mozo de vergüenza para irle olvidando, porque no tienen otro remedio.

-El caso tuyo -insistió don Santiago, queriendo atenuar el efecto causado en el hijo por las durezas de la madre-, no es para resuelto en cuatro palabras en un momento de fiebre como la que te abrasa ahora, hijo mío, de pies a cabeza: es para meditado en frío y con calma..., cómo le has de meditar tú seguramente, tomando los puntos donde deben tomarse: no en las alturas de la pasión, sino abajo, abajo en este pícaro suelo que se pisa, y entre la gente con quien uno se codea en cuanto sale de casa.

-Pero ¿cómo!, ¿cómo! -preguntó Ángel, anhelando llegar cuanto antes a lo desembarazado y concreto.

-A eso vamos, hijo, a eso vamos -le repitió suavemente su padre-. Déjate de andar a vueltas con lo de que si el mundo es justo o es injusto en esto o en lo otro; o si las madres pecadoras por aquí, y si las hijas inocentes por allá, y considera lisa y llanamente lo que a ti te pasa. Hay una joven que no tiene pero en lo tocante a ella misma: es muy guapa, muy recogida, muy bien educada..., una santa de Dios, vamos. De esta joven te enamoras tú, y ella se enamora de ti. Deseáis casaros, y resulta, en primer lugar, que no es hija de su padre..., quiero decir...

-Tiene derecho perfecto al apellido que usa.

-Por la ley, pero no por la naturaleza; y esto lo sabe todo Madrid, el Madrid que bulle en lo alto, y habla recio y escribe, y es oído y leído, y murmura y desuella al sursumcorda, y da y quita reputaciones a su antojo. La madre que hizo esa fechoría tuvo por marido, es decir, por padre legal de la novia, a un estafador, huido de su patria después por temor a la justicia; y esto lo sabe también ese Madrid que murmura y alborota; la misma mujer, que fue desleal, infiel, antes de casada, continuó siendo esposa adúltera; y cuando enviudó, no tuvo el diablo por dónde desecharla. Y eso también es público en el Madrid que hace y deshace reputaciones... ¿Te vas enterando?

-Adelante -dijo el pobre mozo con heroica resolución, medio tragado ya por la boca del negro abismo.

-Pues bueno -añadió su padre espantado de que tuviera que ser él quien le empujara para arrojarle hasta el fondo-: a pesar de todos estos inconvenientes, te decides a casarte porque Luz es una santa, según hemos convenido. Luz, por hermosa y por hija de su madre, es muy visible en el mundo, en el Madrid que murmura y despelleja, y te la tomas del brazo para entrar con ella en ese paraíso que habéis soñado los dos... Mira, Ángel, será injusto, será inicuo, todo lo que tú quieras; pero es la pura verdad que ese Madrid maldiciente y sinvergüenza; ese Madrid que acaso tiene la culpa de que la marquesa de Montálvez no sea una mujer sin tacha, arroja sobre su hija, y como regalo de boda, todos los escándalos de la madre, y, por consiguiente, sobre su marido, sobre ti, que eres un hombre de bien (y, por serlo, vas por donde vas y con quien vas), todos los sambenitos de tu mujer, entre algazara y chacota. Ahora bien: por grande que sea tu obcecación; por hermoso que se te pinte en los ojos lo que hay del lado de allá de la puerta, ¿te atreverás a entrar por ella con tal fardo de ignominias a la espalda? Esto es lo que has de meditar, hijo mío, con la cabeza fría y el corazón sosegado.

Ángel no quiso oír más ni añadir una palabra. ¡Tan honda y tan negra le iba pareciendo la sima! La Esfinge, implacable, trató de ennegrecerla y ahondarla todavía más. Su marido se lo impidió con una mirada que tuvo toda la fuerza de un discurso para su corazón de madre. Ángel se levantó aturdido y mudo para retirarse de allí, y al mismo tiempo extendió el brazo para recoger el retrato de Luz, que estaba sobre la mesa.

-Tómale, hijo mío -le dijo su padre adivinándole la intención y apoderándose de la tarjeta antes que él-. Pero aguarda un poco. (Don Santiago volvió a contemplar el retrato.) Sí..., ¡clavada!... Bien decía yo antes para mí: «¿a quién que yo conozco se parece esta cara?» ¡Claro!, ¿a quién había de parecerse?... ¡Si me asombra que por este rastro, y sabiendo lo que ya sabía, no hubiera yo dado en el quid antes que tú me le descubrieras!...

-Esos parecidos -dijo la Esfinge -son el sello que pone la mano de Dios en las obras del demonio, como esa desdichada criatura, para aviso de las gentes honradas...

-¡Mujer!...

-Para que duela lo digo, Santiago, para que duela..., porque esa clase de heridas no se curan con bálsamos dulces: se curan a fuego, entre martirios como el que estoy padeciendo yo viendo al hijo de mis entrañas, al regalo de mis ojos, entre las uñas de Satanás. ¿Merecía él ese destino? ¿Le hemos criado tú y yo para eso?

-No, mujer, no -díjola don Santiago en santa calma-; pero a un solo fin se puede ir por diversos caminos... Déjame por donde voy ahora, que yo sé que no voy mal y que he de llegar antes y mejor que por donde tú quieres que vaya.

Luego, volviéndose a Ángel, que continuaba mudo y cada vez más aturdido, dijole entregándole el retrato:

-Tómale, hijo, ya que le deseas..., como es natural; pero procura no tenerle delante cuando medites sobre lo que te he dicho, para resolver lo que te conviene.

Ángel recogió la tarjeta, y salió, con ella en la mano, del despacho de su padre; y es cosa averiguada que en cuanto se vio solo y encerrado en su gabinete, desahogó las fatigas de su pecho regando con lágrimas ardientes y devorando a besos resonantes aquella imagen fidelísima de la más hechicera «obra del demonio».


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