Vida y escritos del Dr. José Rizal/Cuarta época, I
No debió de parar mucho en París. El año de 1891 lo pasó casi todo en Bélgica. Vivió en Bruselas; pero debió de gustarle más la antigua ciudad de Gante, porque en ella estuvo la mayor parte del tiempo, y hasta llegó á establecer en dicho punto una colonia de compatriotas, que subsistía en 1894. En éste de 1891, por disentimientos con Marcelo H. del Pilar, no colabora ya en La Solidaridad. Tales disentimientos no salieron á la superficie; pero de que existían, baste el dato de no haber concurrido Rizal al banquete dado en honor de D. Manuel Becerra. Rizal llegó á no tener fe en la Masonería, ni en la Asociación Hispano-Filipina, ni en La Solidaridad, su órgano. Había que acudir á otros procedimientos; los cuales, acaso, juzgólos incompatibles con el sistema político que en España se seguía. Durante los meses que del año 90 había permanecido en Madrid, y para ventilar el enmarañado pleito de Calamba, trató, entre otros abogados, al venerable Pi y Margall, que debió de ser á los ojos de Rizal el más razonable de los españoles. Precisamente cuando Rizal partía de nuevo para el extranjero, escribía aquel insigne político en su semanario Nuevo Régimen[1]:
…«¿No nos han enseñado nada las mal vencidas rebeliones de Cuba? Las tendremos pronto en Filipinas como no sigamos otra conducta. Las Islas Filipinas no tienen siquiera representación en las Cortes. La tuvieron y se la quitamos el año 18837, como si no formasen parte de España. Nosotros, los federales, estamos dispuestos á dar á todas las colonias, no sólo asiento en nuestras Cámaras, sino también á declararlas autónomas en todo lo relativo á sus especiales intereses.»
Y si Pi y Margall no era oído, ¿cómo había de serlo el punto menos que ignorado, en España, D. José Rizal? Cierto que Pi insistió algo más adelante; pero no es menos cierto que, si hubo quien le oyese, fué para tomarle por complice de los filibusteros[2]. ¿Estaba, ó no, por consiguiente, justificado el pesimismo del escritor filipino? Todo ese pesimismo irradió sobre su segunda novela, que imprimió en la citada ciudad de Gante[3]. La nueva publicación envolvióla en tal misterio, que ni un solo ejemplar puso á la venta en ninguna librería, ni de España ni de Europa; por lo que no les fué posible á los españoles, salvo contadísimos (entre los cuales me incluyo), adquiris El Filibusterismo de Rizal. Este su modo de proceder confirma y refuerza lo que ya en otro lugar hemos asentado: que Rizal escribía para sus paisanos solamente. Sin duda habría él deseado que aquí le hubieran leído los hombres de gobierno, los que podían influir en los destinos de Filipinas; pero harto sabía por experiencia propia que nuestros gobernantes, aun aquellos que tenían el antecedente de haber sido cultivadores de las letras, no se molestaban leyendo las producciones de los indios.— «Para que me lean dos docenas de frailes y otras dos docenas de españoles de menor cuantía, que no interpretarán rectamente mi intención, prefiero que no me lean.» —Así, es de suponer, debió de reflexionar el Gran Tagalo. Ello fué que á ningún precio lograba nadie la obra. La edición mandóla íntegra á Hong-Kong, para que desde allí la introdujesen subrepticiamente en Filipinas; pero fueron copados casi todos los cajones que contenían los libros, y éstos inutilizados, y así resultó que apenas nacida la obra, ya se reputaba rara. Tan raros son, en efecto, los ejemplares de Gent, que no há mucho hemos visto anunciado uno en ¡400 pesetas![4]. Se ha vuelto á imprimir en 1900, en Manila; pero como en 1900 á los españoles no debían de interesarles las cuestiones filipinas, resulta que El Filibusterismo de Rizal no es conocido en España; razón de más para que le concedamos toda la importancia que merece.
¡Nunca segundas partes fueron buenas!, hase dicho. Y aunque esto no se cumplió con respecto a la gran obra de Cervantes, cumplióse con respecto á la gran obra de Rizal: entre el Noli me tángere y El Filibusterismo media enorme distancia. Hablamos de novelas. En Noli me tángere, todo es frescura, ingenuidad, ímpetu; es una novela que impresiona de tal modo, que se hace inolvidable; es una obra sentida. Mientras que El Filibusterismo es una obra pensada. Y en literatura hay que reconocer que se prefiere lo sentido á lo pensado. Es Noli me tángere una pintura de todo el país, rica en color y en fantasía, matizada con los ensueños de un poeta delicado. El Filibusterismo viene á ser una serie de tratados filosófico-políticos con trabazón novelesca: cada discurso (de los que hay copia en la obra) resulta una disertación nacionalista. Noli me tángere es el desahogo de un poeta iluminado, patriota pasional, revolucionario artístico. El Filibusterismo es una serie de meditaciones: le falta el matiz del humor, de la ironía agridulce que produce tanto efecto en aquél; échanse de menos los lambreazos al fanatismo religioso, amenizados con agudezas volterianas; no se percibe el ambiente tropical, impregnado de melancolía, que se respira en el Noli. Su primera novela la escribió Rizal teniendo constantemente ante su fantasía soñadora la visión íntegra de su país; mientras que la segunda la escribió pensando en la irredención de su raza, sobreponiéndose el filósofo al artista. Noli me tángere es novela; El Filibusterismo, un tratado de nacionalismo anarquista con alguna más gramática, pero con menos retórica. Quiso Rizal en esta segunda parte no incurrir en ciertas parcialidades, y quitó encanto á la obra. En las de combate, en las de propaganda revolucionaria, la pasión personal, los desplantes inmoderados, los tajos á diestro y siniestro, y aun la irreverencia á todo, son notas que deben predominar. En El Filibusterismo no vemos á Elías, aquel tipo de miserable sugestivo, sediento de sangre, irresistiblemente atrayente. En cambio tenemos á Simoun, el protagonista, símbolo del pesimismo frío; gran figura, es indudable; mejor dicho, gran revolucionario y dinamitero sin entrañas; pero falso, completamente falso, como tipo filipino.
Ibarra, el impulsado por la fatalidad, es perfectamente verosímil: Simoun, por las ideas, puede serlo; pero no lo es como hombre.
Sigamos el curso de la novela; demos de ella un amplio extracto; lo merece: en esas páginas abunda la substancia. Los partidarios del arte por la idea comprobarán una vez más cómo era Rizal un verdadero pensador. Comencemos por la dedicatoría, que dice así:
«A la memoria | de los Presbíteros, don Mariano Gómez (85 años), | don José Burgos (30 años) | y don Jacinto Zamora (35 años). | Ejecutados en el patíbulo de Bagumbayan, | el 28 de Febrero de 1872.
»La Religión, al negarse á degradaros, ha puesto en duda el crimen que se os ha imputado; el Gobierno, al rodear vuestra causa de misterio y sombras, hace creer en algún error, cometido en momentos fatales, y Filipinas entera, al venerar vuestra memoria y llamaros mártires, no reconoce de ninguna manera vuestra culpabilidad.
»En tanto, pues, no se demuestre claramente vuestra participación en la algarada caviteña, hayáis sido ó no patriotas, hayáis ó no abrigado sentimientos por la justicia, sentimientos por la libertad, tengo derecho á dedicaros mi trabajo como á víctimas del mal que trato de combatir. Y mientras esperamos que España os rehabilite un día y no se haga solidaría de vuestra muerte, sirvan estas páginas como tardía corona de hojas secas sobre vuestras ignoradas tumbas; y todo aquel que sin pruebas evidentes ataque vuestra memoria, que en vuestra sangre se manche las manos! —J. Rizal.»
Para los filipinos patriotas, la memoria de estos tres sacerdotes era y será sagrada; tan sagrada, que cuando estalló el Katipunan descubrióse que había no pocos indígenas fanáticos que usaban, á manera de amuletos, fragmentos de prendas de vestir que habían sido de los mencionados sacerdotes. ¡Y decíase de los indios que no tenían memoria, que no rendían culto al recuerdo de los compatriotas que se habían distinguido, que eran unos imbéciles ó poco menos, en suma! Hé aquí un nuevo dato que demuestra cuán falsa era la idea que los españoles tenían de los indios, á quienes juzgaron siempre por meros detalles superficiales. Gómez, Burgos y Zamora vivían en la memoria del pueblo filipino, y evocar su nombre valía tanto como evocar una gran iniquidad; como evocar el de Rizal es y será eternamente evocar una feroz injusticia. Por eso la dedicatoria que queda reproducida tiene una significación transcendental, y el hecho de ponerla al frente de un libro de combate revela en el Autor un nuevo rasgo de gallarda entereza. No debieron de ser tan filibusteros aquellos tres sacerdotes, cuando el arzobispo, que era de Manila á la sazón, D. Gregorio Melitón Martínez, que no procedía de ningún instituto religioso, es decir, que no era fraile, se negó resueltamente á degradarlos, á pesar del empeño que en ello pusieron ciertos elementos influyentes, comenzando por el general Izquierdo. Lo de Cavite había que aprovecharlo para segar la vida de tres sacerdotes del país que por sus ideas liberales se habían significado, y, en efecto, se les ahorcó; mientras que otros filipinos distinguidos (véase la nota 123) fueron confinados á las islas Marianas, donde purgaron el delito de pensar, no contra España, sino un tanto á la moderna… Aquellos rigores dejaron semilla… Parecía que la semilla no germinaría; pero Rizal abonó el terreno, y germinó. Tarde ó temprano, las leyes ineluctables de la Historia se cumplen. — Resumamos la novela.
Comienza con la descripción de un viaje, de Manila á La Laguna, por el pintoresco río Pásig, en un barco panzudo. Á bordo va el joyero Simoun, «que pasa por ser el consultor y el inspirador de todos los actos de S. E. el Capitán general»; van también algunos frailes y una filipina que alardea de españolizada y es de un carácter inaguantable. Simoun hablaba con «acento raro, mezcla de inglés y americano del Sur»; «era seco, alto, nervudo, muy moreno; vestía á la inglesa y usaba un casco de tinsín. Llamaban en él la atención los cabellos largos, enteramente blancos, que contrastaban con la barba negra, rala, denotando un origen mestizo. Para evitar la luz del sol usaba constantemente enormes anteojos azules de rejilla, que ocultaban por completo sus ojos y parte de sus mejillas, dándole un aspecto de ciego ó enfermo de la vista». Para unos era «mulato americano»; para otros, «indio inglés». Y van, finalmente, entre los pasajeros el poeta Isagani y el estudiante de medicina Basilio (aquel chicuelo que, á orillas del lago, habló con Ibarra en los últimos momentos del Noli me tángere). Precisamente aquel día, el del viaje, hacía trece años justos de la trágica muerte de Ibarra. El viaje termina felizmente.
Sale á escena Cabésang Tales, un tagalo desgraciado, víctima de la Guardia civil, pero sobre todo de las pretensiones, siempre crecientes, de los dominicos. (Nos hallamos en San Diego, ó sea en Calamba, como habrá supuesto el lector.) Basilio alquiló una carromata (cochecillo); pero por unas cosas ú otras, el auriga fué varias veces detenido. Basilio tuvo que bajarse, aburrido. Hallábase en su pueblo, «donde no tenía un solo pariente». Por la noche, que era la de Noche Buena, se propuso ir, y fué, á visitar el sitio donde su madre, loca, huyendo de su hijo, murió. Al aproximarse al sitio, avívanse sus recuerdos: «Allí murió; vino un desconocido que le mandó formase una pira»… Y aquella noche también, Simoun se plantó en el mismo sitio, precisamente donde trece años antes había ocurrido la tragedia. Llegó; quítóse las gafas; comenzó á remover la tierra… Cavando estaba á la luz de una lámpara, cuando llegó Basilio. ¡Gran sorpresa! Simoun, ó sea Ibarra (el Ibarra del «Noli me tángere»), estuvo á punto de matar á Basilio, que le había reconocido. Entáblase un diálogo dramático, de largos parlamentos.
[Simoun:]— «Si; soy aquel que ha venido hace trece años enfermo y miserable para rendir el último tributo é un alma grande, noble, que ha querido morir por mí. (Alude á Elías. — Y vaya notando el lector la afición de Rizal á rendir tributo á los muertos.) Víctima de un sistema viciado he vagado por el mundo, trabajando noche y día para amasar una fortuna y llevar á cabo mi plan. Ahora he vuelto [al país] para destruir ese sistema, precipitar su corrupción, empujarle al abismo á que corre insensato, aun cuando tuviese que emplear oleadas de lágrimas y sangre… Se ha condenado, lo está, y no quiero morir sin verle antes hecho trizas en el fondo del precipicio»…
…«Llamado por los vicios de los que las gobiernan, he vuelto á estas islas, y bajo la capa del comerciante, he recorrido los pueblos. Con mi oro me he abierto camino, y donde quiera he visto á la codicia bajo las formas más execrables, ya hipócrita, ya impúdica, ya cruel, cebarse en un organismo muerto como un buitre en un cadáver, y me he preguntado ¿por qué no fermentaba en sus entrañas la ponzoña, la ptomaina, el veneno de las tumbas, para matar á la asquerosa ave? El cadáver (ó sea la colonia) se dejaba destrozar; el buitre (ó sea el régimen español) se hartaba de carne; y como no me era posible darle la vida para que se volviese contra su verdugo, y como la corrupción venía lentamente, he atizado la codicia, la he favorecido; las injusticias y los abusos se multiplicaron; he fomentado el crimen, los actos de crueldad, para que el pueblo se acostumbrase á la idea de la muerte; he mantenido la zozobra, para que huyendo de ella se buscase una solución cualquiera; he puesto trabas al comercio, para que empobrecido el país y reducido á la miseria, ya nadie pudiese temer; he instigado ambiciones, para empobrecer el Tesoro; y no bastándome esto para despertar un levantamiento popular, he herido al pueblo en su forma más sensible, he hecho que el buitre mismo insultase al mismo cadáver que le daba la vida y lo corrompiese. Mas, cuando iba á conseguir que de la suprema podredumbre, de la suprema basura, mezcla de tantos productos asquerosos fermente el veneno, cuando la codicia exacerbada, en su atontamiento se daba prisa por apoderarse de cuanto le venía á la mano, como una vieja sorprendida por el incendio, he aquí que vosotros surgís con gritos de españolismo, con cantos de confianza en el Gobierno, en lo que no ha de venir; he aquí que una carne palpitante de calor y vida, pura, joven, lozana, vibrante en sangre, en entusiasmo, brota de repente para ofrecerse de nuevo como fresco alimento… ¡Ah!, ¡la juventud siempre inexperta y soñadora, siempre corriendo tras las mariposas y las flores! Os ligáis para con vuestros esfuerzos unir vuestra patria á la España con guirnaldas de rosas, cuando en realidad ¡forjáis cadena más dura que el diamante! Pedís igualdad de derechos, españolización de vuestras costumbres y no véis que lo que pedís es la muerte, la destrucción de vuestra nacionalidad, la aniquilación de nuestra patria, la consagración de la tiranía! ¿Qué seréis en lo futuro? Pueblo sin carácter, nación sin libertad; todo en vosotros será prestado, hasta los mismos defectos. ¡Pedís españolización y no palidecéis de vergüenza cuando os la niegan! Y aunque os la concedieran, ¿qué queréis?, ¿qué vais á ganar? Cuando más feliz, país de pronunciamientos, país de guerras civiles, república de rapaces y descontentos, como algunas repúblicas de la América del Sur. ¿A qué venís ahora con vuestra enseñanza del castellano, pretensión que sería ridícula si no fuese de consecuencias deplorables? ¡Queréis añadir un idioma más á los cuarenta y tantos que se hablan en las islas para entendernos cada vez menos!…
»—Al contrario: si el conocimiento del castellano nos puede unir al Gobierno, en cambio puede unir á todas las islas entre sí.
»—¡Error craso!, interrumpió Simoun: os dejáis engañar por grandes palabras y nunca vais al fondo de las cosas á examinar los efectos de sus últimas manifestaciones. El español nunca será lenguaje general en el país; el pueblo nunca lo hablará, porque para las concepciones de su cerebro y los sentimientos de su corazón no tiene frases ese idioma: cada pueblo tiene el suyo, como tiene su manera de sentir. ¿Qué vais á conseguir con el castellano los pocos que lo habéis de hablar? Matar vuestra originalidad, subordinar vuestros pensamientos á otros cerebros, y en vez de haceros libres, ¡haceros verdaderamente esclavos! Nueve por diez de los que presumís de ilustrados, sois renegados de vuestra patria. El que de entre vosotros habla ese idioma, descuida de tal manera el suyo, que ni lo escribe ni lo entiende, y ¡cuántos he visto yo que afectan no saber de ello una sola palabra! Por fortuna tenéis un Gobierno imbécil. Mientras la Rusia para esclavizar á la Polonia le impone el ruso; mientras la Alemania prohíbe el francés en las provincias conquistadas, vuestro Gobierno pugna por conservaros el vuestro, y vosotros, en cambio, pueblo maravilloso bajo un gobierno increíble, ¡vosotros os esforzáis en despojaros de vuestra nacionalidad! Uno y otro os olvidáis de que mientras un pueblo conserve su idioma, conserva la prenda de su libertad, como el hombre su independencia mientras conserva su manera de pensar. El idioma es el pensamiento de los pueblos. Felizmente vuestra independencia está asegurada: ¡las pasiones humanas velan por ella!…»
[Prosigue Simoun:] «Yo soy el juez que quiere castigar á un sistema valiéndome de sus propios crímenes, hacerle la guerra halagándole… Necesito que usted me ayude… Lo que debéis hacer es aprovecharos de sus preocupaciones (las de los gobernantes españoles) para aplicarlas á vuestra utilidad. ¿No quieren asimilaros al pueblo español? ¡Pues enhorabuena! Distinguíos entonces delineando vuestro propio carácter, tratad de fundar los cimientos de la patria filipina… ¿No quieren daros esperanzas? ¡Enhorabuena! No esperéis en él; esperad en vosotros, y trabajad. ¿Os niegan la representación en sus Cortes? ¡Tanto mejor! Aun cuando consigáis enviar diputados elegidos á vuestro gusto, ¿qué vais á hacer en ellas sino ahogaros entre tantas voces y sancionar con vuestra presencia los abusos y faltas que después se cometan? Mientras menos derechos reconozcan en vosotros, más tendréis después para sacudir el yugo y devolverles mal por mal. Si no quieren enseñaros su idioma, cultivad el vuestro, extendedlo, conservad al pueblo su propio pensamiento, y en vez de tener aspiraciones de provincia, tenedlas de nación; en vez de pensamientos subordinados, pensamientos independientes, á fin de que ni por los derechos, ni por las costumbres, ni por el lenguaje, el español se considere aquí como en su casa, ni sea considerado por el pueblo como nacional, sino siempre como invasor, como extranjero, y tarde o temprano tendréis vuestra libertad.»
Simoun, después de perdonarle la vida á Basilio, le invita á que sea antiespañol; emplea cuantos argumentos puede para persuadirle; pero no lo consigue. Simoun quema el último cartucho apelando á la nota del sentimiento familiar:— «Y por la memoria de su madre y de su hermano, ¿qué hace usted?» —Pero Basilio, aun teniendo momentos de vacilación, acaba por no soltar prenda. Y se separaron, después de ofrecerse personalmente el uno al otro.
Alojábase Simoun en casa de Cabésang Tales, esto es, en casa de un cabeza de barangay llamado Tales; y bueno será decir, á los que no lo sepan, que dicho título de Cabeza de barangay equivale á jefe de una agrupación de familias. La institución de los barangayes es prehispana. Tales estaba á punto de ser embargado. Como Simoun era, á más de vendedor de joyas, comprador, ocurriósele al Cabeza ofrecerle en venta un relicario de su hija Julí, la cual se hallaba á la sazón empeñada personalmente, ni más ni menos que si fuera un objeto. Julí era novia de Basilio. Simoun ofreció 500 pesos por el relicario. Éste había sido de María Clara (¡la novia de Ibarra que se metió monja!), quien, «en un momento de compasión, se lo había dado á un lazarino»; pasó luego á manos de Basilio, y Basilio se lo regaló á Julí. El cabeza no aceptó los 500 pesos; limitóse á robarle á Simoun el revólver, dejándole dentro de la funda el relicario y un papel en el cual explicaba por qué desaparecía llevándose el revólver. Tales, con el revólver, huyó al bosque: tenía sed de venganza. Y, en efecto, cometió tres asesinatos: mató al hacendero, al nuevo inquilino de los terrenos que habían sido de Tales, y á la mujer del inquilino. La Guardia civil, no pudiendo dar con Tales, á quien atribuía los asesinatos, llevóse al padre de Tales, al anciano Selo. (Cumplíase la inicua teoría de que las culpas de los hijos las pagasen los padres.)
Nos hallamos en el pueblo de Los Baños (inmediato á Calamba). Allí está pasando, alojado en el convento, una temporada el Capitán general, que juega al tresillo con los frailes, y, de vez en cuando, consagra un rato al despacho de los asuntos oficinescos. El Secretario es un antiguo empleado, al que inspiran, por lo común, excelentes sentimientos. El General no solía resolver ciertos negocios sin oir previamente el parecer de los frailes. Llega una instancia en que algunos estudiantes solicitaban la creación de una Academia de Castellano, y con este motivo entáblase animada discusión: todos los frailes se opusieron resueltamente á que se accediera á lo solicitado, excepto uno, el P. Fernández, que sostuvo que la enseñanza del castellano se podía conceder «sin peligro ninguno»; «y para que no aparezca como una derrota de la Universidad, debíamos los dominicos hacer un esfuerzo y ser los primeros en celebrarla»… No se resolvió nada. Al ir á la mesa, para comer, el Secretario dijo á S. E.:— «Mi General, la hija de ese Cabésang Tales ha vuelto solicitando la libertad de su abuelo, enfermo, preso en lugar del padre». —Y S. E. mandó que se escribiese un volante ordenando al Teniente de la guardia civil que pusiera en libertad al viejo Selo.
Volvemos á Manila. Conocemos á Plácido Penitente, un pobre estudiante apocado, con quien cometen horrores sus catedráticos frailes. De pasada, recorremos la Universidad, con sus grandes gabinetes decorativos, que sirven para embaucar á los extranjeros y á las autoridades, pero no para enseñar… Y entremos ahora en una casa de escolares. Á ella va con más o menos frecuencia Sandoval, español, de sentimientos liberales y lleno de fe en el porvenir del país, por obra y gracia de los gobernantes. Á lo mejor decía cosas que entusiasmaban á sus colegas filipinos. Tratóse del expediente relativo á la creación de la Academia consabida. Convinieron en poner en juego influencias para que fuese favorablemente informado por la Junta de Instrucción primaria, de la que era vocal un señor D. Custodio, con quien tenía gran influjo el Sr. Pasta, abogado notable del país. El Sr. Pasta (retrato de un eminente jurisconsulto filipino que procuraba vivir bien con todo el mundo, pero singularmente con los frailes), recibe frío y afectuoso á la vez al joven indígena Isagani, poeta, uno de los estudiantes más entusiastas de la propagación del castellano, que había sido comisionado por sus compañeros para impetrar del Sr. Pasta que inclinase el ánimo del ponente, D. Custodio. El Sr. Pasta, de muy buenos modos, acaba por decirle á Isagani que se deje de Academias.— «Yo he sido (dice Pasta) criado de todos los frailes; les he preparado el chocolate, y mientras con la derecha lo removía… con la izquierda sostenía la Gramática, aprendía y, gracias á Dios, que no he necesitado de más maestros, ni de más Academias, ni de permisos del Gobierno… Créame usted: el que quiera aprender, aprende y llega á saber.»
Y ahora conozcamos al chino Quiroga (personaje en que se funden dos chicos célebres en Manila); vividor, taimado, cuco hasta lo inconcebible. Le debían bastante; le engañaban frecuentemente; y él, sin embargo, hacía su negocio… Era muy rico. Simoun fué á verle.— «Necesito que usted (le dijo) me haga entrar unas cajas de fusiles que han llegado esta noche… quiero que los guarde en sus almacenes; en mi casa no caben todos.» —Quiroga se asustó. Pero Simoun, á fuerza de ofrecimientos, se salió con la suya…
Plácido Penitente, el malaventurado estudiante, decide no volver por la Universidad. Vaga por las calles de Manila… Hallábase en uno de los muelles al tiempo que salía un buque para Hong-Kong. La idea de irse á Hong-Kong le agradaba… Vióle Simoun, y le invita á que le siga. Simoun le mete en su coche, y el coche partió con ambos. Llegan á la calzada del Irís, donde hacen alto y descienden del vehículo. Simoun, seguido de Penitente, penetra en un laberinto de casas de nipa, deteniéndose al fin ante una que parecía ser de pirotécnico. Era de noche, Simoun sostuvo con el del bahay, que se había asomado á la ventana, este diálogo:
«—¿Está la pólvora? —preguntó Simoun.
—En sacos; espero los cartuchos.
—¿Y las bombas?
—Dispuestas.
—Muy bien, maestro. Esta misma noche parta usted y hable con el teniente y el cabo… é inmediatamente prosigue usted su camino; en Lamayan encontrará un hombre en una banka (canoa); dirá usted: «Cabesa», y él contestará: «Tales». Es menester que esté aquí mañana; no hay tiempo que perder. —Y le dió unas monedas de oro.»
Penitente se quedó asombrado. Simoun le dijo:
«—¿Le extraña á usted que ese indio tan mal vestido hable bien el español? Era maestro de escuela, que se empeñó en enseñar el español á los niños, y no paró hasta que perdió su destino y fué deportado por perturbador del orden público y por haber sido amigo del desgraciado Ibarra. Le he sacado de la deportación, donde se dedicaba á podar cocoteros, y le he hecho pirotécnico.» —Sepáranse.
Simoun, solo, en su casa de la calle de la Escolta, á media noche, mirando hacia Manila:
…«Dentro de algunos días, murmuró, cuando por sus cuatro costados arda esa ciudad maldita, albergue de la nulidad presumida y de la impía explotación del ignorante y del desgraciado; cuando el tumulto estalle en los arrabales y lance por las calles aterradas mis turbas vengadoras, engendradas por la rapacidad y los errores, entonces abriré los muros de tu prisión (piensa en María Clara, recluida en un convento), te arrancaré de las garras del fanatismo, y, blanca paloma, serás el Fénix que renacerá de las candentes cenizas… ¡Una revolución urdida por los hombres en la oscuridad, me ha arrancado de tu lado; otra revolución me traerá á tus brazos, me resucitará, y esa luna, antes que llegue al apogeo de su esplendor, iluminará las Filipinas limpias de su repugnante basura!
»Simoun se calló de repente como entrecortado. Una voz preguntaba en el interior de su conciencia si él, Simoun, no era parte también de la basura de la maldita ciudad, acaso el fermento más deletéreo. Y como los muertos, que han de resucitar al son de la trompeta fatídica, mil fantasmas sangrientos, sombras desesperadas de hombres asesinos, mujeres deshonradas, padres arrancados á sus familias, vicios estimulados y fomentados, virtudes escarnecidas, se levantaban ahora al eco de la misteriosa pregunta. Por primera vez en su carrera criminal desde que en la Habana, por medio del vicio y del soborno, quiso fabricarse un instrumento para fabricar sus planes, un hombre sin fe, sin patriotismo y sin conciencia, por primera vez en aquella vida se revelaba algo dentro de sí y protestaba contra sus acciones. Simoun cerró los ojos y estuvo algún tiempo inmóvil; después se pasó la mano por la frente, se negó á mirar en su conciencia, y tuvo miedo»… (Prosigue:)— «No, no puedo retroceder; la obra está adelantada y su éxito me va á justificar… Si me hubiese portado como vosotros, habría sucumbido… ¡Nada de idealismos, nada de falaces teorías! ¡Fuego y acero al cáncer, castigo al vicio, y rómpase después, si es malo, el instrumento!»…
El ponente, D. Custodio, no hacía nada en el asunto de la ansiada Academia. Consultó con el Sr. Pasta, y éste dióle ideas contradictorias; consultó también con Pepay la bailarina, una de sus favoritas, y Pepay se limitó á sacarle 25 pesos… (Don Custodio es un gran retrato: por ahí anda, vivo y sano, aquella célebre nulidad, que, por serlo todo, hasta ladrón fué de cientos de miles de duros. Gozó en Manila, acaso porque era nulo y ladrón, de grandes preeminencias.) Mas al fin se solucionó el asunto; súpose una noche en el teatro. Á la función asistía, de ocultis, el P. Irene. Entre los concurrentes figuraban: D. Custodio, Paulita (una joven filipina, novia de Isagani), Isagani, etc. D. Custodio había informado favorablemente: así se lo comunicó en una carta á Pepay; Pepay se la dió á Makaraig (otro estudiante), y Makaraig la llevó al palco donde estaban sus colegas Sandoval, Pecson, Isagani y otro. El informe, como es dicho, era favorable; «sólo que, considerando nuestras ocupaciones (habla Makaraig), y á fin de que no se malogre la idea, entiende que debe encargarse de la dirección y ejecución del pensamiento una de las Corporaciones religiosas, ¡en el caso de que los dominicos no quieran incorporar la Academia á la Universidad!» —Á los chicos se les encomendaba la cobranza de las cuotas… ¡Una burla! —Entre tanto, volvamos á Simoun, que se halla visitando á Basilio, el cual vivía con Capitán Tiago (el ex gobernadorcillo de San Diego que juega tanto papel en «Noli me tángere»). Tiago estaba muy enfermo; el vicio del opio le tenía aniquilado. Basilio estudiaba la Medicina legal del Dr. Mata, «obra prohibida» [en efecto] en Filipinas. Simoun y Basilio hablaron algo de política: Simoun trata de persuadirle:
«Dentro de una hora (dice) la revolución va á estallar á una señal mía, y mañana no habrá estudios, no habrá Universidad, no habrá más que combates y matanzas. Yo lo tengo todo dispuesto y mi éxito está asegurado. Cuando nosotros triunfemos, todos aquellos que pudiendo servirnos no lo han hecho, serán tratados como enemigos. Basilio, vengo á proponerle su muerte ó su porvenir.» (Basilio se resiste, y continúa Simoun:) «Tengo en mis manos la voluntad del Gobierno; he empeñado y gastado sus pocas fuerzas y recursos en tontas expediciones, deslumbrándole con la ganancia que podía sisar; sus cabezas están ahora en el teatro tranquilas y distraídas pensando en una noche de placeres, pero ninguna volverá á reposar sobre la almohada… Tengo regimientos y hombres á mi disposición; á unos les he hecho creer que la revolución la ordena el general; á otros que la hacen los frailes; á algunos les he comprado con promesas, con empleos, con dinero; muchos, muchísimos, obran por venganza, porque están oprimidos y porque se ven en el caso de morir ó matar… Cabésang Tales está abajo y me ha acompañado hasta aquí. Vuelvo á repetirle: ¿viene usted con nosotros, ó prefiere exponerse á los resentimientos de los míos? En los momentos graves, declararse neutro es exponerse á las iras de ambos partidos enemigos.»
Basilio invita débilmente á Simoun á que le diga en qué puede servirle. Y Simoun le encarga que, durante el movimiento, fuerce con un grupo de insurrectos las puertas del convento donde se halla María Clara… «La quiero salvar (dice): por salvarla he querido vivir, he vuelto… hago la revolución, porque sólo una revolución podrá abrirme las puertas de los conventos.» (María Clara se transforma aquí en figura simbólica; de otra suerte, el ya inverosímil Simoun nos resultaría más inverosímil todavía: en el siglo XIX ¡no se hace una revolución por una novia!)
«—¡Ah!, dijo Basilio juntando las manos; llega usted tarde, ¡demasiado tarde! ¡María Clara ha muerto!»
Simoun, lleno de dolor, fuese á la calle. Basilio, con los ojos humedecidos por las lágrimas, quedóse pensativo.
«Y sin acordarse de estudiar, con la mirada vaga en el espacio, estuvo pensando en la suerte de aquellos dos seres, el uno (Ibarra) joven, rico, ilustrado, libre, dueño de sus destinos, con un brillante porvenir en lontananza; y ella, hermosa como un ensueño, pura, llena de fe y de inocencia, mecida entre amores y sonrisas, destinada á una existencia feliz, á ser adorada en familia y respetada en el mundo; y sin embargo, de aquellos dos seres llenos de amor, de ilusiones y esperanzas, por un destino fatal, él (Simoun) vagaba por el mundo, arrastrado sin cesar por un torbellino de sangre y lágrimas, sembrando el mal en vez de hacer el bien, abatiendo la virtud y fomentando el vicio, mientras ella se moría en las sombras misteriosas del claustro, donde buscara paz y acaso encontrara sufrimientos, donde entraba pura y sin mancha y expiraba como una ajada flor!…
»Duerme en paz, hija infeliz de mi desventurada patria! ¡Sepulta en la tumba los encantos de tu juventud, marchita en su vigor! Cuando un pueblo no puede brindar á sus vírgenes un hogar tranquilo, al amparo de la libertad sagrada; cuando el hombre sólo puede legar sonrojos á la viuda, lágrimas á la madre y esclavitud á los hijos, hacéis bien vosotras en condenaros á perpetua castidad, ahogando en vuestro seno el germen de la futura generación maldita. ¡Ah! ¡Bien hayas tú, que no te has de estremecer en tu tumba oyendo el grito de los que agonizan en sombras, de los que se sienten con alas y están encadenados, de los que se ahogan por falta de libertad! ¡Ve, ve con los sueños del poeta á la región del infinito, sombra de mujer vislumbrada en un rayo de luna, murmurada por las flexibles ramas de los cañaverales! ¡Feliz la que muere llorada, la que deja en el corazón del que la ama una pura visión, un santo recuerdo, no manchado con mezquinas pasiones que fermentan con los años!… ¡Ve; nosotros te recordaremos! En el aire puro de nuestra patria, bajo su cielo azul, sobre las ondas del lago que aprisionan montañas de zafiro y orillas de esmeralda; en sus cristalinos arroyos que sombrean las cañas, bordan las flores y animan las libélulas y mariposas con su vuelo incierto y caprichoso, como si jugasen con el aire; en el silencio de nuestros bosques, en el canto de nuestros arroyos, en la lluvia de brillantes de nuestras cascadas, á la luz resplandeciente de nuestra luna, en los suspiros de la brisa de la noche, en todo, en fin, que evoque la imagen de lo amado, te hemos de ver eternamente como te hemos soñado; bella, hermosa, sonriente como la esperanza, para como la luz, y sin embargo, triste y melancólica contemplando nuestras miserias!»
Al día siguiente, por la tarde, Isagani se va al paseo del Malecón para ver á Paulita y pedirle explicaciones sobre sus coqueteos en el teatro. Sorprende una conversación entre Ben Zaib (pseudónimo de un periodista peninsular, a quien retrata de mano maestra) y un amigo de Simoun, y entérase de que éste se halla enfermo y se negaba á recibir aun «á los ayudantes del General». —Isagani échase á discurrir sobre las expediciones militares (alude a las hechas á Mindanao y d Carolinas), y pensando en la muerte de los soldados filipinos, así como en la de los insulares que se resistían á la dominación extranjera, murmura el poeta:— «¡Extraño destino el de algunos pueblos! Por que un viajero arriba á sus playas, pierden su libertad y pasan á ser súbditos y esclavos, no sólo del viajero, no sólo de los herederos de éste, sino aun de todos sus compatriotas, y no por una generación, sino ¡para siempre! ¡Extraña concepción de la justicia! ¡Tal situación da amplio derecho para exterminar á todo forastero como al más feroz monstruo que pueda arrojar el mar!» —Y el propio Isagani discurre después:— «¡Ah!, quisiera morir, reducirme á la nada, dejar á mi patria un nombre glorioso, morir por su causa, defendiéndola de la invasión extranjera, y que el sol después alumbre mi cadáver, como centinela inmóvil, en las rocas del mar!… (Parecen conceptos contra los españoles, y no lo son, sino precisamente contra Alemania. Á renglón seguido escribe Rizal:)
«Y el conflicto con los alemanes se le venía á la memoria, y casi sentía que se hubiese allanado: él hubiera muerto con gusto por el pabellón español-filipino antes de someterse al extranjero. — Porque, después de todo, pensaba, con España nos unen sólidos lazos, el pasado, la historia, la religión, el idioma!… ¡El idioma, sí, el idioma! Una sonrisa característica se dibujaba en sus labios: aquella noche tenían ellos el banquete en la pansitería para celebrar la muerte de la Academia de Castellano.»
Llega Paulita. Hablan. Isagani, poeta soñador, se entusiasma pintando las bellezas de la Naturaleza, allá en su pueblo, que le parecen tanto más grandiosas cuanto mayor es la soledad en que las contempla… Y dirige á la novia todo un discurso, que es una página de inspirada poesía, una de las muchas que esmaltan los escritos de Rizal.
Por la noche se celebró el banquete. Asistieron catorce jóvenes: Makaraig, Tecson, Isagani, Sandoval, etc. Basilio, no. Y á la mañana siguiente apareció un pasquín en uno de los muros de la Universidad. Basilio había acudido á sus obligaciones desde muy temprano. Hallábase en San Juan de Dios, cuando los amigos le preguntaron si sabía algo «de una conspiración». «Basilio pegó un salto, acordándose de la que tramaba Simoun, abortada por el misterioso accidente del joyero.» Luego le preguntaron si había concurrido al banquete de la pansitería… Dirigióse de seguida á la Universidad, donde se notaba una agitación inusitada. Allí estaba Isagani arengando á sus condiscípulos, infundiéndoles ánimos, porque lo ocurrido no valía la pena… Luego se dirigió Basilio á casa de Makaraig: necesitaba pedirle dinero para pagar los derechos del título de Licenciado. El pobre estudiante había invertido sus escasas economías en desempeñar á Julí, su novia, la hija de Tales y nieta de Selo… Pero al entrar en casa de Makaraig, le prendieron. También á su colega le habían echado el guante. Ambos dieron con sus huesos en Bilibid, nombre de la prisión de Manila. Dejémosles allí, y en el ínterin vamos á enterarnos del curioso diálogo que mantenían el P. Fernández, dominico partidario del progreso de los filipinos, y el poeta Isagani. Reputábanse mutuamente «excepciones» entre los suyos.
[El fraile:]— «Hace más de ocho años que soy catedrático, y he conocido y tratado á más de dos mil y quinientos jóvenes; les he enseñado; les he procurado educar; les he inculcado principios de justicia, de dignidad, y sin embargo, en estos tiempos en que tanto se murmura de nosotros, no he visto á ninguno que haya tenido la audacia de sostener sus acusaciones cuando se ha encontrado delante de un fraile… ni siquiera en voz alta delante de cierta multitud… Jóvenes hay que detrás nos calumnian y delante nos besan la mano, y con vil sonrisa mendigan nuestras miradas. ¡Puf! ¿Qué quiere usted que hagamos nosotros con semejantes criaturas? (¡Vaya una indirecta, ésta de Rizal!)… ¿Qué quieren de nosotros los estudiantes filipinos?
[Isagani:]— Que ustedes cumplan con su deber… Los frailes, en general, al ser los inspectores de la enseñanza en provincias, y los dominicos en particular, al monopolizar en sus manos los estudios todos de la juventud filipina, han contraído el compromiso, ante los ocho millones de habitantes, ante España y ante la humanidad, de la que nosotros formamos parte, de mejorar cada vez la semilla joven, moral y físicamente, para guiarla á su felicidad, crear un pueblo honrado, próspero, inteligente, virtuoso, noble y leal. Y ahora pregunto yo á mi vez: ¿Han cumplido los frailes con su compromiso?… ¿Cómo cumplen con su deber los que en los pueblos inspeccionan la enseñanza? ¡Impidiéndola! Y los que aquí han monopolizado los estudios, los que quieren modelar la mente de la juventud, con exclusión de otros cualesquiera, ¿cómo cumplen con su misión? Escatimando en lo posible los conocimientos, apagando todo ardor y entusiasmo, rebajando toda dignidad, único resorte del alma, é inculcando en nosotros viejas ideas, rancias nociones, falsos principios incompatibles con la vida del progreso… Los frailes de todas las órdenes se han convertido en nuestros abastecedores intelectuales, y dicen y proclaman, sin pudor ninguno, que no conviene que nos ilustremos, porque vamos un día á declararnos libres. La libertad es al hombre lo que la instrucción á la inteligencia, y el no querer los frailes que la tengamos, es el origen de nuestro descontento.»
[El fraile:]— «¡La instrucción no se da más que al que la merece! Dársela á hombres sin carácter y sin moralidad, es prostituirla.
—Y ¿por qué hay hombres sin carácter y sin moralidad?
—Defectos que se maman en la leche, que se respiran en el seno de las familias; ¡qué sé yo!
—¡Ah, no, P. Fernández! Usted no ha querido profundizar el tema; usted no ha querido mirar al abismo por temor de encontrarse allí la sombra de sus hermanos. Lo que somos, ustedes lo han hecho. Al pueblo que se tiraniza, se le obliga á ser hipócrita; aquel á quien se le niega la verdad, se le da la mentira; el que se hace tirano, engendra esclavos. No hay moralidad, dice usted, ¡sea!; aunque las estadísticas podrían desmentirle, porque aquí no se cometen crímenes como los de muchos pueblos cegados por sus humos moralizadores. Pero… convengo con usted en que somos defectuosos. ¿Quién tiene la culpa de ello: ó ustedes, que hace tres siglos y medio tienen en sus manos nuestra educación, ó nosotros, que nos plegamos á todo? Si después de tres siglos y medio el escultor no ha podido sacar más que una caricatura, ¡bien torpe debe ser!
—Ó bien mala la masa de que se sirve.
—Más torpe entonces aún; porque, sabiendo que es mala, no renuncia á la masa y continúa perdiendo el tiempo…; y no sólo es torpe, defrauda y roba, porque, conociendo lo inútil de su obra, la continúa para percibir el salario…; y no sólo es torpe y ladrón, es infame, porque se opone á que otro escultor [la enseñanza secular] ensaye su habilidad y vea si puede producir algo que vale la pena. ¡Celos funestos de la incapacidad!»
Isagani fué preso aquella tarde. El pasquín resultó como «el juego de los antiguos carabineros»; que ellos mismos «deslizaban debajo de las casas tabacos y hojas de contrabando», para «simular después una requisa y obligar al infeliz propietario á sobornos ó multas».
Muere entonces Capitán Tiago. En sus últimos momentos no pudo hallarse á su lado el buen Basilio, porque estaba preso. Á Tiago le auxilió espiritualmente el P. Irene, dominico. Tiago dejó su fortuna al Papa y á los frailes; á Basilio, ni un céntimo.
En una platería, donde se hospedaba Plácido Penitente, hacíase la comidilla del día, cuando «asomó la cara Plácido, acompañado del pirotécnico que vimos recibiendo las órdenes de Simoun. Todos rodearon á los recién llegados, preguntando por novedades». La Prensa naturalmente, como hecha por castilas, protestó airada con motivo del pasquín, y no faltó periódico que renegase de que se diese instrucción en Filipinas. ¡La instrucción no engendraba sino daños!
Julí supo la prisión de Basilio, y se entristeció; le amaba de veras; además, ¡le debía tanto!… Ella atribuía á los frailes la prisión de su novio. Era una venganza, «por haber [Basilio] sacado de la servidumbre á Julí, hija de tulisán (bandido), enemigo mortal de cierta poderosa Corporación» (la de frailes dominicos). «Ahora le tocaba á ella libertarle.» Y pensando en esto, consideró que sólo el P. Camorra, el párroco del pueblo de Tianí, podía conseguir la libertad del joven. Cuando prendieron á Selo, el P. Camorra hizo que le libertasen. Hermana Balí (una beata) aconsejaba á Julí que fuese al convento. Julí recelaba…— «Nada tienes que temer! ¡Si voy contigo! ¿No has leído en el librito de Tandang Basio, dado por el cura, que las jóvenes deben ir al convento, aun sin saberlo sus mayores, para contar lo que pasa en la casa? ¡Abá! ¡Aquel libro está impreso con permiso del Arzobispo, abá!»[5]. Pero Julí continuó resistiéndose. Al día siguiente volvió á sus dudas… Para ella, la libertad de Basilio ¡le costaba la honra! Ya lo había pensado: entregarse, y matarse después… Un transeunte que acababa de llegar de Manila le dió á Julí la noticia de que todos los estudiantes habían sido puestos en libertad, menos Basilio, por falta de padrino… Julí decidióse á ir al convento. «Ella se había arreglado; se había puesto sus mejores trajes, y hasta parecía que estaba muy animada. Hablaba mucho, aunque algo incoherente». Volvió á dudar… Al fin entró. La había animado nuevamente la beata Balí…
«Á la noche se comentaban en voz baja con mucho misterio varios acontecimientos que tuvieron lugar aquella tarde.
»Una joven había saltado por la ventana del convento, cayendo sobre unas piedras y matándose. Casi al mismo tiempo, otra mujer salía por la puerta y recorría las calles gritando y chillando como una loca. Los prudentes vecinos no se atrevían á pronunciar los nombres… (Julí, Balí.)
»Después, pero mucho después, al caer la tarde, un anciano vino de un barrio y estuvo llamando á la puerta del convento, cerrada y guardada por sacristanes. El viejo llamaba con los puños, con la cabeza, lanzando gritos ahogados, inarticulados como los de un mudo, hasta que fué echado á palos y á empujones»… (Era el abuelo de Julí, Selo.) Buscó al gobernadorcillo, al juez de paz, al Teniente de la guardia civil… Todos estaban en el convento… «A las ocho de la noche, se decía que más de siete frailes, venidos de los pueblos comarcanos, se encontraban en el convento celebrando una junta. Al día siguiente, Tandang Selo desaparecía para siempre del barrio, llevándose su pica de cazador»… Al P. Camorra lo trasladaron, y no pasó más. Y considerando el Gobierno que alguien debía pagar… lo del banquete de la pansitería, resolvió que continuara preso el infeliz Basilio. Abogó por el estudiante el alto empleado» (el que despachaba con su Excelencia en el pueblo de Los Baños), que dijo en un largo parlamento, entre otras cosas:
«Yo no quiero que España pierda este hermoso imperio, esos ocho millones de súbditos sumisos y pacientes que viven de desengaños y esperanzas; pero tampoco quiero manchar mis manos en su explotación inhumana; no quiero que se diga jamás que, destruída la trata, España la ha continuado en grande cubriéndola con su pabellón y perfeccionándola bajo un lujo de aparatosas ilustraciones. No; España para ser grande no tiene necesidad de ser tirana; España se basta á sí misma; España era más grande cuando sólo tenía su territorio, arrancado de las garras del moro. Yo también soy español; pero antes que español soy hombre, y antes que España y sobre España están los altos principios de moralidad, los eternos principios de la inmutable justicia… Yo no quiero que en las edades venideras sea acusada de madrastra de naciones, vampiro de pueblos, tirana de pequeñas islas; porque sería horrible escarnio á los nobles propósitos de nuestros antiguos reyes. ¿Cómo cumplimos su testamento? Prometieron á estas islas amparo y rectitud, y jugamos con las vidas y libertades de sus habitantes; prometieron civilización, y se la escatimamos, temiendo que aspiren á más noble existencia; les prometieron luz, y les cegamos los ojos para que no vean nuestra bacanal; prometieron enseñarles virtudes, y fomentamos sus vicios, y, en vez de la paz, de la riqueza y de la justicia, reina la zozobra, el comercio muere y el escepticismo cunde en las masas. Pongámonos en lugar de los filipinos, y preguntémonos: ¿qué haríamos en su caso? Cuando á un pueblo se le niega la luz, el hogar, la libertad, la justicia, bienes sin los cuales no es posible la vida, y por lo mismo constituyen el patrimonio del hombre, ese pueblo tiene derecho para tratar al que así le despoja, como al ladrón que nos ataja en el camino…»
El General le espetó una indirecta, y el alto empleado salió. Ya en la calle, al subir al coche, le dijo al lacayo:— «¡Cuando un día os declaréis independientes, acordaos de que en España no han faltado corazones que han latido por vosotros y han luchado por vuestros derechos!» —Dos horas después, el alto empleado presentaba su dimisión y anunciaba su vuelta á España por el próximo correo. (Alusión muy transparente de lo ocurrido á D. José Centeno, cuyo proceder, cuando la manifestación del 88, no olvidan los filipinos.)
Pecson, Tadeo y Juanito Peláez fueron suspendidos en los exámenes; Makaraig se vino á Europa, consiguiendo pasaporte «á fuerza de dinero»; Isagani perdió unas asignaturas y ganó la que cursaba con el P. Fernández. En cuanto á Basilio… ¡continuaba en la cárcel! Paulita rompió con Isagani, indio, soñador, etc., para casarse con Juanito Peláez, que, aunque majadero y jorobado, era mestizo español, y su padre tenía gran suerte en los negocios. Á últimos de Abril, en Manila, no se hablaba de otra cosa que de la fiesta que iba á dar D. Timoteo Peláez en celebración de la boda de su hijo con Paulita. ¡Los apadrinaba el General!
Simoun pone en orden sus armas y alhajas. Su «fabulosa riqueza» encerróla en la gran maleta de acero que para esto tenía. Llegó Basilio á verle. Si el cambio operado en Simoun durante los últimos meses transcurridos era grande, mayor era aún el experimentado por el infeliz Basilio.— «Sr. Simoun (le dice estudiante), he sido mal hijo y mal hermano; he olvidado el asesinato de uno y las torturas de la otra, ¡y Dios me ha castigado! Ahora no me queda más que una voluntad para devolver mal por mal, crimen por crimen, violencia por violencia… Hace cuatro meses me hablaba usted de sus proyectos; he rehusado tomar parte, y he hecho mal; usted ha tenido razón. Hace tres meses y medio la revolución estaba á punto de estallar; tampoco he querido tomar parte, y el movimiento ha fracasado. En pago de mi conducta he sido preso, y sólo debo mi libertad á instancias de usted. Usted ha tenido razón, y ahora vengo á decirle: ¡arme mi brazo, y que la revolución estalle! Estoy dispuesto á servirle con todos los desgraciados.»
Al contestarle Simoun, dícele que fracasó el movimiento porque desertaron muchos. Pero iba á realizar su ideal de exterminio por otro procedimiento. Y mostró á Basilio «una granada, grande como la cabeza de un hombre, algo rajada, dejando ver los granos del interior, figurados por enormes cornalinas. La corteza era de oro oxidado é imitaba perfectamente hasta las rugosidades de la fruta». —Simoun la sacó con mucho cuidado, y retirando el mechero, descubrió el interior del depósito; el casco era de acero, grueso como dos centímetros, y podía contener algo más de un litro. —Luego sacó un gran frasco de nitroglicerina. Basilio retrocedió.
«—¡Sí, nitroglicerina!, replicó lentamente Simoun con su sonrisa fría y contemplando con deleite el frasco de cristal; ¡es algo más que nitroglicerina! ¡Son lágrimas concentradas, odios comprimidos, injusticias y agravios!»
Y aquel artefacto, luciendo como caprichosa lámpara, había de estallar en la casa de la boda, cuando se hallase allí todo lo más condecorado y calificado de Manila. En los bajos de la misma casa había además colocado Simoun algunos sacos de pólvora. ¡No se salvaría una rata! El plan mecánico consistía en que, á poco de comenzar á lucir la luz de la lámpara, se debilitaría: alguien entonces pretendería subir la mecha, y en ese momento sobrevendría la explosión.
«Al oirse el estallido (habla Simoun), los miserables, los que vagan perseguidos… saldrán armados y se reunirán con Cabésang Tales para caer sobre la ciudad; en cambio, los militares, á quienes he hecho creer que el General simula un alzamiento para tener motivos de permanecer (de prolongar su permanencia en Filipinas), saldrán de los cuarteles dispuestos á disparar sobre cualesquiera que designare. El pueblo, entre tanto, alebrestado y creyendo llegada la hora de su degüello, se levantará dispuesto á morir; y como no tiene armas ni está organizado, usted, con algunos otros, se pondrá á su cabeza y los dirigirá á los almacenes del chino Quiroga, donde guardo mis fusiles. Cabésang Tales y yo nos reuniremos en la ciudad y nos apoderaremos de ella, y usted en los arrabales ocupará los puentes, se hará fuerte, estará dispuesto á venir en nuestra ayuda y pasará á cuchillo no sólo á la contrarrevolución, sino á todos los varones que se nieguen á seguir con las armas!
»—¿Á todos?, balbuceó Basilio con voz sorda.
»—¡Á todos!, repitió con voz siniestra Simoun; ¡á todos!, indios, mestizos, chinos, españoles, á todos los que se encuentren sin valor, sin energía… ¡es menester renovar la raza! Padres cobardes sólo engendrarán hijos esclavos, y no vale la pena de destruir para volver á edificar con podridos materiales… Á las diez espéreme frente á la iglesia de San Sebastián para recibir mis últimas instrucciones. ¡Ah! ¡Á las nueve, debe usted encontrarse lejos, muy lejos de la calle de Anloague!…»
Basilio examinó un revólver que Simoun le había dado; lo cargó, y despidióse con un seco «¡hasta luego!»…
Aquella noche se celebraban las bodas de Paulita con Juanito Peláez. Basilio había salido de la cárcel en la mañana de aquel mismo día precisamente. Todos sus amigos se hallaban de vacaciones; sólo estaba en Manila el soñador Isagani, el desdeñado de Paulita, pero había desaparecido desde hacía algunas horas. — Basilio vagaba por las calles, mal trajeado: parecía lo que había sido, criado de Capitán Tiago. No sabiendo dónde iba á ser la fiesta, ocurriósele ir á casa de su antiguo amo, sita en la calle de Anloague, y se encontró con la novedad de que la había adquirido D. Timoteo Peláez. A juzgar por los signos exteriores, la fiesta prometía ser un verdadero acontecimiento. Vió muchos coches á la puerta; en uno iba Paulita, en traje de boda, con el novio. — Basilio se puso á observar. — Á los novios los apadrinaba el General, y en nombre de éste el inevitable D. Custodio. El General asistiría á la cena, y ofrecería su regalo: ¡la granada-lámpara que había visto Basilio!
Se aproxima la hora de la fiesta. Los convidados comenzaron á llegar á la siete de la noche. El General estaba algo lacio, porque se hallaba en vísperas de regresar á España. Basilio, viendo tanta animación, y, sobre todo, tantas jovencitas inocentes, tuvo un momento en que, sintiéndose compasivo, quiso evitar la catástrofe; pero desistió al ver llegar á los frailes Irene y Salví. Después llegó Simoun, llevando en sus propias manos la lámpara. Subió, bajó al poco rato, y fuese á toda prisa. Basilio intentó huir, comprendiendo que los minutos estaban contados; pero se topó con su colega Isagani, el novio desdeñado. Quiso llevársele, apartarle de una muerte inmediata inminente… Isagani no cede… Y no pudiendo Basilio disuadirle, le explica la verdad de lo que iba de un momento á otro á acontecer. Isagani tampoco cedió: quiso, á pie firme, seguir observando… Y Basilio huyó. Entonces Isagani subió á la morada de Peláez, dirigióse como un autómata adonde estaba la bomba; cogióla, y la arrojó al estero… Él también se arrojó al agua. La escena fué rapidísima; desarrollóse en los mismos momentos en que comenzaba á correr de mano en mano un pergamino, en el que se leían estas solas palabras:
Juan Crisóstomo Ibarra.
Cuando el pergamino llegó á poder del P. Salví, éste se desvaneció: la letra era… ¡la de Ibarra! — La confusión fué indescriptible.
Ben Zayb, el periodista prestigioso, voló á su casa para escribir un artículo sensacional, y lo escribió. Mandólo á la imprenta y se echó á dormir. Pedía la declaración de estado de sitio, etc. Al amanecer le despertaron devolviéndole las cuartillas: no quería el General que se hablase del asunto para no sembrar la zozobra… Resultaba, después de todo, que la presencia de un solo individuo había bastado para poner miedo en el ánimo de muchos. — A la mañana siguiente corrió la noticia de otro suceso: había sido asaltada una quinta del Pásig, donde ciertos frailes pasaban la época del calor; había habido algunos golpes, y los tulisanes se habían llevado cincuenta pesos… El lesionado era el P. Camorra, que gozaba de unas agradables vacaciones en recompensa de sus «travesuras» en Tianí (pueblo donde ocurrió la trágica muerte de Julí). Cogidos algunos de la partida, súpose que— «uno de los tulisanes de Cabésang Tales les había dado cita para reunirse con su bando en Santa Mesa para saquear los conventos y las casas de los ricos… Les guiaría un español alto, moreno… (las señas de Simoun). El aviso sería un cañonazo; y habiéndolo esperado en vano, los tulisanes, creyéndose burlados, unos se retiraron, otros volvieron á sus montañas prometiendo vengarse del español, que por segunda vez había faltado á su palabra. Ellos entonces, los ladrones cogidos, quisieron hacer algo por su cuenta y atacaron la quinta que hallaron más á mano, prometiendo dar religiosamente las dos terceras partes del botín al español de cabellos blancos, si acaso las reclamaba.» — La gente comenzó á creerlo, mayormente cuando se supo la desaparición del joyero y vióse que en su casa había sacos de pólvora y gran cantidad de cartuchos. — Todo esto transcendió y lleno de estupor á Manila entera. Lo más notable del caso era que Simoun se había asociado á D. Timoteo Peláez…
El P. Florentino, sacerdote indígena, tío del poeta Isagani, recibió una carta del Teniente de la guardia civil, en que le decía que, habiendo recibido aviso telegráfico para que «vivo ó muerto» enviase al español que se había refugiado en casa del sacerdote, se lo avisaba á fin de que «el amigo no esté allí cuando le vaya á prender á las ocho de la noche». «Ninguna duda abrigaba el P. Florentino de que el español buscado era el joyero Simoun. Había llegado misteriosamente, cargando él mismo con su maleta, sangrando, sombrío y muy abatido. Acogióle el buen clérigo con toda discreción. Mas como no se explicaba lo que acontecía, discurrió que carecía ya de protección, puesto que el General acababa de embarcarse para España. Dióle la noticia de que iban á prenderle, y Simoun sonrió. ¡Ni intentaba escaparse!… Al cabo de un rato de no verle, volvió el cura al aposento en que Simoun se hallaba. El joyero tenía indicios de sufrimiento. ¡Se había envenenado! El P. Florentino se puso á rezar. Simoun, contadas ya las horas que le quedaban de vida, refirió su historia…
«Cómo, trece años antes, de vuelta de Europa, lleno de esperanzas y risueñas ilusiones, venía para casarse con una joven que amaba, dispuesto á hacer el bien y á perdonar á todos los que le han hecho mal, con tal que le dejasen vivir en paz. No fué así. Mano misteriosa le arrojó en el torbellino de un motín urdido por sus enemigos: nombre, fortuna, amor, porvenir, libertad, todo lo perdió, y sólo se escapó de la muerte gracias al heroísmo de un amigo (Elías). Entonces juró vengarse. Con las riquezas de su familia, enterradas en un bosque, escapóse, se fué al extranjero y se dedicó al comercio. Tomó parte en la guerra de Cuba, ayudando ya á un partido, ya á otro, pero ganando siempre. Allí conoció al General, entonces comandante, cuya voluntad se captó, primero, por medio de adelantos de dinero, y haciéndose su amigo después, gracias á crímenes cuyos secretos el joyero poseía. Él, á fuerza de dinero, le consiguió el destino, y una vez en Filipinas se sirvió de él como de ciego instrumento y le impulsó á cometer toda clase de injusticias…»
La confesión fué larga. El cura le consolaba… Tenía fe en que Dios no abandonaba ni abandonaría la suerte del país. Entáblase con este motivo discusión, y, entre otras cosas, dice el cura, cuando Simoun le pregunta:— «¿Qué Dios es ese?»
«—Un Dios justo, Sr. Simoun; un Dios que castiga nuestra falta de fe, nuestros vicios, el poco aprecio que hacemos de la dignidad, de las virtudes cívicas… Toleramos y nos hacemos cómplices del vicio, á veces lo aplaudimos; justo es, justísimo, que suframos sus consecuencias y las sufran también nuestros hijos. Es el Dios de libertad, Sr. Simoun, que nos obliga á amarla haciendo que nos sea pesado el yugo; un Dios de misericordia, de equidad, que al par que nos castiga nos mejora, y sólo concede el bienestar al que se lo ha merecido por sus esfuerzos: la escuela del sufrimiento templa; la arena del combate vigoriza las almas. Yo no quiero decir que nuestra libertad se conquiste á filo de espada; la espada entra por muy poco ya en los destinos modernos; pero sí, la hemos de conquistar mereciéndola, elevando la razón y la dignidad del individuo, amando lo justo, lo bueno, lo grande, hasta morir por él; y cuando un pueblo llega á esa altura, Dios suministra el arma, y caen los ídolos, caen los tiranos como castillo de naipes, y brilla la libertad con la primera aurora. Nuestro mal lo debemos á nosotros mismos; no echemos la culpa á nadie. Si España nos viese menos complacientes con la tiranía y más dispuestos á luchar y á sufrir por nuestros derechos, España sería la primera en darnos la libertad; porque cuando el fruto de la concepción llega á su madurez, ¡desgraciada la madre que lo quiera ahogar! En tanto, mientras el pueblo filipino no tenga suficiente energía para proclamar, alta la frente y desnudo el pecho, su derecho a la vida social y garantirlo con su sacrificio, con su sangre misma; mientras veamos á nuestros paisanos en la vida privada sentir vergüenza de sí, oir rugiendo la voz de la conciencia, que se rebela y protesta, y en la vida pública callarse, hacer coro al que abusa para burlarse del abusado; mientras los veamos encerrarse en su egoísmo y alabar con forzada sonrisa los actos más inicuos, mendigando con los ojos una parte del botín, ¿á qué darles libertad? Con España y sin España serían siempre los mismos, y acaso, ¡acaso peores! ¿Á qué la independencia, si los esclavos de hoy serán los tiranos de mañana? Y lo serán sin duda, porque ¡ama la tiranía quien se somete á ella! Sr. Simoun, mientras nuestro pueblo no esté preparado, mientras vaya á la lucha engañado ó empujado, sin clara conciencia de lo que ha de hacer, fracasarán las más sabias tentativas; y más vale que fracasen; porque ¿á qué entregar al novio la esposa si no la ama bastante, si no está dispuesto á morir por ella?»[6].
Anochecía. Simoun estrechó efusivamente la mano del sacerdote. Perdía fuerzas… Callaba… Y prosiguió el P. Florentino:
«—¿Dónde está la juventud que ha de consagrar sus rosadas horas, sus ilusiones y entusiasmo al bien de su patria? ¿Dónde está la que ha de verter generosa su sangre para lavar tantas vergüenzas, tantos crímenes, tanta abominación? ¡Pura y sin mancha ha de ser la víctima para que el holocausto sea aceptable!… ¿Dónde estáis, jóvenes que habéis de encarnar en vosotros el vigor de la vida que ha huído de nuestras venas, la pureza de las ideas que se ha manchado en nuestros cerebros y el fuego del entusiasmo que se ha apagado en nuestros corazones?… Os esperamos, ¡oh jóvenes!, venid, que os esperamos. Simoun murió sin pronunciar una sola palabra. — «¡Dios tenga piedad de los que le han torcido el camino!» —murmuró el cura; llamó á los criados, y todos juntos oraron… Luego, y después de alguna vacilación, sacó el cura de un armario la maleta de acero de Simoun, bajó la escalera, y con la maleta en la mano se fué á una roca próxima á su casa.
«El padre Florentino miró á sus pies. Allá abajo se veían las obscuras olas del Pacífico batir las concavidades de la roca, produciendo sonoros truenos, al mismo tiempo que heridas por un rayo de luna, olas y espumas brillaban como chispas de fuego, como puñado de brillantes que arrojase al aire algún genio del abismo. Miró en derredor suyo. Estaba solo. La solitaria costa se perdía á lo lejos en vaga neblina, que la luna desvanecía hasta confundirla con el horizonte. El bosque murmuraba voces ininteligibles. El anciano entonces, con el esfuerzo de sus hercúleos brazos, lanzó la maleta al espacio, arrojándola al mar. Giró varias veces sobre sí misma, y descendió rápidamente trazando una pequeña curva, reflejando sobre su pulimentada superficie algunos pálidos rayos. El anciano vió saltar gotas, oyó un ruido quebrado, y el abismo se cerró tragándose el tesoro. Esperó algunos instantes para ver si el abismo devolvía algo; pero la ola volvió á cerrarse tan misteriosa como antes, sin aumentar en un pliegue más su rizada superficie, como si en la inmensidad del mar sólo hubiera caído un pequeño pedrusco.
»—¡Que la naturaleza te guarde entre los profundos abismos, entre los corales y perlas de sus eternos mares!, dijo entonces el clérigo, extendiendo solemnemente la mano. Cuando para un fin santo y sublime los hombres te necesiten, Dios sabrá sacarte del seno de las olas… Mientras tanto, ahí no hallarás el mal, no torcerás el derecho, no fomentarás avaricias!…»
Tal es la hermosa página, verdaderamente zolesca, con que fenece el libro, que deja una impresión de vaga melancolía. Es la obra de un revolucionario místico, inspirado á veces por un espíritu diabólico, y, sin embargo, lleno siempre de unción. Á cada paso se invoca la Justicia Divina; á cada paso se muestra una confianza ciega en los designios del Omnipotente. La obra, ya lo hemos dicho, tiene de novela lo menos posible; resulta á manera de colección de disertaciones pronunciadas por personajes más o menos simbólicos, falsos en general, no obstante que los hechos que en el libro se refieren son casi todos ciertos, rigurosamente históricos. Simoun (Ibarra redivivo) es una figura fantástica, inverosímil de todo punto. Sirve de pretexto para estimular las ideas revolucionarias; dice para lo que puede servir la nitroglicerina; esboza todo un plan estratégico para la posesión de la plaza de Manila… Y Simoun no es separatista, ni la novela tampoco. Simoun es un caso de desesperación; un destructor; un anarquista frenético. No quiere á Filipinas independiente, porque se convertiría en un caos espantable; quiere la regeneración de la raza, la dignificación del pueblo; ansía que los filipinos forjen una patria, para lo cual reputa indispensable el aniquilamiento de toda la podredumbre… La novela no es separatista; y, sobre no serlo, no es sistemáticamente hostil al espíritu español, hostilidad que se acentúa más en el Noli me tángere que en El Filibusterismo. Nótese que el protagonista, Ibarra-Simoun, desciende de españoles; y nótese que María Clara, por quien enloquece ó punto menos el protagonista, es hija de español (¡engendrada por un fraile!). Un autor ávido de gloria de los suyos, habría hecho que la ideal María Clara hubiera sido india pura, y que el genio de la destrucción de los vicios de su patria, Simoun, hubiera sido indio puro. En El Filibusterismo, Rizal atenúa apasionamientos cometidos en su primera novela; en esta segunda nos pinta un español honrado, inteligente, lleno de civismo, defensor resuelto de los filipinos (el alto funcionario que despacha con el General), así como nos pinta un fraile (el P. Rodríguez) partidario del progreso intelectual y moral de los hijos del país. Y en cambio nos presenta al Sr. Pasta, insigne abogado indígena, que pasa por todo, contemporizador calculista con tal de no interrumpir la marcha rutinaria de las cosas.
Pero hay más. El filibusterismo recibe un golpe de maza con El Filibusterismo, cuya síntesis es: no merecemos ni debemos triunfar; pero es que, si triunfásemos, lo pasaríamos peor: los siervos de hoy se convertirían en tiranos; el país se transformaría en un aquelarre peor que el de la última republiquilla sudamericana, donde sólo prevalecen confusión é iniquidad: estudiemos, dignífiquémonos, originalicémonos, seamos nación, y entonces, la misma Providencia nos lo dará todo hecho. El Filibusterismo es un tratado de nacionalismo, á par que una nueva advertencia á la Metrópoli de que, con su régimen, no podía tener la voluntad de los nacidos en la Colonia. Ibarra, impulsado por los hechos de los españoles, acaba por aborrecer á España. Y así Basilio, que rechaza reiteradamente los planes de Simoun, y acaba, fatalmente, por ser filibustero, á impulso de las iniquidades que el régimen colonial comete en la persona del infeliz estudiante…
Habría sido El Filibusterismo un libro filibustero si la bomba-lámpara hubiera estallado y en la casa del español Peláez hubiesen perecido desde el Capitán general hasta el más modesto de los concurrentes; si las hordas se hubiesen apoderado de Manila, y, en fin, triunfante la revolución, viésemos la apoteosis de la misma. Rizal hace que la revolución aborte por dos veces, y que de aquellos abortos no quede otro sedimento que ¡una cuadrilla de tulisanes!… Y que toda la riqueza de Simoun (el instrumento de la revolución) vaya á sepultarse en el fondo del Pacífico, por mano de un venerable sacerdote indígena, que exclama (no se olvide), al arrojar el tesoro, refiriéndose á Simoun:
—«¡Dios tenga piedad de los que le torcieron el camino!»; —frase la más hermosa, en medio de su sencillez, la más significativa, la más sublime que se contiene en toda la novela. Que equivale á decir:— ¡Dios tenga piedad de esos españoles, que causando la desesperación de tantos hijos del país nacidos para el bien, les impulsan ciegamente á ser filibusteros!…
- ↑ Número del 17 Enero 1891; reproducido por La Solidaridad.
- ↑ Pi y Margall escribió en Nuevo Régimen: «Desgracia tienen nuestras colonias oceánicas. No se les otorga los derechos políticos, no se les da asiento en nuestras Cortes, no se les quita el yugo que les pusieron las órdenes monásticas, y cuando se trata de sus intereses materiales, se las olvida como si no fueran parte de España. ¿Qué cariño nos han de tener los que las habitan? ¿Qué impaciencia no han de sentir por verse libres de un pueblo que las gobierna como en el primer siglo de la conquista? Si un día se rebelan, ¿qué razón habrá para que nos quejemos?» —Y estas palabras, que hoy parecerán á todo el mundo tan sensatas, dieron lugar á que el Sr. Sánchez de Toca, en la sesión del Congreso de los Diputados del 29 de Abril de 1891, se desatase contra el ilustre Pi y Margall, acusándole de «alentar y justificar la rebelión de Filipinas». — V. La Solidaridad, núm. 55 (Madrid, 15 Mayo 1891).
- ↑ He aquí el pie: «Gent, | Boekdrukkerij F. Meyer-Van Loo Vlaanderenstraat, 67 | 1891.» — Y véase el lema, que va en la portada y encierra no poca filosofía: «Fácilmente se puede suponer que un filibustero ha hechizado en secreto á la liga de los fraileros y retrógrados para que, siguiendo inconscientes sus inspiraciones, favorezcan y fomenten aquella política que sólo ambiciona un fin: extender las ideas del filibusterismo por todo el país y convencer al último filipino de que no existe otra salvación fuera de la separación de la Madre-Patria. —F. Blumentritt.»
- ↑ Catálogo de la Biblioteca Filipina reunida y puesta en venta por P. Vindel. Madrid, 1904. — Véase el núm. 1.222. — Rizal: El Filibusterismo; Gent, 1891: 400 pesetas. Encuadernado lujosamente.
- ↑ Si Tandang Basio Macunat (El Viejo Basio Macunat). Salitang quinatha ni (cuento escrito por) Fr. Miguel Lacio Bustamante, religioso franciscano. Manila, Imp. de Amigos del País, 1885. — xx + 170 páginas en 8.º — El Autor describe la vida apacible del campo en contraposición de la agitada de las ciudades. Las conclusiones de la obra, escrita en excelente tagalo, son: que el indio no debe tener más mentor que el fraile ni más amigo que su carabao; que la instrucción trae consigo quebraderos de cabeza y graves perjuicios… En suma, el P. Bustamante aconseja á sus lectores que sean unos animales domésticos, sumisos en todo á la voluntad del fraile, único que quiere bien á los indios, y único, por tanto, en desearles la verdadera felicidad. — Del librejo del P. Bustamante, huelga decirlo, se ha sacado gran partido para demostrar cómo el fraile venía siendo un estorbo de todo signo de cultura en Filipinas.
- ↑ Este admirable fragmento, sobre el cual nos permitimos recomendar al lector que fije bien su atención, sintetiza como ningún otro todo el pensamiento político de Rizal, gran nacionalista en efecto, pero no partidario del separatismo por la violencia.