Teresa la limeña/XVI
XVI
Amour: «Loi, dit Jesus; Mystère, dit Platon».
Eran pasados dos años desde la muerte de Lucila... Naturalmente el dolor de Teresa había calmado pero en sus viajes y paseos por Italia, Suiza y Alemania, durante, su permanencia en las grandes ciudades, donde se vio siempre rodeada y atendida, tanto a causa de su hermosura como por su riqueza, en todas partes sería vacío el corazón, pues aunque se le habían brindado otras amistades, tal vez sinceras, comprendió que jamás encontraría una amiga como la que había perdido.
El señor Santa Rosa estaba muy satisfecho con la frialdad que manifestaba Teresa hacia los pretendientes que se le presentaban, y elogiaba su juicio, creyendo que permanecía soltera porque ninguno de ellos podía, ofrecerle una renta igual a la que le había dejado León. Teresa sonreía tristemente al oír tales elogios, pero buen cuidado ponía en no revelar la causa de su aparente frialdad. La verdad era que el recuerdo de Roberto vivía siempre en el fondo de su corazón... Muchos habían pedido su mano y algunos le habían ofrecido su amor: disgustada y fatigada con una vida tan sin emociones, varias veces había hecho esfuerzos para persuadirse que amaba, y una vez llegó hasta creer que su corazón se enternecía; pero cuando quiso decir una palabra afectuosa, la frialdad de sus sentimientos y la completa tranquilidad de su corazón le advirtieron que no era allí donde debía esperar la dicha.
Al fin el señor Santa Rosa le anunció que tendrían que volver a Lima; hacía cerca de tres años que vivía en Europa y sus negocios lo llamaban al Perú. Pero, le dijo, si ella lo deseaba podían volver pasando por los Estados Unidos, no permaneciendo allí sino pocos días. Teresa accedió con gusto al proyecto de su padre. Aunque no preguntaba nunca directamente por la suerte de Roberto, sabía que desempeñaba un empleo en Nueva York, en lugar de haber regresado directamente a Lima.
La navegación fue corta y feliz. Llegaron a Nueva York una mañana de primavera y toda la naturaleza parecía sonreír en torno suyo: el mar con sus azulosas olas, las risueñas costas y preciosas y pobladas islas, la magnífica bahía, el movimiento del puerto, la multitud de navíos y barcas... todo eso le causaba una alegría, una emoción deliciosa, emoción que en realidad tenía una causa secreta.
En el puerto, a tiempo de desembarcar, en las calles por donde atravesaba el carruaje, se imaginaba que cada persona que pasaba era la que esperaba encontrar.
El coche se detuvo en la puerta del hotel más frecuentado por los hispanoamericanos; y como al Saltar del coche se le engarzase el vestido, un caballero que estaba en la puerta del hotel se acercó cortésmente a desasírselo; en ese momento sus ojos se encontraron: era Roberto Montana. Al reconocerla la saludó conmovido y una gran turbación se apoderó de ella.
-Sí -se decía Teresa al subir la escalera del hotel-; sólo él es capaz de hacer latir mi corazón... sólo él.
La profunda dicha que la inundó la hizo comprender cuánta cabida tenía Roberto en su corazón; más de súbito le ocurrió una idea que por algunas horas la tuvo angustiada: tal vez Roberto estaba a punto de partir cuando ella llegaba, como había sucedido antes. Felizmente su padre la invitó a que bajaran al salón y ver a Roberto sentado cerca de una ventana, leyendo tranquilamente un periódico. Inmediatamente se acercó a ella y a poco entablaron una conversación casi confidencial. Tanto se habían pensado mutuamente durante los años trascurridos, que a pesar de que en su vida no se habían hablado más de tres o cuatro veces, sus ideas armonizaron completamente, y creían conocerse a fondo: ¡tal es el magnetismo de una verdadera simpatía!
Desde ese momento Roberto casi no dejaba el lado de Teresa, que a todas horas y en donde quiera que se encontraba veía junto a sí la sombra de su compatriota. Sin embargo, el señor Santa Rosa se había manifestado frío hacia Montana, y a veces no podía ocultar el disgusto que le ocasionaba su presencia; pero Teresa no comprendía ni podía cuidado en nada cuando éste se le acercaba, ni supo hasta pasado algún tiempo que la repugnancia de su padre tenía un motivo especial.
Así se pasó una semana. Al fin llegó la víspera de la partida de Nueva York y entonces supo Teresa, llena de alegría, que Roberto también se embarcaba y volvía a Lima al mismo tiempo que ella. Él no le había dirigido hasta entonces una palabra que no fuera de la más pura y respetuosa amistad, bien que sus miradas le decían mucho más de lo que sus labios hubieran podido pronunciar.
-Aunque me hubiera muerto de hambre -le dijo al anunciarle que sería su compañero de viaje-, nunca habría gastado el dinero que tenía reservado para volver al Perú... Tenía el presentimiento de que algún día se me proporcionaría la ocasión de hacer un viaje como el que se me prepara mañana. Dicen que los presentimientos son la sombra de los sucesos que se acercan; sin embargo, he tenido que esperar mucho tiempo para que la sombra se convirtiera en una, deliciosa realidad.
Teresa no contestó; era la primera vez que Roberto le hablaba con tanta claridad, y delante de él perdía su presencia de ánimo; sentía demasiado y por eso le faltaban palabras con que expresarse.
Esa noche determinaron asistir a un gran concierto. Al llegar Teresa a su asiento notó que ya Roberto se había situado detrás del que ella debía ocupar.
El armonioso compás de una música escogida, ya tierna o apasionada, ya sentimental o alegre, la conciencia de que él estaba allí junto, el recuerdo de lo que le había dicho esa mañana, la esperanza de un viaje en su compañía... todo la halagaba y llenaba de dicha. Años después recordaba aquella noche como una de las más ideales que había pasado en su vida; gozaba con lo presente, olvidaba lo pasado y veía en lo porvenir una cadena interminable de horas como aquella. Ambos se hallaban en aquel período del amor, en que todavía no se forman proyectos y se vive tan sólo en lo presente: período encantador, sobre todo para la mujer porque la aman con aparente desinterés, y porque no estando aún el hombre seguro de su conquista, cada mirada, cada palabra o sonrisa de la mujer airada tiene gran precio para él...; y ella que lo sabe, comprende su soberanía, pero se siente al mismo tiempo esclava; pues la mujer sólo quiere ser reina para tener la satisfacción de abdicar y mostrarse humilde ante aquel a quien ama verdaderamente.
Los primeros días de navegación fueron muy penosos para nuestra heroína, porque tuvo que pasarlos en su camarote; pero el recuerdo de Roberto la consolaba; oía de vez en cuando su voz y creía poder distinguir sus pisadas sobre cubierta. Al fin hizo un esfuerzo supremo, y aunque pálida y débil quiso subir a respirar el aire libre. Bien se halló, pues la vista no más del que ocupaba todos sus pensamientos la reanimó, y muy pronto el ambiente marítimo y la distracción acabaron de volverle las fuerzas y la salud. Pasaba casi todas las horas del día sobre cubierta, siempre acompañada por Roberto... ¡horas de indecible dicha! Ya no podía disimularse que amaba, y se dejaba llevar por ese sentimiento sin querer reflexionar. No obstante que Alfredo de Musset dice que «el amor es un sufrimiento excesivo», y Madama de Girardin «que es el mayor tormento, la angustia más grande y la causa de casi todas las penas de la vida», Teresa creía con Saint-Evremond, que «todos los subsiguientes placeres no valen tanto como nuestras primeras penas».
Dicen que «hablar de amor es amarse», Teresa y Roberto tocaban ese tema con mucha frecuencia, y cuando se hallaban en algún rincón abrigado, sobre cubierta, aislados, solos, ella recostada en un gran sillón y él casi a sus pies, su conversación rodaba naturalmente sobre ese eterno tema de que tanto se ha dicho pero que todavía no se ha agotado. A veces una frase los conmovía al mismo tiempo y al mismo tiempo callaban, y sus miradas se apartaban, temiendo que una palabra imprudente revelara el estado de sus corazones, pues ambos habían convenido tácitamente en que era mejor no tener explicación alguna antes de llegar a Lima. ¡Cuántas simpatías les eran comunes! ¡cómo armonizaban sus ideas, y cómo se comprendían casi sin hablarse! «Cuando dos persona se aman», dice Balzac, «siempre en el fondo de sus corazones encuentran los mismos pensamientos: suaves y frescas armonías, perlas todas igualmente brillantes, como las que fascinan a los buzos, según dicen, desde el fondo del mar». Aunque sus conversaciones podían haber sido oídas por todos, no gustaban hablarse sino cuando estaban solos.
Felizmente para los dos amantes no había casi señoras en el vapor, y los hombres eran todos aventureros, que iban a buscar fortuna a California, o jugadores de profesión que no gustaban de sociedad culta. Aunque el señor Santa Rosa manifestaba mucho desagrado cada vez que veía a Montana al lado de su hija, su amor al juego de tresillo no le permitía permanecer con ella; dejándola sola casi todo el día, naturalmente su compatriota debía cuidar de ella.
Después de atravesar el istmo de Panamá la sociedad del vapor sobre el Pacífico cambió de aspecto, y muchos peruanos y chilenos y algunas señoras impedían que estuvieran siempre solos. Entonces inventaron, para distraerse, decían, el jugar ajedrez, pero en realidad fue aquello un ardid para disimular la casi continua asistencia de Roberto al lado de Teresa y dar un significado al silencio que guardaban ambos cuando se acercaba alguna persona. Pasaban, pues, el día con el tablero de ajedrez entre los dos, y armados de aquella paciencia inagotable de que se reviste todo el que está dominado por un poderoso pensamiento, acababan un juego y empezaban otro inmediatamente; pero era tal su preocupación que con frecuencia no habrían podido decir quién había perdido o quién ganado la partida.
¡Con cuán diferentes ojos vio de nuevo Teresa las costas de la patria que había abandonado con el corazón oprimido tres años antes! Ahora todo lo encontraba hermoso, bello, magnífico, y los áridos arenales del Perú le parecían paraísos de perfumes y frescura.
Una noche (pronto deberían separarse) estaban, como de costumbre, sobre cubierta... ella reclinada en un sillón y él a su lado: ambos callaban; sus almas estaban llenas de felicidad y sus corazones demasiado conmovidos para hablar. Habían visto hundirse el sol en medio de espléndidos arreboles y aparecer una a una las pálidas estrellas..., tenían los ojos en el cielo y en torno suyo oían armonías celestiales. Teresa dejó caer su abanico y al devolvérselo Roberto sus manos se estrecharon. El corazón de Teresa latió locamente, mas no trató de separar su mano, pensando que había llegado el momento de explicar sus sentimientos; pero él no creyó necesario preguntarle si lo amaba: ¿acaso sus miradas no se lo habían dicho mil veces desde que se encontraron en Nueva York?
-¡Momentos como éste son fugaces, oh! ¡cuán fugaces!... -dijo él con voz conmovida, mirando a Teresa y viéndola, a pesar de la oscuridad-, mañana nos hallaremos separados...
Teresa inclinó la cabeza en silencio.
-Mañana nos separaremos -añadió su compañero-; y después veremos entre los dos las barreras que nos opone la sociedad... ¿La bella y orgullosa Teresa se acordará entonces de su humilde compañero de viaje?
Teresa le apretó dulcemente la mano al separarla de la de él, y le contestó:
-Si en tantos años no pude olvidar al cantor de Chorrillos, ¿lo olvidaré ahora?
Era la primera vez que aludía a esos tiempos, y ella misma se admiró al oírse hablar así.
-Entonces ¿por qué tratarme con tanta frialdad y desdén cuando nos encontramos después?
-¿No lo adivina usted?
-¡Sí! para qué negarlo... yo la comprendía; usted no era libre, entonces..., y ese mismo desdén me hizo amarla más, y convertir en serio y profundo lo que tal vez hubiera sido solamente una romántica inclinación... Por eso abandoné a Lima, pues no quería causar a usted la pena de mi presencia o tener que luchar para no acercármele.
-Y entonces, ¿por qué partir cuando yo llegaba a París?
Explícole cómo al saber que estaba libre, él arregló sus negocios para volver a Lima, quedándole apenas el dinero suficiente para el viaje.
-No teniendo pariente alguno, mi pequeña fortuna me era indiferente -dijo-, y la gasté toda en viajar para tratar de olvidar...
-¿De olvidar? -preguntó Teresa casi involuntariamente.
-De olvidar... sí, de olvidar que allende los mares existía la única mujer que era la personificación completa de mi ideal. Volvía lleno de esperanzas y alegría cuando de repente me encontré con usted al tiempo de subir al tren del ferrocarril... ¿Qué hacer? Mis compañeros me apresuraban, yo no podía decirles cuál era la causa de mi deseo repentino de quedarme; por otra parte, reflexioné que con mi pobreza, no podría presentarme al lado de usted en la sociedad parisiense sin hacer un papel ridículo... Me ofrecieron entonces un destino en una casa de comercio en los Estados Unidos, y me decidí a permanecer allí, esperando saber cuándo volvería usted a Lima para regresar también. No sé por qué vivía con la idea de que usted tal vez pensaba en mí, que no me olvidaba... ¿Me equivocaba, Teresa?
Ésta, a su vez, le refirió cómo su recuerdo la había ocupado, siempre; pero aunque no le dijo a cuantos había rechazado porque su corazón no podía olvidarlo, él comprendía lo que dejaba de decirle.
Cuando se separaron, Teresa le ofreció que impondría de todo a su padre con el propósito de obtener su consentimiento para un matrimonio en que ambos cifraban su felicidad.