Los tigres de Mompracem/Capítulo 03
Abandonaron el desarbolado junco y volvieron a emprender su camino hacia Labuán. Sandokán encendió un cigarro y llamó a Patán.
—Dime, malayo —le dijo, mirándolo de tal modo que daba miedo—, ¿sabes cómo ha muerto Araña de Mar?
—Sí —respondió Patán, estremeciéndose.
—¿Sabes cuál es tu puesto cuando yo subo al abordaje?
—Detrás de usted.
—Y como tú no estabas, murió Araña en lugar de morir tú.
—Es verdad, capitán.
—Debiera fusilarte por esa falta; pero no me gusta sacrificar a los valientes. Sin embargo, en el primer abordaje te harás matar a la cabeza de mis hombres.
—¡Gracias, Tigre!
—¡Sabau! —llamó en seguida Sandokán—. Como fuiste el primero en saltar al junco detrás de mí, cuando haya muerto Patán tú le sucederás en el mando.
Los barcos navegaron sin encontrar otra nave. La fama siniestra de que gozaba el Tigre se había esparcido por esos mares y muy pocos barcos se aventuraban por ellos.
A eso de la medianoche aparecieron a la vista las tres islas que son los centinelas avanzados de Labuán. Sandokán se paseaba inquieto por el puente. A las tres de la madrugada gritó:
—¡Labuán!
En efecto, hacia el Este, donde el mar se confundía con el horizonte, apareció muy confusamente una sutil línea oscura.
—¡Labuán! —repitió el pirata, respirando como si le hubieran quitado un gran peso del corazón.
Labuán, cuya superficie no pasa de ciento dieciséis kilómetros cuadrados, no tenía la importancia que tiene hoy. Ocupada por orden del gobierno inglés con el objeto de suprimir la piratería, contaba en aquellos tiempos con unos mil habitantes, casi todos malayos y sólo unos doscientos de raza blanca. Hacía muy poco que habían fundado una ciudadela, Victoria, rodeada de algunos fortines construidos para impedir que la destruyeran los piratas de Mompracem, que varias veces habían devastado las costas. El resto de la isla estaba cubierto de bosques espesísimos, todavía poblados de tigres.
Después de costear varios kilómetros de la isla, los dos paraos se introdujeron silenciosamente en un riachuelo cuyas orillas estaban cubiertas de espléndidos bosques. Remontaron la corriente unos setecientos metros y allí anclaron a la sombra de los árboles. Ningún crucero que recorriera la costa habría podido sospechar la presencia de los piratas en ese lugar.
A mediodía Sandokán desembarcó, armado de su carabina y seguido por Patán.
Había recorrido unos cuantos kilómetros, cuando oyó ladridos lejanos.
—Alguien está cazando —dijo—. Vamos a ver.
Muy pronto se encontraron frente a un horrendo negrito, que sujetaba un mastín.
—¿Adónde vas? —dijo Sandokán, cortándole el paso.
—Busco la pista de un tigre.
—¿Y quién te ha dado permiso para cazar en mis bosques?
—Estoy al servicio de lord Guillonk.
—Dime, esclavo maldito, ¿has oído hablar de una joven a quien llaman la Perla de Labuán?
—¿Quién no la conoce en esta isla? Es el ángel bueno de Labuán, a quien todos adoran.
—¿Es hermosa?
—Creo que no hay mujer alguna que pueda igualarla.
Un fuerte estremecimiento de emoción agitó al Tigre de la Malasia.
—¿Dónde vive? volvió a preguntar después de un breve silencio.
—A dos kilómetros de aquí, en medio de una pradera.
-Basta con eso. Vete, y si aprecias la vida no vuelvas atrás.
Le dio un puñado de oro y se echó al pie de un árbol.
—Esperaremos la noche para espiar los alrededores —dijo.
Patán se tumbó a su lado, con la carabina en la mano. Hacia las siete de la tarde resonó un cañonazo. Sandokán se puso de pie de un salto, con el rostro demudado.
—¡Ven, Patán —exclamó—, veo sangre!
Se lanzó como un tigre a través de la floresta, seguido por el malayo que se veía en apuros para seguirlo.