Siluetas parlamentarias: 11

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.


JOSÉ M. OLMEDO


Vistiendo traje de militar, con el grado de sargento mayor, ocupó por primera vez un asiento en el Congreso de Belgrano el diputado José M. Olmedo, hijo de la Provincia de Córdoba.

Desde entonces, y sin solución de continuidad, Olmedo forma parte de aquel alto Cuerpo.

Cómo y por qué el año 80 Olmedo se disfrazó de militar, es cosa que no hemos podido averiguar; pero de suponer es que su origen guerrero haya obedecido á la habilidad del sastre que, mediante una orden del Gobierno, se encargó de colocar, sobre la figura nada gallarda del joven diputado, el traje que ha abrigado á varones tan ilustres.

El caso es que Olmedo hizo su debut en carácter de mayor, pronunciando un discurso en el que no faltaban ciertos conatos de formas con flores de invernáculo, pálidas, incoloras, aunque no marchitas. Pero le sobraba una dosis respetable de buen sentido que contrastaba con la entereza y noble audacia con que encaraba la mas ardua y difícil de las cuestiones políticas que han preocupado á la República desde los primeros días de su organización.

En esa atrevida tentativa el jóven diputado declaró que votaba por la Capital en Buenos Aires, contrariando su razón y su conciencia, creyendo no obstante que la única Capital geográfica, la mas conveniente para los intereses de la Nación Argentina, era la ciudad del Rosario de Santa-Fé.

Fué aquel un suicidio en pleno Congreso y un motivo para que sus amigos del Interior se manifestasen pesarosos de haberle dado sus sufragios. Y no se crea que Olmedo pecó á sabiendas. Líbrenos Dios de hacerle semejante agravio!

Olmedo pecó por exceso de temperamento, por el deseo fácilmente esplicable de esas naturalezas apresuradas, sedientas de ruido, de brillo, de todo lo que dá fama y gloria, y que faltas de meditación y de estudio, se lanzan rápidas al campo de las lides intelectuales.

Olmedo pretendió dar un de pecho que resonara hasta Córdoba y justificara su elección de diputado resistida dentro del mismo círculo por fuerzas poderosas, y sostenida, con abnegación suprema que él debe agradecer siempre, por amigos que le profesaban sincero cariño.

Tan rudo golpe colocó á Olmedo en condiciones desventajosas en el seno del Congreso, cuyos miembros vieron desaparecer en el Diputado al joven animoso que en sus primeras armas no solo daba muestras de impericia, sino de esa falta de virtud cívica para seguir con viril aliento, á pesar de todo, las inspiraciones de la propia conciencia.

Algo peor acontecía allí en Córdoba, donde sus opositores ostentaban como justificativo de su conducta las palabras mismas de Olmedo, recordando antecedentes de club y otros actos de índole política para afirmar mas cuanto al principio y después adujeron.

Y á la verdad que era ingrata empresa, por no decir imposible, la de rebatirían razonables argumentos. No se trataba de un error sincero ó de una hábil evolución que diera por resultado un hecho determinado, sino sencillamente de una inconveniencia con visos vehementes de mala fé, aunque como ya hemos apuntado, en el fondo, nada de esto existia.

La carrera política de Olmedo empezó en Córdoba con el Gobierno de Viso. Era Secretario de la Cámara de Diputados y colaboró durante poco tiempo en el diario oficial, sosteniendo ideas liberales en el sentido religioso, en una época nada propicia para sembrarlas, en que el terreno no estaba preparado ni la simiente era de buena calidad.

Su ausencia del periodismo marca una gran laguna en su vida, ó ignoramos qué razones le movieron á abandonar la brecha, precisamente cuando los huracanes del sud llevaban ruidos de combate.

Con la candidatura del general Roca, Olmedo reaparece, tras largo intervalo de silencio, figurando como miembro del Comité Directivo. Es recien que se diseñan los contornos, vagos al principio, del hombre de lucha; y un testigo presencial nos refiere cuan desgraciado fué como orador al proclamar futuro Presidente de la República al que en Octubre próximo dejará el baston de mando.

Aquello no fué un discurso, dice el testigo de que hablamos; aquello hizo el efecto de una oración fúnebre, porque trajo á colación palabras que importaban nada menos que la muerte prematura de la misma candidatura que se proclamaba. Señores, exclamó, yo no sé si tengo velas en éste entierro; y los murmullos, movimientos de disgusto y algunos silbidos cubrieren como un manto de plomo al novel orador.

Lo demás del discurso, sino era una brillante esposición de principios, al menos se dejaba escuchar como una pieza de cierto mérito literario, salpicada con citas mitológicas y algo de la revolución francesa, que no hay sermón sin San Agustín en punto á peroraciones juveniles. Todos hemos pecado á este respecto, y el que se crea sin culpa que arroje la primera piedra.

Lo detestable del discurso estaba en la primera parte, en las velas del entierro, de que no debió hablar jamás, sin esponerse al ridículo que le siguió durante la campaña electoral.

Un poco de buen sentido, de dominio sobre sí mismo, le habría salvado de tal traspiés.

El buen sentido! Esto que es común en las personas, esto que se adjudica al primero que pasa por la calle para cohonestar su ignorancia, en Olmedo se encuentra con escasa frecuencia.

Nos imaginamos que el cerebro de Olmedo es una casa cuyas principales habitaciones están decoradas correctamente y ocupadas por gentes de orden; pero que en las del segando patio sucede lo que en una Provincia argentina, donde el opa de la familia oculta su cretinismo en el último rincón para no provocar la hilaridad pública con su presencia.

A veces el opa burla la vigilancia doméstica y entonces la casa se torna en un desconcierto, en el que no faltan escenas desastrosas y generalmente descomunales bataholas que los pilluelos de la calle forman al rededor de la singular figura del desgraciado.

Tal acontece con los discursos del diputado Olmedo. Hay en ellos una frase soportable y á veces galana sin ser clásica, ideas que asoman al parecer llenas de vida; pero de repente, por no sabemos qué inconsecuencia, os llama la atención un soberbio disparate dicho con una naturalidad candorosa, como si en aquel organismo no se hubiera producido una sensible transición.

Es que Olmedo no se siente: No ha notado que el opa de la casa ha salvado la vigilancia doméstica y ha dado al diablo con todo lo que en ella representaba orden y compostura.

Este defecto de Olmedo proviene, á nuestra manera de entender, del medio en que se ha criado y de los elementos que lo han rodeado desde la cuna hasta la edad adulta.

Hijo único de un matrimonio que ha hecho de él un verdadero culto, mimado hasta la exageración, absoluto, caprichoso, rey del hogar, su inteligencia como su carácter han recibido la mas perniciosa de las herencias: la vanidad.

La vanidad constituye el fondo del carácter de Olmedo. Este, en fuerza de haberlo oido de boca de sus padres, cree que nadie es mas buen mozo que él, que ninguna mujer lo merece y que en punto á saber, talento é inteligencia, hasta hoy no hay quien se permita sobrepasarle.

Gallo para Olmedo es un mediano orador, Goyena pretende igualarlo, Gorostiaga un patriotero y Leguizamón un hombre que tal vez podria competirle en determinadas cuestiones!

Pero los demás de la Cámara de Diputados, Posse, Estrada, Villamayor y tantos otros, no le dan al tobillo.

A Viso, del Pino, Gómez, etc., etc., los mira como cosa baladí. Y sino observad la actitud de Olmedo en la Cámara. La familiaridad con que habla, la manera de sentarse como cuando se está en casa rodeado de los suyos, preocupado de sus manos que él cree que son muy bellas, cubriéndose el rostro cuando perora Tagle, mirando á Corbalán con aire de protección, riéndose de Calderón, de quien dice que ladra en vez de articular palabras, fastidiado con Goyena porque pretende llamar la atención con su tremenda dialéctica y elocuencia cicarónica, bostezando cuando Figueroa hace una moción, frio, aburrido al escuchar á Yofre. Todas estas manifestaciones del Diputado Olmedo atestiguan la inmensa superioridad que él cree tener sobre los demás de sus colegas.

Actualmente, para Olmedo el Congreso es una carga, que él renunciaria si no estuvieran de por medio sus compromisos políticos. Mucho le complacería medirse con Rawson, Mitre, Sarmiento, con todos los que han honrado la tribuna parlamentaria.

Hoy, según su sentir, nadie lleva novedades al debate, nadie pronuncia aquellas notas fulgurantes que en otros tiempos electrizaban las multitudes y ponian en sérios aprietos a Presidentes y Ministros, obligándolos á someterse como único remedio.

Vencer á Mitre, hacer tartamudear á Rawson, anonadar á Sarmiento, ¡oh! seria el colmo de su gloria!

Pero como no está en sus manos reformar la composición del Congreso, se ha resignado á callarse, el sacrificio mas grande que puede hacer, contentándose, por vía de agradable pasatiempo, con dirijir de vez en cuando algunas interrupciones huérfanas de originalidad.

Con esta inofensiva esgrima, Olmedo se liberta de un aburrimiento que terminarla en incurable nostalgia. Tira sus sablazos al aire, porque jamás toca al adversario, y se retira muy satisfecho de haber estirado sus entumecidos miembros.

Nada mas justo que se dé placer tan inocente.


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