Política de Dios, gobierno de Cristo/Parte II/IV

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Política de Dios, gobierno de Cristo
de Francisco de Quevedo y Villegas
IV
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IV


Las señas ciertas del verdadero rey. (Luc., 7; Matth., 11.)
Cum autem venissent ad eum, etc. «Como los varones viniesen a él, dijeron: Juan Bautista nos envía a ti, diciendo: ¿Eres tú el que has de venir, o esperamos a otro? En la misma hora curó muchos de sus enfermedades y llagas y espíritus malos, y a muchos ciegos dio vista. Y respondiendo Jesús, los dijo: Idos, y decidle a Juan lo que visteis y oísteis: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos guarecen, los sordos oyen, los muertos resucitan.»
Estas palabras de los evangelistas son las verdaderas y solas señas de cómo y cuáles deben ser los reyes; no de cómo lo son algunos, que eso lo escribió Salustio en la Guerra de Yugurta, con estas palabras: Nam impune quaelibet facere, id est regem esse: «Porque hacer cualquier cosa sin temer castigo, eso es ser rey.» Puede ser que el poder soberano obre cualquier cosa sin temer castigo; mas no que si obra mal, no le merezca. Y entonces la conciencia con mudos pasos le penetra en los retiramientos del alma los verdugos y los tormentos (que divertido ve ejercitar en otros por su mandado), los cuchillos y los lazos. Si conociese que es la misma estratagema de la divina justicia mostrarle los verdugos en el cadalso del ajusticiado, que la que usa el verdugo con el que degüella, clavándole un cuchillo donde le vea, para hacer su oficio con otro que le esconde, sin duda tendría más susto, menos seguridad y confianza. Bien entendió David esta verdad; pues siendo rey que podía hacer, sin temer castigo de otro hombre, cualquier cosa, y que lo ejercitó en un homicidio y un adulterio, y en mandar contar su pueblo, no hubo pecado, cuando se vio en manos de los más rigurosos verdugos, y en el potro de su conciencia daba gritos, diciendo: «A ti solo pequé, e hice mal delante de ti.» Había el Rey pecado contra Urías, quitándole su mujer; y contra la mujer, dando muerte a su marido; y violo el ejército y súpolo todo su pueblo, y dice: «Pequé sólo a ti, y delante de ti hice mal.» Bien considerado, el Rey profeta dijo toda la verdad que le pedían las vueltas de cuerda que le daban. «Señor, yo soy rey, y si bien pequé contra Betsabé y Urías, y delante de todos, como el uno ni el otro, ni mis súbditos podían castigar mis delitos, digo que pequé a ti sólo, que sólo puedes castigarme, y delante de ti.» Extrañarán los poderosos del mundo que yo les represente un rey tendido en el potro, y dando voces. Sea testigo el mismo rey, óiganlo de su boca118: «Porque tus saetas en mí están clavadas, y descargaste sobre mí tu mano. No hay sanidad en mi carne delante de la cara de tu ira: no tienen paz mis huesos delante de la cara de mis pecados.» Él mismo dice que los cordeles se le entran por la carne y le quiebran los huesos. Y en el vers. 19, para que aflojen las vueltas, promete declarar: Iniquitatem meam anuntiabo. «Confesaré la iniquidad mía.» Lo mismo es que «Yo diré la verdad.» De manera que si los que reinan creen a Salustio, que su grandeza está en poder hacer lo que quisieren, sin castigo, David rey los desengaña, y sus propias conciencias. Ha sido necesario declararlos primero el riesgo y castigos que ignoran en reinar como quieren, para enseñarlos a reinar como deben con el ejemplo de Cristo Jesús.



Envió San Juan sus mensajeros a Cristo, que le preguntasen «si era el que había de venir, el que esperaban, el Mesías prometido, el rey Dios y hombre». Bien sabía San Juan que era Jesús el prometido, y que no había que esperar a otro: no aguardó a nacer para declararlo. ¿Por qué, pues, manda a sus discípulos el Precursor santísimo que de su parte le pregunten a Cristo lo que él sabía? La materia fue la más grave que dispuso el padre eterno, y que obró el Espíritu Santo, y que ejecutó el amor del Hijo. Tratábase de dar a entender al mundo con demostración que Jesús era hombre y Dios, el rey ungido que prometieron los profetas. Quiso que su pregunta enseñase con la respuesta de Cristo lo que no podía tener igual autoridad en sus palabras. Literalmente lo probaré con el texto sagrado. Preguntaron a Jesús «¿si era el prometido, el que había de venir?». Y Cristo respondió con obras sin palabras; pues luego resucitó muertos, dio vista a ciegos, pies a tullidos, habla a los mudos, salud a los enfermos, libertad a los poseídos del demonio. Y después dijo: «Id, y diréis a Juan que los muertos resucitan, los ciegos ven, los mudos hablan, los tullidos andan, los enfermos guarecen.» Quien a todos da y a nadie quita; quien a todos da lo que les falta; quien a todos da lo que han menester y desean ése rey es, ése es el Prometido, es el que se espera, y con él no hay más que esperar. Pobladas están de coronas y cetros estas acciones. No dijo: «Yo soy rey»; sino mostrose rey. No dijo: «Yo soy el Prometido»; sino cumplió lo prometido. No dijo: «No hay que esperar a otro»; sino obró de suerte, que no dejó que esperar de otro.



Sacra, católica, real majestad, bien puede alguno mostrar encendido su cabello en corona ardiente en diamantes, y mostrar inflamada su persona con vestidura, no sólo teñida, sino embriagada con repetidos hervores de la púrpura; y ostentar soberbio el cetro con el peso del oro, y dificultarse a la vista remontado en trono desvanecido, y atemorizar su habitación con las amenazas bien armadas de su guarda: llamarse rey, y firmarse rey; mas serlo y merecer serlo, si no imita a Cristo en dar a todos lo que les falta, no es posible, Señor. Lo contrario más es ofender que reinar. Quien os dijere que vos no podéis hacer estos milagros, dar vista y pies, y vida, y salud, y resurrección y libertad de opresión de malos espíritus, ése os quiere ciego, y tullido, y muerto, y enfermo y poseído de su mal espíritu. Verdad es que no podéis, Señor, obrar aquellos milagros; mas también lo es que podéis imitar sus efectos. Obligado estáis a la imitación de Cristo.



Si os descubrís donde os vea el que no dejan que pueda veros, ¿no le dais vista? Si dais entrada al que necesitando de ella se la negaban, ¿no le dais pies y pasos? Si oyendo a los vasallos, a quien tenía oprimido el mal espíritu de los codiciosos, los remediáis, ¿no les dais libertad de tan mal demonio? Si oís al que la venganza y el odio tienen condenado al cuchillo o al cordel, y le hacéis justicia, ¿no resucitáis un muerto? Si os mostráis padre de los huérfanos y de las viudas, que son mudos, y para quien todos son mudos, ¿no les dais voz y palabras? Si socorriendo los pobres, y disponiendo la abundancia con la blandura del gobierno, estorbáis la hambre y la peste, y en una y otra todas las enfermedades, ¿no sanáis los enfermos? Pues ¿cómo, Señor, estos malsines de la doctrina de Cristo os desacreditarán los milagros de esta imitación, que sola os puede hacer rey verdaderamente, y pasar la majestad de los cortos límites del nombre? Por esto, soberano Señor, dijo Cristo: «Mayor testimonio tengo que Juan Bautista, porque las obras que hago dan testimonio de mí.» Y reconociendo esto San Juan, no dijo lo que sabía, sino mandó a sus discípulos le preguntasen «quién era», para que respondiendo sus obras, viese el mundo mayor testimonio que el suyo.



Pues si no puede ser buen rey (imitador del verdadero Rey de los reyes) el que no diere a los suyos salud, vida, ojos, lengua, pies y libertad, ¿qué será el que les quitare todo esto? Será sin duda mal espíritu, enfermedad, ceguera y muerte. Considere vuestra majestad si los que os apartan de hacer estos milagros quieren ellos solos veros y que los veáis, acompañaros siempre; que no habléis con otros, y que otros no os hablen; que no obréis salud y vida y libertad, sino con ellos: y sin otra advertencia conoceréis que os ciegan, y os enferman, y os tullen y os enmudecen; y os hallaréis obseso de malos espíritus vos, cuyo oficio es obrar en todos los vuestros lo contrario. Insensatos electores de imperios son los nueve meses. Quien debe la majestad a las anticipaciones del parto y a la primera impaciencia del vientre, mucho hace si se acuerda, para vivir como rey, de que nació como hombre. Pocos tienen por grandeza ser reyes por el grito de la comadre. Pocos, aun siendo tiranos, se atribuyen a la naturaleza: todos lo hacen deuda a sus méritos. Dichoso es quien nace para ser rey, si reinando merece serlo; y no se merece sino con la imitación de las obras con que Cristo respondió que era rey. El angélico doctor Santo Tomás, en el Opúsculo de la enseñanza del príncipe, dice que si los monarcas, que están en la mayor altura y encima de todos, no son como el fieltro, que defiende de las inclemencias del tiempo al que le lleva encima, son como las inclemencias, diluvios y piedra sobre las espigas que cogen debajo. Lleva el vasallo el peso del rey a cuestas como las armas, para que le defienda, no para que le hunda. Justo es que recompense defendiendo el ser llevado y el ser carga.