XV

Después de la separación de nuestros amigos en Luc, Teresa recibió dos cartas de Lucila. En la primera le daba a entender que su salud había empeorado y que su espíritu estaba tan enfermo como el cuerpo; pero Teresa notó con pena que su estilo, profundamente triste, carecía de aquella franqueza y confianza con que siempre la había tratado. Dos semanas después recibió otro billetito, muy corto, cuya letra temblorosa hacía comprender que efectivamente estaba tan débil como decía. Le suplicaba que fuera pronto a verla porque sentía que no le quedaban muchos días de vida y necesitaba hablar con ella, pues era la única persona que podía infundir alguna tranquilidad en su alma.

Teresa se alarmó, y aunque naturalmente su padre desaprobó el proyecto de ir a Montemart inmediatamente, llevando consigo un buen médico, al fin tuvo que dar su consentimiento y acompañarla una parte del camino.

Llegó a la casa de Lucila sin haber tenido tiempo de anunciarse. Era a fines de noviembre y la habitación no ofrecía un aspecto muy halagüeño. Rodeada de árboles por entre cuyas desnudas ramas mugía el viento esparciendo las hojas secas, la casa parecía una silenciosa tumba. Todo estaba solitario, la puerta abierta y el corredor interior vacío. Nuestra heroína, seguida del médico, penetró sin que la viesen, hasta el salón.

Un caballero alto, delgado, vestido de negro, con pelo empolvado y peinado a la antigua, estaba sentado cerca del hogar y rodeado de libros. El anciano se levantó cortésmente al ver entrar a Teresa, quien para darse a conocer le dijo:

-Soy Teresa, la amiga de Lucila.

-¡La reina María Teresa! -exclamó el caballero, cerrando el libro que tenía en la mano y acercándose a ella.

-No, no... Madama Trujillo... la amiga de la señorita Montemart.

-¿Ése es el pseudónimo que Su Majestad se ha dignado tomar hoy? Está bien; respetaré el incógnito de Su Majestad.

Teresa no sabía qué contestar; felizmente Lucila le había advertido cuál era la monomanía de su padre.

-¿Cómo ha seguido Lucila? -preguntó al fin.

-¿Lucila? Su Majestad querrá decir Madama Guyon, esa mujer famosa que nos ha hecho el honor de venirse a refugiar en nuestro castillo... Ya entiendo: Su Majestad ha venido probablemente a conferenciar con ella, y para que no se moleste el rey (que no la quiere) viene de incógnito; ¿no es así?

-Sí -contestó Teresa, procurando halagar al pobre maniático para librarse de él-: ¿la podré ver? Este caballero -añadió, volviéndose al médico (que miraba aquella escena creyéndose en una casa de locos)-, este caballero es un médico que ha tenido la bondad de acompañarme y desea ver a la enferma.

-¡Un médico! Su Majestad quiere engañarme... No es la primera vez que veo a Monseñor de Cambrai, ¡el gran Fenelón! Comprendo que no quiera ser reconocido por el vulgo... deseará, sin duda, hablar con esta maravillosa mujer, apóstol de la gran doctrina del padre Molina; ¿acaso me equivoco?...

La conversación tomaba un giro muy trabajoso y Teresa no sabía qué decir. Felizmente en ese momento llegó una criada, a la que dio su tarjeta para que la llevase a su señora.

-¡Qué diría Bossuet! -exclamaba en tanto, el señor de Montemart, paseándose por el salón- ¿qué diría si supiera que Juana Bouvier de la Motte ha conquistado entre sus prosélitos hasta a su majestad la reina?... Ésta es una gran gloria para el quietismo. ¡Pensar que María Teresa viene ocultamente a visitar a Madama Guyon!... ¡Ah, aquí está mi esposa!... Acérquese usted a besar la mano a Su Majestad la reina, que nos ha hecho el honor de detenerse en nuestro castillo.

La señora de Montemart, al entrar, comprendió la extraña recepción que habían tenido los visitantes, y en voz baja les dijo:

-Perdónenle ustedes... yo no creía que la señora Trujillo llegara tan pronto.

Y los hizo entrar a otra pieza.

Teresa encontró a Lucila tan demudada, que con dificultad pudo ocultar sus lágrimas. El médico no dio ninguna esperanza; al contrario, anunció que no viviría muchos días. Mientras que la señora de Ville procuraba preparar a la pobre madre para recibir tan cruel noticia, Teresa fue a visitar al padre y hacerle comprender la situación en que se hallaba su hija. Pero fue imposible hacerlo volver al siglo XIX; estaba viviendo en la época de Luis XIV.

Teresa había entrado al salón sin ser vista. El señor de Montemart discutía con el cura, el cual fingía estar descontento con el reinado del rey favorito por el momento.

-Yo he estado en la corte -decía el buen anciano-, y así he podido juzgar mejor que usted, señor cura, cuán grande es el monarca. No solamente es grande por sus victorias, sus conquistas y su poder, sino que lo es también por su talento y laboriosidad; trabaja ocho horas por día en despachar asuntos públicos, y hasta los menos importantes para el gobierno los examina, interviniendo en todo.

-¡Gran mérito! -contestaba el cura-; un monarca quiere mezclarse siempre en todo, no para el bien público... ¡no tal! ¡si no para que en la nación no se haga sino su voluntad!

-Silencio, amigo mío: ¿no sabe usted que ha llegado a mi castillo una gran señora de la corte?... -y añadió bajando la voz-: la reina María Teresa está aquí...

Y viendo a Teresa se le acercó con suma cortesía y le ofreció un asiento.

-No quiero sentarme -dijo ella-; vengo solamente, señor de Montemart, a suplicar a usted que me escuche con atención.

-¡Suplicarme!... que su majestad ordene.

-¿Recuerda usted a su hija Lucila?

-Sí... -contestó tratando de fijar sus ideas-, pero hace algún tiempo que nos dejó para ir a la corte... En su cuarto le hemos dado asilo a Madama Guyon.

-No; recuerde usted, señor, que Madama Guyon murió hace más de un siglo, y por consiguiente, no puede estar aquí... Lucila, la hija de usted, se halla actualmente en su cuarto, y siento decir a usted que está enferma de mucha gravedad.

El anciano se echó a reír; pero tratando de mostrarse serio dijo:

-¡Su Majestad quiere chancearse! Hace tiempo que no veo a mi hija.

-¿Quiero usted verla?

-¿Para qué? Todos los miembros femeninos de nuestra familia han pasado su juventud en la corte... Así, prefiero que Lucila esté al lado de las princesas y en medio del esplendor.

-Sí -dijo Teresa-, pronto estará rodeada de otro esplendor.

El pobre monómano no contestó; una sombra pasó por su frente y parándose delante de la ventana se puso a mirar hacia el mar por entre las secas ramas de los árboles del jardín.

-Déjelo usted -dijo entonces el cura acercándose a Teresa-; este pobre señor es más feliz en la ignorancia del estado precario en que se halla su hija; ¿para qué apenarlo desengañándolo?

-Tiene usted razón... Sólo deseaba proporcionar a mi pobre amiga el consuelo de que viera a su padre que me dijo afligida, hacía más de un año no la conocía ni le dirigía la palabra.

Lucila parecía arrepentida de lo que hubo escrito a Teresa, y nada le decía de la idea que había dicho la atormentaba. La segunda noche después de la llegada de su amiga, se hallaron las dos solas; Teresa había logrado que todos tomaran esa noche reposo, ofreciendo velar por la enferma. Estaba ésta reclinada en sus almohadas, rodeada de blancas cortinas; y en su agitada respiración, el brillo demasiado vivo de sus grandes ojos y la palidez de su frente, se leía una cercana disolución. Teresa comprendió que llegaba el momento de la eterna separación, y que era preciso que hablara entonces o nunca; y sentándose a su lado tomó una de sus manos y acariciándola le dijo:

-Hasta ahora nada me has comunicado de lo que querías decirme... estamos solas al fin ¿qué desearás tú, Lucila, qué podrás pedirme que yo no haga con gusto?... sería para mí una gran satisfacción...

Al oír estas palabras pronunciadas con tanta dulzura, Lucila se enterneció y llenándose de lágrimas los ojos:

-No te he hablado, Teresa -le contestó, recostando la cabeza sobre un brazo doblado y ocultando la cara con la otra mano-; no te he dicho nada porque me sentía muy débil y sin fuerzas para tratar de asunto que tanta agitación me ha causado...

-Si así fuere, si eso te hace daño, déjalo para mejor ocasión -dijo Teresa, levantándose para ocultar la lámpara detrás de una pantalla, pues adivinaba que la oscuridad daría más confianza a la moribunda.

-No era debilidad física la que tenía, sino fuerza moral la que me faltaba y me impedía hablar, y ésta siento que ha crecido a medida que la primera va decayendo. No me alucino... esta noche siento tan cerca la muerte que lo que diga es como si hablara de cosas para siempre pasadas... Al verte tan bondadosa y abnegada, tan tierna y cariñosa conmigo, no puedo menos que arrepentirme cuando recuerdo los días en que me dominó un sentimiento de dolorosa amargura respecto de ti...

-¿Tú, Lucila? ¡qué injusticia!...

-Perdona y escúchame, pues... Tú que has sido mi única confidente durante mi vida... (¿corta ha sido, no es cierto? pero muy amarga; no la dejo con pena), tú has sabido que siempre, desde que comencé a sentir, una imagen, una sola ha vivido en mi corazón... Cuando después comprendí que sólo a él podía amar, y que, sin embargo, era preciso olvidarlo, matar ese pensamiento, ahogar ese sentimiento... entonces mi débil constitución no pudo resistir, y al morir la esperanza murió también mi salud, pero salvé mi vida... La salvé porque en el naufragio sobrevivió mi amor; ni fue posible eliminarlo, sino que en vez de borrarse se fue grabando en el fondo de mi alma hasta hacer parte de ella:

-¡Pobre Lucila! -murmuró Teresa, mientras que ardientes lágrimas bajaban por sus mejillas y caían sobre las almohadas.

-Este afecto oculto para todos, hasta, diré más bien sobre todo, para la persona que lo inspiraba -continuó Lucila-, era mi misma existencia... y habrás comprendido cuál sería mi lucha conmigo misma cuando al fin él quedó libre y podía amarlo sin remordimiento, sin temor, volviendo a renacer dulcemente la esperanza y arrullar mis penas. Gozaba con una dicha tranquila y deliciosa; todo me sonreía..., cuando de repente nació en mi espíritu una duda que fue aumentándose y me torturaba horriblemente: ¡ésa duda se fue convirtiendo en convicción, no solamente me persuadió de que no podía ser amada, ni lo había sido nunca, sino que mi única, mi mejor amiga era mi rival! El día que partimos de Luc creí que no solamente te amaba... sino que tú le correspondías.

Al decir esto Lucila se calló y apretó convulsivamente la mano de Teresa que tenía la suya.

-¡Oh! Lucila, cómo te equivocabas; yo...

-Sí, sí, lo sé todo... no te justifiques. Déjame hablar ahora que puedo hacerlo.

-Te veo muy agitada... ¡cálmate, por Dios!

-Esto pasará...

Efectivamente, algunos momentos después Lucila siguió hablando más tranquilamente.

-Volví a casa completamente postrada y sin ánimo para vivir. Durante el viaje Reinaldo me había parecido muy abatido y triste, y esa tristeza me partía el alma y me llenaba de amargura. Estuve enferma algunos días, pero tú sabes que la esperanza renace con facilidad; mi tía dijo en mi presencia que Reinaldo quería irse de Montemart, por algún tiempo, y fijaba su partida para algunos días antes de la época en que tú debías venir... Respiré más libremente ¿acaso me habría equivocado?... Mi salud empezó entonces a recuperar alguna fuerza y pude recibir a Reinaldo, que vino a despedirse. Estuvimos solos unos momentos y los aproveché, para preguntarle por qué lo veía tan abatido hacía algún tiempo...

Lucila cerró los ojos y estuvo callada un rato, y tan quieta que Teresa creyó que se había dormido.

-Estaba recordando sus palabras -dijo al cabo de algunos momentos con un suspiro-: «Lucila -me contestó-, ¿usted no adivina?», viendo que yo nada decía añadió: «Su amiga me ha hecho muy desgraciado..., usted tal vez podría procurar que ella fuese menos cruel». Y me confesó su amor por ti..., acabando de despedazar mi corazón con la súplica de que intercediera por él cerca de ti...

-¡Oh! -exclamó Teresa-, ¡con cuánta razón se ha dicho que los hombres sólo se ocupan de sí mismos, y que sólo tienen perspicacia para lo que les interesa!... ¡Le rogué tanto que no te dijese nada!... ¿Pero qué le contestaste?

-Recibí sus confidencias con aparente calma... me equivoco: no era solamente aparente; la resignación nació de repente en mí. ¿Qué podía esperar ya?... Al oírle hablar de tu belleza, de tu gracia y talento, y recordar lo que era yo (un espejo que teníamos al frente reflejaba mi triste y marchita imagen) comprendí que el mundo no era para mí... No me sentía capaz de luchar para conservar una existencia tan inútil; el golpe esta vez fue mortal, y esa noche tuve un ataque que me demostró que la muerte se acercaba... al día siguiente te escribí.

-¡Pobre amiga mía! -exclamó Teresa abrazándola-; ¡perdóname, por Dios, el mal que involuntariamente te hice!... Mi vuelta a Europa ha sido un tejido de equivocaciones, y ha hecho tu desgracia..., y tal vez la mía.

-Ofrecí hablarte en favor... de él -continuó Lucila-; quiero cumplir mi ofrecimiento. Escúchame, Teresa; he pasado sobre el mundo como una sombra que no deja huella ninguna; olvídame...

-No digas eso, no lo repitas; ¿olvidarte yo?... ¿No sabes que eres mi sola, mi única amiga?

-Sí, si... pero al pensar en tu felicidad no me recuerdes. ¡Todos, todos olvidarán mi existencia!

-¿Y tu madre, y tu pobre padre?

-Mi madre no me olvidará, ¡tienes razón!, pero mi muerte será para ella un descanso, porque le devolverá la tranquilidad completa, después de haberle causado yo mil afanes y sobresaltos. En cuanto a mi padre, a quien tanto he amado, hace tiempos que ya no existo para él... Pero quisiera que Reinaldo no me olvidara completamente: ya que siendo todo para mí, nada he sido para él, desearía que me debiese su dicha... ¡Dime la verdad! ¡Parece imposible que amándote él, tú no hayas sentido ningún afecto! ¿Acaso mi recuerdo y el temor de causarme pena te han impedido amarlo?... Sí así fuere...

-No, Lucila, ni lo he amado ni lo amaré nunca.

-¿Estás bien segura de ello? Quisiera hacerte heredera de mi cariño.

-¡Muy segura! ¡cómo! ¿no te he dado a entender varias veces que sólo un hombre he encontrado que haya podido conmoverme y que sólo él sería digno de adueñarse de mi voluntad?

-Es decir ¡que mi vida como mi muerte, pasarán inútilmente, estériles para él! -exclamó dolorosamente Lucila.

El resto de la noche lo pasó Teresa procurando consolarla y calmarla, hasta que al fin logró que durmiera algunos momentos.

Empezaba a aclarar: se oían a lo lejos los rumores campestres que preceden a la aurora, y aunque la pieza estaba oscura, los débiles rayos de la lámpara alumbraban a la moribunda y a Teresa que, recostada en un sillón, había sido vencida por el sueño, resaltando su pálida frente sobre el ropaje de color oscuro que la rodeaba. Teresa dormía tranquilamente y parecía la imagen del reposo doloroso, no de la paz sino de la resignación. A breve rato Lucila despertó, y mirando a su amiga con aquel presentimiento de lo porvenir, que suelen tener las almas próximas a dejar el mundo, creyó leer en su fisonomía muchas penas para lo futuro.

-¡Pobre, pobre amiga mía! -exclamó sin pensarlo.

El eco ele sus palabras despertó a Teresa que inmediatamente estuvo a su lado.

-¿Me llamabas?

-Sí... ven, quiero abrazarte. Te vi tan pálida, y tenías una expresión tan triste que me estremecí pensando en que tu suerte no sería feliz.

-Es probable...

Durante un momento que durmió había soñado que miraba a Roberto pasearse a orillas del mar llevando del brazo a otra mujer, cuyas facciones no pudo distinguir; y mientras ella sentía que llegaban las olas hasta el sitio en que estaba, sin poder moverse de allí, el ruido del mar le llegaba como una música lejana... Roberto pasaba y repasaba, y aunque ella pedía auxilio, la miraba sin hacerle caso. Las palabras de Lucila reprodujeron la dolorosa emoción del sueño ya casi desvanecida, y la fijaron en su memoria.

-Abre las cortinas -dijo la moribunda-; déjame ver la claridad del sol.

Había llovido toda la noche, pero al llegar el día la atmósfera se había despejado y los primeros rayos del sol hacían brillar las gotas de agua por todo el campo. Teresa se puso a contemplar el paisaje que tantas veces le había descrito Lucila pero que jamás volvería a ver.

-Teresa -dijo ésta-, deseo mucho una cosa... quisiera ver a Reinaldo antes de morir; pero está ausente: ¿podrías tú hacerlo llamar? Siento que pronto, muy pronto ya no habrá tiempo...

Teresa sabía que Reinaldo había vuelto a Montemart y ofreció hacerlo llamar.

Lucila tenía razón; a poco empezó su agonía... pero parecía que no le era posible morir tranquilamente. Al fin se estremeció; había oído el galope de un caballo, y llamando a Teresa le dijo, sin que los demás oyeran:

-Ya viene... ve a prepararlo... al verme cómo estoy se alarmaría... Levántame sobre las almohadas; recógeme el pelo...; que no tenga de mí un recuerdo demasiado horrible.

Teresa bajó a recibir a Reinaldo, tratando de ahogar sus lágrimas, pero al ofrecerle la mano no pudo ocultar su emoción.

-¿Muy gravemente enferma está Lucila? -preguntó, más conmovido al verla, llorar, que pesaroso por la causa del dolor.

-No durará muchas horas...

-¿Y deseaba verme?

-Sí; no podía morir sin que usted viniera.

¡Pobre prima mía! Este capricho me enternece.

-¡Capricho!... ¿Llama usted capricho el último grito de su corazón? -y añadió con vehemencia, mientras que las lágrimas se secaron en sus mejillas y su voz temblaba-: ¿no sabe usted que ella no ha tenido otro pensamiento en su vida que usted, que sus palabras, que sus sentimientos le han dado la vida o la muerte?... ¿que usted, aunque no lo merecía por cierto, tenía un altar en ese noble y puro corazón, donde su imagen dominaba sola?...

Reinaldo, admirado, anonadado, exclamó entonces:

-¡Cómo! ¿ella, Lucila, me amaba?... ¡y yo jamás lo supe!... ¿por qué no lo adiviné?

-¿Por qué?... ¡Porque los hombres sólo piensan en sí mismos, y no ven ni comprenden sino lo que puede importarles personalmente o les interesa!

Reinaldo se sentó muy conmovido y ocultó la cara entre las manos.

-Venga usted a verla -le dijo Teresa dulcemente-, notando la impresión que sus palabras le habían causado... Venga usted; yo no tenía la intención de revelarle el secreto de Lucila; que no sepa ella mi indiscreción.

Alderredor del lecho de Lucila estaban su madre, su padre, su tía y el cura que le acababa de administrar los últimos sacramentos de la religión. Mientras que Teresa hablaba con Reinaldo, ella había llamado en torno suyo a todos esos seres queridos para despedirse. La madre lloraba tras las cortinas de la cama y Madama de Ville trataba de consolar al mísero anciano que por fin había reconocido a su hija y la miraba con indecible angustia.

Las sombras de la muerte se extendían sobre la pobre niña; su respiración era penosa y tenía los ojos cerrados. Cuando entró Reinaldo, precedido por Teresa, se estremeció, trató de sentarse pero volvió a caer sobre las almohadas... Un color sonrosado invadió sus mejillas y una dulcísima sonrisa iluminó su fisonomía al dar la mano a Reinaldo, quien tomándola entre las suyas se arrodilló al pie de la cama.

-No quería morirme sin verlo por la última vez -dijo la moribunda.

-¡Oh! ¡Lucila! -fue lo único que pudo contestar, pues lo ahogaba la emoción.

-Perdóneme usted, querido primo -añadió ella mirando a Teresa-, si he cumplido mal mi encargo, y no he logrado alcanzar para usted la dicha que deseaba...

-No hable usted de eso, Lucila, contestó él besándole la mano y humedeciéndola con sus lágrimas; no puedo pensar sino en usted que nos abandona...

Un relámpago de felicidad pasó por los ojos de la moribunda, que con el último esfuerzo apretó la mano de Reinaldo, y mirando a todas las personas queridas que la rodeaban murmuró:

-Morir así rescata una vida de sufrimiento.

Sólo Reinaldo alcanzó a oír esas palabras y un agudísimo dolor apretó su corazón.


Una hora después todo había concluido.

Reinaldo salió del cuarto de su prima y sin decir una palabra, sin despedirse de nadie, hizo ensillar su caballo, montó y huyó de la casa. Teresa, que iba a abrir la ventana, lo vio partir al galope por entre el jardín, destruyendo las plantas al pasar; iba con el sombrero calado hasta los ojos e inclinada la cabeza...

Nunca lo volvió a ver.

-¡Infeliz Lucila! ¡sólo al morir te había llorado -suspiró Teresa-, porque, sólo al morir te ha conocido!