Política de Dios, gobierno de Cristo/Parte I/XII

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Política de Dios, gobierno de Cristo
de Francisco de Quevedo y Villegas
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Conviene que el rey pregunte lo que dicen de él, y lo sepa de los que le asisten, y lo que ellos dicen, y que haga grandes mercedes al que fuere criado y le supiere conocer mejor por quien es. (Matth., cap. 16.)
Et interrogabat, discipulos suos, dicens: Quem dicunt homines esse filium hominis? «Y preguntaba a sus discípulos, diciendo: ¿Quién dicen los hombres que es el hijo del hombre?».
¡Gran servidumbre padece el entendimiento atareado a responder a sólo aquello que le quisieren preguntar! La libertad de la conciencia respira inquiriendo; y los reyes deben saber lo que les conviene, y no se han de contentar de saber lo que otros quieren que sepan. Una cosa es oír a los que asisten a los príncipes, otra a los que o sufren o padecen a esos tales. Sepa, Señor, el monarca lo que dicen de él sus gentes y los que le sirven; y si esta diligencia pareció a Cristo nuestro señor, Dios y hombre verdadero y solamente verdadero rey, tan importante que la ejecutó con sus discípulos, ¿por qué, Señor, no la imitarán los hombres que por él y en su lugar son administradores de los imperios? Preguntó a sus discípulos, diciendo: «¿Quién dicen los hombres que es el hijo del hombre?». Una pregunta como ésta cada mes ¡qué de lágrimas enjugaría! ¡A qué de ruegos encaminaría audiencia! ¡A cuántos méritos premio, y a cuántas culpas castigo! Mas no sería de provecho si no se preguntase a gente de verdad; antes ocasionara la cautela y la adulación. Mas ellos respondieron: «Unos dicen que eres Juan Bautista, otros Elías, otros Jeremías, o uno de los profetas.»



Considere vuestra majestad, Señor, que el que pregunta y quiere saber la verdad, no ha de prevenir la lisonja de la respuesta con la majestad de la pregunta: eso es, Señor, preguntar y responderse, o mandar, preguntando, el género de la respuesta que desea. Cristo Jesús, Hijo de Dios y Dios verdadero, no dijo: ¿Quién dicen que es Mesías; quién dicen que es el Redentor de Israel; quién dicen que es Dios y Hijo de Dios? Sólo dijo: «¿Quién dicen los hombres que es el hijo del hombre?». ¡Grande humildad! Hijo del hombre se llama el Hijo de Dios, y el que permitió que le llamásemos padre y nos lo mandó. Quiere el Señor oír la verdad, no lisonjas; ni su engaño con sus palabras, sino la salud del mundo con sus preguntas. Respondiéronle por esta razón todos los disparates que de él decían las gentes; ni pudieron ser en parte mayores, ni más descaminados, ni de peor intención. Unos decían que era Juan Bautista. ¡Extraña cosa que anduviese tan equivocada la verdad en la boca de los judíos, que a San Juan Bautista tuviesen por Cristo, y aquí a Cristo por San Juan Bautista!
Otros dijeron que era Elías. No pudo menos con su obstinación la ignorancia y la malicia en este nombre que en el pasado. Aquí dicen que es Elías Dios; y en la cruz, cuando llama a Dios, dicen que llama a Elías. No oyen los ingratos, ni tienen sentido para la verdad: el propio Juan Bautista se le había enseñado y dicho quién era; y olvídanse de lo que dice y enseña, y acuérdanse de su persona. De Elías, en la trasfiguración, mostró Cristo a los suyos que le habían referido esta demanda, que era su criado y que le asistía como de su casa. Fue malicia y desatino en todo extremo el decir que era uno de los profetas, Elías o Jeremías o Juan Bautista. Pocos han advertido cuán grande pesadumbre dijeron éstos a los profetas, diciendo que lo era Cristo. Parece que los honraban; y mirado bien, los desmentían. San Juan dijo que Jesús era el ungido y el Mesías. Así lo dijo Jeremías y todos los profetas. Y en decir que Cristo era Juan, Elías y profeta, procuraron disfamar su verdad de todos, y degradar a Cristo. Grandes negocios y máquinas del infierno derribó esta pregunta. Esto, Señor, se logra de preguntar a los buenos y saber lo que dicen los malos.



«Mas vosotros, ¿quién decís que soy yo? Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres Cristo, Hijo de Dios vivo.» A todos pregunta, y responde Pedro que ha de ser cabeza de la Iglesia. Justo es que el primero hable por todos. Dijo que era Cristo, Hijo de Dios vivo. ¡Gran confesión! ¡Gran cosa acertar en lo que tanto erraban tantos! Y ¡qué a raíz de los aciertos y de los servicios andan las mercedes! Dícele Cristo luego: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra fundaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella; y a ti te daré las llaves del reino del cielo; y cualquiera que ligares sobre la tierra será ligado en el cielo, y cualquiera que desatares sobre la tierra será desatado en el cielo.» Justo es, Señor, a quien sirve así y sirve por todos, y conoce y da a conocer a su señor, hacerle grandes y muchas mercedes. El ejemplo tenéis en Cristo que a San Pedro hizo favores tan preferidos y tan grandes.



Enseñó Cristo cómo se ha de preguntar, y qué, y a quién, y cómo se ha de servir y premiar. Poco después dijo Cristo que iba a Jerusalén a padecer y morir, y oyendo esto, dice el texto (Et assumens eum Petrus, coepit increpare illum, dicens), «empezole a reprender Pedro.» Adviértase que la palabra assumens está en los Setenta como aquí, y castigada con las propias palabras, y con más. La letra siríaca lee Coepit resistere. Ninguna de las dos cosas eran lícitas a San Pedro con Cristo; porque discípulo, no podía reprender a su maestro, ni resistir, siendo criado, al señor; mas las palabras fueron llenas de terneza y de amor. «El morir, Señor, el padecer se aparte de ti: no es para ti esto.» Ama tanto Cristo, nuestro Redentor y Maestro, el morir y padecer por el hombre, que porque San Pedro le decía: Esto tibi clemens, como lee el Siríaco, y en los Setenta: Esto tibi propitius; se enoja y le riñe ásperamente, como se lee en el texto. Son los trabajos tan propios de los reyes, que es culpa estorbárselos y diferírselos, pues su oficio es padecer y velar para la quietud de todos.
Sea conclusión: conviene preguntar el rey lo que dicen de él; es lícito que el que sirve con más fervor, que confiesa más y conoce la grandeza de su señor, hable por todos; es justo que se le hagan juntas, no una, sino muchas mercedes que correspondan o excedan a sus méritos; y es conveniente que si errare, con grande demostración se le riña y se le castigue, sin que se embarace en el favor el castigo.