Los tigres de Mompracem/Capítulo 12
La cabaña se elevaba en medio del bosque, entre dos árboles colosales que la defendían del sol con la enorme masa de sus hojas.
Era una choza baja y estrecha, con techo de hojas de plátano, pero suficiente para dar asilo a dos personas. Su única abertura era la puerta, de ventanas no había ni rastro.
—Mi cabaña no es gran cosa —dijo Giro Batol—, pero aquí puede descansar a su gusto, mi capitán. Hasta los indígenas ignoran que existe. Puede dormir en este lecho de hojas cortadas; si tiene sed, tengo agua fresca, y si tiene hambre, tengo fruta.
—¡No pido nada más, Giro Batol! —contestó Sandokán—. No esperaba encontrar tantas cosas.
—Déme media hora para asarle un trozo de carne.
—¡Gracias! Acepto todo lo que me ofreces, porque estoy hambriento como un tigre que haya ayunado una semana.
—Entretanto, encenderé el fuego. Los árboles son tan altos y espesos que no lo dejan ver.
Es curioso el método a que recurren los malayos para encender fuego sin fósforos.
Toman dos bambúes partidos por mitad; en la superficie convexa de uno de ellos se hace un corte, y luego con el otro bambú se frota la parte interior, primero lentamente y después con mayor rapidez. El polvillo que se desprende se inflama y cae sobre un poco de yesca de fibras que se tiene preparada. La operación es fácil y rápida.
Giro Batol puso a asar un buen trozo de babirusa. Mientras esperaban que estuviera en su punto, reanudaron su conversación.
—Partiremos esta noche, ¿verdad, capitán? —preguntó Giro Batol.
—Sí, en cuanto se ponga la luna.
—¿Estará libre el camino?
—No te preocupes, sobre un sargento no pueden recaer sospechas.
—¿Y si, aún con ese traje, lo reconocen?
—Son muy pocas las personas que me conocen, y estoy seguro de no encontrarlas en estos bosques.
—¿Son relaciones importantes?
—Personajes de la nobleza, barones y condes.
—¡Usted, el Tigre de la Malasia! -exclamó Giro Batol, estupefacto.
En seguida le preguntó, casi con miedo:
—¿Y la muchacha blanca?
El Tigre fijó en el malayo una mirada que despedía sombríos reflejos, suspiró y repuso:
—¡Calla, Giro Batol! ¡No me traigas a la memoria recuerdos terribles!
Estuvo callado unos instantes, con la cabeza entre las manos; después, prosiguió, como para sí:
—Pronto volveremos a Labuán. ¿Cómo olvidar a su Perla, aunque esté en Mompracem junto a mis tigres? ¿No era bastante la derrota? ¡También tenía que dejar el corazón en esta isla maldita!
—¿De quién habla, mi capitán? -preguntó sorprendido el malayo.
Sandokán se pasó una mano por los ojos como para borrar una visión.
—¡No me preguntes nada! -exclamó.
—-Pero, volveremos a Labuán a vengar a nuestros compañeros, ¿verdad?
—Sí. ¡Pero quizás fuera mejor para mí no volver a ver más esta isla!
—¿Por qué, capitán?
—Porque esta isla podría dar un golpe mortal al poderío de Mompracem, y acaso encadenar para siempre al Tigre.
—¿A usted, tan fuerte, tan terrible? ¡No puede temer a los leopardos ingleses!
—No, a ellos no. Mis brazos todavía son fuertes, pero ¿lo será también el corazón?
—No entiendo.
—Mejor que no entiendas. ¡A la mesa, amigo! No pensemos en lo pasado.
Sandokán comió en silencio, e hizo menos honor al asado de lo que esperaba el malayo. Luego fue a tenderse en las frescas hojas.
—Durmamos algunas horas —dijo—. Vendrá la noche y entonces esperaremos que se oculte la luna.
El malayo cerró la puerta de la choza, apagó el fuego, se echó en un rincón y soñó que ya estaba en Mompracem.
En cambio Sandokán no pudo cerrar los ojos, a pesar del cansancio.
No era por temor a ser sorprendido por los enemigos, pues no había posibilidad de ello. Era el recuerdo de la joven inglesa lo que alejaba el sueño de sus ojos.
¿Qué le habría sucedido a Mariana después de su fuga? ¿Qué acuerdos habrían tomado el viejo lord y el baronet William Rosenthal? ¿La encontraría todavía en Labuán cuando volviera? ¿La encontraría libre? ¡Los celos ardían en el corazón del pirata! ¡Y no poder hacer nada por la mujer querida! ¡Nada más que huir para no caer bajo los golpes de sus odiados adversarios!
—¡Mariana! —exclamaba en su insomnio—. ¡Daría la mitad de mi sangre por estar todavía a su lado! ¿Qué angustias la atormentarán en estos momentos? ¡Me ha de creer vencido, herido, muerto tal vez! Pero esta noche saldré de esta isla maldita, llevándome su promesa. Volveré, aun cuando tenga que traer conmigo hasta el último de mis hombres y tenga que dar la lucha contra todas las fuerzas de Labuán.
Esperó a que se pusiera el sol. Cuando las tinieblas envolvieron la cabaña y el bosque, despertó a Giro Batol, que roncaba como un tapir.
—¡Vayámonos! —le dijo—. El cielo está cubierto de nubes y no hay para qué esperar a que se oculte la luna. Ven enseguida, porque creo que si tuviera que aguardar algunas horas más, no te seguiría.
—¿Y cambiaría a Mompracen por esta isla infame?
—¡Calla, Giro Batol! -dijo Sandokán iracundo-. ¿Dónde está tu canoa?
—A diez minutos de camino.
—¿Pusiste víveres en ella?
—Pensé en todo, capitán. No falta fruta, ni agua, ni remos, ni vela siquiera.
—¡Partamos!
El malayo cogió un trozo de asado que quedaba, se armó de un garrote y siguió a Sandokán.
—La noche no puede ser más favorable -dijo-. Nos haremos a la mar sin que nos descubran. Atravesaron el bosque. La oscuridad bajo los árboles era total; pero el malayo veía por la noche mejor que los gatos y además estaba acostumbrado a andar por tales sitios.
Sandokán caminaba en silencio, sombrío y taciturno. Él, que veinte días antes habría dado la mitad de su sangre por volver a Mompracem, sentía una pena sin límites al tener que dejar abandonada a la mujer que amaba apasionadamente.
Cada paso era una puñalada para su corazón. Hubo momentos en que se detuvo, indeciso entre volverse o seguir. Pero el malayo, que suspiraba por embarcarse, le hacía ver lo peligroso que sería el menor retraso.
De pronto Giro Batol se detuvo, aguzando el oído.
—¿Oye ese fragor? —preguntó.
—¡Es el mar! -respondió Sandokán-. ¿Dónde está la canoa?
-Aquí cerca.
El malayo guió a Sandokán a través de una espesa cortina de hojas, pasada la cual le señaló el mar, que deshacía sus olas contra los bancos de la playa.
—¡La fortuna nos favorece; todavía duermen en los cruceros! -exclamó.
Descendió al acantilado, apartó las ramas y le mostró una embarcación que se mecía pesadamente en el fondo de una pequeña cala.
Era una barcaza socavada en el tronco de un árbol, muy parecida a las que construyen los indígenas del Amazonas.
Desafiar el mar con semejante barca era una temeridad sin igual, porque bastaban unas cuantas olas para volcarla. Pero aquellos dos piratas no se asustaban por tan poca cosa.
Giro Batol fue el primero en saltar adentro y alzó de inmediato un pequeño mástil.
Sandokán, con los brazos cruzados, seguía mirando hacia el Este, hacia la casa de la Perla de Labuán.
—¡Capitán —dijo el malayo—, venga o dentro de poco será demasiado tarde!
Sandokán subió a la canoa, cerró los ojos y suspiró.