Política de Dios, gobierno de Cristo/Parte II/V

IV
Política de Dios, gobierno de Cristo
de Francisco de Quevedo y Villegas
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Las costumbres de los palacios y de los malos ministros; y lo que padece el rey en ellos, y con ellos. (Matth., cap. 26; Luc., 22.)
Et viri qui tenebant eum, etc. «Y los varones que le tenían se burlaban de él. Entonces le escupieron en la cara: cubriéronle dándole pescozones. Otros le dieron bofetadas, y le preguntaban diciendo: Cristo, profetízanos quién es el que te dio. Y los ministros le herían con piedras, y decían otras muchas cosas, blasfemando contra él».
Del texto sagrado consta que ataron a Cristo para llevarle a palacio; y que en tanto que anduvo en palacio, anduvo atado y arrastrado de unos ministros a otros. Lazos y prisiones llevan al justo a tales puestos, y preso y ligado vive en ellos. Hasta el fuego de los palacios es tal que San Pedro, que en el frío de la noche se encendió en la campaña contra los soldados, calentándose al fuego de la casa de Caifás, se heló de manera que negó tres veces a Cristo. No se acordó, negándole, de que le había dicho él mismo que le negaría tres veces; y acordose en cantando el gallo; porque en palacio se acuerdan antes de las señas del pecado cometido, que de la advertencia para no cometerle. Esta circunstancia de su negación, con la negación, llorando amargamente bautizó con lágrimas San Pedro. Hemos dicho de los que entran; digamos de los príncipes que le habitaban. Uno y el primero fue Anás, el que dio el consejo de «que convenía que uno muriese por el pueblo». Éste le preguntó de su doctrina y de sus discípulos. Cristo nuestro Señor, que predicando había dicho: «¿Quién de vosotros me argüirá de pecado?», y en otra parte: «Yo soy camino, verdad y vidas»; viéndose preguntado por juez en tribunal, quiso responder (como dicen) derechamente, y dijo: «Siempre hablé al mundo claramente; siempre enseñé en la sinagoga y en el templo, donde se juntan todos los judíos; y en secreto nada he hablado. ¿Para qué me examinas a mí? Examina a aquéllos que oyeron lo que yo les dije: estos saben lo que yo les he hablado». Calumnia el mal juez al Hijo de Dios; y porque él le dice que examine testigos y le fulmine el proceso, lo que jurídicamente debía mandar, consiente que un sacrílego que le asistía le dé un bofetón, diciendo: «¿Así respondes al pontífice?». No es nuevo que príncipes tales, cuando no hallan delito en el acusado, castiguen por delito la advertencia justificada. Responde Cristo al que le dio el bofetón: «Si hablé mal, testifica en qué; y si bien, ¿por qué me hieres?».



Señor, divino y grande ejemplo nos dio Cristo Jesús, en estas palabras, del respeto que en público se debe tener a los supremos ministros. Grandes injurias habían dicho a Cristo los judíos, escribas y fariseos, llamándole comedor y endemoniado y otras cosas tales, y a ninguna respondió; sólo a decirle que en público y en la audiencia había hablado mal al que presidía, con ser Anás y un demonio, defendió su santísima inocencia. Si esto considerasen los que adquieren aplausos facinerosos del pueblo con reprender en su cara y en público descortésmente a los reyes, su doctrina daría fruto, y no escándalo.
«De la casa de este perverso le llevaron atado a la de Caifás, donde el príncipe de los sacerdotes y todo el concilio solicitaban hallar un falso testimonio contra Jesús para entregarle a la muerte; y no le hallaron, con haber venido muchos testigos falsos». Esta ocupación tan detestable de buscar testigos falsos todo un concilio, se lee en el sagrado evangelio, para advertir a los reyes de la tierra puede haber tribunales que hagan lo mismo. Consta que fueron peores los jueces que los testigos falsos; pues en todos ellos no hubo alguno que no solicitase el falso testimonio; y en muchos testigos falsos no hubo uno que lo supiese ser. Lo que resultó fue que el mal pontífice, a falta de falsos testigos, fuese testigo falso. Conjuró a Cristo por Dios vivo para que le respondiese. Respondiole Cristo palabras de verdad y de vida; y en oyéndolas se rasgó la vestidura, diciendo había blasfemado. Ved, Señor, cuán poco hay que fiar en ver a un ministro con la toga hecha pedazos. Rompió su vestido para romper las leyes divinas y humanas. Hizo pedazos su ropa para hacer pedazos la sacrosanta humanidad de Cristo. «¿Qué necesidad tenemos de testigos?», dijo. Respondido se está que ninguna, donde el juez es juntamente testigo falso y falso testimonio.



Después de haber discurrido en las costumbres de estos palacios y príncipes que en ellos habitaban, lleguemos a lo principal de este capítulo, y veremos cómo le fue en ellos a Cristo Jesús. Hicieron burla de él, tapáronle los ojos, escupiéronle, dábanle bofetadas en la cara, y decíanle adivinase quién le daba.
Este tratamiento hacen, Señor, los judíos a los reyes que cogen entre manos. Y pues le hicieron a su rey, ¿a cuál perdonarán? Si algo hacen de sus reyes, es burla: abren sus bocas para escupirlos; tápanles los ojos porque no vean. Si les dan, son afrentas y bofetadas: quítanles la vista, y dícenles que adivinen. Tienen ojos, y no profecía: prívanlos de lo que tienen, y dícenlos que se valgan de lo que no tienen. En Cristo nuestro Señor no les salió bien esta treta; que si le escupieron fue, como dicen, escupir al cielo, que cae en la cara del que escupe. Tapáronle los ojos, mas no la vista, que penetra todas las profundidades del infierno, sin que pueda embarazárselos la tiniebla y noche que le cubre. Danle, y dicen que adivine quién le da. Ni ha menester profetizar quién le da quien sabía quién le había de dar. Habían visto en la mujer enferma de flujo de sangre, que sin verla sabía quién le tocaba en la orla de la vestidura; y se persuaden no sabrá quién le da bofetadas en la cara. Bien se conoce que los judíos son los ciegos.



El peligro, Señor, está en los reyes de la tierra, que si se dejan cegar y tapar los ojos, no adivinan quién los escupe, y los ciega y los afrenta. No ven: no pueden adivinar; y así gobiernan a tiento, reinan sin luz, y viven a oscuras. Todos los malos ministros son discípulos de estos judíos con sus príncipes; y por desfigurarse las señales de sayones y no serlo letra por letra, -como aquéllos cubrieron a Cristo los ojos, y le daban, y le decían adivinase quién le daba, éstos ciegan a sus reyes y les quitan, y les dicen que adivinen quién se lo quita; que no es otra cosa sino hacer burla de ellos, y querer no sólo que no cobren, sino que sólo sepan que les quitan, y que son ciegos, y que no son profetas; y saber los que los ciegan que ellos no pueden saber quién son; con que se atreven a preguntarlos por sí mismos, que no es la menor burla y afrenta. Remediáranse los príncipes que padecen esta enfermedad postiza, si vieran que no veían; mas como aun esto ni lo sienten ni ven, no echan las manos a la venda que los ciega, y la rompen y despedazan; antes persuadidos de la adulación presumen de la profecía, profetizando como Caifás sin saber lo que se profetizan, a costa del justo y de la sangre inocente. No hay hacerlos ver al que los ciega. Señor, nadie ve las cataratas que le quitan la vista, ni las nubes que le son tempestad en los ojos. No se han de persuadir los reyes que no están ciegos, porque no tienen tapados los ojos, porque no tienen nubes ni cataratas. Hay muchas diferencias de mal de ojos en los reyes. Quien les aparta o esconde lo que convenía que viesen, los ciega. Quien les aparta la vista de su obligación, les sirve de cataratas. Quien no quiere que miren y vean a otro sino a él, les sirve de venda que les cubre los ojos para todos los otros. Éste les hace el cetro bordón, y ellos tientan y no gobiernan.