Los tigres de Mompracem/Capítulo 27
A pesar de haber perdido para siempre su poderío, su isla, su mar, todo, Sandokán conservaba en aquella retirada una calma verdaderamente admirable. Sin duda había previsto el próximo fin y se había habituado a la idea, con el consuelo de que después de tanto desastre le quedaría siempre su adorada Perla de Labuán. Sin embargo, en su rostro se veían huellas de una emoción muy grande, que en vano se esforzaba por ocultar.
Acompañado de sus piratas, llegó en breve al lugar donde se encontraba Mariana. La joven se arrojó en los brazos de Sandokán, que la estrechó con inmensa ternura contra su pecho.
—¡Vayámonos, Mariana, el enemigo no está lejos! Es probable que todavía tengamos que enfrentar una lucha sangrienta.
En lontananza se oían los gritos de los vencedores y se divisaba el resplandor de una luz intensa, señal clara de que la aldea había sido entregada a las llamas.
A las once de la noche llegaron al lugar donde estaban anclados los tres paraos.
—¡Pronto, embarquemos! —dijo Sandokán-. ¡Los minutos son preciosos!
Los piratas se embarcaron con lágrimas en los ojos. Treinta tomaron ubicación en el parao más pequeño; los restantes, parte en el de Sandokán y parte en el de Yáñez, que conducía los inmensos tesoros del Tigre.
Al levar anclas, vieron a Sandokán llevarse las manos al corazón.
—¡Todo ha concluido para el Tigre de la Malasia! —murmuró.
Pero en seguida gritó con energía:
—¡A alta mar!
Llevaban ya recorridos cinco kilómetros, cuando un grito de rabia estalló a bordo de los paraos. En medio de las tinieblas habían aparecido las luces de dos cruceros.
—¡También en el mar me persiguen esos malditos! —exclamó Sandokán, estrechando las manos de Mariana-. ¡Tigres, aquí están los leones que se nos echan encima! ¡Arriba todos con las armas en la mano!
No se necesitaba más para animar a los piratas, que ardían en deseos de venganza.
—Mariana —dijo Sandokán a la joven que miraba aterrada los dos puntos luminosos que brillaban en el mar—, vete a tu camarote y no tengas miedo.
—No tema, milady —dijo un viejo jefe malayo—. La noche es muy oscura y no llevamos faros encendidos. Es imposible que nos hayan visto. Sé prudente, Tigre, si podemos evitar un combate, ganaremos la batalla.
—¡Sea! —contestó Sandokán después de algunos instantes de reflexión—. Por el momento dominaré mi ira y trataré de huir, pero ¡ay de ellos si intentan seguirme!
A una orden de Sandokán el parao viró de bordo y se dirigió a las costas meridionales de la isla, donde había una bahía bastante profunda para alojar a la pequeña flotilla. Los otros dos paraos se apresuraron a seguir la maniobra, pues habían comprendido el plan de Sandokán. El viento era favorable, y había por tanto la posibilidad de que los barcos llegaran a la bahía antes de que despuntara el sol.
—¡Eh, hermano! -dijo al poco rato una voz proveniente del segundo parao.
—¿Qué pasa, Yáñez? —preguntó Sandokán.
—Me parece que los cruceros se disponen a cortarnos el camino.
—Entonces han notado nuestra presencia.
—Eso temo, Sandokán. Te aconsejo que nos dirijamos mar adentro e intentemos el paso por entre el enemigo. Mira, se separan para dejarnos al medio. Quieren atacarnos en pleno mar.
—¡Quieren batalla! —dijo Sandokán—. ¡Pues bien, la tendrán!
Durante veinte minutos los tres veleros continuaron avanzando para huir de la encerrona. De pronto vieron que nuevamente viraban los cruceros.
—¡Nos alcanzan! —exclamó Yáñez—. Son una corbeta y una cañonera.
—¡Vete a tu camarote, Mariana! —dijo Sandokán—. Dentro de poco caerá una granizada de balas sobre el puente. En ese momento resonó un cañonazo y una bala horadó dos velas.
—¡A tu camarote! —gritó Sandokán y cogió entre sus vigorosos brazos a Mariana y la llevó abajo.
—¡No te alejes de mi lado! —suplicó la joven—. ¡Tengo miedo por ti, Sandokán!
—¡Voy a enfrentar mi última batalla, a guiar una vez más a la victoria a los tigres de Mompracem!
—¡Déjame estar junto a ti! ¡Yo te defenderé contra las armas de tus enemigos!
—¡Me basto yo para arrojarlos al mar!
El pirata se soltó de los brazos de Mariana y se precipitó por la escalera, gritando:
—¡Adelante, mis valientes! ¡El Tigre de la Malasia está aquí!
La batalla arreciaba por ambas partes. La cañonera había atacado al parao del portugués, pero llevaba la peor parte. La artillería de Yáñez la tenía muy a maltraer. Por ese lado la victoria no ofrecía dudas. Pero la poderosa corbeta se había echado encima de los paraos de Sandokán, haciendo estragos entre los piratas. La presencia del Tigre no pudo cambiar el resultado de la lucha.
Era imposible resistir tanta metralla. Unos minutos más y los dos pobres paraos quedarían reducidos a la nada.
Con una mirada, Sandokán comprendió la gravedad de la situación.
Desenvainando la cimitarra, gritó:
—¡Arriba, tigres, al abordaje!
La desesperación centuplicaba las fuerzas de los piratas. Descargaron de un solo golpe los dos cañones y las culebrinas para limpiar de fusileros las amuras, y en seguida lanzaron las grapas de abordaje.
A la cabeza de sus veinte seguidores, mientras Yáñez hacía saltar la cañonera de una granada en la santabárbara, Sandokán subió como un toro herido al abordaje sobre el puente del barco enemigo.
Chocó contra los marineros y los rechazó hasta la popa, pero por la proa irrumpió otra columna de hombres guiados por un oficial, a quien Sandokán reconoció de inmediato.
—¡Ah! ¿Eres tú, Rosenthal? —exclamó precipitándose sobre él.
—¿Dónde está Mariana? —preguntó el oficial.
—¡Tómala! —gritó Sandokán.
Con un golpe de cimitarra lo derribó y, arrojándose encima de él, le hundió el kriss en el corazón. Pero casi en el mismo momento recibió un golpe de mazo en la cabeza, haciéndolo caer.