Vida y escritos del Dr. José Rizal/Quinta época, III
A últimos de 1892 cayeron los conservadores; vinieron otra vez los liberales y ocupó Maura la cartera de Ultramar. Era Ministro por primera vez; traía juventud, arrestos y pensamiento propio. No tardó en ver cuán difícil era la situación de Despujol en Filipinas: los frailes, á pesar de la deportación de Rizal, le aborrecían, mayormente después de la campanada que de orden de S. E. se había dado, registrándoles á los agustinos su imprenta y alguno de sus conventos[1]; los españoles, en general, tampoco le querían, porque con la esquivez que con ellos había tenido en todo tiempo, contrastaba la deferencia dispensada á ciertos señorones del país; y en cuanto a los filipinos, los reformistas, los amantes del progreso, no podían perdonarle lo que había hecho con Rizal y algunos otros, pero señaladamente con Rizal: de suerte que teniendo Despujol la consideración que inspira una rectitud moral acrisolada, no tenía, sin embargo, las simpatías de los elementos de mayor influjo en la Colonia. Había pecado además de cierto pedantesco exclusivismo, de creerse en plena posesión de toda inspiración, para hacer por sí, sin el auxilio de nadie, todo cuanto era necesario al logro de la prosperidad de Filipinas. Maura le pidió la dimisión. Despujol se negó á darla: creía, en conciencia, que desempeñaba el cargo con todas las de la ley, y así podía el Gobierno, si lo estimaba conveniente, relevarle; pero él no dimitía. Y el Gobierno le destituyó con cierto estrépito. Para sustituirle nombró al teniente general D. Ramón Blanco y Erenas.
Blanco conocía ya el país; decíase de él que había sido masón en su juventud[2], y por su carácter aplomado, temperamento liberal y otras razones, su nombramiento fué acogido con cierta satisfacción por los filipinos reformistas. Pero, después de todo, el remedio supremo que éstos anhelaban no estaba en las manos de la Suprema autoridad colonial, sino en las del Gobierno metropolítico: ¿qué importaba que Blanco, y quien dice Blanco dice cualquier otro, fuese más ó menos campechano, más o menos benévolo, más o menos demócrata? Lo que importaba era tener libertad de imprenta y de asociación y representantes en el Parlamento; lo que importaba, en una palabra, era tener derechos políticos, y éstos no parecían por ninguna parte. Era, pues, necesario continuar trabajando en la sombra, muy en la sombra; porque ¡ay! estaban demasiado recientes los golpes sufridos. Tras de Rizal habían ido á la deportación, ó experimentado dolorosas deposiciones, algunos calificados filipinos, sólo por el hecho de aspirar á ser verdaderos ciudadanos. En efecto, el general Despujol, «haciendo uso de las facultades de que se halla investido, y atendiendo á razones de índole esencialmente política y gubernamental», había tenido á bien disponer, por su decreto de 13 de Septiembre de 1892, «la destitución de D. Manuel Argüelles, del cargo de Auxiliar de Fomento de la provincia de Batangas; la de D. Pedro Serrano, del de Maestro de instrucción primaria de la segunda escuela municipal de Binondo; la de D. Antonio Consunji y D. Ruperto Laxamana, de los cargos de Gobernadorcillo de San Fernando y Teniente primero de México, respectivamente, en la Pampanga, y el cambio de residencia de los vecinos de Manila D. Doroteo Cortés y D. Ambrosio Salvador; del de la Pampanga, D. Mariano Alejandrino; del de Bulacán, D. Antonio Rojas; del de Batangas, D. León Apacible; del de Cavite, D. José Basa, y del de la Laguna, D. Vicente Reyes»[3]. Es decir, que aun destinos que, como el de D. Pedro Serrano, se tenían en propiedad, el Gobernador general podía, «haciendo uso de sus facultades», quitárselo al propietario; como podía, en virtud de las mismas «facultades», disponer el «cambio de residencia» (léase destierro) del sujeto que no fuera de su devoción, así no hubiera contra éste el menor testimonio de que era merecedor de tan molesto y degradante castigo.
El Código penal, como Rizal había ya pronosticado á raíz de la implantación del mismo, no servía para nada. Una denuncia hecha por cualquier miserable, un informe reservado, ó algo así, motivaban esas iniquidades que se llamaron «expedientes gubernativos», y el Gobernador general, ¿qué había de hacer? Poner el conforme á lo que le proponían. Ocasión tendrá el lector de conocer «expediente gubernativo» de Rizal: si tratándose del primer hombre del país, en ese expediente se acumulan las más monstruosas inexactitudes, ¿qué no se haría en los expedientes de otros que, por no tener la personalidad de Rizal, no requerían tantos cuidados? — ¡Y así se gobernaba en las Islas Filipinas! ¿Qué mucho que hubiera desesperados? ¿Qué mucho que estos desesperados parasen en enemigos de los españoles y hasta de España? ¿Qué mucho que suspirasen todos esos perseguidos —perseguidos, sólo por sentirse hombres— por tener aquellos derechos que les garantizasen la vida en contra de las arbitrariedades y de la mala voluntad de sus sistemáticos perseguidores? Piénsese bien: en Filipinas no ha habido jamás verdadero separatismo, como escuela; hubo, creado por Rizal, un sentimiento nacionalista, necesario, indispensable de todo punto para afrontar la injusticia. Sin ésta, no habría habido descontentos; sin los descontentos, no habría habido nacionalismo; sin el nacionalismo, no se habría derivado el ansia de revolución, llevada á vía de hecho por el Katipunan… que tampoco fué separatista[4].
Ya se ha dicho: de nada servía el buen deseo del Gobernador general, si al propio tiempo no lo había de parte del Gobierno de la Metrópoli. Pero es que la mejor intención de un ministro que aspirase á instaurar en Filipinas algo que, siendo de justicia, redundaba en favor del progreso que tanto ansiaban los filipinos cultos, tropezaba infalible y fatalmente con el peligroso escollo de los frailes. Moret alcanzó, en 1870, el más subido punto de notoriedad como reformista[5]: quiso que el Municipio indígena gozase de cierta autonomía; aspiró á secularizar la enseñanza; creó una cátedra de Colonización y otra de Tagalo en la Universidad central… Y nada prevaleció. En lo que se refiere á la enseñanza, los frailes (sus monopolizadores en el Archipiélago) lograron demostrar (?) que, sobre ser impolítica la secularización, nadie en aquel país la deseaba[6]. Y en España se vió que la opinión (?) de la Colonia era del todo al todo opuesta á tales reformas. La opinión de los frailes y sus afines, entiéndase bien; porque la del país propiamente dicha, ni se había solicitado, ni, de solicitarse, se hubiera sabido en toda regla: porque… ¿quién hubiera tenido el atrevimiento de opinar contra los frailes? — Ipso facto, habría sido calificado de «filibustero». — Si lo era Moret, á pesar de su doble condición de Ministro y de español, ¿cómo no serlo un simple particular natural de Filipinas?
Después de una tregua de unos doce años, durante los cuales nuestros Ministros de Ultramar fueron desfilando sin merecer de los frailes y sus congéneres el calificativo de filibusteros (salvo Becerra, que también lo mereció, sólo por haber acariciado el proyecto de mandar á Filipinas, en 1889, cien maestros españoles, para difundir con eficacia la lengua castellana), viene Maura á cargar con el epíteto, á la vez que á merecer de los hombres pensadores, y sobre todo de los naturales de las Islas, el calificativo de «eminente». — La gratitud de estos últimos cristalizó en un monumento, el primero y único que se ha erigido en Filipinas á un Ministro de Ultramar.
La sola enunciación de sus propósitos ensanchó los corazones de los filipinos: no estaban ellos acostumbrados á que en el discurso de la Corona se consignasen frases como las que siguen: «En las Islas Filipinas, mi Gobierno restaurará en breve las hoy ya abatidas instituciones comunales, que allí tienen el arraigo inestimable de la tradición, devolviéndolas facultades y medios para que ellas mismas satisfagan las necesidades de cada pueblo.» Llenos de júbilo, en el acto demostraron los filipinos su sincera gratitud en La Solidaridad; aquella gratitud que con tanta vehemencia exteriorizaban al menor favor, que hizo exclamar á Becerra en uno de sus discursos: «¡Pobre Filipinas! ¡Cuán desgraciada debe ser, cuando tanto aplaude to poco que en favor suyo ha podido hacerse![7].
La Reforma municipal de Maura es la obra legislativa que ha alcanzado mayor extensión bibliográfica de cuantas se han dictado para aquel país en el siglo XIX, si se exceptúa la Constitución del 12[8]. Los frailes pudieron apreciar desde el primer momento que Maura era hombre atesonado, nada propenso á deponer sus iniciativas ante ridículos anuncios de perturbación del orden. ¡Y renegaron de Maura! Cierto que éste fué quien relevó á Despujol, tan odiado por los frailes; cierto asimismo que Maura era buen católico… ¡Bah! La Reforma municipal, según la lógica frailesca, no podía ser buena, sencillamente porque cercenaba la abrumadora influencia que en la vida de aquellos municipios tenían los frailes de muchos años atrás, y querían éstos seguir usufructuándola, pues que, mediante esa influencia, hacían de los pueblos lo que les venía en gana. Y los frailes crearon cuantas dificultades pudieron para evitar que la Reforma prosperase; y la hubieran hundido, tal vez, de no hallarse al frente del Gobierno general el digno D. Ramón Blanco y en la Dirección civil el inteligente D. Angel Avilés, fervoroso amigo del Ministro. Sólo al cabo del tiempo, los domínicos se avinieron (nada más que los dominicos, y á regañadientes) á transigir con lo hecho[9].
Los filipinos veían que algunos ministros (como Moret, Becerra y Maura) se afanaban por la prosperidad de las Islas; pero veían también que, para los efectos de la vida ordinaria, el fraile seguía siendo el amo. Sabían que un decreto lo anulaba otro decreto; sabían que al mejor ministro le podía sustituir cualquier Fabié, de los que nada hacían sin ponerse de acuerdo con los frailes; los frailes, ¡eternos en la colonia!… Los frailes, que aun en los últimos años, hallaron en ciertos Gobernadores un apoyo desmedido[10]. Y el odio al fraile cundía, y el espíritu popular se refugiaba, necesariamente, en el novísimo nacionalismo creado por Rizal, que si no era la panacea que de mento redimiese de la servidumbre á siete millones de habitantes, era al menos un consuelo… Y la esencia de las ideas de Rizal se iba infiltrando en todos los que soñaban con la ansiada redención.
Veníase observando que desde la publicación del Noli me tángere no eran tan cuantiosos los ingresos en las cajas parroquiales: en los pueblos más políticos (Táal, Lipa, Malolos, etc.), eran ya muy contados los que pagaban bautizos con órgano y campaneo, ni misas con tres curas y sochantre, ni pintacasis en honor de tal Santo ó de cual Santa… La renta de las bulas decaía… Rizal había logrado, con un solo libro, herir á los frailes en lo que más estimaban (el bolsillo), y al propio tiempo convencer á muchos de sus compatriotas de que, para ganar el cielo, no era preciso enriquecer al fraile, ni seguir á ciegas todo cuanto el fraile predicaba; el fraile era simplemente un explotador de la sencillez, de «la mansedumbre de los fieles». Más aún: el respeto al sacerdote no debía convertirse en servilismo deshonroso…
Un hecho que en España habría motivado, á lo sumo, una gacetilla periodística de seis ú ocho renglones, para olvidada á las veinticuatro horas, en Filipinas fué objeto de los más estupendos y persistentes comentarios. El párroco de Balayán (Batangas), fraile recoleto, acudió á una tertulia casera, en la que había baile, catapusan y demás. Dió á besar la mano á las personas que tuvo por conveniente, y una de ellas, linda tagala, de familia distinguida, rehusó poner sus labios en la mano de aquel cura recoleto. El fraile insistió, y ella también. Y entonces el fraile endosó á la señorita una buena bofetada. Ella fué en el acto por un palo, y descargó algunos golpes sobre el fraile, el cual se defendió repartiendo puntapiés, puñadas y soplamocos. La orden de recoletos, los frailes de Filipinas, en masa, hicieron de aquello un arco de iglesia: ¡todo era obra del filibusterismo!; ¡todo era obra del impío Rizal!… Y no se les ocurría pensar que todo era obra de la dignidad humana, que gracias á Rizal cundía por los espíritus. Poco después, otro hecho algo semejante se desarrolló en uno de los pueblos de la provincia de Bulacán. El párroco, fraile franciscano, pretendió entrar en una casa, donde estaban solas dos jóvenes solteras. Una de las muchachas le advirtió que, por cuanto estaban solas, no podían recibirle. Obstínóse el fraile, alegando su estado religioso; y ella, á su vez, mantúvose en sus trece. El franciscano dióle un bofetón, y entonces las muchachas se abalanzaron sobre el fraile y en la refriega le rompieron el sagrado hábito. ¡No había duda! ¡El filibusterismo se extendía por el país!… ¿Podía consentirse semejante escándalo? Pero… ¿acaso era una novedad que un fraile visitase á dos jóvenes que se hallaban solas, cuando era tradicional que ellas, individualmente, solas del todo, fuesen á visitar al fraile á su convento?… El país se perdía, y se perdía «por culpa de los políticos», que alentaban á los indios y mesticillos que iban á Madrid, unos filibusterillos… ¡Ah!, ¡cuánto daño se causaba en España á su colonia!…
Para colmo de males, Maura acababa de dar la gran cruz de Isabel la Católica á Paterno —«¡ese mesticillo!»— y de nombrarle para la Dirección del Museo-Biblioteca de Manila; porque Paterno tenía dos carreras y algunas obras de erudición escritas. Y el mismo Maura, al proveer varias plazas de médicos titulares, había favorecido á dos médicos del país, ambos Doctores, ambos con lastre intelectual, ambos con una serie de trabajos técnicos publicados; ¡pero indios!… ¡Maura acabaría con Filipinas!… ¿Pues y la designación de Antonio Luna, que había sido redactor literario de La Solidaridad, para el desempeño de cierta comisión científica en las Islas?… Cierto que Luna poseía el título de Doctor en Farmacia y habíase distinguido como bacteriólogo aventajado en el Laboratorio de Roux; que había ampliado sus conocimientos en diferentes Laboratorios de Europa. Pero era indio, y «de los malos», porque en La Solidaridad había satirizado las costumbres madrileñas: ¡un filibustero redomado!… Y así discurrían los frailes y sus secuaces, mientras que los filipinos discurrían: Maura en el Ministerio de Ultramar, Blanco en el Gobierno general y los frailes reducidos á ser frailes, y entonces, ¿quién duda de que Filipinas será española por los siglos de los siglos? Pero no había remedio; el fraile seguía siendo… el fraile tradicional, cada vez más exigente; en tanto que el pueblo soberano adquiría nociones de lo que no había apenas experimentado, por efecto del atrofiamiento moral en que había vivido durante tres centurias. Cada paso que en política se daba hacia adelante, provocaba una protesta del fraile; y el fraile llegó á aborrecer todo cuanto significara progreso, y, por consiguiente, á crearse un estado de ánimo de rebeldía para todo lo que le rodeaba, si de ello no transcendía el servilismo humillante de otros tiempos. Marcelo del Pilar, estudiando precisamente los proyectos de Maura, después de recordar que en tiempos pasados había habido frailes que querían sinceramente á los indígenas, exclama[11]:
«Pero ¡cuánto va de ayer á hoy! Un cambio radical se observa en la relación social del fraile con elementos populares de Filipinas. El mutuo cariño de ayer entre unos y otros elementos se va convirtiendo en desafecto rayano en odio profundo, siendo notables los imprudentes retos que al pueblo filipino se suelen dirigir desde la cátedra del Espíritu Santo. Nosotros habíamos tomado acta del reto de un fraile apellidado Coco, que, predicando en un templo de Manila con motivo de una solemnidad religiosa, pronunció enfáticamente, y á lo D. Juan Tenorio, estas palabras: ¿Sangre queréis? ¡¡Pues sangre correrá!!»
Y véase cómo una reforma buena venía á ser funesta. La municipal de Maura estaba inspirada en un sentimiento de justicia; pero restaba al fraile omnímodas facultades, y el fraile paró en faccioso, tanto más faccioso cuanto más patriota… Y el odio al fraile cundía, y con este odio, necesariamente, el pesimismo. España era, sin duda, una buena madre, honrada y generosa; pero los intérpretes del espíritu de España en Filipinas, unos déspotas implacables, sistemáticos, irreducibles. Y acábase por ver que había algo de santo en los trabajos de conspiración, porque significaban la protesta de la dignidad herida. Ya lo dijo el padre Coco: «¡Sangre correrá!» —Y corrió.
Por entonces los trabajos de la Masonería tomaban cierto vuelo. Descubiertos algunos de sus papeles, sirviéronle de pretexto á Quioquiap (Pablo Feced) para llamar la atención, desde las columnas de La Política de España en Filipinas, de los poderes públicos; el articulista español quería mayores restricciones aún de las que había; á lo que respondió Marcelo del Pilar, muy razonablemente, desde La Solidaridad (número del 31 de Enero de 1894):
«Verdad es, que tanto la propaganda pacífica, como la insurrección separatista conspiran á un mismo fin, que es el imperio del Derecho y la desaparición del desequilibrio social; pero también lo es que siendo eficaz la propaganda, se hace innecesaria, y como innecesaria pierde su viabilidad, la guerra separatista.
»Si la propaganda legal resulta bastante para llevar al convencimiento de los gobernantes la conveniencia de dignificar su desenvolvimiento en Filipinas; si la propaganda legal logra obtener de los poderes metropolíticos la enmienda del régimen liberticida del país; si acogida por la opinión y atendida por los gobiernos, consigue recabar para el Archipiélago un estado de derecho que garantice allá la seguridad del individuo, la respetabilidad del hogar, la inviolabilidad de las conciencias, la sumisión de las instituciones civiles y religiosas á las prescripciones de la ley y á las exigencias de la moral; si por la propaganda legal se logran establecer medidas para prevenir la arbitrariedad y armonizar el principio de la autoridad con las libertades del pueblo, ¿es posible que encuentre eco el grito separatista en Filipinas? ¿Quién se aventurará á los azares de una insurrección separatista si bajo el régimen español se puede vivir libre, tranquilo y respetado? La insurrección no constituye ni puede constituir una aspiración, una finalidad, no: tiene que ser un medio, un recurso, pero recurso extraño. Apelan al recurso insurreccional los pueblos víctimas de la tiranía, cuando á fuerza de desengaños hubiesen adquirido la triste convicción de que son ineficaces los procedimientos pacíficos para obtener la reparación de sus males.»
El mal existía; la propaganda legal no se toleraba; por consiguiente, ¿qué tenía que sobrevenir, lógicamente?… Los filipinos que por vivir en Europa disfrutaban del beneficio de la libertad de imprenta, no hacían un misterio de lo que ocurrir pudiera. Sólo que… ¡quién creía en los augurios de los mesticillos?… ¿Había frailes en Filipinas?… ¡La integridad nacional estaba asegurada!…
- ↑
A propósito de este asunto, escribía el ilustre Pi y Margall en su periódico Nuevo Régimen (número del 3 de Diciembre de 1892):
«…No nos hemos cansado de indicar los peligros que esta política (la tradicional, á fines del siglo XIX) entraña hoy que numerosos jóvenes de aquel Archipiélago vienen á Europa y respiran los aires de libertad que aquí respiramos. No es posible, hemos dicho, que al volver á su patria se avengan esos jóvenes á la dura servidumbre en que allí se los tiene. Si no se concede á las Islas, hemos añadido, la libertad del pensamiento y la conciencia; si no se les otorga el derecho de administrar sus propios intereses; si no se les da asiento en las Cortes, como se les dió del año 1812 al 1837, verán siempre en nosotros sus opresores y pugnarán por arrojarnos de su seno. Lo que hicieron los colonos de América, eso harán más o menos tarde los que habitan aquellas venturosas tierras.
»Ese peligro lo aprovechan hoy las comunidades religiosas, con el fin de afianzar su imperio. «Sólo por el influjo que nosotros ejercemos, dicen, cabe mantener estas Islas bajo el dominio de España. Hay aquí una agitación precursora de grandes tormentas. Se conspira; y viendo en nosotros el principal obstáculo, contra nosotros dirigen las más acerbas censuras y las más violentas criticas. La prensa clandestina suple la prensa pública. Salen frecuentemente á luz excitaciones á la rebelión, que traen desasosegados los espíritus. Asoman á los labios gritos de independencia, y ni en murmuraciones ni en proclamas se deja de presentarnos como instrumentos de tiranía».
»Los hombres que allí suspiran por verse libres conocían hace tiempo el origen de esos escritos que las comunidades denunciaban; pero no conseguían que los creyeran los Gobernadores. Al fin uno de ellos, el general Despujol, se cercioró de que el origen estaba en los mismos religiosos. Sabedor de que las últimas proclamas habían sido impresas en un establecimiento tipográfico de los frailes agustinos, ordenó investigaciones judiciales que dieron por resultado la ocupación de gran número de ejemplares en un convento de la Orden. ¿Aprenderá ahora el Gobierno? ¿Se convencerá de la torpe política que, con el fin de asegurar su predominio, siguen allá los frailes? ¿Comprenderá que precisamente en ellos está el peligro de que perdamos la Colonia?…
»Han puesto los agustinos el grito en el cielo por las investigaciones practicadas en su convento, y hay quien asegura que hasta piden la destitución del Gobernador para no perder sobre los indígenas su necesario influjo. Confunden su causa nada menos que con la de España, y, según se dice, han llevado su atrevimiento al punto de amenazarnos con abandonar las Islas, etc.»
Sobre el mismo asunto: artículo inserto en La Publicidad, de Barcelona (número del 1.º de Enero de 1893); lo firma Felipe (D. Miguel Morayta), y, entre otras cosas, dice:
«Todos los periódicos lo han dicho; el general Despujol quiso averiguar cuánto había de cierto y en el fondo de la publicación de ciertas hojas clandestinas, que alarmaban la opinión, y no andándose en chiquitas, dió en el nido y descubrió lo que había.
»Estas hojas clandestinas anunciaron que el día en que se cumpliría el IV Centenario del descubrimiento del Nuevo Mundo, se levantarían los filipinos como un solo hombre, para, puñal en mano, degollar á todos los peninsulares. Llegó aquel día, y en Filipinas no se movió ni una mosca; que es lo mismo que ha sucedido en tantas otras ocasiones, en que corrieron de boca en boca anuncios semejantes.
»Y entonces alguien dijole al general Despujol:— «Eso del levantamiento y de la degollación, es noticia que los retrógrados hacen correr muy á menudo para crear desconfianzas del Gobierno hacia los filipinos.» —Dió crédito á este aviso el general Despujol, que obrando de muy distinta manera que tantos de sus antecesores, había visto tranquilamente llegar el día de la degollación y del levantamiento, sin acordar el destierro de aquellos filipinos, cuyo delito consiste en no estar conformes con la indebida preponderancia que allí ejercen las Ordenes religiosas.
»El general Despujol recapacitó el caso; preguntóse á guisa de criminalista: qui prodets?, y lanzó la policía y los juzgados contra los conventos. Provistos de los correspondientes autos judiciales, se procedió el día 9 de Octubre al registro de la imprenta del Asilo de Huérfanos á cargo de los padres agustinos en Malabón; el día 10 al de las establecidas en Guadalupe, y el día 11 á la del convento de los mismos agustinos, sito en Manila. El resultado de estos registros sólo lo conocen el Juez que los practicó y el general Despujol. Mas todo Filipinas asegura que en la primera de dichas imprentas halláronse 2.700 ejemplares de hojas volantes ya impresos, los moldes con que se imprimieron y el original ó manuscritos que sirvió para componerlos.
»Tendré la honra de dar a conocer dentro de pocos días un ejemplar de estas hojas; mas en tanto, ¿por qué no reconocer que los padres agustinos cayeron en el garlito? De hoy más cesará la publicación de hojas anónimas y clandestinas anunciando desastres y degollinas, puesto que el juego está descubierto.
»De hoy más, y esto es para mí interesantísimo, no se volverá á hablar de filibusterismo filipino, pues que aparece evidente que no hay más filibusteros que los inventados por los que necesitan valerse de todo género de infamias para continuar ejerciendo una autoridad que no les compete. Los registros de las imprentas de los padres agustinos han sido, pues, decisivos…», etcétera. (Véase además la nota 322.) - ↑ Inexactamente: Blanco no fué nunca masón; así se lo aseguró al que traza estos renglones. — Véase el folleto de D. Nicolás M. Serrano, Dos palabras de justicia debidas al general Blanco. Madrid, 1897.
- ↑ Gaceta de Manila del día 20 de Septiembre de 1892.
- ↑
Todos los escritores filipinos lo confirman, aun después del cambio de soberanía; pero señaladamente D. Felipe Carderón en sus Documentos de la Revolución, publicados en el tomo V de mi Archivo del Bibliófilo: Madrid, 1905. En El Grito del Pueblo, diario de Manila, número del 12 de Agosto de 1906, y bajo el epígrafe «El 13 de Agosto», léese:
«Tal día como hoy, en 1898, presenciamos todos un acto tristísimo, conmovedor, que habrá de figurar en la Historia Patria con carácteres indelebles. Se arriaba en Filipinas la gloriosa bandera gualda y roja, vencedora en mil combates y que tremoló en esta tierra durante más de trescientos años… Y se izaba otra bandera, no menos gloriosa, de rayas encarnadas y con muchas estrellas blancas sobre fondo azul, completamente desconocida entonces para la generalidad de los filipinos. El tiempo ha cicatrizado las heridas de la cruenta lucha entre españoles y filipinos, y éstos no recuerdan á España más que para agradecerla el que, después de todo, les ha dado todo cuanto tenía: religión, leyes, costumbres y hasta su hermosísima lengua.
»¿Que por qué nos hemos rebelado contra España, si ella era verdaderamente noble, altruísta y generosa? ¡Callad, infames traidores, Nerones que insultais y asesinais á vuestra propia madre, cuya sangre corre por vuestras venas; callad, que el mundo se estremece de espanto y de horror oyéndoos hablar con tanto cinismo, con tan inaudito descaro!
»Los filipinos no nos hemos revelado contra España, á quien continuamos idolatrando y venerando en el santuario de nuestra alma; nos hemos rebelado, si, contra la soberanía monacal que imperaba despóticamente en nuestra tierra, contra el fraile que se ha erigido en señor de horca y cuchillo, en este país burlándose de las justísimas leyes promulgadas por la Metrópoli, gracias a la inmoralidad y desverguenza de la mayor parte de los llamados hombres de gobierno de tan querida como desdichada Nación; contra el fraile que, al comprender «que luchaba con éxitos envueltos en la inviolabilidad de los hábitos, perseveraba en luchas mundanas y materiales (y aun persevera), promovía pleitos y litigios que ganaba empleando el soborno, la osadia o el poder como amigo y confesor de reyes y magnates; se creía superior al general, al gobernante civil, al poder judicial, á los mismos obispos; y venciendo á todos y obteniendo grandes victorias, se consideraba invulnerable, poderoso, omnisciente y menospreciaba á sus mismos compatriotas los peninsulares que les adoraban y reverenciaban como á santos; y oprimía y trataba á bejucazos al indio, á quien explotó en sus haciendas, y deshonro en sus madres, en sus hijas y en sus mujeres.» - ↑ Véase la obra: Memoria presentada á las Cortes Constituyentes por el Ministro de Ultramar D. Segismundo Moret. Madrid, Imprenta Nacional, 1870.
- ↑ Esta reforma de Moret hizo que los frailes pusieran el grito en el cielo, y, más aún, que en Filipinas abriesen una información (entre sus amigos), por la que se ve que todo el país (?) estaba de parte de los frailes. Consúltense las obras: Documentos que justifican la improcedencia é ilegalidad de la reforma que ha hecho [en la Universidad de Manila] el Ministro de Ultramar D. Segismundo Moret. (Por Fr. Francisco Rivas, dominico.) Madrid, Imp. de Policarpo López, 1871. — Por vía de apéndice, publicóse poco después, en 1872, el opúsculo Adición al folleto titulado Universidad de Manila: Madrid, Imp. de Policarpo López, 1872. — Y entre una y otra pieza, la que lleva por titulo: Colección de documentos referentes á la reforma de estudios de Filipinas, decretada por el Supremo Gobierno en 6 de Noviembre de 1870. [Binondo, Imp. de B. González Moras, 1871.] — Estos documentos, que constituyen la opinión del país, los firman, casi todos ellos, frailes y sus afines. ¡Y éstos se atribuían la genuina representación de los deseos é ideas del Pueblo Filipino!…
- ↑ En el banquete á que hemos hecho referencia en la pág. 196.
- ↑
El propio Maura tal vez no conozca toda la extensión bibliográfica de su célebre decreto de 19 de Mayo de 1893. — Publicóse por primera vez en la Gaceta de Madrid, y se reprodujo en la Gaceta de Manila y en casi todos los periódicos que veían la luz en el Archipiélago, con las glosas consiguientes. Insertólo también La Solidaridad, quincenario madrileño que dedicó al asunto cuatro ó cinco artículos, firmados por Marcelo H. del Pilar. En La Política de España en Filipinas, de Madrid, José y Pablo Feced glosaron igualmente la reforma. Y, como en éstos, lo fué en otros muchos periódicos peninsulares. — Hállase además dicho decreto en los volúmenes siguientes:
— Real decreto de 19 de Mayo de 1893 relativo al régimen municipal para los pueblos, de las provincias de Luzón y de Visayas… Madrid, Rivadeneyra, 1893. — En 4.º
— Real decreto… (Ut supra.) Manila, Tipografia «Amigos del País», 1893. — En 8.º
— Tribunales municipales. Su organización, constitución y atribuciones, ó sea el nuevo Régimen municipal… por D. Miguel de Liñán y Eguizábal. Manila, 1893. (En la cubierta: 1894.) — En 4.º
— Reforma municipal de Filipinas. Por D. Camilo Millán. Manila, 1893. — En 4.º
— El Régimen municipal en las Islas Filipinas… Por P. A. Paterno. Madrid, Sucesores de Cuesta, 1893. — En 8.º
— El Municipio Filipino. Compilación de cuanto se ha prescrito sobre este particular… (Publicación de ´´El Faro Administrativo,´´ dirigido por D. Manuel Artigas.) Manila, 1894. — Dos tomos en 4.º
— En la Revista de Manila El Faro Administrativo.
— En el Diccionario de la Administración de Filipinas, por D. Miguel Rodríguez Bérriz. Manila, 1887-1895; en el Anuario de 1893, impreso en Manila, 1894. — En 4.º
— En la Compilación legislativa del Gobierno y Administración civil de Ultramar, por D. Manuel Fernández Martín. Madrid, 1888-1898.
— En el Diccionario de Alcubilla.
Y comentada, en los Comentarios al Reglamento provisional para el régimen y gobierno de las Juntas provinciales creadas por Real decreto de 19 de Mayo de 1893, por D. Félix M. Roxas y Fernández. Manila, 1891; en 4.º — Y en la Circular del provincial de dominicos Fr. Bartolomé Alvarez del Manzano, fechada en Manila, á 17 de Febrero de 1895. [Manila, Imp. de Santo Tomás, 1895.] — Y en el libro Filipinas: Estudio de algunos asuntos de actualidad, por Fr. Eduardo Navarro, agustino. Madrid, 1897. En 4.º — Etc., etc.
El Decreto y el Reglamento, pero sobre todo esto último, han sido traducidos á varias lenguas del Archipiélago; en tagalo puede verse en el semanario Ang Pliegong Tagalog, fundado en Manila, en Mayo de 1896. - ↑ Por obediencia á la Circular del provincial Fr. Alvarez del Manzano (Manila, 17 Febrero 1895), citada en la nota precedente.
- ↑
El gobernador de Pangasinan D. Carlos Peñaranda, dirigió á los Gobernadorcillos de dicha provincia la siguiente circular:
«Teniendo noticia este Gobierno civil que la mayor parte de los Cabezas de barangay de ese pueblo no oyen misa en los días de precepto, por la presente prevengo á usted que si en lo sucesivo dejan de cumplir deber tan sagrado, asistiendo á misa en comunidad, presentándose luego al R. C. Párroco y reuniéndose en el Tribunal para enterarse de cuantas órdenes se relacionan con el cargo que desempeñan y demás que les concierne, será usted incurso en la multa de cinco pesos por cada falta en que incurriere y la de un peso por cada Cabeza de barangay y por cada vez que deje de asistir á misa sin fundado motivo. Acúsese recibo, y archívese. —Lingayén, 12 de Junio de 1891. —Peñaranda.»
Este documento da perfecta idea de lo que allí, se transformaban los hombres. Peñaranda, que tiene un puesto en la historia de la Literatura Española, habíase distinguido en Puerto Rico por excesivamente simpatizador con los isleños; no ocultaba que había sido masón del grado 33 ni sus ideales democráticos. Y este hombre en Filipinas anula por completo todos sus antecedentes para dictar la circular ranscrita. Pero aun hizo más: dió otra que causó la estupefacción de todos los españoles… de España; no faltó periódico madrileño que le llamase Peñaranda I, por la circular que reproducimos á continuación (la cual reprodujeron casi todos los periódicos peninsulares):
«Gobierno civil de Pangasinán. —Gobernadorcillo de…
»Viene observando este Gobierno, con la mayor extrañeza, que los indígenas, no sólo no saludan á los españoles peninsulares que encuentran á su paso en la vía pública, sino que tampoco tributan ese homenaje de consideración y respeto a las personas constituidas en autoridad, o que por sus funciones pertenecen á la Administración pública.
»Considerando que esta falta de respeto envuelve también una censurable ingratitud por parte del indio hacia los descendientes de los hombres ilustres, á quien deben su educación moral y religiosa y los beneficios de su actual civilización, y teniendo en cuenta las facultades que me concede el artículo 610 del título 5.º del Código penal vigente en estas islas, he acordado lo siguiente:
»1.º Todo indio, sea cualquiera su clase y posición social, al encontrarse en la vía pública con funcionarios investidos de una autoridad, sea gubernativa, judicial, eclesiástica ó administrativa, se descubrirá en prueba de respeto.
»2.º De igual manera, y como prueba de consideración, se descubrirá al paso de todos los españoles peninsulares.
»3.º Los infractores de esta disposición serán castigados con la multa de cinco pesos, ó en caso de insolvencia, con la prisión subsidiaria equivalente y destino á los trabajos públicos.
»4.º Publicará usted por bandillo, durante tres noches consecutivas, en dialecto del país, las prescripciones contenidas en la presente orden para general conocimiento.
»Acusará usted recibo de la presente orden, que archivará según está indicado. —Lingayén, 29 de Mayo de 1891. —Carlos Peñaranda.»
La Solidaridad, escrita por indios (que en Madrid no eran indios, sino españoles nacidos en Filipinas), puso este comentario:
«Vamos á ver: se manda en el bando que el indio se descubra al paso de todos los españoles peninsulares como prueba de consideración: ¿por qué no se ha de descubrir el peninsular al paso del indio, siendo éste tan español como aquél, y además le asiste al indio el legítimo derecho de estar en su casa, siendo el peninsular un peregrino que, á lo mejor, lejos de proporcionarle bienestar, lo explota?»
Esta era, después de todo, la buena doctrina, que, naturalmente, los filipinos en su país residentes veían con sumo gusto defendida. Pero, á pesar de todo, ó saludaban, ó se exponían al enojo del Gobernador, que había obrado (huelga decirlo) sugestionado por los frailes, sin caer en la cuenta de que podían en España decir los indios lo que López Jaena dijo en La Solidaridad del 15 de Octubre del mismo año:
«Ya los indios no son mansos corderos que se llevan al matadero; tienen noción de su dignidad y de su derecho; son hombres como los frailes, como el Gobernador que dictó el bando; y como hombres, han sabido que no consiste en los saludos ni en besamanos el cumplimiento de la ley, sino en llenar debidamente sus deberes de buen ciudadano español.» (Síntesis de la doctrina sustentada por Rizal.)
Pero todavía hubo otro Gobernador que fué más allá que Peñaranda. En La Solidaridad del 15 de Marzo de 1894 se lee que al hacerse cargo del mando civil de una de las provincias meridionales de Luzón un señor teniente coronel de artillería (no cita el nombre), dirigió á los Gobernadorcillos una circular que decía á la letra:
«Al encargarme del mando de esta provincia, prevengo á ustedes que la norma de mi conducta será ceñirme en absoluto á lo dispuesto en las leyes y reglamentos vigentes, siendo inexorable para el que falte á ellos, así como seguro apoyo y garantía para hacer justicia.
»Guardarán ustedes las mayores atenciones y respetos con los reverendos curas párrocos, UNICOS á quienes podrán ustedes enseñar y consultar en las órdenes que reciban de este Gobierno, sin que nadie más deba enterarse de ellas.»
¿Quién mandaba en el país, el Ministro ó los frailes? ¿Quién era el amo? Pues bien: á los indios que aquí sostenían la buena doctrina, les llamábamos «filibusteros»; y á las autoridades que allá cometían tales imprudencias, se les llamaba «insignes patriotas». - ↑ La Solidaridad, núm. 102: Madrid, 30 de Abril de 1893.