Teresa la limeña/XVII
XVII
Llegaron al Callao y varios amigos salieron al puerto a recibir a Santa Rosa y a Teresa. En medio de esas personas que por su riqueza y posición se creían más importantes que él, Montana tuvo que hacerse a un lado; pero siempre las miradas de los dos amantes salvaron las distancias y sus almas se comunicaban a pesar de todos.
También Rosita se hallaba allí. La viuda que ella protegía cuando partió Teresa, se había vuelto a su provincia, mohína y medio arruinada, sin haber podido lucir en la sociedad limeña como lo había esperado; de suerte que Rosita se veía en la necesidad de lisonjear a otra amiga íntima pero rica, y recibió con alegría la noticia del próximo regreso de Teresa.
-¡Querida Teresita! -exclamó abrazándola-; ¡cuánto placer me da el volverte a ver! He venido de Lima para tener el gusto de abrazarte lo más pronto posible... ¡Ah! Montana, ¿usted por acá? -añadió dirigiéndose a éste, que naturalmente había seguido su estrella.
La limeña estaba todavía hermosa, bien que empezaba a necesitar muchos cosméticos para sostener sus pretensiones; pero en cambio su espíritu se agriaba cada día más, y sus malos sentimientos se habían desarrollado. Teresa, ya con más experiencia del mundo, resolvió rechazar una amistad que no solamente le repugnaba, sino que sabía la podía desacreditar. La reputación de Rosita había sufrido, y aún en una sociedad como la de Lima, que no se toma la perla de indagar mucho la vida ajena, empezaba a sentir un vacío en torno suyo y pocas mujeres la visitaban. Su madre había muerto: acompañábala una humilde vieja a quien jamás se veía en su sala, pero que se sabía pasaba su existencia oculta en el interior de la casa; así, Rosita vivía sola y rara vez una señora pisaba el umbral de su habitación. Ella decía que esa repulsa de parte de las mujeres de la sociedad limeña, provenía de la envidia, que tenían al verla tan rodeada de hombres, pues a medida que perdía amigas antiguas, su círculo de hombres se aumentaba.
Un ceño de disgusto cruzó por la frente de la coqueta al ver las miradas que cambiaron entre sí Teresa y Roberto; no había olvidado sus proyectos de conquista y resolvió espiarlos.
Hasta el siguiente día de su llegada a Lima Teresa no pudo encontrarse sola con su padre, quien se anticipó a su propósito diciéndole:
-Teresa, necesito hacerte algunas observaciones a solas; cierra la puerta y escúchame... Desde que saliste del colegio siempre te había visto fría y reservada con la generalidad de los hombres, de lo cual no me admiraba, pues tu madre fue lo mismo. Jamás habías manifestado cariño por ninguno, ni aún por el pobre León... Después de la muerte de éste, he admirado tu juicio, como varias veces te lo he dicho, porque rechazabas a todos los pretendientes que se te presentaban.
Calló esperando contestación, pero como no la diese Teresa añadió:
-¿Tal vez, has comprendido el objeto de mis observaciones?
-No adivino cuál será, y le ruego a usted que se explique.
-Pues bien... ahora, de repente, sin saberse por qué, acoges con gusto las atenciones de un joven oscuro, pobre y sin verdadera posición social...; te muestras con él más amable que con todos los caballeros de distinción que se te han acercado aquí y en Europa...; por último, al tiempo de desembarcar lo invitas a mi casa...
-¿Qué tiene eso de extraño? ¿no le ofrece uno la casa a toda persona con quien ha tenido relaciones?
-Sí; pero debes tener entendido, pues yo lo he manifestado claramente, que ese joven no me agrada.
-¿Acaso se ha aprovechado de mi invitación a que nos visitase?
-No; todavía no lo he visto.
-Ahora le explicaré a mi turno, papá, la causa o el motivo que tengo para manifestarme amable con Roberto Montana. Yo también deseaba hablarle a usted de él, desde ayer, pero no había tenido ocasión... Si hasta ahora he rehusado los matrimonios que se me han ofrecido, hoy he cambiado de opinión y he aceptado el homenaje de Roberto..., porque antes no había amado y ahora sí.
Santa Rosa se levantó de su asiento y parándose delante de Teresa le dijo lleno de asombro:
-¡Casarte con Montana! ¿Tú, una hija mía, ser la esposa de ese miserable, de ese pordiosero?
-Sí; puesto que habiéndome declarado su amor le prometí ser su esposa.
-¡Insolente!
Teresa, viéndolo tan furioso, quiso salir.
-¡No te irás! -le dijo su padre, sin poder contener su rabia. ¡Te ordeno que me escuches!... un pordiosero, lo repito, un...
Pero le faltaban palabras, y se puso a pasear de un lado al otro de la pieza sin poder hablar.
-No se moleste usted tanto -dijo Teresa dulcemente pero con dignidad-; Montana no es pordiosero, y aunque pobre no desea recibir nada de usted. Más vale la pobreza con cariño, que el esplendor acompañado de penas. Renuncio gustosa a la herencia de León y no le pido a usted nada.
Santa Rosa sabía muy bien que con amenazas y no se dominaba su hija; era preciso emplear otros medios, y haciendo un esfuerzo cambió repentinamente de táctica:
-¡La pobreza!... ¿sabes acaso lo que es ser pobre?... Y añadió esforzándose para hablar con calma: además, el caudal que te adjudicaron como legado de León me es indispensable ahora...
Teresa hizo un ademán de desdén.
-Escucha -prosiguió su padre-: contando con el juicio que habías manifestado en todo este tiempo quise proporcionarte más riquezas, y me he lanzado en varias especulaciones para las cuales necesito absolutamente mucho dinero.
-Todo eso puede ser -observó Teresa con frialdad-; pero recuerde usted que la primera vez me casé solamente por complacerlo, facilitándole, como usted decía, un buen negocio... Ahora estoy decidida a casarme para ser feliz, y no quiero pensar en negocios y especulaciones.
-¡Ingrata! -exclamó Santa Rosa, fingiéndose conmovido-: ¡ingrata! ¡oh, las mujeres son todas así!...; puede uno sacrificarse por ellas sin que crean necesario agradecerlo, ni recordarlo... ¿Para quién trabajaré yo? ¿para qué busco riqueza sino para proporcionarte nuevos triunfos y goces?... ¿Qué has deseado jamás, que no lo hayas tenido? ¿qué te falta a mi lado? ¿qué puedes pedir que yo no te proporcione al punto?
-No me quejo -contestó Teresa, bajando la cabeza humildemente-; no pido ni deseo nada, ni aún lo que poseo...; lo único que quiero es libertad para ser pobre...
-¡Libertad para ser pobre! -interrumpió Santa Rosa, con ironía-; ¡vaya una frase romántica!... pero de romántica con los cascos a la jineta.
-No pretendo -prosiguió Teresa, sin contestar a la burla de su padre-, no pretendemos casarnos inmediatamente... sino de aquí a un año...
-¡Ni de aquí a un año, ni jamás serás la esposa de Roberto Montana! Nunca permitiré semejante matrimonio... Un aventurero, cuyos padres son desconocidos; un miserable sin más renta que la que lo podría proporcionar una voz que no emplea, ni más patrimonio que un par de bigotes retorcidos; sin familia, sin posición, sin precedentes...
-No me caso con una posición, ni con una familia, sino con un hombre a quien amo.
-¡Estás loca!... Pues bien, ¿quieres saber ahora quién es Roberto Montana?
-¿No me acaba usted de decir que no se sabe de dónde proviene?
-Es cierto que nadie lo sabe aquí, ni él mismo tal vez, pero conozco la historia de sus padres, que en verdad no es muy linda.
-Cuéntela usted, pues.
Santa Rosa calló algunos momentos, y al fin apoyando los codos sobre una mesa, y sombreándose la cara con una mano sobre la cual apoyaba la frente, empezó así:
-Cuando yo era muy joven, antes de conocer a tu madre, me enamoró de una prima mía, que por casualidad llevaba el mismo nombre que tú. Teresa tenía apenas diez y seis años y yo veinte; nuestros padres arreglaron el matrimonio y yo era muy feliz, pues la amaba locamente y creía que ella me correspondía. Algunos meses antes del día fijado para el casamiento, mi prima se enfermó y la enviaron a casa de unas parientas que vivían en una hacienda cerca de Arequipa. Cuando volvió no pudo, ocultar su triste estado..., pero ya que no podía ser mi esposa averiguaron con empeño quién había sido el miserable que causó su desgracia... Ella solo contestaba con lágrimas, pero al fin se supo que era un tal Salcedo...
Teresa se estremeció.
-Un joven Salcedo, que había sido protegido por la familia y estaba empleado en la hacienda... Ofreció casarse inmediatamente con ella; pero los hermanos de Teresa juraron vengarse de él, y lo hicieron venir a Lima engañándolo con falsas promesas de reconciliación. Al entrar a una casa en donde le habían dicho los encontraría, nos presentamos ellos y yo y le dimos una paliza, dejándolo exánime, y según creíamos, muerto. Teresa desapareció de casa de sus padres y a poco supimos que había muerto al dar a luz a Roberto.
-¡A Roberto!
-Sí, a tu novio..., y sin haber tenido tiempo de casarse con su seductor.
-¡Pobre, pobre niña! ¿Es decir que Roberto es nuestro pariente?
-¿Cómo te atreves a decir semejante cosa?
-¿Y quién recogió al niño?
-Los hermanos de Teresa lo reclamaron; pero Salcedo para entonces enrolado en el ejército, no quiso nunca entregarlo y lo hizo criar en Arequipa, con el apellido de Montana. Los padres de mi prima murieron, y hoy no queda sino un hermano que vive en Arequipa. Salcedo fue el autor de la ruina y la dispersión de esa familia... ¿Después de esta vergonzosa historia persistes todavía en creer que Roberto puede ser tu esposo?
-¿Acaso él tuvo culpa en todo eso?
-Ya veo que es inútil hacer reflexiones a una loca. Pero te advierto que no quiero que el hijo de Salcedo pise jamás mi casa, y juro que con mi consentimiento nunca te degradarás hasta ser su esposa. Puedes, sí, despreciar mis consejos, y prevalida de que eres viuda y libre, casarte con quien quieras y gozarte en arruinarme cuando se te antoje. Tu padre está viejo y puedes abandonarlo, aunque, por desgracia, no tenga más hija que tú...
Y sin decir otra cosa, Santa Rosa, que era un actor consumado, salió inmediatamente para no perder el buen efecto de sus últimas palabras.