Política de Dios, gobierno de Cristo/Parte II/II

I
Política de Dios, gobierno de Cristo
de Francisco de Quevedo y Villegas
II
III

II


Ni los ministros han de acriminar los delitos de los otros, queriendo en los castigos mostrar el amor que tienen al señor; ni el señor ha de enojarse con extremo rigor por cualquier desacato. (Luc., cap. 9.)
«Sucedió, cumpliéndose los días de su Asunción; y como afirmase su cara para ir a Jerusalén, y enviase mensajeros delante; y como yendo entrasen en la ciudad de los samaritanos para aposentarle, y no le recibiesen, porque su cara era de quien iba a Jerusalén; pues como lo viesen sus discípulos, Jacobo y Juan, dijeron: Maestro, ¿quieres que digamos que el fuego baje del cielo y los consuma, como hizo Elías? Y volviéndose, los reprendió y dijo: No sabéis de qué espíritu sois. El Hijo del hombre no vino a perder las almas, sino a salvarlas. Y fuéronse a otro castillo.»



Justo fue, y al juicio humano disculpado el sentimiento de Jacobo y Juan (aposentadores enviados por Cristo) de que los samaritanos no le quisieren dar posada; mas en la censura del mismo Cristo Jesús fueron dignos de reprensión gravísima, si no por el sentimiento, por el castigo que propusieron contra los descorteses, procurando bajase sobre ellos el fuego del cielo. El Dios y Hombre rey sólo previno en su Santísima Madre la posada de los nueve meses, y eso desde el principio. Aun para nacer no previno lugar; que sin desacomodar las bestias, fue su primera cuna un pesebre. Está hecho Dios a entrarse por las puertas de los hombres, y ellos a negarle sus casas. No admitir a Cristo, ya es fuego del infierno: no hace falta el del cielo para castigo. Más necesitaban de misericordia y de perdón, que de pena. No le falta castigo a la culpa que le merece. Quien no quiere recibir a Cristo, y le despide, y arroja de sí viniendo a él, ¿qué fuego le falta?, ¿qué condenación extrañará? Dije había sido gravísima la reprensión que dio a estos dos grandes apóstoles y parientes suyos: probarelo. Las palabras fueron: «No sabéis de qué espíritu sois. El Hijo del hombre no vino a perder las almas, sino a salvarlas.» Dos veces reprendió Cristo a Diego y a Juan. Aquí les dice «que no saben de qué espíritu son»; y cuando pidieron las sillas, «que no saben lo que piden.» ¡Dichosos ministros, que sirven a rey, que si les dice que no saben, los enseña lo que han de saber, y que no entretiene en el amor y la privanza la reprensión de los que le sirven! No dijo: «No sabéis a quién servís, ni mi condición o piedad»; sino: «No sabéis de qué espíritu sois»; porque como quisieron imitar el espíritu de Elías en el mandar que descendiesen llamas del cielo, supiesen que el suyo era detener las del cielo, y apartar las del infierno. Y si bien el decirles «que no saben de qué espíritu son», fue advertencia severísima, no está en eso la ponderación mía del rigor: está con grande peso en decirles: «No vino el Hijo del hombre a perder las almas, sino a salvarlas.» Severas palabras, si nos acordamos que el demonio le dijo: «Jesús, hijo de David, ¿por qué viniste antes de tiempo a perdernos?». Y los santos ponderan por blasfemia del demonio el decir que Cristo vino a destruirlos y atormentarlos; porque destruir y atormentar es oficio del demonio, y de Cristo restaurar y dar salud.



Siguiendo esta doctrina San Pedro Crisólogo, Serm. 155, del rico que tenía fértil heredad, examinando el soliloquio interno de su avaricia en aquella pregunta: Quid faciam? «¿Qué haré?», dice: «¿Con quién hablaba éste? Algún otro tenía dentro de sí; porque el demonio, que le poseía, se había penetrado en sus entrañas: el que se entró en el corazón de Judas poseía lo retirado de su mente. Mas oigamos qué le responde el consejero interior. Destruiré mis trojes. Evidentemente se descubrió el que se escondía, porque siempre el enemigo empieza por destruir.»
Cristo rey sólo destruyó la muerte, muriendo; Mortem moriendo destruxit. Eso fue destruir la destrucción. Esto es lícito que destruyan los reyes que imitan a Cristo. Los que no le imitan, vivifican la destrucción, y destruyen las vidas viviendo. Bien se conoce si fue severa y gravísima reprensión decirles que no sabían que él no venía a perder y destruir, que es el oficio del demonio. Nadie ha de decir al rey que pierda y destruya (aunque lo autorice con ejemplos), que no oiga: «No sabéis a quien servís: no es mi oficio perder y destruir, sino salvar y dar remedio.» Perder y destruir es de espíritu de demonio, no de espíritu de rey. No puede negarse que no es doctrina bien endiosada. Castigar la culpa no es lo mismo que destruir los delincuentes. Quien los destruye es desolación, no príncipe. Fácilmente se consultan en el mundo horribles castigos a delitos ajenos.



Uno de los grandes ejemplos que dejó Cristo nuestro señor a los reyes, fue éste; y ninguno más importante. Vuestra majestad le atienda con la católica piedad de su alma; porque en las culpas que exageran en otro los que asisten a los soberanos príncipes, cuando tocan en la reverencia y comodidad de sus personas, el consultar castigos enormes y sumos puede enfermar de lisonja, que a costa de otros ostente el amor grande y reverencia que ellos quieren persuadir que les tienen. A veces, soberano Señor, más se deben guardar los monarcas de los que tienen en su casa que de los que les niegan la suya. Los apóstoles, o algunos de ellos, se puede creer que vieron los tratantes y mohatreros vender en el templo, y hacer la casa de Cristo, de oración, cueva de ladrones; y no se lee que alguno le dijese que tomase el azote y los castigase, y Cristo lo hizo; y aquí le dicen que le tome, y no sólo lo niega, sino lo reprende. Enseñó el sumo Señor que se ha de usar del azote sin consulta para limpiar la propia casa de ladrones, y que se ha de suspender en las descortesías de la ajena. Diferente cosa es que los malos no dejen entrar a Cristo en su casa, o que los malos se entren en la de Cristo. ¡Gran rey, que no acertando tan divinos consejeros en lo que le consultan y en lo que le dejan de consultar, los enseña con lo que hace y deja de hacer!



La tolerancia muestra que los corazones de los reyes son de peso y sólidos. Al contrario, si cualquier chisme, en que se gasta poco aire, los arrebata y enfurece, ¿quién ignora que conserva, y restaura y corrige más la paciencia que el ímpetu? Si donde no acogen a Cristo se hubiera de aposentar vengativo el fuego del cielo, ¿cuántas almas ardieran? ¿Cuántos cuerpos fueran cenizas? En la boca del cuchillo y de la llama fuera alimento el vasallaje del mundo. Las culpas de la casa ajena todos las creemos; las de la propia las ven pocos, porque tienen sus ojos todas las vigas de sus techos. Es huésped Cristo en casa de Simón el leproso; y siéndolo, tiene asco de que Cristo admita mujer pecadora, y no de que le comunique su lepra. ¡Cuántos leprosos de conciencia quieren cerrar a todo el rey en su casa; y para que no le participen los que le buscan y tienen necesidad de él, los calumnian, y acusan y desacreditan! Quiso Simón que sola su lepra fuese favorecida; mas no se lo consintió Cristo. Muchos quieren que el rey asuele las casas de los otros; mas ninguno la suya, ni las de los suyos. Muchos pretenden que el rey sólo asista a su casa de tal suerte que los demás no puedan entrar en ella. Nunca admitió Cristo de sus discípulos estas lisonjas de su comodidad, ni dejó de reprendérselas.



Testifícalo en la transfiguración San Pedro, cuando de piedra fundamental de edificio eterno se metió a maestro de obras, y le dijo: «Hagamos aquí tres tabernáculos: uno para ti, otro para Moisen, otro para Elías.» Y dice el Evangelista: «No sabía lo que decía.» Sospechosos deben ser a los reyes, Señor, los solícitos de su comodidad y descanso, pues su oficio es cuidado; más útil hallan en el trabajo que le excusan tomándole para sí, que en el descanso que le dejan para él. Esto es ponerse la corona que le quitan. Hurto es igualarse el criado con el señor; así le llama San Pablo: Non rapinam arbitratus est esse se aequalem Deo; entiéndese como hombre. «No trazó rapiña (esto es, hurto) ser igual a Dios.» ¿Qué será trazar de hacer siervo al señor, y serlo el criado? Esto severamente lo castigó Dios en el ángel y sus secuaces, y en el hombre y su descendencia. Con rigor castiga el pretender ser como él; con piedad el ser contra él. Luzbel pretendió aquello, y cayó para no levantarse. San Pablo le perseguía, y cayó para subir al tercero cielo. Mayor riesgo se conoce en la criatura que compite que en el enemigo que persigue. ¿Qué casa hay en que el rey no haya menester desvelar su atención? En la que le reciben, porque el dueño quiere cerrarle en ella para sí solo; en la que no le admiten porque los que le asisten quieren llueva fuego sobre ella; en la que le trazan en palacio, capaz para su séquito, y en gloria y descanso, porque le quieren retirar en las delicias del Tabor del oficio y trabajos, título y corona de rey que le aguardan en el Calvario. Empero el verdadero rey Cristo Jesús ni se divierte de su oficio, ni consiente que el amor tierno y santo de los suyos le divierta. Y por eso dice: «Afirmó su cara hacia Jerusalén», donde había de padecer. Toda la salud del gobierno humano está en que los príncipes y monarcas afirmen su cara al lugar de su obligación; porque si dejan que las manos de los que se la tuercen la descaminen, mirarán con la codicia de sus dedos, y no con sus ojos. Aquel señor que, no queriendo imitar a Cristo, se deja gobernar totalmente por otro, no es señor, sino guante; pues sólo se mueve cuando y donde quiere la mano que se lo calza.